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China, a la defensiva

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¿Qué hacen los corresponsales de nuestros medios globales en USA? No lo sé, pero da la impresión de que viven muellemente en Nueva York o en Washington DC. Por la mañana se levantan pronto o aguantan despiertos la noche anterior hasta que se hacen con el WaPo o The Grey Lady. Los leen rápido, despachan su crónica en un santiamén y… a seguir viviendo muellemente. Con eso basta. ¿Qué más va a querer el lector nacional a quien, por cierto, lo que ocurra en USA le importa poco? Sea cual fuere la cabecera, toda nuestra prensa global cuenta exactamente de la misma forma lo que dicen que pasa en USA.

Y si especialmente —como en los últimos cuatro años— el presidente es Donald J. Trump, no hay remedio. El Trump Derangement Syndrome (síndrome de insania trumpiana) tiene las mismas características en todas las latitudes y en todas las longitudes. Así que basta con recoger las rociadas que cada día brotan ubérrimas de aquellas dos fuentes y a otra cosa, mariposa. Lo peor es que hay tanto donde elegir que, en vez de largar la crónica en media hora, ahora esa tarea puede llevar dos. Con un inconveniente añadido: Trump puede decir hoy lo contrario de lo que dijo ayer, pero qué más da, este hombre se equivoca siempre. Ya llegará noviembre y, si tiene razón All the News That’s Fit to Print, gozaremos para entonces de un presidente más inclusivo y menos veleidoso.

El caso chino es llamativo. Nuestros medios no se han enterado todavía de que China está a la defensiva. Los corresponsales en USA suelen leer sólo las secciones de política americana y se abstienen de los artículos, mucho mejores, que las fuentes en las que abrevan dedican a lo que no sea su diario baqueteo de Trump.

Pues, sí. China está a la defensiva. Esa noción choca, sin duda, con la imagen poderosa y radiante que del país han forjado en Davos y en otras instancias globalizadoras; también han contribuido a dicha imagen muchos académicos e intelectuales globalmente famosos que subrayan de consuno la agilidad y la eficacia con la que los asuntos de interés general se despachan allí por comparación con lo que sucede aquí. Por aquí hay que entender siempre Estados Unidos desde el final de la etapa Obama.

El ápice de esa visión se alcanzó hace ya tiempo, entre 2008, cuando China fue la anfitriona de los Juegos Olímpicos, y 2010, con la celebración en Shanghái de una afamadísima exposición universal. Todo en aquellos fastos marchó como un reloj y asombró a una opinión universal acostumbrada a ver en China un ejemplo de atraso y pobreza. Desde entonces, la República Popular ha dado pasos firmes hacia su conversión en la segunda potencia económica mundial. La administración Obama saludaba «el ascenso estable y pacífico de una China próspera».

Desde 2017, sin embargo, se ha popularizado la idea con la que Graham Allison titulaba su exitoso libro sobre la trampa de Tucídides, es decir, que el ascenso de China, como sucedió con el de Esparta en la Grecia del siglo V a.C., conlleva el peligro de una guerra si el poder dominante —Atenas entonces, Estados Unidos ahora— responde a su reto de forma agresiva, en un intento de enfrenar esa ascensión. Hoy se acusa a la administración Trump de haber seguido esa falsilla cuando su más reciente Estrategia de Seguridad Nacional 2017 declara que China trata de moldear un mundo antitético a los valores e intereses de Estados Unidos y su Estrategia de Defensa Nacional la define como «un competidor estratégico».

¿Están los Estados Unidos a la defensiva?

En mi opinión, no. China lleva perdido un set, y lo ha perdido por un exceso de confianza en sus propias fuerzas y también por la propia lógica del sistema, al que define como socialismo de rasgos chinos.

Suele considerarse que ese traspiés se debe a una decisión personal del presidente Xi Jinping, cuyas buenas intenciones derraparon nada más hacerse con el poder, pero conviene recapacitar un tanto porque Xi tuvo un mentor, que había elegido anticipadamente ese camino, en la figura de Hu Jintao, su antecesor, bajo cuyo mandato se celebraron los eventos referidos y en el que China adoptó un nuevo curso, alimentado por una mayor confianza en sus propias fuerzas. A esa cuestión le ha dado Foreign Policy en fecha reciente un repaso que vale la pena recordar y evaluar

