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Pobreza: ¿ayuda o comercio?

The White Man's Burden. Why the West Efforts to Aid The Rest Have Done So Much Ill And So Little Good

William Easterly

Oxford University Press, Oxford

The End Of Poverty: Economic Possibilities for Our Time

Jeffrey D. Sachs

Penguin Press, Nueva York

World Poverty and Human Rights

Thomas Pogge

Polity Press & Blackwell, Londres

The Moral Consequences of Economic Growth

Benjamin M. Friedman

Alfred A. Knopf, Nueva York

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En 1904 Max Weber publicó La ética protestante y el espíritu del capitalismo, una obra que se convertiría en un clásico y en la cual sugería la existencia de un nexo causal entre el protestantismo calvinista y el capitalismo moderno. No osaría decir que la mayor parte de su éxito se debió a que se enfrentaba a las tesis marxistas al afirmar que la ideología protestante fue la superestructura de los cambios económicos y sociales, pero no veo cómo puede negarse que en buena parte así fue. Años más tarde, en 1926, el socialista y pensador inglés Richard Henry Tawney dio a conocer otro libro igualmente influyente, La religión y el ascenso del capitalismo, en el cual sostenía que, si bien ciertos rasgos esenciales del capitalismo aparecen en numerosas civilizaciones y culturas, encuentran su formulación más concreta en la ética puritana. El resultado es que ambos autores pueden considerarse como los padres de un lugar común hoy en día aún utilizado: a saber, la ética protestante del trabajo. Pues bien, sospecho que el objetivo secreto del autor del primer libro que aparece en esta reseña no sea otro que pasar a la posteridad como el responsable de otro cliché: que el desarrollo económico fomenta no sólo el bienestar material sino también el social y político de los ciudadanos.

La tesis es enunciada en el prefaciodel libro y desmenuzada en 436 páginas escritas para convencernos, frente a las críticas al capitalismo y la globalización, que no sólo en los países ricos, sino también en los que han emprendido la vía del desarrollo, el crecimiento económico genera a la vez beneficios económicos y morales. La defensa de semejante postura precisa exponer y justificar tres afirmaciones. Primero, que si bien en el pasado se ha insistido en los efectos laterales de carácter indeseable que el crecimiento puede acarrear –daños medioambientales o pérdidas de culturas diferenciadas, por ejemplo–, rara vez se han resaltado las consecuencias morales que su continuidad –o su ausencia– aportan a la sociedad. Esos rasgos que a partir de la Ilustración han abonado la consolidación de las sociedades democráticas occidentales están íntimamente ligados a unos sistemas económicos cuyo funcionamiento asegura en general niveles de vida crecientes, de manera que el estancamiento o el retroceso económico de aquéllas suelen traducirse en una amenaza patente para la pervivencia de esos rasgos o valores morales. En consecuencia, el habitual análisis que enfrenta progreso material con pérdida de valores morales en­cierra una elección falsa, puesto que el crecimiento económico engendra igualmente beneficios morales. Ahora bien, ello obliga a analizar una segunda cuestión, la de la dos visiones básicas que los individuos agrupados en sociedades tienen para considerar su propio bienestar; es decir, sean pobres o ricos, compararán su nivel de vida presente con el pasado y comprobarán su mejora a lo largo de los años, pero también mirarán a su alrededor para cotejar las diferencias, primero con quienes consideran miembros de su propio estrato social y, después, con los restantes que componen la sociedad a que pertenecen. El primer método de comprobación, advierte Friedman, fortalece la cohesión social, pero si un número considerable de ciudadanos considera que su nivel de vida ha empeorado respecto al pasado concederán una importancia creciente a cómo viven los otros y ello agudizará los sentimientos de frustración con el ine­vitable resultado de un aumento de la intolerancia y la aparición de enfrentamientos sociales.

El tercer pilar de la tesis del autor es su contraste con los hechos. A ello consagra los capítulos segundo, tercero y cuarto. El primero dedicado a Estados Unidos; el segundo a Europa, representada por Gran Bretaña, Francia y Alemania, y el tercero centrado en los países en desarrollo y los problemas que impiden o retardan su crecimiento. Friedman muestra una erudición envidiable y un lenguaje conciso y elegante; que consiga plenamente su objetivo resulta más discutible. Como era de esperar, su argumentación se ajusta como un guante a la historia económica, social y política estadounidense desde la fundación de la nueva república hasta la presidencia de George W. Bush. Las dificultades comienzan en el caso de los países europeos. En Gran Bretaña se ve obligado a señalar cómo algunas reformas sociales destacadas –pensiones de vejez, prestaciones sanitarias o seguro de paro– fueron introducidas por los gobiernos liberales de Herbert Asquith entre 1908 y 1916, durante un período de débil crecimiento económico y, en sentido contrario, los años finales de la década de los setenta y comienzos de los ochenta del mismo siglo fueron escenario de un notable avance económico y una amarga confrontación social. Francia constituye un nuevo y más acentuado obstáculo para la validación de su tesis con una falsilla que el autor resume como plagada de «discontinuidades, especialmente en la estructura política». Pero la tarea es aún más ardua en el caso de Alemania, con una evolución histórica jalonada por episodios tan traumáticos como la hiperinflación de los primeros años veinte, la llegada al poder del nazismo y su vesánico ejercicio del mismo hasta el dramático final de la Segunda Guerra Mundial, para acabar con el largo enfrentamiento entre la floreciente República Federal y la comunista y empobrecida República Democrática.

