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Auschwitz: la mirada del otro

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El sentido de los campos de exterminio no se agotaba en su capacidad de clasificar, explotar y aniquilar. Su intención última era producir una mitología útil para mantener a los hombres en el terror, el miedo y la angustia. En el lenguaje del Lager, el «musulmán» es el prisionero que ha perdido toda esperanza. Extenuado física y moralmente, ya no opone ninguna resistencia a la muerte. Su conciencia tal vez no lo formula con claridad, pero su cuerpo ha asimilado que la historia ya no reserva un espacio para él. La destrucción de la persona es el mal radical. El hombre es, ante todo, persona: cuerpo, espíritu y comunión, de acuerdo con la división establecida por Emmanuel Mounier. Y esas tres dimensiones siempre apuntan hacia el Tú, hacia el Otro. El hombre menoscabado por la enfermedad es el Tú que nos interpela de forma más radical. Ser persona es comprender que el otro nos concierne, que su dolor y su alegría no pueden dejarnos indiferentes. Ante el otro, no cabe la evasión, sino el compromiso. Los otros no nos limitan, sino que nos configuran. Nos permiten ser, conocernos, encontrarnos. Si niego al otro, me niego a mí mismo. Es la forma más extrema de alienación, pues «ser hombre significa amar» (Mounier) y, si no hay amor, no hay humanidad. La violencia contra el otro es un vestigio del yo infantil, que aún no ha descubierto la riqueza del desprendimiento, de la apertura hacia el otro, de estar abierto a la alteridad. Esa apertura es entrega y donación, pero también inspiración e impulso. El yo no asciende sin el concurso del otro. El ensimismamiento narcisista siempre es decadencia, caída, pasión descendente, erotismo enajenado, repetición, desesperación compulsiva.

«Estar abierto» –escribe Mounier– es «fidelidad creadora». No es únicamente constancia, análoga a la permanencia de una ley, identidad congelada al estilo del en-sí de Sartre, sino presencia siempre disponible hacia el otro, y por eso siempre nueva: «Es creadora, pues los datos de mi compromiso se modifican perpetuamente en el concurso de su marcha, reinventando perpetuamente la continuidad de su destino. En tales experiencias, la presencia del otro, en lugar de fijarme, aparece, todo lo contrario, como un manantial bienhechor y sin duda necesario de renovación y creación». La «fidelidad creadora» sólo puede acontecer como obra de amor. Y no hay amor más exigente que el amor al enfermo, al paria, al extranjero, al que nos convoca desde la limitación de su espíritu y su cuerpo, no sólo para pedir nuestra presencia, sino para ofrecernos la suya, para regalarnos su tiempo: más precario, más valioso y más escaso que el nuestro. La mirada del otro es una mirada cargada de infinito, que, lejos de cosificarnos, nos pone en movimiento. El verdadero amor nos produce angustia y responsabilidad, inquietud y comunión. Nos prohíbe la inmovilidad, la ceguera ensimismada. Nos obliga a concertar la introspección con la mirada crítica del otro. Ese es el amor que nos hace inventar y crear, ser más y ser con autenticidad. Ser con humanidad. La mirada del amor nos conduce al yo y evidencia su necesidad de contar con el otro. Por el contrario, la mirada que nos cosifica, la mirada del torturador, asfixia nuestro yo, lo encierra en sí mismo, pues sólo le preocupa encadenarnos a su deseo o expulsarnos del mundo.

