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Cataluña: lo posible anterior (II)

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Se precipitan los acontecimientos en Cataluña: lo que hoy se escribe puede quedar mañana, cuando se publique esta entrada, anticuado. Así es el carácter de los procesos revolucionarios, reciban o no este nombre; entendiendo por tales aquellos en que se persigue la sustitución de un régimen político por otro fuera fuera de los canales legales establecidos para ello. De acuerdo con esta definición, lo que está sucediendo en Cataluña desde el 7 de septiembre ?cuando se aprobó la Ley de Transitoriedad en un Parlament semivacío tras el abandono de la cámara por los partidos de la oposición? se parece mucho a eso. A ese mismo fin contribuye la convocatoria de una huelga general, un episodio clásico en estos procesos; no en vano Georges Sorel describe la huelga general como un «mito» movilizador que inspira la acción revolucionaria con su promesa mesiánica: la suspensión del orden establecido y el advenimiento de la excepcionalidad política. En fin, si el presidente de la Generalitat declara hoy unilateralmente la independencia de Cataluña, nos adentraremos en un territorio desconocido ?con permiso de la descomposición de la antigua Yugoslavia? en la Europa moderna: habrá tenido lugar un intento de secesión violento dentro de una democracia. Y se dice pronto.

No nos ocuparemos aquí de lo que pueda suceder a partir de ese momento; tampoco tiene mucho sentido retomar el hilo de la semana pasada, evaluando los argumentos favorables o contrarios al referéndum pactado que, para muchos comentaristas y ciudadanos, parecía constituir la solución al problema catalán. En cambio, abordaremos otros aspectos del mismo en forma de tesis sucesivas, dejando para la semana que viene ?si la actualidad nos lo permite? el análisis de «lo posible anterior» que invocábamos en la entrada anterior: la reflexión sobre lo que haya de hacerse ahora a fin de no lamentarse después.

1. La peligrosidad latente de los grandes acontecimientos políticos escapa a muchos de sus protagonistas. Podemos verlo, aquí y allá, estos días: no son pocos quienes demandan un referéndum de autodeterminación para Cataluña y cualquier otra «nación» que así lo pida; sostienen que la voluntad de la mayoría debe prevalecer en cualquier caso; o animan a la desobediencia generalizada sin, tenemos que suponer, tener plena conciencia de las consecuencias potenciales de la aplicación de esos principios. La romantización de ideas políticas tales como la independencia, la democracia asamblearia o el pueblo oprimido puede conducir a una descomposición social de primer orden. Y ello no porque así nos parezca en abstracto, como ejercicio de imaginación literaria o figuración lógica, sino porque así lo dictamina con severidad la experiencia histórica. Basta pensar en lo que sucedería en España ?y en Europa entera? si se volviese a creer que las etnias (y no la ciudadanía) son la base de la nacionalidad y que, por el mismo camino, toda nacionalidad así definida tiene derecho a un Estado. O la idea, en fin, de que la democracia representativa y pluralista tiene que ser reemplazada por un modelo populista basado en la así llamada «voluntad general» interpretada por un líder carismático. Esta peligrosidad se refiere a la vigencia de los derechos y libertades propios de la democracia constitucional, pero también a los estándares materiales y asistenciales que en esos regímenes hemos venido disfrutando en las últimas décadas: ni las nóminas ni los servicios públicos caen del cielo ni pueden disfrutarse en cualquier circunstancia. Que esto lo ignore un joven adolescente, tiene un pase: cosas de la edad; aunque huelga decir que sus oportunidades vitales pueden sufrir un daño irreparable. Pero que lo ignoren personas más experimentadas sólo demuestra, una vez más, que la mayoría de los ciudadanos no tiene más que una noción vaga de la razón de ser de aquellas instituciones que estructuran la vida democrática. En el caso catalán, para más inri, pocas veces se habrá visto mayor desproporción entre la situación que presuntamente justifica la insurrección y la insurrección misma.