Antes de la llegada de Hu al poder en 2002, Deng Xiaoping y Jiang Zemin habían reformado la economía china con su apertura al comercio internacional y la integración en la OMC. A esas reformas económicas las acompañaron otras legales y políticas. Entre las primeras, se contaba una mayor capacidad para que los particulares, ya personas físicas, ya jurídicas, pudiesen recurrir ante los tribunales decisiones gubernamentales que considerasen lesivas. Las reformas políticas crearon un sistema basado en el consenso de las élites dirigentes, que aceptaban someter a sus líderes a unos incipientes mecanismos de control. Por ejemplo, limitación en el tiempo del mandato de los dirigentes supremos; edad de jubilación para ejercer cargos públicos y adoptar decisiones colegiadas. Para la revista estadounidense, China se situaba así en camino hacia una autocracia desarrollista similar a las que habían aparecido en Corea del Sur y en Taiwán en los años Ochenta y que, en los dos últimos casos, facilitaron el paso a nuevas sociedades democráticas. En esas condiciones, para Estados Unidos, la mejor opción era apoyar las reformas chinas a la espera de que los intereses de sus élites convergiesen con las expectativas de cambio americanas.  

Sin embargo, Hu cedió ante la intensa presión de sus colegas, opuestos a la apertura, y detuvo el avance de otras reformas. «Así viró [en el manejo de la economía] desde una posición favorable a los empresarios privados a otra de creación de campeones nacionales Centenares de empresas designadas como estratégicas recompusieron sus capitales y obtuvieron subsidios estatales masivos. Una vez más Pekín volvió a proteger a las empresas del sector público y las privadas repentinamente experimentaron dificultades para obtener capital».

La contrarreforma fue también política. Se criticó la llamada polución espiritual, es decir las influencias intelectuales, políticas y culturales de Occidente. Hu se asustó asimismo ante las llamadas revoluciones de color que brotaron en Europa, Asia Central y Oriente Medio y su primera línea de defensa consistió en poner el aparato represivo en manos de Zhou Yonkang, a quien más tarde depuraría Xi en una maniobra de autodefensa. De esta forma China, bajo Hu, se convirtió en un estado policial.

Hu también preparó el escenario para una línea más agresiva en política internacional, al tiempo que aceleró los programas de modernización militar. La Asamblea Nacional Popular, el hipotético parlamento chino, adoptó una ley antisecesión que permitiría a China entrar en guerra con Taiwán.

Todas estas medidas quedaron bajo el radar de Estados Unidos, como también sucedió con la ofensiva para imponer en el Sudeste asiático su modelo de capitalismo autoritario. Algo similar sucedió en el Mar del Sur de la China, que Pekín comenzó a considerar desde entonces como un estanque de su propiedad. China optaba por la ofensiva.

Es un análisis interesante que, sin embargo, naufraga en sus propias limitaciones. Ante todo, el autor en ningún momento se interesa en aportar los hechos que sirven de base a su argumento: las pretendidas reformas liberales de Deng y Jiang, que el autor celebra. Debería, empero, recordar que Deng fue el primer responsable de la matanza de Tiananmén en 1989 y también que su pragmática reforma de la economía nunca se interesó por las reformas democráticas. De hecho, su puesta en marcha en 1978-1979 coincidió con el desmantelamiento del Muro de la Democracia de Xidan —un área urbana de Pekín— desde donde se exigía la ampliación de las Cuatro Reformas económicas de Deng con una Quinta —la democracia—.

Jiang, por su parte, nunca se destacó por su apoyo al liberalismo. Tras el pacto de sangre de Tiananmén, se manifestó con claridad en contra de nuevas vueltas a la tuerca reformista y sólo viró cuando Deng consiguió imponerlas en un alarde fraccional. Poco más tarde, su represión de Falun Gong —un movimiento de renovación física y moral— fue despiadada. Con esos antecedentes, resulta sumamente arriesgado mantener la existencia de esos presuntos brotes verdes liberales que, para el autor, hubieran sellado el envite de China por una dictadura desarrollista que hubiera acabado en un proceso democrático.

Sin base fáctica, el argumento no es más que otro vano intento de validar la teoría de la modernización —que las reformas económicas en países atrasados acabarán por provocar un inexorable tránsito a la democracia—.

