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Bloggers y cuarto poder

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Los apocalípticos sostienen que la prensa escrita está dando sus últimas boqueadas: algunos han llegado incluso a ponerle fecha (y no muy lejana) al último ejemplar que un hipotético (pero ya casi inexistente) repartidor dejará en el felpudo de la puerta de nuestra casa. Por el contrario, los de la tribu de los integrados afirman que lo que se acaba es sólo cierto modo secular de entender el periodismo, obsoleto ante el fácil acceso a la información –instantáneo, global, gratuito– propiciado por las nuevas. Hay que adaptarse, pontifican, o seremos arrastrados por la nueva marea mediática.

Lo que parece cada vez parece más cierto es que aquel «cuarto poder» al que aludía muy tempranamente Thomas Carlyle en Los héroes (en el capítulo «El héroe como literato», precisamente), va perdiendo parte de su capacidad implícita de forjar opinión pública e intervenir en la vida colectiva. Lejos, muy lejos, queda el célebre debate –durante décadas, auténtica referencia para la profesión– de los años veinte entre Walter Lippmann y John Dewey a propósito del papel del periodismo en la democracia: mediador entre las élites (cultas) y el público (poco preparado y necesitado de «intérpretes» que le den la papilla masticada: los periodistas) o, como creía Dewey, instrumento de información de un «público» (compuesto por muchos tipos de público) democráticamente maduro y perfectamente capaz de entender a la élite y, a su vez, medio de transmisión de abajo arriba de los debates y aspiraciones de quienes saben y pueden utilizarlo para hacer llegar su voz a sus representantes políticos.

Desde entonces ha corrido mucha tinta por las rotativas de todo el planeta. La radio primero y la televisión después han ampliado el abanico de prestaciones informativas disponibles en el ámbito de la noosfera: cada vez más, cada vez más rápido y para más gente. Y ahora, y sobre todo, contamos con la Red, lo que no sólo ha constituido otro salto cuantitativo. Un medio que, no lo olvidemos, viene a multiplicar exponencialmente la saturación de los consumidores de información que, en número creciente, ya no manifiestan la necesidad de obtenerla «desde arriba». Sobre todo, cuando pueden conseguirla sin pagar.

La «opinión», que desde las primeras gazzette venecianas a los populares (pero cuesta abajo en audiencia) tabloides de hoy en día, constituye uno de los pilares de lo que entendemos por periodismo, se ha visto afectada también por el descrédito de la figura del intelectual público. Si los que Julien Benda llamó clercs –protagonistas de tantos patinazos morales a causa de proyectar sus prejuicios al amparo de su credibilidad– ya no son necesarios en la medida en que todos llevamos dentro el nuestro propio dispuesto a decir lo que piensa, tampoco lo son los «opinadores», por muy cualificados que sean. Su opinión sólo parece contar para miembros de su misma cofradía endogámica o para una élite que continúa aferrada a las más viejas costumbres de lector, y que compra el periódico (el que todavía lo hace) con el mismo necesario automatismo con que se provee de alimento cada día; para algunos, sólo hombres (y mujeres, claro) blancos muertos. Pura antigüedad pintoresca que no obstaculiza la curva general descendente de las ventas de diarios en (casi) todo el mundo, paralela al desarrollo del fenómeno de la prensa gratuita (pero no exactamente efecto del mismo).

El proceso de descrédito de la prensa es complejo, y se acelera. Y afecta especialmente a aquellas secciones en las que la «opinión» adopta la forma de «crítica», un campo en el que la competencia de los blogs es apabullante. Un blog o «bitácora» es, por definición, un página de opinión personal, una carta –a menudo incluso un «dietario»– que su dueño arroja al ciberespacio en busca de audiencia. Su calidad y rigor depende, claro, de quien lo sostenga. Pero no así su popularidad. El blog es el medio que más rápido ha crecido en la larga historia de la comunicación humana: según cálculos (siempre discutibles) de analistas de los fenómenos de la Red (consúltese, por ejemplo, la web de Technorati) el número de bitácoras existentes en este momento podría oscilar entre cincuenta y cien millones. Y algo tremendo: la cifra podría doblarse cada año.

Los bloggers opinan. Y, sobre todo, critican: la novela de Ruiz Zafón, el deuvedé de Volver, una balada de Shakira, un concierto con James Levine al frente de la Boston Symphony Orchestra, el último montaje de la Royal Shakespeare Company, el nuevo éxito internacional de Bolly-wood. Su credibilidad no siempre depende de su preparación y del conocimiento del asunto que tratan, sino, a menudo, de cuestiones que nada tienen que ver con ello; igual que a veces se pone de moda un bar de copas con precios más elevados y peor servicio que el de enfrente, pero con algo que lo hace «diferente». A veces una simple cuestión de irreverencia o desparpajo expresivo. Y lo cierto es que todos los críticos-bloggers compiten con cierta ventaja sobre los (teóricamente más cualificados) del antiguo régimen de papel: su crítica, como el medio en que aparece, es inmediata, es global, es gratuita. Por eso tienen seguidores que los buscan y que terminan incorporándolos a la carpeta de «favoritos» de su ordenador personal, al menos durante un tiempo: el «cliente» de los blogs es más promiscuo que el de los periódicos. Pero también más apasionado.

La competencia de los bloggers es tan feroz que no pocos periódicos del mundo anglosajón están deshaciéndose de –o «recolocando» a– sus antiguos críticos de referencia, lo que ha llevado a los apocalípticos a profetizar el inminente tañido de las campanas de difuntos para tan noble profesión. Por otro lado, algunos de los diarios más importantes han incorporado con gran despliegue en sus ediciones digitales a sus propios bloggers –a veces rescatados de sus webs personales a cambio de sustanciosos salarios–, pero son muchos más los que siguen por libre. La blogosfera se va configurando de ese modo como una especie de suma inconexa de las opiniones «dominantes» en un momento dado en el terreno de los productos de cultura. El crítico asalariado de diario que obtenía su poder de persuasión –y su autoridad moral– no sólo de la calidad y contraste de su «opinión informada», sino también del periódico en que publicaba y de la muy concreta situación que en él ocupaba (par o impar, puesta en página, despliegue, etcétera) ya no tiene garantizado su público, al menos en el sector más joven. Si esto no es el final de la época de aquel periodismo que tuvo su Edad de Oro entre 1850 y 1950, la verdad es que se le parece demasiado. De lo que todavía no estoy muy seguro es de que sea necesariamente para peor. Y, si queremos enterarnos de algo más de lo que suele decir un crítico-blogger, siempre nos quedarán (supongo) publicaciones como ésta.

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