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Cataluña: lo posible anterior (y III)

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Esta serie de entradas sobre el problema catalán arrancaban, hace ya tres semanas, con una hipótesis planteada en el primer volumen de los diarios de Ricardo Piglia: deseamos a menudo volver atrás en el tiempo para hacer las cosas de otra manera, modificando así «lo posible anterior» y dando con ello lugar a un futuro ?que sería un presente? alternativo. En nuestras vidas ordinarias, los momentos decisivos no son abundantes; por eso nos obsesionan. Y lo mismo puede decirse de la vida colectiva, que también alterna largos períodos de normalidad con breves episodios de excepcionalidad. No cabe duda de que el desafío separatista entra dentro de esta última categoría, lo que otorga a la hipótesis retrospectiva una mayor gravedad moral, ya que no se trata de experimentar imaginativamente con posibilidades alternativas, sino de tomarnos en serio la pregunta acerca de qué debemos hacer ahora a fin de no tener que lamentarlo después.

Originalmente, trataba yo con esto de enmarcar adecuadamente la pregunta sobre el famoso referéndum «legal y pactado» que ha venido oponiéndose virtuosamente al referéndum ilegal que se celebró ?entorpecido por la acción policial? el pasado 1 de octubre. Esa cuestión sigue sobre la mesa, porque hay que suponer que a ella aluden implícitamente quienes durante el pasado fin de semana salieron a la calle en demanda de diálogo «entre las dos partes», a saber, los gobiernos español y catalán. No deja de ser sorprendente la posición que adoptan quienes así se expresan, dicho sea de paso: como si un gobierno legítimo y un gobierno golpista pudiesen colocarse en pie de igualdad y, más misteriosamente aún, como si un ciudadano español pudiera en estas circunstancias sustraerse a la realidad política y convertirse en observador desencarnado de una realidad ignota. ¡Mirlos blancos! Por desgracia, no es así. Eso no implica que no pueda discutirse sobre el modo en que haya de abordarse una situación potencialmente explosiva: faltaría más. Pero empezar por establecer una falsa equidistancia entre quienes ponen en peligro el marco democrático de convivencia y quienes están empeñados ?con mayor o menor acierto? en la tarea de defenderlo para con ello defendernos a todos no es el mejor de los comienzos.

Sea como fuere, la discusión sobre ese posible referéndum de autodeterminación se ha visto retrasada una y otra vez por la pura fuerza de los acontecimientos, que se suceden unos a otros creando su propia temporalidad: las cosas parecen ir a la vez deprisa y despacio, tal es su densidad semántica y emocional. Si mi anterior entrada fue redactada durante la jornada de huelga revolucionaria celebrada en Cataluña, esta vez he comenzado a escribir al día siguiente de la masiva movilización antinacionalista celebrada en Barcelona, que es, a su vez, la víspera de una comparecencia del presidente de la Generalitat en el Parlamento autonómico en la que puede declarar la independencia en alguna de sus formas: directa, simbólica o diferida. Es imposible anticipar qué puede suceder, no digamos si ?como reza el último rumor? el así llamado frente soberanista decide boicotear las elecciones autonómicas que tarde o temprano seguirían a la suspensión de la autonomía. Lo harían a fin de crear un escenario caracterizado por un «poder dual»: la existencia simultánea de un poder democrático y parlamentario resultante de las elecciones, y de un poder popular y asambleario designado a sí mismo como representante de la sofocada nación catalana. Algo así como el demos frente al Volk; o la democracia representativa frente a la democracia plebiscitaria, siniestramente desdoblada en eso que Carl Schmitt llamaba «dictadura soberana». ¡Amigos y enemigos! La influencia de las CUP en la estrategia es evidente, pues el poder dual fue teorizado por Lenin y ha sido reivindicado últimamente por el pensador neomarxista Fredric Jameson. Es evidente que una situación así sería democráticamente insoportable, de modo que parece prematuro dedicar esfuerzos a analizarla.

