Miguel Ángel Bastenier
Me han fascinado siempre las memorias, las autobiografías, los libros de recuerdos por la arrogancia casi biológica que supone en la mayoría de los casos embarcarse en operación semejante; es decir, para publicar un tomo –¿se han fijado que son siempre anormalmente gruesos?– sobre la vida de uno, hay que tener, para comenzar, una excelente opinión de sí mismo. Muestras existen, sin duda, altamente cualificadas. Churchill se ganó su derecho a escribir memorias y Azaña también. Cuando uno ha sido alguien, testigo privilegiado de algo, o cuando se sabe cultivar esa fórmula que se podría llamar «Yo y mi tiempo», siempre con más atención a lo segundo que a lo primero, puede que haya asunto. No todas las exigencias anteriores
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