Es posible que esas dificultades hayan aconsejado al autor proceder con cautela cuando analiza la situación de los países en desarrollo, habida cuenta de que, como él mismo advierte, cuando los niveles de vida son tan bajos, el crecimiento significa, sencillamente, la provisión de las necesidades más elementales de la vida. Con todo, Friedman es optimista, pues sigue creyendo que el de­sarrollo, al suministrar nuevos y mayores recursos, «origina, frecuentemente, cambios políticos y sociales» (la cursiva es mía). Lo que no está claro es de qué clase de cambios está hablándose. Semejantes dudas son las que los tres restantes libros que después se reseñarán pretenden despejar, pero antes conviene volver a la obra de Friedman y añadir que esas dudas no quedan satisfactoriamente respondidas en sus restantes páginas, en las que afronta la delicada tarea de exponer qué tipo de medidas deberían adoptarse para fomentar el crecimiento económico en su propio país. La crítica a la política fiscal de Bush no es muy novedosa, ni tampoco resultan originales las propuestas de cambio en la Seguridad Social o en Medicare. Más interesantes resultan tanto su preo­cu­pa­ción por la pobreza como la importancia concedida a un sistema educativo que considera totalmente ineficiente para enfrentarse a las necesidades de capital humano que el país precisará en el futuro. Ambas cuestiones enlazan con las preocupaciones centrales de los tres libros que a continuación me propongo comentar. En el de Pogge, la pobreza es denunciada como la lacra que estigmatiza el orden económico mundial existente hoy en día; la educación, por su parte, desempeña un papel relevante en los análisis y recomendaciones que caracterizan las obras de Sachs y Easterly.

Thomas Pogge es profesor en la Fa­cultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Columbia, en la que ingresó en 1983 después de graduarse en Harvard con una tesis doctoral sobre Kant, Rawls y la justicia global dirigida por el propio Rawls. Las cuestiones de la desigualdad y la pobreza en un mundo globalizado y la indiferencia de los países desarrollados ante ambas han sido las preocupaciones fundamentales de sus publicaciones. El libro aquí reseñadoJuan Carlos Velasco recensiona en este mismo número la traducción española. es una síntesis de esas inquietudes, pero conviene recordar que la introducción general y los ocho capítulos de que consta fueron escritos y publicados originalmente entre 1991 y 2002, y eso se advierte, tanto más cuanto que la versión española es de 2005, a lo cual se añade una cierta heterogeneidad argumental, de la cual constituye una buena muestra el tercer capítulo («Escapatorias en las moralidades»), que aporta muy poco a los propósitos que pretenden cohesionar la obra. De entrada, Pogge exige que las instituciones sociales hoy existentes reflejen una concepción de los derechos humanos –entendidos en un sentido amplio que acoja tanto su visión como deberes negativos (no privar de algo) como positivos (proteger y asistir a cualquier persona en cualquier lugar del planeta)– que sea universalmente compartida y que reconozca la existencia de necesidades universales (capítulos primero y segundo). A la pregunta de por qué se violan derechos que en los países industrializados estamos acostumbrados a considerar consustanciales a nuestra condición de seres humanos, el autor responde señalando un culpable indiscutible: el orden económico global que ha sido diseñado, establecido y mantenido por una pequeña minoría cuyo control oli­gárquico de las reglas del juego se apoya en su poder militar, a lo cual se añade la hipocresía de plantear en ese mismo orden universalizado demandas morales más débiles que las exigidas dentro de las fronteras nacionales de los países ricos (capítulo cuarto). Por último, el objetivo propuesto es la promoción de una reforma institucional universal encaminada a instalar un orden global más democrático –es decir, asentado en la primacía del individuo respecto al grupo, las culturas, las religiones o las naciones–, universal –por dirigirse a todo ser humano por igual– y general –al considerar que todas las personas son unidades básicas de preo­cu­pa­ción– (capítulo sexto).

Este es, en resumen, el memorial de agravios, pero, ¿cuáles son las so­luciones? La primera, que los países ricos dejen de considerar como ajenos y engendrados por sus propias debilidades el atraso, la corrupción y la po­breza característicos de los países pobres. Ello permitiría que los «ciudadanos anónimos de los países ricos» se impliquen en la solución de esos daños y propongan un contrato internacional que impida a los gobernantes de tantos países, en los cuales retienen el poder en contra de los intereses de sus ciudadanos, comprometer sus recursos, pedir préstamos internacionales en su nombre u obtener los medios para imponerse violentamente a la libre expresión de la voluntad popular. El siguiente paso consistiría en reconfigurar las actuales unidades políticas –es decir, los Estados nacionales– mediante «movimientos moderados de centralización y descentralización» conducentes al fortalecimiento de las unidades políticas por debajo y por encima del nivel estatal. Por último, convencido de que la pobreza constituye un desafío moral inaceptable, tanto porque con su existencia estamos incumpliendo el deber de ayudar a quienes se encuentran en situación desesperada como el negativo de no contribuir al mantenimiento de la injusticia, Pogge propone la creación de un Dividendo Global de los Recursos (DGR). Este mecanismo, afirma, permitiría exigir a los Estados y sus gobiernos compartir una pequeña parte del valor de cualquier recurso natural –aire, agua, tierra– existente en su territorio con los pobres del planeta en gracia a que éstos «poseen una porción inalienable de todos los recursos no renovables».