Quisiera, sin embargo, dejar apuntada la relación que puede discernirse entre la lógica del poder dual y los efectos de la manifestación del pasado domingo. Que cientos de miles de catalanes y españoles hiciesen ondear bajo el sol de Barcelona las banderas española, catalana y europea es una novedad extraordinaria que muestra al mundo entero el formidable déficit de legitimidad que padece un procés que ?hay que recordarlo? una minoría pretende imponer a una mayoría. Hay que recordarlo porque, cuando pase el tiempo, será difícil comprender cómo las elites independentistas y su base social pudieron arrogarse el derecho de proclamar la independencia contra la mayoría de los ciudadanos catalanes. En ese contexto, ante el riesgo de que los partidos independentistas pierdan escaños en el futuro parlamento autonómico, su respuesta puede consistir en la invocación de una representatividad basada menos en las urnas que en la aclamación popular. Aunque eso es mucho suponer. Está por verse qué efectos producirá a largo plazo, sobre la cultura política catalana y española, la manifestación antinacionalista del domingo pasado y, por tanto, cuál será la legitimidad «percibida» del independentismo a partir de estas semanas de honda desestabilización social. Aún estamos en plena vorágine: no anticipemos el panorama que nos encontraremos al salir.

Es verdad que no pueden atribuirse cualidades taumatúrgicas a una movilización ciudadana, por poderosa que sea. Pero no cabe duda de que el relato nacionalista ha quedado desmentido a ojos del mundo entero: no existe una Cataluña homogénea que clame por la independencia, sino una Cataluña cuya diversidad ha sido asfixiada por la eficaz acción concertada de las fuerzas nacionalistas. Ventaja del fanático: no sólo se moviliza más y mejor, sino que vulnera las leyes democráticas cuando le conviene mientras se mantiene parapetado tras las garantías que ellas ofrecen. Por esa sencilla razón, la ciudadanía «ordinaria» no ha salido a la calle hasta el último momento; no vive dedicada a una causa cuasirreligiosa. Y por eso, también, hay motivos para dudar de que el tan añorado «contrarrelato» antinacionalista hubiera podido causar efectos antes de que la fantasía de la independencia tomase contacto con la realidad: la marcha de La Caixa ha hecho más por desactivar la mitología independentista que todos los artículos de prensa publicados sobre el tema. De hecho, basta leer los argumentos que el independentismo opone a la fuga de empresas para entender que ningún relato «alternativo» podría haber hecho verdadera mella en la fatal combinación de nacionalismo tradicional y populismo contemporáneo que está detrás de esta fenomenal crisis política. Una crisis que se ha desencadenado en la más rica región de España sin que concurra ninguna razón objetiva para ello: el hecho es tan asombroso como preocupante. Pocas veces se ha llegado tan lejos por tan poco motivo. No hace falta recordar que Cataluña goza de una amplísima autonomía y de un elevado nivel de renta, siendo además los ciudadanos con mayor nivel de vida los que más inclinados se encuentran, según los estudios correspondientes, a apoyar la causa de la emancipación nacional. Algo sobre lo que también se hará necesario reflexionar y que, de momento, confirma que la peligrosidad del nacionalismo no tiene fecha de caducidad.

Es ahí, en esa constatación histórica, donde se encuentra el núcleo de mi argumento en contra del reconocimiento a Cataluña del derecho de autodeterminación. Bueno, a Cataluña y a cualquier otra región que forme parte de una democracia: el argumento trasciende las fronteras españolas y remite a la difícil relación entre nacionalismo y democracia allí donde esa coexistencia tiene lugar. Por supuesto, no es la única de las razones que pueden aducirse para desconsejar tajantemente los referendos de independencia. Muchos de ellos han venido repitiéndose durante estos últimos años. Se ha dicho así que en sociedades partidas por la mitad una consulta de este tipo no puede conducir a ninguna clase de solución, siendo más razonable buscar opciones intermedias que escapen de la dicotomía entre A y B; por ejemplo, mayores dosis de autonomía o transferencia de nuevas competencias al cuerpo subnacional que las demanda. Se ha señalado ?y el nivel del debate público durante esta crisis viene a confirmar esa sospecha? que los ciudadanos carecen de las competencias necesarias para comprender en toda su complejidad los asuntos en juego y que, por tanto, sus preferencias son menos informadas que adoptadas, lo que convierte el referéndum per se en un instrumento cuyo empleo ha de restringirse todo lo posible. Se ha dicho, pero menos, que la limpieza teórica del referéndum rara vez se corresponde con las circunstancias de su aplicación práctica: así lo sugieren la disposición de los independentistas a creer argumentos del tipo «España nos roba» o «España es un país autoritario», la monopolización del espacio público por parte del nacionalismo y la consiguiente estigmatización social de quienes se oponen a la secesión, así como la perversa confusión entre argumentos públicos e intereses privados que salta a la vista cuando se repara en el entramado de organizaciones «cívicas» ocupadas en promover la causa independentista. En un contexto semejante, hablar de una Ley de Claridad es hacer un brindis al sol. Y también lo es, a mi juicio, plantear un posible referéndum consultivo: todos los referéndums son, en la práctica, vinculantes. De la misma manera, ¿alguien cree que un nacionalpopulismo como el que tenemos delante, dispuesto a realizar una declaración unilateral de independencia, aceptaría un resultado en el que la independencia obtuviese, pongamos, un 55% de los votos, pero no se hiciera efectiva por requerirse una mayoría cualificada de, pongamos, un 60% del total del sufragio emitido? Es más, ¿alguien puede seguir creyendo en la buena fe del independentismo tras publicarse la «hoja de ruta» por él concebida para generar conflicto con el Estado?

