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Verne, novelista y científico

Yo, Julio Verne. La biografía del más visionario autor del siglo XIX

J. J. BENÍTEZ

Planeta, Barcelona, 310 págs.

La casa de vapor. Viaje a través de la India septentrional

JULES VERNE

Ediciones del Viento, La Coruña, 400 págs.

Trad. de Héctor López Gómez

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Se conmemora este año el primer centenario de la muerte de Jules Verne. Al nombrarlo así, y no Julio, como se le sigue llamando sin empacho, me limito a rectificar una costumbre muy extendida, hasta bien entrado el siglo XX,que consistía en traducir los nombres propios a su equivalente en el idioma que fuere. Durante mucho tiempo se dijo en español Federico Nietzsche, Jorge Sand, o Edgardo Poe, y en francés Michel de Cervantès, con entera tranquilidad: los ejemplos son numerosos.Ahora se respeta el nombre original y pueden encontrarse repertorios bibliográficos y bases de datos en que figuran ambos, y en algunos casos la transformación es tal que casi parece que se tratara de dos autores distintos. Pues bien, volviendo al centenario, como es habitual en estas circunstancias, los especialistas se reúnen, se celebran exposiciones, se actualizan bibliografías y se reeditan títulos olvidados y a veces inéditos, tanto del autor homenajeado como sobre él.Antes de detenerme en algunos de los publicados recientemente en español, creo que es interesante rememorar la figura de este escritor, aunque sea someramente.

Jules Verne nació el 8 de febrero de 1828 en Nantes, ciudad marina por excelencia (su afición al mar es una de sus obsesiones recurrentes), en el seno de una respetable y acomodada familia de armadores, por parte de madre, y de notarios, por parte de padre.Tras sus estudios en el liceo de esa ciudad, se traslada a París en 1847 para licenciarse en Derecho y ser notario como papá.Ahí, alterna con la gente de teatro, empieza a escribir comedias de dudoso éxito y lo nombran secretario del Teatro Lírico. En 1856 se casa con una joven viuda con dos hijas, según algunos para salir de pobre, que será la madre de Michel, su único hijo, el cual se emancipará muy pronto de la familia y, una vez muerto su padre, se dedicará a mangonear su legado literario, muy en la línea de lo que hacen ahora algunos herederos de escritores famosos, ya sean hijos, viudas e incluso sobrinos o familiares políticos. Entre sus amigos están los dos Dumas, en particular el hijo, quien lo pone en contacto con Pierre-Jules Hertzel, el monstruo sagrado de la edición de su tiempo, que desempeñará un importante papel en su vida y, sobre todo, en su obra. Hertzel también publicaba a Balzac, a Georges Sand, a Victor Hugo y a Stendhal. Mezcla de agente literario, director comercial, librero y editor en el sentido anglosajón del término, Hertzel era un editor premoderno, que tras hacerles firmar contratos de por vida, sometía a sus escritores a un leonino régimen de trabajo. No sólo leía los manuscritos a conciencia, sino que en el caso de algunos autores, como Verne, no dudaba en meter mano cuantas veces considerara necesario. Así como animó a Balzac a llevar a cabo su Comedia humana, no escatimó medios para que Verne pudiera realizar su proyecto de novelar y popularizar la Ciencia, como Dumas padre había novelado y popularizado la Historia. Esa hermosa y fecunda amistad debutó en 1863 con su primera novela, Cinco semanas en globo, que conoció un éxito inmediato.

A partir de ese momento,Verne alternará su trabajo de agente de bolsa con la escritura, lo que le permitirá vivir de manera confortable en Amiens, ciudad natal de su mujer, donde se instala definitivamente a partir de 1873, llegando a ser concejal del Ayuntamiento. En 1885 se queda viudo y en 1886 su sobrino Gaston, hijo de su querido hermano Paul, le pega un tiro en una pierna (al parecer en un ataque de locura), que le deja inválido. Se retira del mundo y entra en una fase pesimista que acentúa el catastrofismo de sus últimas creaciones: pienso en particular en La isla con hélice, feroz ataque al materialismo americano, y Frente a la bandera, donde un sabio loco amenaza al mundo con una terrible explosión, y aún más en las póstumas, como París en el siglo XX, donde el triunfo de la tecnología y el automatismo sobre el espíritu y la cultura clásica (leer es prácticamente un delito) se lleva a cabo bajo el riguroso control del Estado. En Amiens vive en la más absoluta soledad y muere el 24 de marzo de 1905 de un coma diabético, a la edad de setenta y siete años. Al igual que le ocurrió a Victor Hugo, aunque por otras causas,Verne conoció en su vejez un notorio descenso de popularidad, que quedó redimido por la multitudinaria demostración de admiración que le tributaron las más de cinco mil personas venidas de todas las partes del mundo a sus funerales. Los franceses saben honrar a sus hombres ilustres, e incluso a sus mujeres (recuérdese el no menos multitudinario funeral de Colette, por ejemplo), sin contar con que Verne recibió, por añadidura, honores militares.

