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Casas que nunca fueron nuestras

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Desde la primavera –que en el levante español es tan colorista y embriagadora que parece darte la bienvenida a ti en especial y, en cada nueva ocasión, como si quisiera atraer y cautivar de uno en uno a todo ingenuo e ignorante que se le viene al paso– de 1994 hasta el otoño de 2004 viví en casas de campo, alquiladas por muy poco dinero y con mucha alegre incompetencia, junto a mi marido y nuestros perros. Él iba y venía a Madrid para dar sus clases y yo permanecía allí por afán contemplativo y porque tenía un trabajo que no necesitaba mi presencia en la ciudad. Esto me enfrentó a largos períodos de soledad, pero ahora no los recuerdo tristes, sino gozosos, aunque con toda certeza tuvieron que tener sus momentos de desconsuelo, ¡faltaría más! Madrid, donde vivíamos casi sin pensar, se vació dramáticamente de amigos a principios de los noventa. Volvías a los bares habituales y la barra estaba desierta. Barras que nos atornillaban hasta el amanecer –besos y curdas– eran ahora como las tapas de un ataúd insaciable que iba devorando los dulces rostros queridos, las manos atareadas, los ojos desorbitados, la vida que un día fue airada y reidora. De pronto todo se volvió amenazante y la muerte pasó a ser no un tema literario o un coqueteo lúgubre, sino la broma de rigor: el rigor mortis. No vivíamos al límite tampoco –estudiábamos latín y griego, comíamos todos los días, bebíamos no mucho más que nuestros padres, nos colocábamos si se terciaba, algunos tenían ya trabajo y hasta un nombre reconocido, había bodas y merendolas, facciones enfrentadas–, así que no era aquella una juventud muy distinta o especial –se pongan como se pongan los exégetas y cineastas, empeñados en concederle un aura de malditismo descacharrante–, sino que más bien yo resumiría todo aquel feliz desbarajuste como un momento corto de gran animación y curiosidad cuya respuesta inesperada, no por mecánica menos sorprendente, fue un susto de entierros y esquelas, un corte en seco a una manera de vivir libre, más soñadora que productiva, más charlista que emprendedora.

En fin, una vez diezmados, hicimos el petate y pensamos, con acierto más propio de viejos prematuros que de niños terribles, que un jardín, una parra, algunos libros, los paseos y el desalterante vino blanco de la zona, restañarían nuestras heridas. Y así fue. Ni hippies, ni punkis, ni autómatas, ni profetas, ni perdedores, vivimos cerca de doce años de dicha casi total. Habitamos tres casas sucesivamente: «Villa Lolita», «Villa Peguito» y «La casa del sastre». Las remozábamos un poco, sobre todo con pintura de colores –¡ay, Vicente, qué gran pintor fuiste y qué sentimental republicano!–, gracias a la tranquila pericia de un artesano que se tomaba su tiempo y así se hizo íntimo de la casa. Luego poníamos nuestros cuatro trastos y acometíamos el capítulo siempre oneroso de los libros, y dejábamos vagar la mirada buena parte de la tarde. A diferencia de muchas personas que viven del campo y no en el campo, personas que lo odian por plausibles motivos y que son sus víctimas y reos, el campo, tal y como yo lo conozco, es un lugar perfecto para no hacer nada: te conviertes en un voyeur y empiezas a no necesitar cosas; ésa es la mejor parte: que te vacías de deseos.

No quisiera que pensaran ustedes que fue todo idílico. Había televisión y nevera, las hormigas formaban convoyes de asalto, no conseguimos nunca tener un jardín artísticamente trazado, ni una huerta razonablemente provisoria, a pesar de que alguna calabaza creció monstruosamente sin nuestro consentimiento expreso. Sí dispusimos, en cambio, de la rosada sombra de una atomizada bignonia y del persistente perfume del jazmín. También ayudó en los momentos críticos de ventarrón que un alma caritativa y regional nos pusiese al tanto de que no lejos se hacían macetas de barro a mano, anchas y bajas, inexpugnables durante la «gota fría», en las que crecieron el romero, la hierbaluisa y el caprichosísimo perejil. Una vereda dejaba que el tupinambú proliferara a su desfogado antojo, y poco más. Por otra parte, los generosos campos de cítricos que mecían nuestra
existencia nos acostumbraron a lujos que nunca después hemos recuperado: los zumos frescos de mandarina y los tragos de pomelo rosado con vodka, cuyo color, entre desmayado y acuciante, siempre me hacía pensar en Tiépolo: cosas de hija de pintor.

