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Despieces de espacios

TRÉBOL DE CUATRO HOJAS

André Breton, Julien Gracq, Lise Deharme, Jean Tardieu

Demipage, Madrid

Trad. de Purificación Meseguer

112 pp. 16 €

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Aunque ideas editoriales originales no le faltan a Demipage, este Trébol de cuatro hojas no es invención suya: fue Lise Deharme –la musa surrealista– quien solicitó a Breton y a Gracq sendos textos a fin de realizar un programa de radio; a ellos añadió otro de su propia cosecha, y, finalmente, decidió incorporar al conjunto el relato del poeta Jean Tardieu. El trébol de cuatro hojas, más que surgido espontáneamente en la naturaleza literaria, fue, pues, manufacturado. Y es que Lise Deharme tenía mucha mano: no en vano era la dueña del guante que Breton convirtió en emblema surrealista en las páginas de Nadja.

El tallo del trébol es la ensoñación: tal es el tema sobre el que debían reflexionar o fabular los intervinientes. En su escrito, a Breton se le percibe la vena didáctica de jefe de filas; a Gracq, en el suyo, le sobreviene el tono del teórico de literatura; a Tardieu se le disparan las melancolías uterinas multiformes; a Deharme le acuden todos los topoi surrealistas. Pero a esta variedad subyace un sorprendente rasgo común: la creación de espacios de ensoñación o de reflexión cuyas características no son estrictamente surrealistas.

Bajo el título «Confidencias de libratorio», Breton teatraliza dos visiones del mundo: la de la ensoñación y la de la vigilia pragmática, encarnadas respectivamente en Titania –reina de las hadas en las leyendas medievales– y Garo, personaje que difunde las noticias del mundo y tiene algo de obtuso oficinista. Ambos seres son trasuntos de un «yo» con el que dialogan y que se ve a sí mismo como un palacio poseído a veces por el encantamiento y, otras, regulado por la vigilancia de un dragón. A este espacio traído de los cuentos viene pronto a superponerse otro de naturaleza más noblemente libresca: el espacio alegórico. Desde las primeras líneas, la ensoñación es descrita como «huidiza persona», y, poco después, se precisa que las extrañas criaturas que pueblan el sueño regresan «a la pared»; de este modo, aun sin ser nombrado, el medieval Roman de la Rose se constituye en intertexto de esta escenificación, y el sueño en el que Guillaume de Lorris ve surgir y retirarse a las alegorías pintadas en el muro del jardín proporciona un decorado a estos parlamentos del «yo» y sus personajes.

A medio camino entre el análisis y la entrega a la ensoñación, Bretón recoge la idea de precognición como «aspecto inadvertido de la estructura temporal»; interpreta la presencia de un camión de mudanzas amarillo en un cuadro de De Chirico como vehículo de tránsito entre onirismo y vigilia; asocia la ensoñación con la escritura automática; adivina el rumor de los bosques tras los objetos de las culturas primitivas (de los cuales fue apasionado coleccionista); se ampara fugazmente en la pintura naïf del aduanero Rousseau, en el esoterismo de Victor Hugo, en la experiencia de la unidad cósmica de Nerval o incluso en una segunda vida perceptible tras la agitación urbana de los poemas de Apollinaire. Todo ello en acumulación heteróclita entretejida con apariciones y desapariciones de Titania y Garo que recuerdan levemente a la comedia de enredo. Un enredo que desemboca en episodio de azar objetivo a propósito de una suculenta tarta de nombre solognote que tiene mucho de despropósito y que nos deja poco menos que ahítos.

