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Cataluña, ¿la guerra que viene?

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Hace unas semanas, volví a ver El mundo en guerra (The World at War), la serie documental sobre la Segunda Guerra Mundial estrenada por la televisión británica en 1973. Producida por Jeremy Isaacs, escrita y coproducida por Peter Batty y narrada por Lawrence Olivier, la serie consta de veintiséis episodios de casi una hora que abordan las distintas facetas del conflicto. Entre otros, participan Albert Speer, Traudl Junge (secretaria de Hitler), Karl Dönitz, Lord Mountbatten, Anthony Eden, Paul Tibbets (el piloto del B-29 que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima) y Arthur Harris (mariscal de la RAF). Sus testimonios nunca producen indiferencia. Es imposible no conmoverse y horrorizarse con el sufrimiento desencadenado por las ambiciones políticas y territoriales de la Alemania nazi, la Italia fascista y el imperialismo japonés. Su papel como principales responsables de una guerra que se cobró sesenta millones de vidas no exime a sus adversarios de haber adoptado tácticas crueles para derrotarlos, como los bombardeos nocturnos de las ciudades alemanas, donde perecerían miles de civiles abrasados por el fósforo. O los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, que marcaron el inicio una época dominada por el miedo a una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

La serie comienza con la matanza de Oradour-sur-Glane. El 10 de junio de 1944 la División SS «Das Reich», de las Waffen-SS, asaltó el pueblo, asesinando a 642 personas. Las mujeres y los niños fueron encerrados en la iglesia local. Pudieron escuchar las descargas que acabaron con la vida de 190 hombres: padres, maridos, hermanos. Después, los alemanes quemaron y ametrallaron la iglesia, exterminando a doscientas 45 mujeres y 207 niños. Entre las víctimas, había veinticuatro españoles, casi todos exiliados de la España franquista. Dado que pueblo carecía de interés desde el punto de vista militar, se especula que se trató de una operación de represalia por la muerte de un capitán de las SS, abatido por los partisanos con una granada, pero no se descarta que formara parte de la estrategia de terror preventivo aplicada en el frente del Este. En esas fechas, los alemanes habían generalizado el concepto de «guerra total», prescindiendo de cualquier reparo ético. De hecho, tras perpetrar la masacre, la División SS «Das Reich» destruyó todas las casas del pueblo. Una por una, sistemáticamente, como habían hecho en Lídice o harían en Varsovia, después de su sublevación.

Nadie puede negar a las fuerzas aliadas la necesidad moral de ganar la guerra, pero ese imperativo no pudo materializarse sin políticas que vulneraran los derechos humanos, rozando en ocasiones los crímenes de guerra. El mariscal británico Arthur «Bomber» Harris nunca ocultó que el objetivo de los bombardeos era provocar el colapso de la sociedad alemana. La destrucción masiva de edificios, instalaciones públicas, medios de transporte y vidas humanas se justificaba por la búsqueda de un derrumbe moral generalizado, que empujaría a la rendición incondicional. Las últimas formas de resistencia se disolverían con «bombardeos todavía más amplios y violentos». Harris dejaba claro que las bajas civiles, la destrucción de los hogares y las avalanchas de refugiados «no eran en ningún caso efectos colaterales», sino objetivos legítimos en un contexto de «guerra total». En fin de cuentas, Alemania había bombardeado salvajemente Londres y había reducido a escombros la localidad de Coventry. La guerra no se ganaría con consignas humanitarias, sino con una firmeza implacable y una determinación exenta de cortapisas morales.