Hasta aquí la justificación teórica y la propuesta concreta que Pogge ofrece para remediar la pobreza en el mundo y recuperar los derechos humanos para la totalidad de los habitantes del planeta, y no sólo para una minoría privilegiada. Pero se advierte una falla entre la crítica moral al orden existente y la «modesta» propuesta para comenzar a restablecer la justicia económica universal. Esa falla nace en las elucubraciones de ingeniería institucional expuestas en el capítulo séptimo y su falta de relación con la mortalidad infantil, el hambre y las enfermedades que Pogge denuncia una y otra vez con toda razón. Pero más asombroso resulta que el autor conciba esperanzas en que «recortes significativos de la soberanía nacional» reduzcan la pobreza en el mundo. Se diría más bien que, a juzgar por los intentos más o menos controlados de voladura de algunos Estados nacionales, las estructuras políticas que hasta ahora los han sustituido han agravado las carencias que tanto irritan al profesor estadounidense. En cuanto a los DGR, me temo no sólo que resulte infinitamente más difícil definirlos con precisión que enunciarlos teóricamente: de entrada, el autor se pierde un tanto en un laberinto de conceptos, pues poco tienen que ver los recursos naturales no renovables (por cierto, en la página 249 de la versión española se utiliza ese concepto, pero en la 260 se mencionan los «recursos y agentes contaminantes») con la renta global agregada a la que alude para hacer sus cálculos. Además, cabe preguntarse cómo confiar en el éxito de una propuesta tan alambicada cuando la inmensa mayoría de los países ricos no han cumplido todavía su compromiso de dedicar el 0,7% de su PIB a ayudas internacionales. El infierno está empedrado de buenas intenciones, y las propuestas de Pogge son un magnífico ejemplo. Se impone seguir buscando otras soluciones y explorar los libros de Sachs y Easterly con la esperanza de encontrarlas.

Si tuviese que resumir los títulos académicos y profesionales de Jeffrey D. Sachs, así como la relación de sus informes y publicaciones, necesitaría un espacio igual o incluso superior al de esta reseña. Diré simplemente que es director del Instituto de la Tierra, catedrático de Desarrollo Sostenido y catedrático de Política y Gestión de la Salud en la Universidad de Columbia; ha sido consejero especial del anterior secretario general de las Naciones Unidas para el proyecto «Objetivos del Milenio», al tiempo que presidente y cofundador de la organización Millenium Promise Alliance, cuyo objetivo es erradicar la pobreza en el mundo. Amén de todo ello ha tenido tiempo para asesorar en cuestiones económicas a distintos gobiernos de Iberoamérica, Europa del Este, la antigua Unión Soviética, Asia y África. Además ha escrito este libro de casi quinientas páginas, con un título muy prometedor y copiado casi exactamente de un largo artículo, obra suya y de otros colaboradores, que fue publicado en 2004Jeffrey Sachs et al., «Ending Africa’s Poverty Trap», Brookings Papers on Economic Activity, núm. 1 (2004). Puede leerse en http://www.unmillenniumproject.org/documents/BPEAEndingAfricasPovertyTrapFINAL.pdf.. Pero quien haya seguido su dilatada carrera, The End of Poverty no constituye sorpresa alguna, ya que sus argumentos y propuestas esenciales apenas han variado con el curso de los años y los resultados contrastados a lo largo de los mismos no han alterado su confianza en sus propios diagnósticos. Cuando en 2004 se publicó ese artículo, su petición inicial a los dirigentes de los países ricos era de 75 millardos de dólares anuales hasta 2015We the Peoples: The Role of the United Nations in the 21st Century, documento presentado por el secretario general a la Asamblea de las Naciones Unidas (septiembre de 2000). Puede leerse en http://www.un.org/millennium/sg/report/. como medio para cumplir con los Objetivos del Desarrollo del Milenio (recogidos en un documento presentado a la Asamblea General de las Naciones Unidas por su secretario general en septiembre de 2000) orientados a reducir a la mitad la pobreza extrema en el mundo. Ignorando el anterior fracaso de la ayuda al desarrollo, Sachs insistía en que la solución residía en dar más dinero, aduciendo que el fiasco se explicaba por el deficiente empleo de los fondos, ¡lo cual era evidente! Como era lógico, se refería una y otra vez al peso de la corrupción, las enfermedades crónicas, la pobreza del suelo, la ausencia de un marco legal y de administraciones mínimamente capaces y, cómo no, al «legado colonial», y señalaba objetivos concretos como destino de los nuevos fondos solicitados: por ejemplo, mejores escuelas, camas con mosquiteros contra la malaria, carreteras decentes y generadores de electricidad para los pueblos. Pero, a las dudas respecto a cómo asegurarse que el dinero se emplearía realmente en esas finalidades y no acabara, como en el pasado, en las cuentas corrientes de unos gobernantes corruptos, respondía con recetas tan vagas como la condicionalidad de la ayuda o su propia escala de preferencias de países teó­ricamente eficaces y honestos.

En todo caso, antes de entrar en la reseña detallada de su último libro no estará de más recordar algunas fechas y cifras. En 2002 tuvo lugar en Monterrey la Conferencia para la Financiación del Desarrollo, en la cual los mandatarios de los principales países del mundo se comprometieron a dedicar el 0,7% de su PIB a esa altruista finalidad. Sin embargo, a finales de 2005, y con el Proyecto Milenio en marcha, la ayuda total proporcionada por los 22 países más ricos ascendía a 106 millardos de dólares, cantidad equivalente al 0,33% de su PIB conjunto. Para lograr los objetivos del citado proyecto se precisaba que dichos países aumentasen su ayuda en 2006 hasta el 0,44% de su producto (unos 135 millardos de dólares) y llegasen al 0,54% en 2015 (195 millardos de dólares). Meses antes, el grupo de los siete países más industrializados (G7) más Rusia, reunidos en Gleneagles (Escocia), se comprometieron, acuciados por la insistencia de su anfitrión, a incrementar su ayuda a los países africanos de 25 a 50 millardos de dólares anuales. Dicha reunión comenzó con buen pie, ya que semanas antes sus ministros de Hacienda habían llegado a un acuerdo centrado en tres puntos: la cancelación total de la deuda que los dieciocho países más endeudados te­nían pendiente con el FMI, el Banco Mundial y el Banco Africano de De­sarrollo. De ese grupo, catorce eran africanos y los cuatro restantes americanos –Bolivia, Guyana, Honduras y Nicaragua–, con una deuda conjunta de 40 millardos de dólares y unos pagos anuales en concepto de servicio de la misma de entre 1 y 1,5 millardos de dólares. Además, el G7 más Rusia aceptaron ampliar esos beneficios a otros nueve paí­ses en los próximos años con la posibilidad de añadir un tercer grupo, integrado por once más, si sus gobiernos no eran clasificados como corruptos e ineficientes. La decisión fue criticada por muchos, calificándola de «contabilidad creativa», pues de la nueva ayuda que recibirían se deduciría la cantidad condonada. Ello era cierto, pero se omitía que la deducción se limitaba a la ayuda de los dos bancos citados, pero no a las cantidades concedidas por el FMI, que asumiría la pérdida ocasionada por el principal de la deuda condonada y los impagos por servicio de la misma. Además, en la medida en que los países ricos se comprometieron a reembolsar a los bancos el importe de la deuda cancelada, éstos podrían volver a prestar a los países en cuestión; naturalmente, los «críticos» silenciaron estas minucias y olvidaron que, según calcula el Banco Mundial, en los años noventa los países pobres más endeudados recibieron ayuda por el doble del importe por ellos pagado en concepto de servicio de la deuda.

