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Sólo para ti vives y mueres: Quevedo en sus últimas cartas

CARTAS DE FRANCISCO DE QUEVEDO A SANCHO SANDOVAL (1635-1645)

Mercedes Sánchez Sánchez

Calambur, Madrid

360 pp.

25 €

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Nada hay más alejado de la verdad que el arte. Y es que para exhibir las vísceras ya están las vitrinas de las carnicerías, los confesionarios o los programas del corazón. El arte es otra cosa, aun cuando hable de vísceras; por eso, lo que el artista pone ante los ojos de su espectador son sólo las imágenes, retóricas y artificios de una impostura. Hay escritores que han llevado al extremo esa tensión consciente que requiere el arte y la han trasladado a ámbitos que tradicionalmente no le son propios. Así lo hizo, por ejemplo, Francisco de Quevedo incluso en sus cartas más familiares, donde apenas parece darse un minuto de tregua en la brega por convertir en estilo cada palabra y sus sentidos. Al adentrarse en esos epistolarios, el lector puede tener la sensación de estar contemplando la intimidad del escritor –como ocurre con otros tan distantes entre sí como los de santa Teresa de Jesús o James Joyce con Nora Barnacle–, pero nada más lejos de la realidad: tengo la sensación de que fueron muy pocas las ocasiones en que el Quevedo escritor soltó por completo la rienda de su escritura. Una buena muestra de ello son estas cartas de Francisco de Quevedo a Sancho de Sandoval, conservadas en el manuscrito 21883 de la Biblioteca Nacional de Madrid y cuya edición ha preparado Mercedes Sánchez Sánchez para la editorial Calambur.

Más que probablemente Quevedo nunca llegó a pensar que lectores tan lejanos como nosotros tendríamos sus cartas entre las manos; y más cuando alguna vez solicitó a su interlocutor la destrucción de la misiva. No obstante, esa circunstancia no le impidió dar a don Sancho de Sandoval el trato de un lector más y construir para él un discurso de palabras, que termina envolviendo la realidad con el lenguaje. Por otro lado, este don Sancho no era tampoco lo que se dice un amigo. Quevedo llama «prima» a su mujer, doña Leonor de Bedoya, le cuenta detalles elegidos, parece hacer confesiones, le entretiene con algún gesto de servilismo cortesano. Al fin y al cabo, este hidalgo vecino, asentado en el pueblo jienense de Beas de Segura, era pariente del duque de Lerma, que, en 1629, le había hecho caballero de la Orden de Calatrava. El respeto, la amabilidad y los intereses comunes son el motor de estas cartas, repletas de glosas cotidianas, noticias de Madrid y comentarios políticos. Quevedo actúa como el hombre instruido y vivido en la corte, que –valga decirlo– instruye al hidalgo aldeano; por eso le tiene al tanto de los ires y venires oficiales, le anima y corrige en la escritura o exhibe con orgullo la creación o el éxito de algunas de sus propias obras, como la Virtud militante, el Teatro de la Historia, la Vida de Marco Bruto o la Carta a Luis XIII. El pago y el agradecimiento del instruido es el propio de la aldea: primicias de la tierra, golosinas, frutas, aceite y algún gesto de familiaridad, como el envío de sus propios escritos o los de su hijo don Juan. Poco más sabemos de este don Sancho de Sandoval, que, sin embargo, tuvo la inteligencia histórica de guardar cuidadosamente las cartas de Quevedo, sin duda por una admiración íntima y sincera hacia el escritor.

Mercedes Sánchez ha convertido el fruto de esa devoción en un libro, hijo, a su vez, de una tesis de doctorado dirigida por el muy sabio Pablo Jauralde. El trabajo parte del manuscrito Barnuevo, conservado en la Biblioteca Nacional, para adentrarse luego en vericuetos documentales que ayudan a identificar a don Sancho de Sandoval y a situarlo en su pueblo, Beas de Segura, y en un entorno familiar y político. Le siguen un comentario pormenorizado de las cartas, que aspira a reintegrar a su contexto original, y una edición crítica del texto ampliamente anotada. Acaso sea esa sucesión de comentario y notas uno de los inconvenientes del libro definitivo, ya que la información acumulada en ambas partes es, a veces, redundante y hasta excesiva, aunque se echa de menos, en otros pasajes, el socorro de una explicación más precisa que ponga en claro para el lector moderno lo que en último término quiso decir Quevedo. El trabajo del filólogo consiste, en buena medida, en ahondar en el sentido literal de las palabras para luego pasar a los otros sentidos y a las intenciones de quien las escribió hace siglos, y más cuando esas palabras vienen envueltas, como es el caso, en ingeniosidades y gestos retóricos. Nada de esto resta ni un ápice de valor al esfuerzo exigente y admirable de reconstruir una colección compleja como ésta, que ha de servir de brecha en el camino hacia la edición de un epistolario completo de Quevedo –tan necesario–, que deje atrás las inexactitudes de don Luis Astrana Marín.