Cien años después, su reputación conoce una difícil rehabilitación literaria.A pesar de eso, sus obras están traducidas a todos los idiomas y se reeditan constantemente, sin olvidar las adaptaciones al teatro, la ópera, el cine y los dibujos animados. Pero, ¿quiénes son los destinatarios de la obra de Verne? Sin duda, se contestará que los jóvenes y los niños, pero desde que Raymond Roussel lo puso en duda, esa pregunta no ha recibido todavía una respuesta categórica. Roussel creía que era demasiado profundo para ser considerado un escritor de literatura juvenil, y sería cierto si se añadiera «y tedioso». Por otro lado, y desde una perspectiva totalmente moderna, que se inscribe en el delirio de esa corrección política, algunos educadores han llegado incluso a desaconsejar la lectura de sus libros por diferentes razones, como el antisemitismo de César Cascabel (1890), el chauvinismo de Clovis Dardentor (1896) o la misoginia de todas sus obras. De todos modos, su ámbito de influencia es el de la literatura juvenil e infantil, y sus historias –ya que no sus libros– siguen alimentando la imaginación de sucesivas generaciones de lectores. Esa influencia incontestable ha conocido un desplazamiento muy propio de estos tiempos, en los que el formato audiovisual predomina sobre el formato libro; si hasta hace unas décadas Verne era el escritor juvenil por antonomasia y mantenía con sus lectores un diálogo directo, desde los noventa los niños conocen a Phileas Fogg o el capitán Nemo a través de los dibujos animados, y se divierten con sus aventuras, pero ignoran quién es su creador. Aun así, su recepción en España sigue siendo importante. Si se consulta el ISBN español, que recoge los títulos publicados desde 1972, encontrarán 1.951 títulos de Verne, frente a los 721 de Agatha Christie, por compararle con otro escritor de reputación universal, o los 702 de Galdós, los 405 de Pío Baroja y los 181 de Emilia Pardo Bazán, por remitirnos a algunos de nuestros autores más importantes.

Como ocurre con los autores consagrados (excepto con los españoles), su universo es objeto de veneración e investigación constantes. A su alrededor se han vertebrado numerosas instituciones, como el Museo Verne, en Nantes, o la Sociedad Jules Verne, que publica un boletín, o el Centro Internacional Jules Verne, en Amiens. En dichos centros es prácticamente imposible no encontrar todo lo necesario para escribir una biografía y, como es de suponer, se han publicado ya unas cuantas, entre las que me gustaría destacar las dos más consultadas por los vernólogos: Jules Verne, de Herbert Lottman, publicada en español por Anagrama en 1998, y Jules Verne, de Pierre-André Touttain, que sacó a la luz L'Herne en 1998.Verne no sólo tiene lectores españoles, sino también biógrafos. Este año se reeditan muy oportunamente las respectivas biografías de Miguel Salabert, Julio Verne, esedesconocido, publicada por primera vez por Alianza Editorial en 1975, y la que hoy vamos a analizar de J. J. Benítez, Yo, Julio Verne, que Planeta publicó inicialmente en 1988. Además, la editorial coruñesa Ediciones del Viento ha reeditado la traducción de Héctor López Gómez de La casa de vapor.Viaje através de la India septentrional.

Respecto a Yo, Julio Verne, ignoro en qué medida puede interesar esta biografía a los lectores habituales de J. J. Benítez, pero si el interés del lector recae sobre el tema elegido –esto es, la vida de Verne–, sacarán muy poco en claro. Dejando de lado lo subjetivo de su escritura (está escrito en primera persona) y los extraños exabruptos que dificultan enormemente la lectura (nunca entendí mejor la definición de que el estilo es el modo en que se utilizan los recursos sintácticos de la lengua), J. J. Benítez elabora una delirante teoría según la cual los libros de Verne tenían un propósito y un simbolismo esotérico, lo cual choca frontalmente con el racionalismo a ultranza que el escritor bretón desplegó, por encima de cualquier otra consideración filosófica, a lo largo de toda su obra. Nadie niega cierta aura de misterio en los libros de Verne, pero es más una condescendencia de «género» –en el verdadero sentido del término– que un propósito deliberado. En cuanto a sus «secretos», que fueron al parecer muchos, me temo que tengan más que ver con el pudor de la época y la astucia de la política que con improbables rituales mágicos. No importa. Benítez ha decidido que no es así y la biografía entera transcurre por esos cauces, con gráficos y adivinanzas cuya clave sólo posee el biógrafo, y eso por una serie de «circunstancias extraordinarias», de las que el libro está lleno, así como de «prodigiosas coincidencias». Hasta que se produjeron esas últimas, Benítez no sabía nada de Verne; tres meses después descubría que él era Verne, y que tenía que continuar su obra. Una astróloga, amiga suya, se lo había revelado y entonces –escribe el autor– «fue como si la "fuerza" que siempre me acompaña abriera mis ojos». En resumen, 309 páginas de las cuales 71 son puro egotismo, 150 digamos que se ocupan algo de Verne y sólo a partir de la 223 empieza el libro a tener cierto sentido, hasta tal punto es cierto aquello de Plinio el Viejo de que no hay libro malo que no contenga algo bueno, que luego pondría Cervantes en boca de Sansón Carrasco (sin citar la procedencia). Ahí empiezan los apéndices que, todo hay que decirlo, son utilísimos: fotografías, documentos, cartas, bibliografía y una antología de frases sobre Verne a lo largo de la historia que no tiene desperdicio. Destaco unas cuantas: «Es tan monstruoso hacer leer a Verne a los niños como obligarlos a aprenderse las fábulas de La Fontaine» (Raymond Roussel); «Julio Verne fue uno de los cretinos más fundamentales de nuestra época» (Salvador Dalí); «Ha sido Verne quien me ha decidido a la astronáutica» (Gagarin); y, por último, esta concisa perla de Guillaume Apollinaire: «¡Qué estilo el de Jules Verne! ¡Sólo sustantivos!», que valdría la pena trasponer en «¡Qué estilo el de J. J. Benítez! ¡Todo adjetivos!»