Volvamos a The End of Poverty comenzando por algunos de sus rasgos más anecdóticos, como que casi el 40% de sus páginas están dedicadas a ensalzar al propio autor del libro y a sus cualidades como asesor, describiendo con detalle su decisiva participación en la puesta en orden y el despegue de países tan diferentes como Bolivia, China, Rusia, India o Polonia, así como sus primeros contactos con los que califica como «moribundos sin voz», es decir, los pobres de solemnidad en África. El libro, que cuenta con un prólogo del cantante Bono, ofrece en sus noventa primeras páginas una descripción perfecta del marco general del estremecedor problema de la pobreza en el mundo y de algunas de las causas que han llevado a los habitantes de muchos países a vivir en una situación tan extrema de privación. Después, el lector que no esté interesado en saber cuán listo es el autor puede saltarse los capítulos cinco a nueve y entrar en materia directamente en los capítulos once a quince, pues en ellos se exponen sus planes para acabar con la pobreza y cómo llevar a cabo tan gigantesca tarea.

Comenzando por los ocho grandes objetivos escogidos en el Proyecto del Milenio, Sachs describe cómo funciona la trampa de la pobreza y cómo superarla mediante la ayuda de los paí­ses ricos, ofreciendo diez ejemplos de proyectos concretos: la erradicación de la malaria, la viruela, la oncocercosis o ceguera del río, una alianza global para la vacunación e inmunización, la erradicación de la polio, la planificación familiar, la popularización de los teléfonos móviles en zonas de pobreza y con población muy dispersa, la creación de zonas ­especiales dedicadas a la exportación y la utilización de semillas tecnoló­gicamente adecuadas para fomentar, como sucedió en Asia, cosechas rentables en esas zonas áridas. A continuación, el profesor de Columbia coge papel, lápiz y calculadora y comienza a diseñar los rasgos básicos del plan para cumplir en 2015 con los Objetivos del Milenio (OM). El resultado buscado es que cada país pobre sepa, aproximadamente, la cantidad de fondos que recibirá el año próximo para que, a su vez, envíe un plan detallado y comprobable de en qué piensa invertir ese dinero. Esos planes nacionales han de ajustarse a una estrategia para la reducción de la pobreza dentro del marco general de los OM diseñada en torno a cinco principios: un diagnóstico diferencial que identifique las medidas y las inversiones necesitadas por el país para cumplir con los OM; un plan de inversión detallando la cuantía, calendario y costes de las inversiones ne­cesarias; un plan económico para financiar lo anterior, incluyendo las necesidades monetarias que los países donantes deberán cubrir (en la jerga inglesa aplicable al caso, Millenium Development Goals Financing Gap); un programa de donaciones, pormenorizando los compromisos de los donantes para cubrir el citado Gap; y un proyecto público de gestión que describa los mecanismos mediante los cuales el gobierno en cuestión y las administraciones públicas del país receptor pondrán en práctica la estrategia de inversiones públicas.

El siguiente paso incluye otro plan financiero para delimitar las ta­reas que los países receptores pueden pagar y las que están fuera de su alcance, una cuestión difícil donde las haya; además, deberá estimar la proporción de ingresos que en relación con su producto el país en cuestión puede dedicar a los OM. Dicho sea de paso, el Proyecto del Milenio ha calculado que los países pobres están en condiciones de llegar a dedicar el 4% de su renta a financiar las inversiones contempladas en los OM. El resultado final es la diferencia –o Gap– que correrá a cargo de los donantes ricos. Y, después de transitar por este complicado proceso de rigurosa y clara programación, llegamos al punto crucial: ¿cuánto dinero se necesita?

Sachs parte de la premisa según la cual, en 2001, 1.100 millones de personas vivían con menos de 1,08 dólares diarios, indicando después, pero sin justificar las bases de su cálculo, que su renta media era de 0,77 dólares al día; esto es, 281 dólares anuales. El déficit de los pobres respecto a sus necesidades básicas de 0,31 dólares (1,08-0,77). En consecuencia, el total de la renta deficitaria de los pobres en el mundo era en ese año de 113 dólares anuales multiplicados por 1.100 millones; es decir, 124 millardos de dólares. Como la renta de los veintidós países donantes que en 2001 componían el Comité de Ayuda al Desarrollo ascendía a 20,2 billones de dólares; ello equivale a decir que, transfiriendo simplemente el 0,6% de su renta, esos países ricos podrían facilitar los recursos que esos 1.100 millones de personas necesitan para satisfacer sus necesidades básicas. Expuesto de otro modo, tal transferencia de recursos encaja dentro del límite del 0,7% del PNB que los países ricos se comprometieron a donar en 2002 durante la Conferencia de Monterrey.