Todos esos argumentos, pues, son razonables; ninguno de ellos, me parece, es suficiente. Y no lo son porque renuncian a cuestionarse la legitimidad de la independencia como objetivo político, que es lo mismo que preguntarse por la legitimidad del nacionalismo como discurso público en el interior de una democracia. Una consideración que puede inscribirse sin dificultad en la venerable tradición de la teoría política, que, dedicada desde sus orígenes a meditar sobre el poder y sus abusos, no ha dejado de preguntarse sobre los límites de la voluntad popular. O, en otras palabras, sobre la posibilidad de que la democracia se dañe irreparablemente a sí misma por un exceso de democracia.

Venimos todos repitiendo durante los últimos años que el objetivo de la independencia es «legítimo» y que el problema del soberanismo catalán es menos de fines que de medios: así no, pero de otra manera quizá. Sin embargo, conviene que empecemos a preguntarnos si es el caso ahora que tenemos delante un experimento social tan deprimente. Dicho de otra manera: ¿es legítimo perseguir la secesión de un territorio cuando el derecho de autodeterminación no está reconocido por el Derecho internacional? Podría replicarse: eso no impide que un Estado pueda reconocerlo y articularlo por vías pacíficas, como sucedió en Canadá y Gran Bretaña con Québec y Escocia. Así es, naturalmente. Pero eso, dejando aparte las importantes diferencias históricas, no implica que sea una buena idea. Entre otras cosas, porque la invocación de ese presunto «derecho a decidir» viene en la práctica a legitimar el despliegue de una acción política nacionalista cuya premisa natural es la división social y la creación de un antagonismo emocional entre los ciudadanos. No hace falta detallar aquí ahora los instrumentos de los que echa mano esa política de nacionalización: desde el discurso político y el uso excluyente de los símbolos a la política educativa y el control de los medios de comunicación, pasando por el uso desacomplejado de la mentira como herramienta persuasiva. Todo eso estaba a la vista, aunque muchos sólo empiecen a verlo ahora: asomados al precipicio.

En definitiva: ¿qué ventajas ofrece el nacionalismo en sociedades democráticas y plurales, que, además y en nuestro caso, permiten a las distintas Comunidades Autónomas disfrutar de amplísimas cotas de autogobierno? ¿En qué mejora el empleo de la «identidad» la calidad de las deliberaciones democráticas? ¿Qué lecciones del siglo XX no hemos aprendido? No es caprichoso que el derecho de autodeterminación esté restringido a supuestos muy específicos: hay poderosas razones para ello. Tiempo habrá para desarrollar este razonamiento. Pero, si queremos proteger el Estado de derecho y la democracia constitucional ?mucho más importantes que cualquier «unidad nacional»?, es conveniente que empecemos a debatir acerca de la legitimidad del independentismo. El mismo que, cuando termino de escribir estas líneas unas horas antes de la declaración del presidente catalán, ha situado a Cataluña y España en una situación de extraordinaria gravedad. Lo posible anterior: algo en lo que quizás empiece a pensar también el soberanismo a partir de mañana.

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