Cada casa tuvo su carácter, sus juegos, sus tendencias y resisten-cias, sus misterios. Mi única excusa para describirlas aquí la he encontrado esta mañana leyendo los Diarios de Henry David Thoreau: «Deseo transmitir las partes de mi vida que volvería a vivir con agrado». 

«Villa Lolita» en Dénia

Lolita, la propietaria, era una mujer de mediana edad, presumida, agria, orgullosa y rapaz. A pesar de que la casa, sumida en la belleza de sus campos de cítricos salpicados de unas flores amarillas de rabito acidulado, llamadas «agret» –desaparecidas ahora gracias al práctico y devastador riego por goteo–, y que eran una delicia gastronómica para nuestros perros, era conocida en la comarca por «El Malveret», porque su enorme glicina de color malva era visible desde muy lejos. Nada impidió, sin embargo, que esta matrona sin sentimientos se presentara un día con un propio y una sierra eléctrica dispuesta a podarla sumariamente. Logramos pararla y eso complicó aún más nuestras relaciones con la desconfiada mujer y, de algún modo, dictó la sentencia de la casa. Descubrimos que sentía por la modesta y encantadora villa que había heredado de su padre una mezcla de odio y amor, y que, en realidad, se avergonzaba de habérnosla alquilado. Lo supimos cuando la vimos aparecer cada dos por tres y sin avisar con amigos y parentela variada y, al vernos, nos presentaba como si fuéramos ocupas consentidos unas veces y, otras, como aparceros o labradores sobrevenidos. Piaba al mismo tiempo para que construyéramos una piscina «de categoría», locura absoluta considerando la poca agua del terreno y que bajo la glicina había un lavadero para solazarse.También le hubiera gustado que alicatásemos baños, porche, jardín y caminos adyacentes para borrar todo vestigio de salvajismo o pobreza.

Un buen día, al regresar de una estancia un poco larga en Madrid, nos encontramos con que había arrancado los viejos y opulentos naranjos y los había «doblado» con medrosos arbolitos nuevos. Su excusa falaz era que habían contraído una plaga llamada «tristeza», pero lo que ella quería era ¡vender la leña! Así destrozó un campo que aún producía y un hermoso paraje de recreo y bonanza. Presos nosotros mismos de una «tristeza humana» sin remedio empezamos a buscar otra casa y nos fuimos de allí con lágrimas en los ojos. Dejamos enterrados a dos perros: a Clóvis, un energético terrier blanco que al llegar la noche se quedaba muy quieto mirando la luna y se transfiguraba en una figurita de chantilly, y al cardiópata y paciente bulldog Norman, al que el perfume del azahar en plena floración de los naranjos le dejaba fuera de combate, y quien un día amagó con morder a la desconsiderada Lolita, razón por la cual obtuvo ración doble de tajadas del arroz al horno dominical. También quedó allí un granado, para el que hubo que cavar casi tanto como cuando enterramos, entre flores, a nuestros perrillos. Mi marido confesó aquella triste noche, absolutamente deslomado por el esfuerzo físico, que jamás me envenenaría, porque deshacerse de otro cuerpo era tarea que no estaba dispuesto a sobrellevar por segunda vez. «Villa Lolita» fue modernizada y engrandecida para convertirla en un hotelucho con encanto y perdió su alma primaveral y sus sólidas proporciones aldeanas.

«Villa Peguito» en Pego

La vimos desde la verja. Era pequeña y coqueta y se erguía, primorosamente abandonada, al final de una avenida pespunteada por rosales y parras, presidida por cuatro limoneros «luneros», valiosos porque daban abundante fruta: «con las mareas», decía el dueño. Estaba enfrente de un convento de piedra con huerto y retirada del pueblo lo suficiente para que sintieras que estabas en el campo. El monte bajo le servía de redondo anfiteatro y, en la parte de atrás, crecían kakis, bambú, cactus, adelfas, alóes. Los erizos y las culebras campaban a sus anchas, sin importunar a Vlady, un bulldog atigrado y chuleta que se pasaba la jornada sesteando y a la espera de salir por fin de excursión «seria» fuera de los límites del cercado. La villita era encantadoramente paleta y contaba, además, con una insinuación de parque, un horno al aire libre y terrazas desde donde casi se veía el mar. Por la noche, cuando regresabas a pie de cenar en el pueblo, los caracoles habían trazado con su baba nacarada un camino en la tierra pisada que parecía una constelación de hilos de plata. No lejos de un nogal descansaba una alberca, y el agua, fresca y aireada, que bajaba desde los torrentes montañosos, una vez que había llenado la tina, desbordaba y corría con cierta viveza por las acequias. Era la gran juerga: Vlady y yo no desaprovechábamos nunca la ocasión para acometer complicados trabajos fluviales y acabábamos, febriles y sonrojados, como niños tras el recreo, mientras el agua blanquecina del estanque brillaba como una perla en medio del nudo embarrado de los pequeños canales. La casa emergía casi blanda y esperaba a secarse en medio de su vaporoso sueño. 