Pero el Proyecto del Milenio necesita un cálculo algo más refinado, ya que el coste total previsto para lograr sus objetivos contempla el reparto del mismo entre lo que pueden pagar directamente las personas beneficiadas, cuánto es factible cubrir por parte de los gobiernos de los respectivos países pobres y, finalmente, el resto que deberá ser pagado por los gobiernos donantes. De acuerdo con un proyecto piloto detallado realizado para cinco países, la ayuda puede cifrarse en 110 dó­la­res, a precios de 2000, por persona y año; de ellos, las familias podrían asumir 10 dólares por persona y año, y sus gobiernos 35 dólares, mientras que los 65 dólares restantes por persona y año constituirían la diferencia a cargo de los países donantes. Elevando esa cifra a los 1.100 millones de personas que viven en situación de extrema pobreza estamos, dice Sachs, en los 72 millardos de dólares anuales desde 2005 a 2015. Pero esa cantidad es engañosa, pues no puede ser considerada ayuda neta al deber deducirse de ella partidas tales como el servicio de la deuda, fondos destinados a países que no son extremadamente pobres o emplearse, por ejemplo, al pago de cooperación técnica. El resultado es que los cálculos realizados por Sachs (en las páginas 296 a 301) para estimar la ayuda neta al desarrollo que los países más pobres deberían recibir durante el pe­río­do cubierto por el Proyecto del Milenio (2005-2015) oscila entre 135 y 195 millardos de dólares anuales; en total, aproximadamente entre 1,7 y 1,9 billones de dólares. El siguiente problema surge cuando se trata de repartir esas cantidades entre los países donantes, dado que, salvo un grupo muy reducido, los restantes se encuentran todavía lejos del compromiso de dedicar el 0,7 de su renta a la ayuda exterior. Según las estimaciones de Sachs, basándose en datos de la OCDE para el año 2004, el esfuerzo adicional recaería principalmente sobre siete países, entre los que se cuenta España. ¿Y después de 2015? Cierto que, en el supuesto de haberse cumplido los OM, la mayoría de los países en de­sarro­llo habrán salido de la trampa de la pobreza e iniciado el camino de un desarrollo sostenido. No existirá pobreza extrema en China, y en India afectará a menos del 20% de su población, mientras que en el África subsahariana la tasa de extrema pobreza se habrá reducido del 40 a menos del 20% del total de su población. Pero se precisarán, por ejemplo, inversiones cuantiosas en infraestructuras. ¿Cómo financiarlas? Sachs se muestra menos categórico y se retira de las perspectivas globales a las certezas domésticas, proponiendo sugerencias tales como un recargo adicional del 5% en el impuesto de las rentas superiores a 200.000 dólares anuales como contribución para acabar con la pobreza universal. Según él, con los datos corres­pon­dien­tes al año 2004, la recaudación sería de unos 40 millardos de dólares, a lo cual añade la idea por la cual el 0,1% más rico de su país habría de renunciar a las deducciones generosamente concedidas por el gobierno Bush –unos 30 millardos de dólares– en favor de los pobres, sin contar, por supuesto los fondos aportados por fundaciones como las de Bill Gates.

Este es el plan de Jeffrey Sachs para acabar con la pobreza en el mundo. Es un plan caro, pero valdría la pena gastarse ese dinero si estuviéramos seguros de alcanzar el objetivo propuesto. ¿Lo estamos? Los antecedentes demuestran que no. El profesor de Columbia puede tener algo de razón cuando afirma, refiriéndose a los países africanos, que su pobreza no es consecuencia directa del mal gobierno, sino de los obstáculos que deben superar para entrar en la senda del crecimiento sostenido: enfermedades mortales, infraestructuras desastrosas, un suelo pobrísimo desde el punto de vista agrícola, conflictos raciales insolubles y un largo etcétera. Pero, ¿qué y cómo nos asegura que la lluvia de fondos que Sachs reclama para erradicar la pobreza no va a evaporarse al igual que sucedió con los 2,3 billones de dólares que Occidente gastó en ayuda exterior durante los últimos cincuenta años? ¿Dónde están los gobiernos competentes que emplearían eficazmente tanto dinero? ¿El nuevo maná eliminaría la legendaria corrupción de esas administraciones o retrasaría la puesta en práctica de las reformas imprescindibles para emplearlo fructíferamente y sacar a sus ciudadanos de la trampa de la pobreza en que ahora viven? El autor del último libro de los aquí reseñados ofrece una rotunda negativa como respuesta.

Willam Easterly comparte algunos rasgos biográficos con Jeffrey Sachs. También él ha desempeñado tareas de asesoramiento en el Banco Mundial, centradas fundamentalmente en el estudio de los factores impulsores del crecimiento económico a largo plazo y en la efectividad de la ayuda exterior, y más concretamente en África, América Latina y Rusia. Actualmente es profesor de Economía en la Universidad de Nueva York y codirector del Instituto de Investigación del Desarrollo en el citado centro docente. En 2001 publicó un polémico libro titulado The Elusive Quest for Growth: Economists’ Adventures and Misadventures in the Tropics. El libro es un repaso crítico a una de las aficiones de determinados economistas, empeñados en descubrir políticas milagrosas que permitan resolver, casi de la noche a la mañana, el problema del subdesarrollo. Easterly se proponía en esta obra demostrar que, si las políticas de desarrollo han fracasado, ello no se ha debido ni a la globalización, ni a la falta de ayuda económica por parte de los paí­ses ricos, ni a la cicatería de los grandes organismos internacionales.