Este intercambio particular abarca los diez últimos años de vida del escritor, ya retirado habitualmente en La Torre de Juan Abad. Fuera de los cuatro años que estuvo preso en el convento de San Marcos de León, la correspondencia mantiene una cierta regularidad, que da ocasión para tratar de las dimensiones más familiares de la existencia, pero, sobre todo, de los vaivenes de la política. En unos casos, la política más baja –la de cargos, caídas, envidias y miserias–, y en otros, los más terribles de la guerra, que entonces abría flancos de continuo dentro y fuera de España: en Francia, Italia, los Países Bajos, el Imperio y, más acá, en Cataluña, Navarra o Portugal. Detrás de todo ello, se proyecta la enorme sombra del malquisto conde-duque de Olivares, en quien Quevedo veía cifrados todos los males del reino. Como afines a la casa de Lerma, don Francisco y don Sancho parecen compartir la misma posición contraria al valido. No es de extrañar que, en carta del 12 de febrero de 1635, deslice una máxima que, aunque referida a la guerra con Francia, le sirve como guía para toda la política española, esa de «menos Asperilla i más don Phelipe», donde el alias burlesco de don Gaspar de Guzmán se muestra como contrapeso negativo del rey. Aun así, no son pocas las veces en que Quevedo dispone retóricamente las informaciones para que el lector contraste por sí mismo los terribles problemas políticos y militares con la inconsciencia de un rey ocupado en saraos, menudencias cortesanas o jornadas de caza.

Pero ese Quevedo político y cortesano comparte vida con otro más íntimo y apegado a la aldea. Se trata del señor de La Torre de Juan Abad, que vive retirado en la paz de aquellos desiertos, a medias entre la obligación y el refugio desengañado, y que se queja de un clima que escupe ranas, da cuenta de un callo que le ha tenido varios días en cama, construye un pozo de nieve para el verano o que pide plantones para nuevo huerto de frutales. Es un Quevedo más íntimo, al que vemos aficionado al tabaco y a la caza, apasionado de sus sobrinos, divertido narrador de cotilleos locales o metido en la masa de singulares ensayos gastronómicos, como el de la liebre en cecina. Es ahí donde comparece el escritor más festivo, como cuando agradece en un envío de aceite que le había hecho don Sancho: «No quiere V. M. que me pierda por falta de azeite, como las vírgenes locas. Yo quedo de manera unjido por su liberalidad de V. M., que puedo temer visitas de lechuzas. E dado grande alegrón a los candiles i ensaladas».

En medio de ese trasiego de noticias, facecias y curiosidades, Mercedes Sánchez ha sabido destacar la importancia de una cuestión que recorre las cartas escritas entre finales de 1638 y mediados del año siguiente. Se trata del intento de Quevedo por recuperar unos papeles autógrafos que, al parecer, estaban en manos de Alonso Mesía de Leiva, que acaba de morir. Se mencionan expresamente el Marco Bruto y Las locuras de Orlando, dos obras de las que asegura no tener copia, pero es muy posible que también incluyeran documentos que comprometían su posición política frente a Olivares. Mercedes Sánchez señala certeramente la posibilidad de que don Sancho no hubiera sido ajeno del todo al destino final de esos papeles, que, junto con otras acusaciones, llevarían a Quevedo a prisión la noche del 7 de diciembre de 1639 por disposición y voluntad del conde-duque.

Por fuerza de las circunstancias, el epistolario se vio interrumpido durante los cuatro años que el escritor pasó en las cárceles leonesas. Cuando vuelve a La Torre, en 1643, Quevedo ya es muy otro, se ha convertido en un hombre anciano y enfermo que mira de cerca a la muerte. A principios de 1645 se traslada a Villanueva de los Infantes en busca de cuidado y compañía, y en abril otorga testamento. La última carta que dirigió a don Sancho de Sandoval tiene fecha de 12 de agosto de 1645, y aunque reúne todavía los ánimos para agradecer un envío de ciruelas y melones, sabe a ciencia cierta que ha llegado el momento de despedirse de toda la familia uno tras otro: «A mi señora doña Leonor, mi prima, y al señor don Juan veso la mano, y al señor don Francisco y doi a V. Md. por nuebas que quedo mucho mejor y casi [curado] de la poster postema luego. Dios guarde a V. Md. muchos años». La firma que sigue es un intento tembloroso que apenas alcanza a trazar las abreviaturas de su nombre. Cuando le vimos empezar este intercambio de misivas, Quevedo era un hombre solo, aunque firme y en medio del mundo; ahora sigue estando solo, pero no le queda otra cosa en que poner los ojos que su propia muerte. De ese mismo año es una canción dedicada al escarmiento de la existencia humana, que se cierra con una recomendación final desoladora: «Vive para ti solo, si pudieres; / pues sólo para ti, si mueres, mueres».

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