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Rebecca West. El regreso del soldado

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Cicely Isabel Fairfield nació a finales de 1892 en Londres, y en esa misma ciudad murió en marzo de 1983. Su nom de guerre literario procede de su época de actriz y del personaje de un drama de Ibsen que ella había interpretado. A partir de 1911 se dedica al periodismo, en el que destaca, además de por sus posiciones izquierdistas, por su firme defensa del sufragismo. Cinco años más tarde publicaría con toda audacia una biografía de Henry James que, en cierto modo, da pie a su carrera literaria, que comenzaría seis años más tarde con la publicación de su primera novela. La fama, sin embargo, le llega a partir de un ya legendario libro de viajes por la antigua Yugoslavia (Oveja negra, halcón gris) y por sus extraordinarios reportajes sobre el proceso de Núremberg, reunidos en el libro A Train of Powder. Fue una brillante periodista, ensayista y novelista. En un par de libros se enfrentó a un tema que le apasionaba: el del papel del traidor en la sociedad contemporánea, incluyendo en esta figura la responsabilidad del intelectual y del científico. Escribió varias novelas con desigual fortuna, tuvo amores que duraron diez años con H. G. Wells, fruto de los cuales fue su hijo Anthony West, y recibió el nombramiento de Dame en el año 1959.

Por lo general, una obra maestra es fruto de la dedicación de un autor y crece entre otras obras excepcionales del mismo que, aunque a menudo no lleguen a su altura, se agrupan en torno a ella con parecido brillo. Lo que no es tan normal es que un autor escriba una pieza literaria soberbia e incontestable y que ésta quede aislada del resto de su obra narrativa debido a su profunda y auténtica singularidad. Es el caso de Rebecca West con The Return of the Soldier (El regreso del soldado, trad. de Laura Vidal, Madrid, Herce, 2008), una novela corta absolutamente excepcional, una obra maestra impecable a la que, sin embargo, sigue a cierta distancia su también reconocida Aubrey Trilogy, de contenido autobiográfico.
 

El regreso del soldado se apoya en una sencilla anécdota: la vuelta a casa de Chris Baldry, herido en el frente en el curso de la Primera Guerra Mundial. Baldry está casado con una hermosa y educada joven, Kitty. En la casa vive, además, Jenny, la prima de Chris. Los Baldry son gente distinguida y adinerada y la ausencia de Chris, alistado con el ejército británico, es vivida por las dos jóvenes con una mezcla de temor y tranquilidad ajena a la realidad del drama que se representaba en aquellos momentos en Europa. Así lo siente Jenny, más sensible y receptiva que Kitty, en un bello y soleado día en Baldry Court: «Ajena a los intereses patrios y a todo lo que no fuera el intenso impulso prensil de nuestros corazones hacia él, quería arrancar a mi primo Christopher de la guerra y encerrarle en este verdor placentero que su esposa y yo contemplábamos en ese momento».

De pronto, como la desagradable e inoportuna aparición de una rasgadura en una bella cortina de la casa, la aparición de una mujer ordinaria y confusa en Baldry Court trae consigo una noticia extraordinaria: la de que Chris se encuentra herido y enfermo en un hospital de Francia; pero lo extraordinario de la noticia es que ésta llega en forma de telegrama a manos de alguien ajeno por completo a la familia. El hecho de que Chris se haya dirigido a esta mujer, de evidente clase baja, gastada por la edad y carente de gracia alguna, antes que a su propia casa, deja estupefactas a Kitty y Jenny, al extremo de hacer exclamar severamente irritada a la primera cuando se comprueba que, efectivamente, el telegrama ha sido cursado a quien acaba de traerlo: «Si fue capaz de enviar ese telegrama ya no es nuestro Chris, ya no nos pertenece». Al día siguiente, una carta de un primo suyo confirma la veracidad de la noticia. También se sabe que con el telegrama a la mujer, de nombre Margaret, llegó una carta que ella no quiere mostrar a la esposa de Chris. Finalmente, la verdad se impone: de una parte, es cierto que Chris se encuentra herido; de otra, no es menos cierto que, recobrada la consciencia, a quien él dirige la noticia de su estado no es a su esposa ni a su prima, sino a Margaret; por último, conoceremos que el shock traumático que acompaña a la herida le ha causado una pérdida de memoria reciente, de manera que no reconoce a su esposa, y a Jenny sólo la recuerda como a la prima de su infancia y adolescencia.