Todas esas ideas prefiguraban el entramado sobre el cual Easterly iba a construir su respuesta a lo que yo calificaría de «Plan MarSachs» y a los grandiosos, pero en su opinión vanos, Objetivos del Milenio. Su reciente libro, The White Man’s Burden, es un nuevo y acaso desesperado intento de analizar por qué los países ricos han fracasado en sus esfuerzos por ayudar a solucionar los problemas endémicos de la pobreza en el mundo subdesarrolladoEl lector interesado en este tipo de enfoque puede leer el libro de Robert Calderisi, The Trouble with Africa: Why Foreign Aid Isn’t Working, Nueva York, Palgrave Macmillan, 2006.. La obra se divide, en mi opinión, en dos partes: la primera, de unas ciento cuarenta páginas, agruparía los cuatro capítulos iniciales y resumen perfectamente su pensamiento; las casi doscientas páginas restantes –capítulos cinco a once– son más bien accesorias y el lector puede tomarse la licencia de saltárselas sin temor a perderse punto esencial alguno de las polémicas tesis del autor, si bien constituyen una lectura instructiva.

En efecto, el profesor de Nueva York no pierde el tiempo para presentar los puntos básicos de la discusión relativa a la eficacia de la ayuda exterior. En el último medio siglo, Occidente ha gastado 2,3 billones de dólares en ayuda exterior y hoy es el día en el que millones de niños africanos siguen sin recibir las medicinas precisas para erradicar la malaria o los fondos para asistir a la escuela en lugar de trabajar desde antes de llegar a su pubertad con el fin de ayudar a sus familias, al tiempo que un número parecido muere antes de cumplir un año porque sus madres padecen hambre o están dramáticamente subalimentadas. Por añadir algunos datos recientes no mencionados por el autor, según el último informe sobre África presentado el pasado mes de noviembre por la Organización Mundial de la Salud, la esperanza de vida al nacer ha disminuido entre 1975 y 2005 en diecisiete países del continente, la mortalidad infantil apenas se ha reducido y la materna ha pasado de 879 a 910 muertes por cien mil nacidos en el último decenio del siglo pasado. Ahora bien, la receta de Easterly no consiste en abandonarles a su suerte, sino en asegurarse que tan cuantiosa ayuda llegue a quienes la necesitan. Y así se plantea la dicotomía entre los «planificadores», llenos de buenas intenciones y generosamente provistos de fondos, pero incapaces de motivar a quienes pueden llevarlos a cabo, y los «buscadores», que exploran sobre el terreno las necesidades y conocen cómo satisfacerlas con una pérdida mínima de eficacia. Conceptualmente, se trata de dos prototipos humanos muy diferentes: los primeros afirman conocer de antemano las respuestas a los problemas y consideran la pobreza como una cuestión técnica de ingeniería, mientras que los segundos admiten su ignorancia y aceptan que aquélla es un complicado rompecabezas cuyas piezas tienen aspectos políticos, históricos, institucionales y tecnológicos muy diferentes entre sí. Para demostrar que los pobres mueren no sólo por la indiferencia del resto del mundo sino, también, por la ine­ficacia de los esfuerzos de quienes se preocupan por ellos, Easterly recuerda en la página 9 de su libro algunos grandes proyectos internacionales, planteados en el pe­río­do 1977-2005, para erradicar la pobreza; proyectos, todos ellos, fracasados. Precisamente, la última fecha citada fue escogida por Jeffrey Sachs –el arquetipo del «planificador», en su opinión– para publicar el libro antes reseñado y en el cual anunciaba la buena nueva: a saber, que tenía un gran plan para sacar a los pobres de la trampa de la pobreza. Citando la famosa obra de Popper, La miseria del historicismo, y su distinción entre «ingeniería social utópica» y «reforma democrática paulatina», Easterly asevera que la popularidad de los «planificadores» reside en que han sido capaces de acoger en su ideario a la izquierda y a la derecha del mundo rico: a los primeros encandilándoles con el señuelo de un gran esfuerzo público para luchar contra la pobreza universal, y a los segundos ofreciéndoles la idea de un imperialismo benévolo que difundirá el capitalismo y contendrá la oposición a Occidente. Pero las dos grandes preguntas son, en realidad, primero, qué puede conseguir la ayuda occidental y, segundo, cómo asegurar una prosperidad duradera en el resto del mundo. Su libro intenta responder únicamente a la primera cuestión y recalcar que la ayuda no es la respuesta a la segunda.

La inspiración intelectual de los «planificadores» se remonta al año 1950 y su formulación más sencilla consiste en decir que los países más pobres se encuentran atrapados en una situación de pobreza de la que no podrán librarse sin un «gran empujón» financiado por una sustanciosa ayuda exterior encaminada a promover inversiones y remover obstáculos al desarrollo; una vez alcanzado ese doble propósito, las sociedades pobres emprenderán un despegue que las encaminará a un desarrollo sostenido que acabará haciendo innecesaria la ayuda externa. Easterly dedica el segundo capítulo de su libro a demostrar cómo los datos no apoyan tan optimista previsión y cómo, ante la difícil decisión de distinguir la relación de causalidad entre malos gobiernos y pobreza, los datos más recientes en el caso del continente africano parecen decantarse porque el estancamien­to económico tiene más que ver con el mal gobierno que con la famosa «trampa de la pobreza». Además, las cifras manejadas por el autor para el período 1970-1999 muestran más bien que el aumento de la ayuda exterior coincidió con el descenso del crecimiento; es decir, la ayuda externa fue incapaz de detener la caída del crecimiento de la renta por cabeza hasta niveles próximos a cero (es de lamentar, por cierto, que Easterly, no indique las fuentes que le han permitido construir el gráfico 2, en la pá­gina 40, que relaciona ayuda y crecimiento en África).