¿Qué nos enseñó la Segunda Guerra Mundial? Que los contendientes, incluso cuando su causa es justa, recurren invariablemente a métodos cruentos e inmorales; que el nacionalismo es incompatible con la convivencia democrática, pues siempre busca la hegemonía, nunca el diálogo o el consenso; que el totalitarismo se consolida y propaga mediante el control de la educación, inculcando en las nuevas generaciones el odio y el fanatismo; que el patriotismo histérico e irreflexivo no concibe adversarios, sino enemigos; que la exaltación tribal brota del desprecio al otro, al diferente; que los discursos políticos altamente emotivos no pretenden convencer, sino seducir, manipular, adocenar; que no hay derechos históricos, colectivos, sino derechos individuales; que el victimismo es una forma de intolerancia alimentada por la fantasía de reparar agravios ficticios; que la demagogia convierte a las multitudes en masas, propiciando sentimientos primarios, como la violencia, la xenofobia y el racismo.

Se ha repetido muchas veces que la situación de la antigua Yugoslavia era completamente diferente del conflicto independentista en España, pero lo cierto es que Yugoslavia no era un país tercermundista, sino una nación dinámica y abierta al turismo, con tolerancia religiosa, una economía estable y destacados éxitos deportivos. Este equilibro empezó a resquebrajarse cuando los líderes de las seis repúblicas que componían el país no alineado comenzaron a hablar de agravios, humillaciones e intolerables atentados contra su identidad cultural. Ser un Estado plurinacional y federal nunca apaciguó su beligerancia. Se exigía la independencia y la soberanía, el derecho de los pueblos a elegir libremente su destino. Es cierto que había notables diferencias entre España y Yugoslavia. Yugoslavia no era una democracia, sino una dictadura comunista. Su descentralización administrativa se llevó a cabo sin introducir reformas políticas. Estados Unidos y Alemania habían alimentado las tendencias secesionistas dentro de su estrategia para debilitar el comunismo, sin pensar en las consecuencias indeseables que ello traería consigo. Yugoslavia era una nación joven y, en cierta medida, artificial, con sólo ochenta años de historia. Ambos sexos realizaban el servicio militar obligatorio. Casi todo el mundo sabía manejar un arma y cada república disponía de un importante arsenal. La rivalidad regional afectaba al ejército y las fuerzas de seguridad, donde prevalecía la lealtad local sobre el sentimiento nacional.

No hay que establecer analogías sin fundamento, fomentando el alarmismo. Es muy improbable que la crisis catalana desemboque en una guerra civil. Sin embargo, ya se ha dado el primer y gravísimo paso: transformar al adversario en enemigo. No es una exageración, sino un hecho tristemente constatable. Ya no hay encono, sino hostilidad, odio. Algunas encuestas indican que en las próximas elecciones generales, la extrema derecha logrará un escaño en el Congreso de los Diputados. En el otro lado, la estrambótica alianza entre la burguesía catalana y la extrema izquierda cada vez se estrecha más, de acuerdo con una mentalidad frentista. Su connivencia nace de un supuesto estado de «emergencia nacional» contra el «agresor fascista». Las banderas en los balcones no reflejan un júbilo festivo, sino miedo, ira, frustración. Los ánimos no se calmarán con el simple paso del tiempo. Todo indica que el problema se agudizará. Es imposible predecir el final, pero en estos momentos no está de más recordar matanzas como la de Oradour-sur-Glane, perpetradas por hombres corrientes que jamás habrían actuado de ese modo en tiempo de paz. O de los salvajes bombardeos sobre Dresde, Colonia o Hamburgo. Dresde ardió durante ocho días, calcinando miles de vidas. O del cerco de Sarajevo, que duró cuatro años y costó la vida de diez mil civiles, de los cuales mil quinientos eran niños. El nacionalismo es un extraordinario elemento de cohesión que ha reemplazado a la religión en su capacidad de aglutinar y proporcionar una identidad. Es perfectamente legítimo sentir aprecio por la lengua, la nación, el legado cultural, pero esos sentimientos pierden su valor cuando son utilizados como un medio de exclusión y confrontación. La Unión Europea surgió como un horizonte de superación de los conflictos nacionales, pero algunos parecen sentir nostalgia del ayer, olvidando que los pasos hacia atrás pueden conducir a un mundo en guerra.

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