Toda obra maestra se fundamenta en una decisión genial del autor, que es la que conduce e imprime carácter al relato. En este caso, el acierto de Rebecca West es la elección del narrador, que recae en Jenny. Al comienzo de la obra, lo que reconocemos es la mirada hacia la belleza y el orden, una mirada feliz, que dirige Jenny a Baldry Court, el hogar de Chris y Kitty Baldry y el suyo propio. Todo es tan hermoso y consecuente que el hecho mismo de la ausencia de Chris debida a la guerra parece un mero paréntesis en la felicidad sustancial de las dos mujeres. La mirada, sin embargo, no es de Kitty: es de Jenny y, por ello, la persona más preocupada por la suerte de Chris es Jenny, pues en la ausencia de su primo percibe también, a lo lejos, la amenaza de una distancia. Lo que esa mirada ve es, sin saberlo, lo que va a empezar a perder. De hecho, más adelante, cuando Chris esté de vuelta y la situación haya evolucionado de forma tan sorprendente como incomprensible para ella, es esa situación de alejamiento la que le arrebata a ella la mirada feliz, pues comprende que la felicidad no está sólo en el paisaje sino en compartirlo. «Pero la visión de aquellas cosas no me deparó placer alguno, puesto que las veía en soledad», se dice apesadumbrada. A partir de ese momento, la sensibilidad de Jenny se exacerba y un difuso temor empieza a invadirla.

La situación no puede ser más extraordinaria. Descubrimos, a la vuelta de Chris, que Margaret es una muchacha del campo, hija del dueño de una fonda que frecuentaba Chris de joven, de la que éste se enamoró profundamente. Margaret representa para él la frescura, belleza y espontaneidad de un mundo distinto y una forma de vida distintos a los suyos. El azar, sin embargo, hace que la naciente relación concluya bruscamente, pero queda escondida en la conciencia de Chris. Cuando éste sufre la conmoción de la herida en el frente, años después, al desvanecerse la memoria reciente acude a él la memoria antigua, y toda su obsesión es recobrar a Margaret. Para entonces, Margaret es la paciente y resignada esposa de un hombre mediocre y enfermo, pero nunca ha olvidado aquel amor de juventud, aunque tampoco nunca, por unas razones y por otras, ha vuelto a saber de Chris. Entonces llega el telegrama de un Chris herido y solo al que, de pronto, se le aparece la imagen de aquella muchacha en su soledad del hospital. Y la mujer, con la mejor voluntad y humildad, y sintiéndose desplazada del conflicto y, desde luego, del mundo de los Baldry, lleva la noticia a Baldry Court para contrariedad de Jenny y, sobre todo, de Kitty.

A partir de aquí, expuesto el problema, se anuda el drama. Chris regresa, pero exige la presencia de Margaret en tanto trata a Kitty con educada deferencia, pero como a una extraña; acepta que es su esposa, mas no siente atracción o interés alguno por ella. Ella, por su parte, ofendida al extremo, se limita a esperar conservando una fría dignidad mientras no puede dejar de admitir las visitas, exclusivamente amistosas, de Margaret a Chris a petición de éste. El paraíso está roto. La mirada feliz, perdida. El mundo estable y duradero que rodea a la casa, y a Jenny con ella, se convierte en una realidad inasumible e inevitable que Kitty solventa no dejándose ver y no queriendo ver a Margaret. Pero Jenny está en medio del conflicto y no puede desaparecer de escena. «Quise poner fin a mi desesperación tirándome desde un alto, así que trepé hasta un montículo y me abalancé de bruces sobre un lecho de hojas muertas».