2. Tambien las insurrecciones son diferentes en la era digital, a causa de la mediación que introduce la digitalización. Decimos que la política «normal» se ha visto profundamente alterada por el proceso de digitalización. Es así inevitable que, cuando la política normal deja paso a la política excepcional, como ha sucedido estos días, el uso masivo de las redes sociales deje también su huella. Y que lo haga introduciendo una mediación de distinta naturaleza a la que suponían los medios de comunicación tradicionales, puesto que la mediación no ha desaparecido. Que los ciudadanos ahora lleven un smartphone en la mano y con ellos puedan participar directamente en la formación de opinión pública no conduce a una opinión desmediada, sino a una donde los mediadores tradicionales comparten protagonismo con aquellos ciudadanos que más tiempo dedican a expresar sus opiniones en la esfera pública o, como sucedió el domingo, a relatar lo que veían e incluso grabar una porción de esa realidad y subirla a la red social correspondiente. También el domingo pudimos comprobar cómo los poderes tradicionales se ven ahora incapaces de controlar el relato de los acontecimientos, que, no obstante, tampoco se disgrega en múltiples relatos alternativos, sino que tiende a estructurarse binariamente en dos narraciones contrapuestas. Así suele funcionar la cognición humana. Legitimidad del Estado versus legitimidad del independentismo, democracia constitucional versus democracia plebiscitaria, violencia legítima versus represión autoritaria: tales fueron los ejes principales de la guerra de significados que tuvo lugar el 1-O. Es una batalla simbólica cuyo ganador recibe un capital político que puede emplear para el uso de sus fines; en los momentos en que escribo esto, el independentismo habría obtenido unas dosis inesperadas de legitimidad a causa de la violencia policial y su impacto en los medios de comunicación extranjeros. Pero nótese de qué manera esta mediación digital refuerza los contenidos emocionales de la política en detrimento de sus contenidos racionales: las imágenes no se explican, sino que se sienten. Y la imagen de un policía pegando a un votante genera un impacto sensorial que es también afectivo: ahí, dada la desproporción de fuerzas entre uno y otro, sólo podría estar dándose una injusticia. ¿Quién puede pararse a leer el pie de página? Más bien reaccionamos de inmediato, compartiendo el contenido favorable a nuestras tesis con aquellos que piensan como nosotros y creando así un enjambre de opiniones con gran fuerza de arrastre. Puede suceder con ello que el suceso inmediato (el uso policial de la fuerza) nos haga desviar la atención del asunto principal (la convocatoria de un referéndum ilegal); y puede suceder, desde luego, que imágenes que quizá no lo sean se tengan por ciertas. Eso no significa que ayer no hubiera casos en los que la policía pudo extralimitarse: los hubo sin duda y sobre ellos habrá de decidir un juez. Pero hay que estar preparados para un aumento exponencial de los fakes en la vida pública. Dejemos para otro día la exploración de una hipótesis inquietante: que el aumento de la conflictividad política en la última década no se deba a las consecuencias de la Gran Recesión, sino a la generalización de las redes sociales tras la rápida difusión del smartphone. Y que sea éste, pues, quien está provocando un sutil desplazamiento de la democracia liberal a la democracia agonista.