Por mano del diablo quiso nuestra traidora fortuna que un alcalde activo y ambicioso emprendiera una faraónica reorganización de aquellos parajes felices, dejados un poco de la mano del dios de las constructoras hasta entonces, y rodeó la propiedad con ¡dos! carreteras asfaltadas y ruidosas. De allí huyó hasta Celedonio, un gato dorado y meloso que nos concedía su gracia y que solía hacer cucamonas tras los visillos por la noche, como en un teatrito de figuras chinescas. Al mismo tiempo, gentes sin entrañas empezaron a desecar el humedal para que rindiera más. El privilegiado paraíso, presuntamente protegido, era el lugar favorito de patos y anguilas con las que se hacía un levantisco arroz, de tenue sabor marino y forestal. Esa es una vida que se ha perdido para siempre.

«La casa del sastre» en Jalón

Se alzaba en medio del pueblo, uno de los más pintorescos de la zona, y al que nos llevó nuestro querido amigo, el pintor y arquitecto Juan Navarro Baldeweg, quien se había construido una discreta casita en pleno campo, y era vecino antiguo. Se trataba, en realidad, de un caserón con ínfulas de palacio francés o de serrallo, según se mire, en lo que allí llamaban la «milla de oro», a un tiro de piedra de la farmacia y del mercado. Había pertenecido a un sastre muy reputado, soltero y amante de la fiesta, cosmopolita y caprichoso: alguien con «voluntad de estilo». Aquella disparatada mansión no era nuestro ideal, pero sus altísimos techos y su amplitud la salvaban del delirio decorativo. Y no exagero. Las majestuosas escaleras estaban flanqueadas por una columnata a dos colores; el patio era una copia del de los leones de la Alhambra; había un baño de visitas en color chocolate con grifería dorada y unas cristaleras con iniciales heráldicas. La mampostería y los detalles de amorcillos no daban tregua y las habitaciones de arriba guardaban tesoros desvencijados y temibles. A falta de campo, disponíamos de metros construidos, y aquel especie de trasatlántico varado haciendo esquina tenía su gracia, especialmente cuando llegaban los amigos y, ante su cara de asombro y su aire de malestar, no se les daba explicación alguna sobre aquella elección incomprensible. Nos reímos mucho recordándolo, y tuvo de bueno que el sastre y sus baratijas nos enseñaron de una vez por todas a no darle demasiada importancia a la decoración. Se había pensado en todo menos en acondicionar aquel gélido fantasma. Pasamos fríos y calores indecibles; la casa nos echaba a los campos y el deportista Vlady se convirtió en un experto expedicionario, tal y como él había anhelado siempre. 

Como un inocente presagio de que tendríamos que regresar a Madrid, empezamos a comprar en el acreditado mercadillo de Jalón toda clase de porcelana inglesa sin desportillar y cuencos chinos auténticos. Las cenizas de Vlady quedaron en el río; nosotros, ante el avance del llamado progreso, que destruye la arquitectura popular y la serenidad de los paisajes, abandonamos aquella buena vida. Otra mala señal fue la muerte de un cachorro de bulldog, Palmer, un pobre animal víctima de los negros negocios de ciertos criadores, adquirido con ilusión y en medio del dolor, enfermo de nacimiento. Eso fue la puntilla. En 2004 nos instalamos en un piso trivial en Madrid. 

Pronto descubrimos que no podíamos vivir «sin campo». Compramos una pequeña cabaña de piedra en mitad de un claro del bosque de San Román, en las Rías Altas gallegas. Pero siendo la única casa que hemos elegido y pagado, todavía no es «nuestra». Somos demasiado jóvenes para ella, para sentirnos sus propietarios, y demasiado viejos para sufrir su pérdida. Vivimos en una paz inestable, hacemos equilibrios. Por eso echo yo ahora mano de la segura ladera del recuerdo, de la presencia viva e intocable de las otras. Eso me recuerda a un amigo mío. Un día nublado se llegó al cementerio veneciano de San Michele y allí le rondó la idea de quitarse la vida. Entonces empezó a deambular por entre las piedras y, al subirse encima de una tumba, la lápida mal cimentada, ¡quién lo hubiera pensado!, se movió como un balancín. Comprendió que era una ridícula arrogancia no seguir luchando. Pues eso, sigamos balanceándonos sobre el abismo.

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