Hay numerosas pruebas de que modernización y China no cuadran y que su descuadre se debe a factores, por así decir, estructurales. Los parámetros de actuación del sistema son distintos a los que tienen en cuenta los partidarios de la modernización, quienes reposan en los éxitos citados de Corea del Sur y Taiwán y, si se apura el razonamiento, en el de la España posfranquista. Grosso modo, en esos tres casos un sector mayoritario de las élites económicas y políticas se sentía lo suficientemente fuerte como para recoger los beneficios dimanantes del paso a un régimen de propiedad privada, mercados, imperio de la ley y libertades públicas, así como para llegar a un acuerdo con los representantes de otros y más amplios sectores sociales.  

Por el contrario, en las dictaduras comunistas la situación es la inversa. O no hay élites autónomas que puedan sobrevivir fuera de los cauces de la planificación central -como sucedió en la Unión Soviética- o, como en el sistema chino de preeminencia del sector público sobre el privado, las élites carecen de mecanismos para mantener su dominación de forma autónoma. Mientras en el caso de España, por ejemplo, el sector público fue cediendo paulatinamente posiciones hasta llegar al desmantelamiento casi completo del INI y a su sustitución por empresas privadas con capital propio y en un régimen de mercado abierto, en China el acceso a los privilegios y a la acumulación de capitales exteriores al sistema sigue estando aún muy controlado. El ingente, subvencionado e ineficaz sector público sigue siendo, pues, el lugar privilegiado para que sus gestores, sus clientes y sus familias puedan gozar de los beneficios que otorga ese peculiar sistema de acceso a rentas y otros privilegios. Al menos por ahora, el interés de esas élites se identifica con el mantenimiento de un amplísimo sector público y la falta de libertades públicas. Si llega a darse una evolución similar a la soñada por Foreign Policy, será con el paso del tiempo y, seguramente, de un modo más o menos traumático.  

Aparte de éstas —endógenas al sistema político y económico de China—, hay otras razones no menos importantes para que China se halle a la defensiva. La más reciente es la responsabilidad de sus gobiernos —el central y los locales— en la pandemia causada por el virus de Wuhan. El día en que escribo (junio 11) el número global de personas contagiadas se eleva a 7,4 millones con 415.000 defunciones reportadas. Dadas las discrepancias estadísticas entre las fuentes, esos números han de ser considerablemente superiores y, en buena medida, se deben al intento de los dirigentes del Partido Comunista Chino de ocultar las dimensiones del problema durante varias semanas.

Los daños económicos derivados de la pandemia, previsiblemente enormes, son aún difíciles de evaluar por su inopinada extensión en el tiempo. No existen aún pronósticos creíbles sobre si el virus volverá a manifestarse con igual, mayor o menor intensidad, ni sobre las eventuales consecuencias económicas de una nueva etapa de confinamiento en el otoño de 2020. Pero por los daños ya causados, los gobernantes comunistas de China tienen una responsabilidad difícil de ocultar a pesar de los enjuagues a los que se ha prestado la OMS. En cualquier caso, me he pronunciado sobre esto en otro blog y no es cuestión de repetir los mismos argumentos.

Los problemas que tienen a China en formación defensiva son, sin embargo, anteriores al virus y más temibles a largo plazo. El más saliente ha sido bien reportado: la guerra comercial declarada por el presidente Trump al poco de comenzar su mandato. La guerra tenía dos escenarios: el déficit en la balanza comercial americana y —mucho más importante— el acceso en condiciones de igualdad de las compañías USA al mercado chino. 

La solución diseñada por Trump y sus asesores neomercantilistas al primero se centró en un considerable aumento de los aranceles impuestos a los productos chinos. Una decisión equivalente a un tiro en el propio pie. Si el superávit chino reflejaba la compra de productos manufacturados en todo o en parte en aquel país, la subida del arancel equivalía a un impuesto a pagar por los consumidores americanos. Eso podría reverberar en menores compras de productos chinos, pero se hacía con cargo a sus bolsillos —el tanto por ciento más que gravaba, por ejemplo, a un par de zapatos no lo pagaba China, sino su comprador local en Estados Unidos—.

También se ha criticado mucho la confianza de los neomercantilistas en que el aumento arancelario podría recuperar para Estados Unidos algunas de las manufacturas perdidas. En definitiva, la ventaja que había dado a China el rápido proceso globalizador no iba a ser fácil de eliminar, especialmente en los sectores de mercado con menos valor añadido, desde productos textiles hasta muebles y demás objetos baratos que hoy se encuentran en los bazares chinos de nuestras ciudades.

