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Cine antiguo

TIFUS

Jean-Paul Sartre

Edhasa, Barcelona

Trad. de Horacio Óscar Pons

216 pp. 17,50 €

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Procedente del pasado, este libro tiene cierto aspecto fantasmal, y no sólo porque pululen en él cadavéricos tifosos. También su autor anda hoy penando entre la vida y la muerte del reconocimiento filosófico-literario, tras que fuera celebrado –en 2005– un centenario de su nacimiento que no le hizo precisamente renacer, sino cosechar certificados de sus «errores históricos» más notorios: marxismo, estalinismo, maoísmo, cubanismo y miopía ante el nazismo. Certificados expedidos por un neoliberalismo pensante que trata de ingenuo a quien creyó que el hombre estaba condenado a ser libre y responsable, y no a ser pragmático. En fin: un lustro después, Sartre está démodé, entre otras cosas por haber sido tan engagé. Inclemencias del tiempo.
 

Tifus –de 1943, como El ser y la nada– es uno de los dos guiones de cine que Sartre escribió para Pathé (el otro, La suerte está echada, fue filmado por Jean Delannoy en 1947). Vicisitudes técnicas y quizá políticas impidieron llevar a cabo el proyecto de realización, que fue finalmente rescatado en 1953 por Yves Allégret con una adaptación de nombre Los orgullosos en la que Sartre –con razón– ya no reconoció su impronta. Tifus presentaba una historia de epidemia en una colonia –Malasia, bajo protectorado británico– que Los orgullosos trasladaba a México; con ello se deshacía la que parece alusión cierta del guión: la epidemia de tifus que asoló la Argelia colonial en los años 1941 y 1942. No es que el texto explorara vindicaciones nacionalistas: su épica indígena se resume en sufrimiento convenientemente aliviado por el paternalismo europeo. Pero tampoco era cosa de borrar lo que de aprovechable tuviera ese trasfondo en un momento en el que la cuestión argelina despertaba: en 1945 se produce la primera declaración de nación argelina por parte de los partidos independentistas frente a la colonización francesa, y en 1954 estalla la guerra. Es de suponer que a Sartre no le agradaría ceder terreno premonitor, solidario y combativo dejando diluir el marco colonial sufriente de Tifus en la festiva candidez popular mexicana de Los orgullosos. En torno al tema de la colonización y de la epidemia, es inevitable, además, establecer relación entre el texto de Sartre y la mucho más conocida y reconocida novela La peste, de Camus, publicada en 1947, año del primer distanciamiento entre los dos escritores –que rompen definitivamente en el 51–. La guerra de Argelia puso en situación difícil y polémica al pied-noir Camus, y es comprensible que Sartre –enarbolando la bandera anticolonialista– pretendiera para Tifus la recuperación de algunas posiciones frente a La peste. Ciertamente, no le convenía en modo alguno la banalización exótica de Los orgullosos y, por ello, el menosprecio del guión Tifus tuvo que producir en su autor cierta mortificación.

Mas estas suposiciones conciernen a la coyuntura y no a la obra: en realidad, Tifus es una historia de blancos llenos de dilemas morales y necesidades materiales, y en la que los malayos dan únicamente el tono fúnebre. La protagonista –sola y sin dinero en la ciudad en cuarentena– está dispuesta a ceder sus encantos a cambio de un trabajo de cabaretera; el protagonista se encanalla y se humilla hasta lo grotesco para pagarse la bebida que le consuela de haberse decepcionado a sí mismo huyendo de sus obligaciones de médico en una anterior circunstancia epidémica. Tras varios malencarados encuentros en los que él la trata de perdida y ella a él de borrachín –con el fin de redimirse mutuamente–, el amor logra a regañadientes conciliarlos. Pero no sin que antes el protagonista enmiende su cobarde huida ante la epidemia del pasado prestándose heroica y ciegamente a desempeñar arriesgadas labores médicas en la del presente. No se trata aquí directamente de valores solidarios ni de entrega humanitaria, sino de recuperación de la estima y el amor propios. El título de Los orgullosos responde bien al orgullo que se reprochan los personajes de Tifus, un orgullo que lo mismo sirve para hundirse hasta el fondo en el vicio y los negocios criminales que para lanzarse a la admirable empresa sanadora con riesgo de muerte. En suma, se dirimen aquí conflictos individuales más que valores colectivos, por más que los primeros pendan de los segundos.

Sin embargo, el asunto puede tener un bies más complejo. En el guión hay otros dos conflictos centrales de similar tipología a la del relatado: en un caso, la mujer elige cargar en un autobús a un tifoso necesitado de cuidados aun a riesgo de contagiar a todos los demás viajeros; en otro, el hombre inventa un tráfico de certificados de vacunación que causará incontables muertos, pero también le reportará un dinero que entregará a su amada para impedir que ésta se arrastre por el fango. En ambos dilemas prevalece la opción personalizada –el tifoso, la amada– sobre la colectiva y anónima, y tal opción aparece en el contexto del guión como moralmente dudosa. En los dos casos lo emocional prima sobre lo racional: a Sartre le hubiera interesado mucho el actual estudio del peso de las emociones sobre los procesos cognitivos vinculados a las decisiones morales. Y, de hecho, lo que propone en muchas de sus obras parece hoy un muestrario de trabajadas variantes de ciertos tests de laboratorio psicológico-cognitivo. Aunque el test que aplica Sartre en Tifus no tiene resultados del todo concluyentes, pues también es una opción emocional y personalizada la que escoge el protagonista al inmolarse en favor de los enfermos (lo que pasa es que, en este caso, coincide con la opción solidaria y más económica en muertes). Y se nota que el autor sí bendice esta iniciativa frente a las anteriores. El gesto de Orestes –protagonista del drama sartreano Las moscas, también del año 1943–, extranjero a sí mismo pero sin otra ley que la propia, asumiendo su crimen y exiliándose para liberar así a la ciudad de Argos, tiene menos artificios morales que el de este borrachín.

Se ha hablado de Los orgullosos como de la Casablanca francesa. Puede ser que la abundancia de whisky y la actitud del personaje masculino las hermane, pues la entrega final a la causa médica le impide –generosamente– confesar amor a la chica y arrastrarla a su mortal destino. Pero como aquí no hay terceros y ella –encarnada por Michèle Morgan– es más rebelde y lanzada que el personaje de Ingrid Bergman, el desenlace fílmico reúne a los protagonistas en escena amorosa, escena en la que el esplendor físico de Gérard Philipe compite eficazmente con la gabardina de Bogart. Quizás, en el momento de escribir Tifus, también Sartre vio Casablanca –estrenada, precisamente, en 1943–, pero se diría que la caballerosidad de Rick le impactó menos que su aparente ambigüedad moral. Los orgullosos, en cambio, rebaja mucho el peso de las interrogaciones morales de Tifus, y ello debió de ser causa importante en la desafección de Sartre. Una pena, ya que Los orgullosos es una pequeña joya cinematográfica, a la que –según dicen– cineastas como Scorsese guardan devoción.

En su cuerpo de guión, a Tifus le duelen articulaciones y músculos: no es un texto pensado para ser publicado. Además, envejecen en él otros órganos esenciales, que secretan una sentimentalidad improvisada y una estereotipada visión de lo masculino y lo femenino. A ello ayuda también la apocada traducción, que pretende, por ejemplo, que «cochino» es una cabal transposición del famoso y colérico salaud sartriano. Digamos, de todos modos, que las páginas polvorientas han de ser manejadas con guante blanco, pues el valor de las antigüedades está en lo que el paso del tiempo sobre ellas ha dejado.

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Ficha técnica

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