Recordando el caso de Rusia durante la década de los noventa, Easterly intenta librarnos de la tentación de creer que poner en marcha un mercado libre es una tarea sencilla que puede lograrse mediante un sencillo fiat decretado por un autócrata ilustrado o por un organismo internacional bienintencionado. Igualmente recuerda (cuadro 2 y gráfico 4, en las páginas 59 y 61, referidos a los llamados préstamos para el ajuste estructural) que la ayuda exterior ha sido perfectamente compatible con aumentos notables de la inflación y tasas de crecimiento muy bajas o negativas tanto en países africanos como en Rusia y otras repúblicas de la antigua Unión Soviética. El auténtico problema que los gestores de las ayudas internacionales deben dilucidar es qué hacer si los gobiernos de los países pobres son malos y, al mismo tiempo, los intentos de los gobiernos occidentales donantes de los fondos resultan incapaces de cambiarlos. Una vez planteado el problema, nuestro autor en unas manidas reflexiones sobre la importancia tanto del libre mercado como de la democracia para el mejor desarrollo económico de las sociedades, advirtiéndonos que las democracias puedan dar lugar a gobiernos nefastos elegidos mediante elecciones libres –lo que el politólogo estadounidense Fareed Zakaria califica de «democracia iliberal»Fareed Zakaria, El futuro de la libertad, Madrid, Taurus, 2003. Recensionado por Manuel Arias Maldonado en Revista de Libros, núm. 91-92 (julio-agosto de 2004), pp. 22-24.– o que procesos electorales formalmente limpios convivan con una corrupción rampante. Habida cuenta de que los países mal gobernados son pobres y que son los malos gobiernos los que provocan la pobreza, y no al contrario, el dilema al que se enfrentan los «planificadores» suele ser que deben negociar su ayuda exterior con gobiernos ineficaces y corruptos: las cifras que Easterly resume en la página 117 del libro sobre los considerables montantes traspasados durante los últimos años en concepto de ayuda por los mejores gobiernos del mundo a los peores obligan a una reflexión seria a propósito de la candidez según la cual tan cuantiosos fondos vayan a remediar los problemas de quienes realmente los necesitan. Surgen entonces cinco cuestiones lacerantes muy claramente formuladas por Easterly: a) la ayuda internacional puede contribuir a empeorar la gestión de los gobiernos que la reciben; b) los malos gobiernos pueden sabotear incluso los programas de ayuda mejor intencionados; c) las instituciones que canalizan la ayuda internacional enmascaran frecuentemente los fracasos que ésta provoca y, además, raramente se sienten responsables de los errores y los despilfarros que con esos fondos se cometen; d) no todos los gobiernos de los países africanos responden de igual modo a la ayuda externa ni los efectos de ésta son idénticos; e) no es fácil llevar a la práctica ideas inicialmente bienintencionadas, tales como consultar con organizaciones no gubernamentales el diseño de la ayuda y su puesta en práctica.

Como he afirmado antes, el lector interesado podría concluir aquí su lectura del libro. Un libro ciertamente polémico y expuesto a críticas sesgadas que buscan minar su saludable escepticismo respecto a los grandes planes en que suelen confluir políticos, ingenieros sociales y cómicos altruistas. Por ello, conviene afirmar rotundamenteA este respecto son muy oportunos los comentarios de Amartya Sen en su artículo «The Man Without a Plan», publicado en Foreign Affairs, vol. 85, núm. 2(marzo-abril de 2006), pp. 171-178. Puede leerse en http://www.foreignaffairs.org/20060301fareviewessay85214/amartya-sen/the-man-without-a-plan.html. que The White Man’s Burden no está escrito para anular los esfuerzos dirigidos a ayudar a los pobres, ni afirma que los ricos estén libres de responsabilidad alguna en su ayuda, o que los pobres lo son debido a diferencias básicas propias o a incapacidadas derivadas de sus culturas específicas. Igualmente sería falso atribuir a Easterly el propósito de sustituir todas las instituciones económicas de esos países en desarrollo por un sistema de mercado, como tampoco comparte la pretensión de imponer la democracia en otros países por medio de lo que los conservadores estadounidenses han bautizado como procesos de «nation building». Sin embargo, y como bien señala Nicholas Kristof en su crítica al libroNicholas Kristof, «Aid: Can it Work?», The New York Review of Books, vol 53, núm. 15 (5 de octubre de 2006). Puede leerse en http://www.nybooks.com/articles/19374. , cuesta entender su negativa cerra­da a aceptar que en determinadas circunstancias una intervención militar planeada y ejecutada por las potencias occidentales puede ser tan eficaz o más que la ayuda financiera internacional. Tragedias como la del genocidio en Ruanda, los conflictos armados en Burundi y el Congo o las horribles matanzas en Darfur (Sudán) son muestras de que, como bien dice el citado columnista, «a veces soldados armados son la forma de ayuda internacional más eficaz».