3. Legítimo es aquello que creemos legítimo, salvo que creamos legítimo aquello que no lo es. He aquí una aporía de imposible resolución, como todas las aporías dignas de tal nombre. Pero tiene, eso sí, una fácil explicación: si dejamos la legitimidad en manos de la observación sociológica, es fácil constatar que será tenido por legítimo por un grupo humano aquello que crea legítimo. Si hablamos en términos de poder, el ejercido por un chamán, un príncipe protestante o Evita Perón será tan legítimo como el ejercido por un gobernante democrático salido de las urnas. Se trata de creencias que convierten un poder en autoridad: la reconocemos como tal, por razones distintas en cada caso. Dicho esto, si descubrimos un día que el emperador está desnudo y le privamos con ello de legitimidad, ésta se depositará en otro sujeto; y así sucesivamente. Es un problema, como puede observarse, análogo al de la decisión popular en una democracia: ¿es democrática una decisión sólo por el hecho de adoptarse democráticamente? Sea una reforma laboral, una secesión o una ley que instituye la discriminación racial. En ambos casos, se trata más bien de tomar en consideración el contenido de aquello que a) es tenido por legítimo o b) es objeto de decisión mediante la regla de la mayoría. Hablando de Cataluña, pues, nos referimos a dos cosas: a la creencia independentista de que la legalidad constitucional es ilegítima y sólo es legítima la legalidad catalana; y a la idea de que votar es democrático en cualquier caso y bajo cualquier circunstancia. Pero ambos presupuestos son falsos. Si de legitimidad democrática se trata, es necesario que el poder al que debemos obediencia sea ejercido por un gobierno elegido democráticamente que apruebe las normas con arreglo a procedimientos democráticos. Pero ese poder, a su vez, habrá de observar ciertas cautelas si queremos evitar los riesgos asociados a un gobierno popular ilimitado; cautelas que pertenecen al catálogo histórico del liberalismo político y son bien conocidas: del imperio de la ley a la división de poderes. Y, sobre todo, los derechos y libertades que sirven para proteger a las minorías de la tocquevilliana «tiranía de las mayorías». Aunque, en el caso catalán, visto un apoyo a la independencia que ni siquiera en el recuento hecho por el gobierno autonómico tras un referéndum sin garantía alguna llega al 40%, se da el insólito caso de que las minorías (las de mayor nivel de renta, además) quieren imponerse a la mayoría. A eso ayuda, qué duda cabe, que la mezcla de poder institucional y activismo incesante crea una ilusión mayoritaria que, de paso, oculta el efectivo silenciamiento público de quienes se oponen a la secesión. Hablamos, pues, de un poder ilegítimo y de una decisión antidemocrática: aunque parezca ser exactamente lo contrario y así se lo parezca a sus partidarios.

4. El sublevado no tiene la razón por el solo hecho de sublevarse, ni la felicidad política asociada a los proyectos colectivos es siempre feliz. A propósito del apoyo de Michel Foucault a la revolución jomeneista en Irán, se pregunta José Luis Pardo en Estudios del malestar justamente eso: si el hecho de la sublevación da razón al sublevado, sean cuales sean las circunstancias u objetivos de la revolución. Quizá la respuesta está implícita en la pregunta: no, el sublevado no tiene razón ?o buenas razones? sólo por el hecho de sublevarse contra un poder o el poder. Todo dependerá de la naturaleza de ese poder y del contenido ?medios y fines? de su sublevación. Si suscribiéramos la idea de que toda sublevación es legítima, entonces no sólo aplaudiríamos a Espartaco, sino también a Tejero; es decir, tendríamos que aceptar las sublevaciones que nos gustan tanto como las que nos disgustan. ¿Quién, si no, podría discriminar entre sublevaciones? Desde este punto de vista, otra vez, hemos de aprovechar el trágico caudal de experiencia que nos proporciona la historia, un patrimonio que nos empeñamos en malbaratar con triste frecuencia, pero que pide a gritos una mejor administración. Y la historia nos enseña que, aunque en ocasiones hay poderes democráticos que merecen algún tipo de sublevación, como sucedía con la discriminación racial en la Norteamérica de los años sesenta, no abundan los supuestos en los que la desobediencia civil esté justificada; mucho menos allí donde una comunidad autónoma ?o nacionalidad histórica? goza de un elevado nivel de autogobierno y de medios suficientes para instar, con arreglo a las normas constitucionales, un diálogo político en la sede de la soberanía nacional. Sublevarse contra una democracia es inaceptable, por grave que sea la sordera de quienes la gobiernan. Y es el caso aunque quienes protagonizan esa sublevación crean lo contrario. Salvo que abandonemos el terreno de las justificaciones racionales y nos adentremos en la jungla de los sentimientos o en el aún más pantanoso terreno de los hechos, donde impera la ley del más fuerte. Sobre la felicidad política de quienes emprenden un proyecto colectivo ha dejado Hannah Arendt una reflexión de altura (incluida en el volumen La última entrevista y otras conversaciones, publicado por Página Indómita), referida a la revuelta estudiantil de los años setenta:

surgió una experiencia nueva para nuestra época: resultó que la acción política es divertida. Esta generación descubrió lo que en el siglo XVIII se llamó la «felicidad pública», que significa que cuando el hombre participa en la vida pública accede por sí mismo a una dimensión de la experiencia humana que de lo contrario le está vedada, y que de alguna manera constituye la felicidad plena.

Ese tipo de alegría colectiva, de emoción política, era visible en las calles de Cataluña el pasado domingo; así lo refleja, por ejemplo, la crónica publicada por Ricardo Dudda. Pero, de nuevo, surgen las preguntas incómodas: ¿esa felicidad es indiferente a los fines que se persigan y a los medios que se empleen? Por supuesto, Arendt nos dice ?en otros lugares? que no; ella misma lamentó los actos de violencia o las justificaciones teóricas de la violencia que acompañaron el auge de la Nueva Izquierda en los años sesenta. Pero este párrafo, considerado aisladamente, nada nos dice al respecto; tampoco sobre el riesgo de que el entusiasmo compartido por quienes persiguen un mismo fin político ?en el caso que nos ocupa, revestido de ropajes democráticos? se vean intoxicados por la supuesta bondad de su causa, hasta tal punto que dejan de preguntarse sobre la razonabilidad de ésta o acerca de la legitimidad de los medios empleados para realizarla. Si hablamos de Cataluña, se da la paradoja de que la felicidad pública de algunos es la miseria de otros: quienes son considerados «malos catalanes» por no apoyar la independencia, por ejemplo. Vale decir, aquellos cuya voz y derechos parece contar poco en un procés presentado por sus urdidores como manifestación cuasitrascendental de «un sol poble» al que no pertenecen ni los renegados ni los antiindependentistas. Así que cuidado con la felicidad colectiva. Y cuidado, dicho sea de paso, con la defensa de la multitud sobre el ciudadano.

5. El nacionalismo es una ideología anacrónica e incompatible con la democracia. Es difícil llegar a una conclusión distinta estos días, a la vista de lo que está sucediendo. No es exactamente una sorpresa, pues el potencial antidemocrático del nacionalismo es de sobra conocido: allí donde los derechos colectivos del «pueblo» se ponen por delante del ciudadano, entramos en terreno problemático. Por supuesto, puede alegarse que el nacionalismo ?que diría Rousseau? puede ser democrático si pensamos en la democracia de otra manera. Esto es: a la manera plebiscitaria, o popular, que es la defendida por el populismo. Pero ya vimos hace un par de semanas que esa democracia tiene poco recorrido en sociedades plurales y complejas, como suelen ser las sociedades modernas, y que quizá sólo en comunidades pequeñas y homogéneas podrían funcionar sin causar demasiados estropicios. Y siempre, claro, a costa de la desprotección de las minorías o disidentes: aquellos que, decía el ginebrino, serían «forzados a ser libres» y reintegrados a la volonté générale cuando han cometido el error inicial de discrepar con ella. Si hablamos de democracias representativas y pluralistas, en cambio, ¿qué aporta el nacionalismo, sino el llamamiento constante a la fijación de un demos excluyente que define como ciudadanos sólo a quienes participan de ciertos rasgos étnicos o se ven a sí mismos como miembros de un «pueblo» que puede definirse únicamente a partir de una identidad colectiva? Por decirlo de otra manera, el nacionalismo es una ideología obsesionada con la emancipación de un demos reduccionista en sociedades que habían dejado atrás ese problema: un puro anacronismo. Si bien se piensa, las democracias han evolucionado mucho desde la emancipación decimonónica de las naciones burguesas: una evolución social que se traduce en un irreductible pluralismo interno; y una evolución normativa que se expresa en la fijación de la ciudadanía como criterio que articula la relación del individuo con el Estado. La identidad «nacional» se convierte en un rasgo personal, análogo al culto religioso o las afinidades estéticas, que se cultivan privadamente; los símbolos nacionales asumen una función afectiva débil y, allí donde existen tradiciones regionales o subnacionales, se les concede espacio para su expresión y preservación. No deja de ser una convivencia incómoda. Acaso lo ideal sería prescindir por completo de los símbolos nacionales; pero esto no parece aún viable y la solución liberal consiste en fomentar el patriotismo constitucional y vincular esos símbolos «como hace Francia» a una concepción republicana del Estado. Los resultados no son del todo satisfactorios, pues la fuerza centrípeta de los afectos nacionales sigue siendo demasiado grande (máxime cuando hay actores políticos que se dedican a explotarla), pero no queda más remedio que seguir defendiendo a la ciudadanía contra el pueblo. A las pruebas me remito. Aunque ganen, que no convenzan.