Si, cuando abre los ojos, Breton ve desvanecerse a los pobladores del sueño, Gracq necesita «los ojos bien abiertos» –tal es el título de su texto– para acceder a la ensoñación. Bajo la forma de una autoentrevista, el autor de El mar de las Syrtes traduce este concepto como sensación impregnada de coloración procedente del tiempo y el espacio físicos. Es un estado de receptividad que sumerge al sujeto, afina sus sensores a la más mínima variación, genera circulación y aceleración de formas e ideas en correspondencia, hace brotar una corriente imaginativa que incita a la escritura. Aunque Gracq maneje el lenguaje de Baudelaire o de Mallarmé –junto con ciertas nociones extraídas de Bachelard–, establece un vínculo entre percepción, sensación y emoción que tiene grandes ecos en el pensamiento cognitivo actual: «Se trata –dice Gracq– de unir un enorme coeficiente emotivo con algunas imágenes capaces de electrizar a las demás». La hipótesis del novelista sobre la creación artística aporta matizaciones sobre la importancia del timbre y del tono de las imágenes por encima de su configuración o de su variedad. Tales matizaciones permiten al lector evocar la controvertida y actual noción de qualia: la dificultad de definición de las experiencias subjetivas de los qualia bien pudiera alimentar el espacio de indefinición que es para Gracq la ensoñación y la escritura, un espacio que sustituye las formas por calidades e intensidades, y que todo lector reconoce en El mar de las Syrtes. Con todo, apremiado por la necesidad de inteligibilidad, Gracq admite leves ahormamientos para su espacio indefinido de ensoñación: uno de ellos es el del viaje, otro el de la perspectiva desde un punto elevado, otro más el de la habitación vacía. De los tres, el primero reserva una sorpresa al atento lector, quien, en la aproximación gracquiana de este espacio, reconoce el modelo –la imagen de un buque zarpando– que narradores como Le Clézio, Tournier u Orsenna –pseudónimo este último que es, precisamente, topónimo en El mar de las Syrtes– reclaman como escena originaria de la escritura.

El espacio ideado por Deharme en «El verdadero día» es un jardín cuyos sillones de concha y cuyas olas de muselina recuerdan obstinadamente al bretoniano salón de Mme. de Ricochet, en el que el mundo natural y el artificio mundano confundían sus atributos. Este espacio ciertamente surrealista flirtea de vez en cuando con un atrezzo de art nouveau consistente en guirnaldas de tréboles de cuatro hojas, mujeres cuya glauca desnudez se oculta bajo alas de libélula, o faunos abrazados por ninfas al estilo mallarmeano. Unas gotas de erotismo andaluz de clavel y cuchillo, un manojo de transformaciones oníricas con algo de pesadilla, una multitud de gatos más o menos baudelaireanos y alguna exótica malabaresa francamente baudelaireana entran en el pintoresco desfile que acoge inopinadamente a Chateaubriand, Victor Hugo, Nodier o Mme. Du Deffand. Hay carrozas, medusas aéreas lanzadas desde aviones, trufas, nardos blancos, manteles de lino, collares de escarabajos o un ballet de flores. Y es que hay subconscientes cuyo ecléctico imaginario tiene mucho de voluntarioso batiburrillo.

La fecha de la edición francesa de estos textos –1954– hace suponer que el texto de Jean Tardieu desplegará el tono burlesco que por entonces ya era el del autor. Sin embargo, «Madréporas o el arquitecto imaginario» tiene un corte intimista en el que predomina la extrañeza producida por un sueño que encadena descripciones de espacios en los que el poeta reconoce sucesiva y diversamente su morada. Cual perpleja Alicia, ve surgir puertas que dan a graneros, casas marítimas o refugios de montaña, habitaciones que se esfuman con un golpe de viento, que aparecen en un abrir y cerrar de párpados. Tras las metamorfosis, el escritor adivina a veces la mano de un Vermeer o de un Rembrandt, otras veces sus recuerdos de infancia, pero en todos los espacios hay algo que los hace reconocibles como suyos: el olor de una mujer, o su visión, o su presencia adivinada. Y es ese hilo conductor afectivo y femenino el que logra hilvanar la multitud de identidades en las que el sueño fragmenta al poeta. Las madréporas no sólo generan arquitecturas arborescentes: desde su nombre –poéticamente–, hablan de un espacio femenino que es morada materna.

Sabido es que el azar surrealista encuentra tréboles de cuatro hojas con facilidad pasmosa. Mas los enojosos practicantes de la vigilia solemos sospechar artimaña allí donde asoma maravilla: cabe que, en este trébol, una de las hojas sea apócrifa, desmedrada o intrusa. A su juicio lector queda.

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Ficha técnica

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