Sachs y Easterly personalizan dos ideas de cómo luchar por la erradicación de la pobreza en los países subdesarrollados. El primero concibe el éxito de la empresa como resultado de un gran plan fraguado por los expertos occidentales y financiado por los gobiernos de los países ricos; el segundo desconfía de la planificación que ignora las condiciones en que se encuentran los países y los beneficiarios finales de la ayuda y recela de las grandes organizaciones exentas de la obligación de responder por el éxito o fracaso del empleo de las ingentes cantidades de fondos que se reclaman para sacar a los pobres de la miseria en que se hallan. Pero poco a poco está abriéndose camino la idea según la cual la ayuda privada, los criterios de eficacia y la capacidad de innovación y de adaptación que caracteriza al sector privado puede ser un complemento necesario a las iniciativas públicas sobre cuya efectividad discuten Sachs y Easterly. Y precisamente ha sido la malaria, una de las peores plagas que asolan a los más desvalidos de los desvalidos, la que parece que puede establecer la pauta de esa colaboración entre los sectores públicos y privados. La ocasión ha sido el reconocimiento de sus errores en los programas de lucha contra esa enfermedad por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS); errores que cubren un amplio abanico que abarca desde la lentitud en reconocer que una medicina utilizada para combatir la malaria se había revelado poco eficaz en muchos países debido a la resistencia inducida a sus efectos en algunos de ellos hasta la timidez para enfrentarse al fanatismo de círcu­los ecologistas, empeñados en combatir la fumigación de viviendas con DDT, discutible en otros usos, pero que es un medio eficaz contra la malaria. Al mismo tiempo, el Banco Mundial va a aprobar la concesión de 180 millones de dólares para un programa dedicado a combatir la malaria en Nigeria, escenario de aproximadamente la quinta parte de las muertes registradas en todo el mundo por malaria. Esto no sería una novedad si no fuera porque esta vez un proyecto de esta magnitud puede asegurar los resultados apetecidos gracias a la colaboración ofrecida por empresas privadas que operan en este y en otros paí­ses africanos: Exxon Mobil y Coca-Cola se han comprometido a distribuir en sus gasolineras y puestos de venta de la bebida mosquiteros contra los insectos portadores del virus.

La lucha contra las enfermedades epidémicas precisa sumas ingentes de fondos; por ejemplo, la prevención del sida en los países pobres africanos requiere, según la OMS, 22 millardos de dólares hasta finales de 2008, a los que habrían de añadirse otros 56 millardos para combatir la tuberculosis en los ocho años que nos separan de 2015. Hace pocos años era ilusorio pensar que el sector privado pudiera ofrecer una ayuda seria en estas tareas, pero hoy en día esa opinión está cambiando. No se trata tan solo de que las fundaciones y otras organizaciones benéficas privadas disponen de fondos cada vez más cuantiosos (a mediados de 2006 tres de esas fundaciones, la Gates, la Wellcome y la Ford, contaban con unos recursos conjuntos cercanos a los 105 millardos de dólares) sino que han puesto en práctica principios de responsabilidad en el manejo de los fondos, apoyo a proyectos de investigación cuya financiación se otorga, renueva y modula en función de los resultados obtenidos, o programas concretos, a los que se invita a colaborar no sólo a otras instituciones privadas, sino igualmente a gobiernos y entes públicos, encaminados a lograr resultados en campos acotados. Un buen ejemplo sería el proyecto de vacunación en 72 países pobres durante la década 2005-2015 y cuyo coste se cifra entre 11 y 15 millardos de dólares. La Alianza Global para la Vacunación y la Inmunización –GAVI en las siglas inglesas– echó a andar con una dotación inicial de la Fundación Gates de 775 millones de dólares, a los que han seguido, a comienzos de 2006, 290 millones aportados por Noruega y 1.800 comprometidos en los próximos años por Gran Bretaña. Otra iniciativa reveladora de esa orientación es el proyecto Grand Challenges in Global Health, que financia cuarenta y tres estudios encaminados a mejorar la lucha contra enfermedades tan mortíferas como la malaria, la diabetes o las dolencias cardiovasculares, a los que se une el consagrado específicamente al sida y que cuenta con una financiación especial.

Ahora bien, el fardo del hombre blanco resulta pesado no sólo por los sentimientos de culpa que puede esconder, sino también las ruindades propias de los proteccionismos con que blindamos nuestros mercados y las subvenciones injustificadas otorgadas a buena parte de nuestros agricultores, olvidando que así agravamos las miserias de los pobres. He aquí tres obras dedicadas al noble propósito de cómo emplear mejor la ayuda occidental en la lucha contra la pobreza y la enfermedad. Permítaseme ahora apoyar la tesis según la cual, a medio plazo, la forma de ayuda más eficaz consiste en abrir nuestros mercados al libre comercio de los productos de esos países. No se trata de abogar en pro de la completa suspensión de la ayuda exterior a los países más pobres, pero la receta adecuada para que esas naciones entren en el camino del crecimiento sostenido que en su día comenzaron a recorrer países como China, Corea del Sur o India combina en las dosis adecuadas el libre comercio, el funcionamiento eficaz de los mercados y el imperio de la ley. El Banco Mundial estimó en 2005 que los beneficios de un acuerdo de libre comercio referente tanto a la agricultura como a la industria y los servicios ascenderían de aquí a diez años a unos 300 millardos de dólares anuales. Dicho esto, ha de añadirse que el acuerdo no es fácil, como bien ­demuestran las tensas conversacio­nes mantenidas en el seno de la Or­ganización Mundial del Comercio para formalizar la llamada Ronda de Doha. Una vez más, y citando al Banco Mun­dial, los beneficios más sustanciales para los países pobres provendrían de la reducción de los aranceles y la eliminación de subvenciones acordadas por los países ricos –Unión Europea, Estados Unidos, pero también Japón y Noruega– a sus sectores agrícolas. A cambio, los gigantes del llamado «Grupo de los 20» –que agrupa a potencias tales como China, India o Brasil– debería hacer concesiones en los terrenos industriales y de servicios a las que hasta ahora se han negado salvo si obtienen ventajas en el campo de los productos agrícolas. Cuando estas líneas se escriben, las posibilidades de llegar a un compromiso parecen lejanas, olvidando que en ocasiones como ésta la generosidad puede reportar más ventajas que el egoísmo y que, sobre todo, sería la mejor forma de ayudar a los países pobres para que, por sus propias fuerzas, comenzaran a salir de la mísera condición en que se encuentran y en la que seguirán si Occidente se limita a seguir discutiendo eruditamente cuál es la mejor fórmula de concebir y canalizar la ayuda exterior. 

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