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El Cézanne de d´ORs

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El Cézanne de Eugenio d'Ors se publicó en 1921 en Caro Raggio mientras su autor estaba en Argentina (con los errores y erratas de una obra en estado provisorio que hicieron al escritor desautorizar la edición). Los méritos más evidentes del libro le llegan por el lado de la anticipación. Así lo pensaba Juan Antonio Gaya Nuño, que en su Historia de la Crítica de Arte en España se confiesa «completamente adverso» al ideario del personaje que fue D'Ors, «tan vulnerable en multitud de talones aquíleos», pero sin dejar de reconocerle como maestro literario, el primero de nuestros escritores de arte. Para Gaya Nuño, el Cézanne era una muestra singular del arte de saber ver y saber relacionar que D'Ors tenía, en un libro que, como suyo, parece «haber sido redactado sin esfuerzo, cual si todo hubiera surgido milagrosamente». Y esto también parece pertenecer al acuerdo general sobre los méritos. Pero todo comienza a enturbiarse cuando alguien dice, por ejemplo, que el Cézanne de D'Ors es el artista superador de romanticismo y subjetivismo a través del criterio de objetividad que de nuevo es concedido en su pintura a las cosas, a los objetos, «lo que posiblemente –dice Gaya Nuño– reduce las proporciones de sedición atribuidas un poco ligeramente a este pintor, mientras que subliman su categoría». No sé si «las proporciones de sedición» atribuidas a Cézanne a lo largo y ancho de la inflación teórica fueron paliadas o viradas de rumbo por el Cézanne de D'Ors. La especulación que hilvanó el canon vanguardista vigente durante el siglo XX sacrificó la verdad de un Cézanne, la de cualquiera de sus pinturas, a la significación de Cézanne como eslabón determinante de ese curso legal del arte rupturista o, para seguir con la retórica, sedicioso, del que surgirían, con apabullante lógica mecánica, el cubismo, la abstracción, etc. Y D'Ors, más que contribuir a que esto fuera así, hizo que su Cézanne, como su Torres-García, su Togores, su Picasso o su Zabaleta, que personifican sus sucesivos fracasos políticos, fuera el artista inverso al que ha dibujado el canon triunfante, porque el de Cézanne y el de D'Ors están más cerca de parecernos hoy dos fracasos, dos ocultamientos, eso sí, gloriosos en su derrota. En 1919, dos años antes de la primera aparición del libro de D'Ors, Carlo Carrà hizo de Cézanne algo parecido a lo que había de hacer la «teoría de la sedición». Para el programa, igualmente progresivo y vanguardista (aunque a la contra), de su pittura metafìsica, Cézanne era el eslabón de referencia por el que los italianos de París –de los que escribió D'Ors en 1932– estaban llamados a restaurar en el arte del futuro la cadena rota de la tradición de Giotto y del Piero. Para Carrà, Cézanne era el ejemplo de los «nuevos intentos victoriosos». Y esa mezcla de misión, humanismo y victoria, la mixtura del esprit nouveau de Ozenfant, el retour à l'ordre de Cocteau, el classicisme de Maurras, la metafísica de Carrà, el realismus de Roh y la sachlichkeit de Hartlaub, forma el entramado en el que con tanta facilidad se ubica a D'Ors, al D'Ors imbuido de Categoría frente al anecdotismo de la «sedición moderna». En 1921, el año en cuestión, ocurrieron muchas cosas. Carlo Carrà pinta entonces su tristón Il pino sul mare, que es expuesto por Mario Broglio, el editor de Valori Plastici, en Alemania, y a partir del que Worringer escribiría luego su ensayo sobre el pintor; Severini publicó su Du cubisme au classicisme, desde luego que contra lo que él entendía como vanguardismo; en España nacen dos revistas inolvidables: Ultra, como refugio de la ya antigua vanguardia primera, y la juanramoniana Índice, en la que Adolfo Salazar elogió al Picasso clasicista y, de paso, a Cézanne, como para pronosticar lo que había de pasar en el arte nuevo y proformal del futuro. Pero en lo que a D'Ors atañe más personalmente, 1921 fue el año de su «establecimiento» en Madrid, una vez consumada la que Díaz-Plaja llamó «defenestración de Xènius», tras la muerte de Prat de la Riba y las maniobras antidorsianas que la siguieron en Cataluña. Y en 1921 y en Ávila está datado el soneto que Antonio Machado dedicó a Xènius con un indudable tono… acogedor. En ese soneto, Machado dice que Xènius sabe «y cuanto exilio en la presencia cabe». ¿Lo sabe de veras eso D'Ors, el D'Ors de su Cézanne? ¿Sabe D'Ors que, como creo, en las representaciones de la pintura del arte nuevo español y europeo, del arte del retour que parece defender tan sincrónicamente, en ese regreso a la representación de la realidad, la presencia no asiste a la figura? Ahí es donde queríamos llegar, y ahí es donde entran en conflicto, me parece, su Categoría y su Anécdota; su mérito histórico y su verdad filosófica; su Cézanne y Cézanne. Recordemos muy sumariamente la idea dorsiana del pintor de Aix. El hombre y el mundo modernos padecen, según D'Ors, una «oftalmía trascendental» que les hurta la percepción clara de las figuras de la realidad. Esa enfermedad (que no es de los ojos) es la propia del romanticismo vanguardista y del decadentismo en general, y contra ella, desde los primeros años del siglo, estaba Xènius combatiendo con el principio activo del Noucentisme (mucho antes, pues, que lo hiciera el Novecento italiano) a base de las categorías de lo eterno, lo absoluto y lo clásico, vistas en el reflejo de una mediterraneidad a la vez tangible y espiritual. La presencia y la figura. D'Ors nos invita a examinar cuantas anécdotas han extraviado a Cézanne de su verdadera y real Categoría. El Cézanne anecdótico sería sucesivamente el de la novela (el Claude Lantier de L'Oeuvre de Zola, desesperado ante la resistencia que la materia muestra a la torpeza de su falta de oficio); el de la leyenda (el loco, maldito, anarquista y asilvestrado Cézanne); el de la propia vida (allí, en el rincón del retrato colectivo de Fantin-Latour); el de la obra (reducida, por «su enfermedad», a la repetición incesante de ejercicios, de bosquejos, de intentos, privados de la redondez de la plena realización). Y de esas anécdotas, de los desvíos que suponían esas anécdotas, viene a emerger finalmente el verdadero Cézanne, que no es otro que el ángel Cézanne, el Cézanne en plena coincidencia con el daimon personal que en la idealidad de D'Ors le llama a su encuentro. La angelología de la que echa mano Eugenio d'Ors es, claro, su propia categorización del asunto explicada en la Introducción a la vida angélica (1939), y de ella sale el «barroco que termina en dórico», el clásico noucentista que D'Ors quería ver desde el principio, el artista del dibujo, del equilibrio y de la estructura arquitectónica. Ese initiateur con el que D'Ors estaba dispuesto a componer su profecía, una vez que, según su propio plan narrativo, fuera alcanzada la Pascua gloriosa de la pintura moderna tras las tapas concatenadas del Carnaval (el Impresionismo), la Cuaresma (el Cubismo) y la Piñata (el Expresionismo). De modo que el Cézanne que ve D'Ors al final de su libro es el que ya estaba figurado en su principio y es, claro, un Cézanne-D'Ors, una personalidad o un personaje idénticos que están resueltos a «domeñar la naturaleza con el espíritu». Cuando se dice que el mejor D'Ors es el autor del Glosario, todos sabemos lo que se quiere decir y, siendo cierto, toma aires de adoración del santo por la peana. El D'Ors del Glosario es el que hace Categoría de la Anécdota, a condición, claro, de convertir en anécdota cualquier categoría. Las categorías de D'Ors nos resultan tan brillantes y enternecedoramente literarias como la que incluye a Cézanne en una «gran antología del honor profesional» en la que estarían unos senectos Goethe y Sócrates que nunca renunciaron a ser eternos aprendices de sabidurías; o como la de su bien programado ciclo litúrgico para la pintura moderna; o como la del paragone de su Ut pictura poiesis, una glosa de 1934 en la que emparejó a escritores y artistas (Baroja-Solana, Ortega-Zuloaga, Juan Ramón-Vázquez Díaz…) y en la que él se quiso ver al lado de quien siempre le fue esquivo, Pablo Picasso, inasequible a su exclusivo papel de pintor neoclásico de 1916 opuesto al arte nuevo en el teatrino planeado por D'Ors. En defecto de Picasso, Eugenio d'Ors hizo de Cézanne el prototipo del artista llamado a restaurar la objetividad de las formas la figura anticipadora de la realidad del artista no nuevo pero sí futuro (ese es su extraño vanguardismo-antivanguardismo), una figura condenada por la mecánica subsiguiente a su propio exilio, privada, por decirlo así, de presencia, tal y como sugería el soneto machadiano, y una figura que nunca se llegó a encarnar (salvo, a lo que parece, en el pobre Togores). Si pudiera decirse así, diríamos que D'Ors confundió a Cézanne, pero no cometió con él una injusticia. En la confusión, vive, sin embargo, un Cézanne verdadero, un artista ceñido a los límites –es francés– del Arte, de la Tradición, del Oficio y del Museo, un buen obrero, en suma, uno de la raza de Vermeer, de Chardin y de Morandi (los dos artificializaron las flores) cuya igualdad de trato para con los objetos tiene más que ver con la percepción de la igual realidad de lo vivo que con la autonomía de lo «exclusivamente pictórico». Esa es la gloriosa derrota de Cézanne y la de D'Ors. Ninguno de los dos fue un clásico. Los dos fueron confundidos. Cézanne fue secuestrado por su propia significación teórica. Y las Categorías jerárquicas de Eugenio d'Ors vienen a ser el supremo ejemplo moderno de la agudeza y arte de ingenio, o sea, anécdotas. Los dos fueron modernos en contra de la excentricidad de lo sedicioso y en busca de una Ley central, una ley que desde luego no podía consistir ya en hacer trepar a la realidad hacia su modelo, en la cima de una jerarquía angélica, sino en una especie de igualdad de todo lo que vive.

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