El otro habla sin parar: «Es –de acuerdo con Emmanuel Levinas– una oposición anterior a mi libertad y que la pone en marcha». Su aparición demanda nuestra hospitalidad. Escucharlo y acogerlo es un imperativo moral. La relación con el otro no es posible sino como relación ética. Edmond Jabès, judío de origen egipcio que ha publicado su obra en francés, escribe: «Acoger al otro por su sola presencia, en nombre de su propia existencia, únicamente por lo que representa. Por lo que es». El famoso «Yo es otro» de Rimbaud nos revela la necesidad del exilio. Alejarse de uno mismo es la mejor forma de reencontrarse. El desarraigo es el único medio de reconciliarse con lo que uno es. Jabès se internó en el Sáhara para liberarse del cautiverio de su identidad, asociada a un nombre, a un pasado, a una escritura: «El desierto fue para mí el lugar privilegiado de mi despersonalización». Escribir es una apertura esencial, una aventura que no puede prosperar cuando está lastrada por un apego excesivo a nuestro yo. Si olvidamos nuestro yo, descubriremos que el extranjero no es un extraviado, sino «aquel que te hace creer que estás en tu casa. El extranjero te permite ser tú mismo al hacer de ti un extranjero».
La condición de extranjero es, según Jabès, la esencia del judaísmo. El judío es el eterno paria, el que está de más. El antisemitismo o, en general, cualquier forma de racismo, expresa la perplejidad del hombre ante su propia diversidad. Auschwitz emerge de la incapacidad de asimilar la alteridad. El «musulmán» es el hombre sin matices, el hombre anulado. El totalitarismo es una reivindicación del hombre unidimensional, que no se desdobla ni habita en la paradoja. El odio hacia el extranjero es una expresión de odio hacia uno mismo, de intolerancia ante la complejidad de nuestros afectos. Por eso es bueno experimentar el exilio, vivirse como extranjero, descubrir la necesidad del reconocimiento, la trascendencia de la fraternidad, que es «aceptación de uno mismo por los otros». En las famosas conferencias pronunciadas en el Colegio de Filosofía fundado por Jean Wahl, Emmanuel Levinas manifiesta una perspectiva similar: «El Yo delante del Otro es infinitamente responsable. El Otro es el pobre y el despojado, y nada de lo que le concierne a este Extranjero puede dejarlo indiferente. Alcanza el apogeo de su existencia como Yo precisamente cuando todo lo mira como lo Otro».

Ser hombre es acoger al otro, coexistir con el otro. Lo que nos constituye como realidad personal es la experiencia del tú. Ése es, según Mounier, el «irrefutable cogito existencial», lo que nos hace ser y amar el ser. El «musulmán» es la destrucción del tú, la negación del otro no por su acción, sino por su persona, por su presencia. Si existir como persona presupone el «nosotros», el «musulmán» es el que sólo puede pensarse como «fuera de nosotros». Si la importancia de la persona reside en su carácter irremplazable, el «musulmán» es el que pierde su irreemplazable posición en el mundo de las personas. Si la persona es la humanización del mundo, el «musulmán» es la deshumanización del mundo. «Pensad que esto ha sucedido», escribe Primo Levi al comienzo de Si esto es un hombre. Y, si lo olvidáis, «que vuestra casa se derrumbe, la enfermedad os imposibilite, vuestros descendientes os vuelvan el rostro».

Somos humanos porque somos distintos: «La pluralidad –escribe Hannah Arendt– es la condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos y, por tanto, nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá». No es suficiente deplorar la barbarie. Hay que confrontar nuestra concepción de la moral con la máxima degradación de nuestra cultura, la pretensión de reelaborar el concepto de humanidad, aboliendo lo que caracteriza al hombre como hombre, su condición de persona distinta e irrepetible, cuyo valor no puede negarse, condicionarse o relativizarse. En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben intenta elaborar una Ethica more Auschwitz demonstrata capaz de explicar la experiencia histórica del mal radical, la degradación de lo humano hasta devenir en «musulmán», «infrahumano», por utilizar la terminología del régimen nazi. Ese proyecto ético sólo puede fundarse en la figura del testigo, que adquiere el compromiso de dejar testimonio. Su relato es el primer paso para buscar un nuevo fundamento moral tras la experiencia de Auschwitz, pero no es un comienzo alentador, ya que, según nos recuerda Primo Levi, testigo excepcional de la Shoah, «ningún grupo era más humano que otros». La ignominia había contaminado a todos y la imposibilidad de reconocer en el otro a un semejante había suprimido las condiciones que garantizan la aparición de la dignidad. El otro no era un rostro porque Auschwitz, pese a su «horror visible», era invisible: «Rostro del no-rostro. / No-rostro del rostro».