Como se ha dicho más arriba, la genialidad de la autora es conceder la voz narradora a Jenny. Jenny es esa persona a la que una familia recoge en su casa como familiar muy cercano, como compañía de Kitty y como solución a su estancia en el mundo. Jenny disfruta de la vida en la medida en que disfrutan de ella Chris y Kitty en un mundo donde la abundancia exime de todo padecimiento. Agradecida, emocionalmente dedicada a su primo, el compañero de juegos de la infancia, y de rebote a Kitty con un afecto cómplice, dotada de una notable sensibilidad, generosa y leal, se encuentra de pronto en el ojo del huracán de una situación por demás extraordinaria. Acepta algo que no comprende por amor a su primo, a diferencia de Kitty, que acepta la situación por convención, por no causar escándalo y por no rebajarse a una pelea por la posesión del hombre que considera deshonrosa, dada la diferencia de clase y educación que la separa del antiguo amor adolescente de Chris. Kitty, herida en su orgullo, espera una recuperación de la memoria de Chris para que todo vuelva a su lugar. Jenny, en cambio, percibe que la situación está afectando a algo más hondo que un ataque pasajero de demencia provocado por la pérdida de memoria. En su generosidad, no deja de percibir que, para Chris, esa historia de un amor perdido que revive por un azar inverosímil es tan verdadera como verdadera es la belleza del mundo y el entorno de la casa y el hogar que Chris ha creado y al que ella pertenece. Y, como es leal, sigue siendo leal a Chris aunque deplore lo que ocurre y no lo entienda porque, a diferencia de Kitty, ella sí ve que Chris parece ser feliz.

Esta es la posición exacta de narrador que asume Jenny. Y, desde esa posición, su papel en el relato es el de la única persona que puede dar fe de los hechos tal y como están siendo hasta que suceda algo que rompa la extraña situación. Y ese algo sucede y la autora lo muestra con dos soberbios hallazgos literarios gracias a la mirada de Jenny. Ésta confió desde el principio en que, al ver Chris a Margaret siendo la mujer fea, ajada y vulgar que ahora era, su imagen de la Margaret joven se desvanecería y regresaría a la cordura, y le resulta incomprensible que siga fascinado con ella. «Supongo que el centro de nuestra tragedia –se dice– era que Chris había renunciado en Kitty al tipo de mujer que convierte al cuerpo en conquistador del alma, y en mí, a la que media entre el alma y el cuerpo; y haciéndolas convivir en igualdad como una pareja de caballos de tiro bien adiestrados, se había entregado a una mujer que, sencillamente, anteponía el espíritu al cuerpo». Sin darse cuenta, Jenny, al plantearse lo que es para ellas la crueldad de esta actitud, da con el quid de la cuestión, aunque aún no lo sabe. Para saberlo, necesitará asistir a una escena soberbia, maravillosamente contada, en la que, de regreso a la casa después de sus desconsoladas meditaciones, encuentra a Chris dormido junto a un recodo del río y a Margaret observándolo; y, de pronto, entiende la belleza profunda de la escena. «Significa que la mujer guarda el alma del hombre en la suya propia y la mantiene amada y en paz, de manera que su cuerpo pueda descansar tranquilo un tiempo». Por fin se olvida de las feas y bastas manos de Margaret –un leitmotiv del rechazo durante todo el relato– para entender el valor que posee Margaret: el espíritu. Entonces su mirada cambia. Cuando, al final, entra en la casa, es su mirada de admiración por lo recién descubierto lo que a sus ojos devuelve a la casa la belleza que posee, la belleza inicial que Jenny había, en su preocupación, olvidado. Al fin, el esplendor recobrado.
Pero queda el acto final. La construcción narrativa que conduce a la escena con el doctor Anderson, reclamado para curar la amnesia de Chris, es de una maestría insuperable. Es también el momento definitivo del amor de Margaret, cuando se dispone a dar la clave que despertará a Chris de su sueño. Un momento sacrificial para ella que no escapa al ojo ahora espantado de Jenny, porque ella sí comprende lo que va a suceder, es la única que va a comprenderlo, además de Margaret. Y entonces llega ese final demoledor en que Margaret habla con Chris e introduce en él la llave que abrirá su memoria mientras ellas, Kitty y Jenny, esperan. Entonces es cuando el lector comprende que la novela sólo tiene sentido si, justo en ese momento, se vence del lado de Jenny (de nuevo de la mirada de Jenny), que se corresponde ahora con la de un alma «entumecida por el horror», porque ella sabe cuál va a ser el verdadero alcance de la revelación que les devolverá a Chris. «Cuando se hubiera liberado de nuestras atenciones, volvería a la inundada trinchera de Flandes bajo ese cielo con más muerte que nubes…».

Y entonces, mirando acercarse a Chris a la casa, escucha las palabras –terribles palabras para ella, la que comprende– de Kitty, satisfecha, mirando sobre su hombro: «¡Está curado! –susurró despacio–. ¡Está curado!».


El regreso del soldado, de Rebecca West, ha sido publicado por Herce.

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