6. Del fin de la historia a la historia sin fin: la pluralidad humana es generadora de conflictos y lo seguirá siendo. Mientras uno contemplaba las imágenes del pasado domingo, sentía como si la primera representación de Antígona nunca hubiese finalizado. Y es que estábamos delante de una colectividad que, en nombre de unos vínculos emocionales de naturaleza comunitaria o étnica se niega a obedecer las leyes democráticas de la polis. Sangre contra código. Otro día hablaremos de las tristes virtudes epistemológicas del episodio catalán; del modo en que nos permite comprender de verdad aquello que antes leíamos en los libros. Baste ahora constatar que no deberíamos sorprendernos demasiado, pues si la pluralidad humana ?las diferencias entre individuos y entre grupos organizados o «imaginados» de individuos? no fuese problemática, la Historia, con mayúsculas, habría sido una fiesta y no un valle de lágrimas. El célebre Angelus Novus de Walter Benjamin contempla una catástrofe que ninguna forma de organización social ha logrado detener del todo. Hemos hecho considerables mejoras; pero lo que sucede estos días nos muestra qué fina es la línea que nos separa de la barbarie. Y si esta verdad eterna nos choca, es en buena parte porque creíamos vivir tras el fin de la historia: confiábamos en las virtudes pacificadoras del orden liberal. En realidad, la tesis de Fukuyama es muy acertada, pues se refiere menos al orden práctico (aunque arranque del mismo tras el derrumbamiento del comunismo) que al teórico. La democracia liberal pluralista es la más adecuada forma de organización social; no tenemos otra ni se la ataca en nombre de alternativas que la mejoren. Además, el propio Fukuyama anticipó en las últimas páginas de su conocido libro lo que estamos presenciando estos días. Se trata de un pasaje inquietante donde el pensador norteamericano habla ?siguiendo en esto también a Alexandre Kojève? de cómo el fin de la historia será una época triste, pues no dejará espacio para la lucha por el reconocimiento ni dará la oportunidad de que arriesguemos nuestra vida por un ideal abstracto. Por eso producirá «una poderosa nostalgia por aquellos tiempos en que existía la historia»: logrando con ello reactivarla. Suponemos que cuando le lleguen noticias de lo que está pasando en Cataluña recordará el párrafo que dejó escrito allá por 1992. Aunque no sentirá la tristeza que sentimos nosotros.

Quién sabe de qué clase de actualidad habremos de ocuparnos, en relación con este tema, la semana que viene. Pero no descartemos que ni siquiera tengamos ya la oportunidad de razonar sobre la oportunidad de un referéndum. La impotencia del comentarista es, pues, completa.

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