Los gobernantes chinos, por su parte, pensaban que el gobierno americano está en manos de los banqueros y de las grandes compañías, así que cuando, en contra de sus pronósticos, Trump ganó las elecciones a Hillary Clinton el primer impulso de Pekín fue ponerse en contacto con sus habituales aliados en Estados Unidos y pedirles ayuda. Pero lo que había sido tradicionalmente una estrategia ganadora para China, no lo era ya tanto porque los amigos de otrora en el mundo de los negocios empezaban a dejar de serlo. Aquella relación simbiótica entre las partes, tan celebrada por ambos lados, comenzaba a tornarse parasitaria para la parte americana. Lo sucedido lo ha contado en detalle The Wall Street Journal.

Cuando el Secretario de Estado Warren Christopher viajó a Pekín en 1994, planteó a Li Peng, a la sazón Primer Ministro chino, una serie de preguntas sobre derechos humanos y su situación en China, pero Li rechazó de plano entrar en esa discusión. Sus buenos contactos en Estados Unidos ya le habían soplado que muchas grandes compañías habían insistido a Clinton para que aparcase la cuestión. Cuando el Congreso tuvo que legislar para facilitar la entrada de China en la OMC en 2000, varias grandes compañías se gastaron 100 millones de dólares para facilitar el trámite. Todas las puertas se abrían a la majestad del mercado chino.

Esa relación tan estrecha se ha agrietado con los años a medida que muchas firmas americanas comprobaron que China no era exactamente la tierra prometida. Los primeros en desencantarse fueron los fabricantes de bienes como muebles, bicicletas y otros de tecnología simple, quienes cayeron en la cuenta de que sus colegas chinos se habían convertido en sus grandes rivales, fabricando allí productos similares a los suyos y vendiéndolos directamente a los compradores estadounidenses.

La cosa se complicaba. Vuelta al Wall Street Journal: «Cuando en 2008 —a petición de Washington— el gobierno chino aprobó un gran paquete de estímulos para combatir la crisis financiera global, China empezó a fabricar grandes cantidades de ruedas, acero, cristal y otros bienes. Sus exportaciones a Estados Unidos crecieron, hundiendo a ciudades manufactureras de esos productos en el Medio Oeste y el Sudeste de Estados Unidos, lo que dio pie a la aparición de protestas populistas».

Por su parte, el mercado en China no era lo suficientemente grande como para absorber la producción de otros patrocinadores, dentro del grupo de sus aliados en USA. De los diez miembros que habían sostenido la candidatura china a la OMC, uno desapareció, otro hubo de ser rescatado por el gobierno de los Estados Unidos, un tercero se difuminó, el cuarto hubo de dividirse en dos entidades, una de las cuales anda en litigio con una compañía china a la que acusa de haberle robado su tecnología. Una China más segura de sí misma apretaba cada vez más a las compañías extranjeras para que transfiriesen su tecnología y subvencionasen a sus competidores del sector público chino. La gota de agua que colmó el vaso fue el anuncio del programa Made in China 2025, que proponía una «estrategia para ganar posiciones dominantes en 10 importantes sectores tecnológicos, lo que, según las compañías extranjeras afectadas, sólo podría realizarse por medio de subsidios masivos y el robo de tecnología» (The Wall Street Journal).

Inicialmente los dirigentes chinos no tomaron en serio las advertencias de sus socios de antaño y contrincantes de hogaño. Las compañías americanas seguían en China y hacían buenos negocios, respondía Pekín. Eran ellas, quienes tenían que aprender a lidiar en un mercado cada día más competitivo. La respuesta de USA no se hizo esperar. En 2018, tres grandes grupos de negocios que habían trabajado incansablemente por facilitar las relaciones con China hacían públicas sus agendas para presionar a la administración americana a un cambio que empujase a China a variar de actitud.

En los últimos tiempos, la atención se ha centrado sobre el sector tecnológico y, en especial, sobre la compañía Huawei. Pero a ello se ha añadido recientemente la exigencia de que las compañías chinas que quieran cotizar en Wall Street se sometan a las mismas regulaciones y auditorías que se imponen a todas las demás. En suma, Washington está apretándole a Pekín con la tortura de los cien cortes, ese peculiar instrumento de convicción que tanto éxito ha tenido en China a lo largo de los siglos.

Y no acaban ahí los males. La percepción de China entre los políticos de los dos grandes partidos americanos garantiza que, gane quien gane las elecciones de noviembre 2020, el clima de Washington para los intereses chinos se habrá tornado de bonancible en borrascoso.

Aunque nuestros corresponsales mediáticos en Estados Unidos no se hayan enterado, China está a la defensiva.

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