Las condiciones extremas de los campos crearon una comunidad de infamia que borraron los signos de identidad de lo humano. La inocencia o la culpabilidad son irrelevantes en un espacio donde la ley ha perdido su condición de norma y no es más que procedimiento. No es la pena, sino la ejecución de un proceso lo que vertebra el funcionamiento de los campos. El Estado totalitario se objetiva en una burocracia irracional. La minuciosa reglamentación de Auschwitz es la versión más radical de este espíritu. Vigilar y castigar; juzgar y ajusticiar. Esa era la rutina del Lager y la tragedia de Josef K., sujeto a un proceso sin una acusación formal. Al igual que el judío deportado, K. ignora las causas de su condena, pero intuye que sobre su cuerpo está escribiéndose el alfabeto del poder, un lenguaje que no comprende y que, sin embargo, no puede prescindir de su existencia como polo dialéctico de una lógica asimétrica. No es casual que Primo Levi tradujera al italiano la novela de Kafka. Probablemente, esta obra estaba más cerca de su experiencia que la pornografía sentimental de muchas series y reportajes sobre la Shoah. «Se habla de castigar a Hitler –escribe Simone Weil–, pero a Hitler no puede castigársele. Hitler deseaba una sola cosa y la tiene: entrar en la historia. El único castigo que puede infligirse a Hitler y que puede alejar de su ejemplo a los muchachos sedientos de grandeza de los siglos futuros es una transformación tan completa del sentido de lo que es grande que excluya por completo a Hitler». Frente a la ignominia del hitlerismo cabe oponer la resistencia de la mirada ética. Lo ético no es una convención, sino una apertura que determina nuestra posición en el ser. Sólo puede entenderse como expectativa frente al otro, como pasividad activa, esto es, como aceptación del sufrimiento ajeno como propio y necesidad de configurar mi yo en esa experiencia. Un yo definitivamente ligado al otro, autentificado por el otro, justificado por el otro. La condición humana no se adquiere por la conquista, por «el amor a sí mismo» del que habla Nietzsche, sino por la responsabilidad hacia lo que no soy yo, por la carga que voluntariamente se asume al vincular el propio existir al nosotros y al ser en sus diferentes grados.

El primer paso de cualquier discurso ético es reconocer el derecho del otro a la vida y la libertad. Este punto de partida puede establecerse como un principio abstracto, pero es más eficaz cuando surge de un sentimiento de fraternidad. Por eso hay que ponerle un rostro al sufrimiento y admitir que las éticas formales corren el riesgo de fracasar ante la desmesura de un genocidio. Por su magnitud, el genocidio desborda nuestra capacidad de representación, produciendo más estupor que piedad. El amor hacia la humanidad no brota de una experiencia de horror, sino de una vivencia elemental: el conocimiento del otro, que es nuestro semejante, pero también nuestro antagonista, nuestro hermano y nuestro rival. Sólo el esfuerzo, la comprensión y la lucha interior pueden transformar la tensión entre cada existencia individual en sentimiento de obligación. No se trata tan solo de fraternidad, sino de responsabilidad cósmica. El hombre es responsable del hombre porque es la forma de existencia en que el universo adquiere conciencia de su existir y de la necesidad de preservar su equilibrio. Si tuviera que escoger un rostro para ilustrar el dolor infligido por las políticas de exterminio del régimen nazi, elegiría la famosa mirada de miedo del niño judío que levanta los brazos tras ser detenido en el gueto de Varsovia. Su faz expresa terror, impotencia e indefensión. No es un simple testimonio fotográfico, sino una interpelación permanente a la conciencia colectiva. Su mirada sigue viva, exigiendo que no se repita un crimen semejante.

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