La casa de vapor ocupa el número 21 del proyecto literario verniano conocido como Viajes extraordinarios enlos mundos conocidos y desconocidos, compuesto por unas sesenta y dos novelas y dieciocho relatos cortos.A ellos dedicó cuarenta años de intenso trabajo, edificando un ciclo completo de descubrimientos y mutaciones planetarias bajo la estrecha supervisión de su editor; una exploración del universo en la que asocia técnica y viaje. Esta novela transcurre en la India británica, tras la rebelión de los cipayos. Un grupo de amigos parten de Calcuta en dirección a Benarés para llegar a las laderas del Himalaya. Está formado por el coronel Munro, ya retirado, que vive obsesionado con la muerte de su mujer a manos de Nana Sahib, único líder de la insurrección que permanece con vida, y antagonista de la novela; el capitán Hod, cazador inveterado, el señor Maucler, narrador de la historia que está en la India de visita, y el ingeniero Banks, inventor del ingenio en que viajan, un híbrido de ferrocarril y caravana, con forma de elefante. A éstos hay que añadir los inevitables comparsas, que también tienen su protagonismo: asistentes, criados, guías y cocinero, y que, como es habitual en las novelas de Verne, son descritos con una minuciosidad completamente decimonónica.Al igual que es descrita la flora y la fauna, y los antecedentes sociológicos e históricos de todos los lugares que atraviesan. No es su novela más divertida, pero es un ejemplo perfecto de ese intento de novelar la ciencia al que aludí antes, pues hay de todo: intriga, lances peligrosos, historia, sociología y ciencia, mucha ciencia.

La Ciencia, con mayúscula, es la clave y la estructura de toda su obra. Sus exploradores y aventureros recorren regiones desconocidas de África,América, la India e incluso los dos polos, y sus ingenieros e inventores llegan a la Luna, exploran el universo submarino y traspasan la barrera del tiempo: estas obras en las que se anticipan inventos futuros lo convierten en uno de los grandes precursores de la ciencia ficción. Su amor por la ciencia y la exactitud son también legendarios. Su información científica era precisa, actual y estaba perfectamente documentada y se dice que tenía la peor de las opiniones de H. G.Wells, uno de sus mayores rivales en materia de literatura de anticipación, del que decía, indignado: «Mais il invente!».Hay una leyenda, recogida por Lottmann, que considera a Verne un viajero únicamente libresco y, sin embargo, parece que realizó algunos cruceros por el Mediterráneo y viajó a Estados Unidos, así como a Escocia, Irlanda y Noruega. Lo cierto es que lo más importante de su vida transcurrió entre libros, manuscritos y publicaciones científicas, de las que fue un minucioso lector. Porque una de las características de Verne es, ya lo he dicho, un puntilloso despliegue científico y eso, unido a su carencia de perspicacia psicológica (aunque maneja los estereotipos con gran soltura), lo convierte en un escritor de acción, eminentemente realista a pesar de sus extraordinarias premoniciones. 

Hay que recordar que el momento que le tocó vivir es el de los grandes descubrimientos técnicos: el teléfono, el fonógrafo, el submarino, el ferrocarril, pero también conoció los avances en las llamadas «ciencias sociales» que se produjeron por entonces: la antropología, la sociología, la filosofía de la historia y de las religiones.Tampoco retrocedió ante el reto de la política y se hizo eco del nacimiento de las ideologías conservadoras, liberales y socialistas, a las que no permaneció indiferente en su juventud. A mi entender, su mérito consiste en haber conseguido trasladar a un universo imaginario esos progresos, a los que muchas veces se anticipa con una lógica implacable que algunos confunden con clarividencia. Su talento, en haber creado y, sobre todo, descrito un universo en el que todo encaja a las mil maravillas y donde suceden cosas que resultan todavía más extraordinarias porque las contemplamos desde la impunidad de nuestra condición de lectores, como quien oye rugir la tempestad amparado en la confortabilidad de su lecho.

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Ficha técnica

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