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¿Filantropía o zoofilia?

¡Vivan los animales!

JESÚS MOSTERÍN

Debate, Madrid, 1998

391 págs.

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Como asunto de filosofía ética, el debate acerca del derecho de los animales (y otros seres vivos) a ser incluidos por los humanos en sus preocupaciones morales está mucho más presente en las filosofías anglosajonas (incluida la australiana) que en el resto de las comunidades filosóficas. En España, el primer y más combativo paladín de tal ampliación del imperativo categórico ha sido Jesús Mosterín, autor de Los derechos de los animales (Debate, 1995) y de Animales y ciudadanos (en colaboración con Jorge Riechmann, Talasa, 1995), así como de numerosos artículos sobre el tema. Publica ahora otro libro de mayor ambición teórica, simpáticamente titulado ¡Vivan los animales!, en el que busca ofrecer una fundamentación bioontológica de las tesis ya avanzadas en obras anteriores. Sin pretender en modo alguno hacerme el chino, lo que puede ser incluso peor que hacerse el sueco, admito que su lectura me ha resultado agridulce. Quiero decir que simpatizo con buena parte de sus presupuestos y con muchas de sus conclusiones, discrepando únicamente con lo que –¡ay!– me temo que es el núcleo principal de su planteamiento.

Empecemos por detallar simpatías y coincidencias teóricas. Los primeros capítulos del libro de Mosterín son un resumen tan ágil como solvente del origen y naturaleza de la vida, la aparición de los animales, la evolución de las especies, etc. Hace resaltar con brío la azarosa improbabilidad de la aparición de seres animados a partir de lo inanimado, adoptando incluso un tono sobriamente lírico para referirse a ese «ánima» material que distingue a cada uno de ellos: «El alma de cada animal es una combinación inédita de neuronas, un punto de vista único sobre la realidad, una lámpara que brilla con luz propia y distinta en la árida oscuridad del universo mineral» (pág. 59). Por supuesto, entre tales animales nos contamos también los humanos (Mosterín prefiere hablar de «humán» y «humanes», quizá para neutralizar un género masculino que la gramática española se empeña sin embargo en perpetuar por medio del artículo). Humanos o «humanes», lo que desde luego no somos es dioses venidos a menos, ni ángeles caídos, ni excepciones sobrenaturales incrustadas en la cadena evolutiva de los seres naturales. Nuestro parentesco biológico con los otros animales no admite réplica, pues no sólo compartimos el 99 por 100 de nuestra dotación genética con los chimpancés sino también el 70 por 100 con ciertos gusanos cuyo genoma ha sido recientemente estudiado. Somos bichos, todo lo raros que se quiera, pero bichos a fin de cuentas. Habrá quien se sienta atávicamente humillado por esta constatación, pero otros (entre los que me incluyo) sentimos más bien alivio.

La discrepancia comienza cuando de esta filiación biológica pretende derivarse una continuidad cultural que incluye hasta derechos y obligaciones morales. Por ejemplo: según Mosterín, «en sentido estricto, cada animal individual y concreto tiene su propio mundo perceptivo, único e intransferible» (pág. 70). El término ambiguo aquí es «mundo», porque entre los humanos el «mundo» no es un ámbito meramente perceptivo, ni exclusivamente ligado a nuestros intereses vitales específicos, sino una dimensión simbólica que acoge también los «mundos» vitales de seres cuyos intereses no compartimos e incluso dimensiones abstractas exteriores a los seres animados. ¿Es válido utilizar el término «mundo» para instancias tan diversas como la que podemos suponerle a la mosca y la que conocemos del hombre? ¿Es lícito suponer que las aves no sólo son capaces de aprender sino también de «formar conceptos» (pág. 94)? ¿Se utiliza aquí el término «conceptos» del mismo modo que, por ejemplo, cuando hablamos de la lógica de Hegel?

Sostiene Mosterín que los animales son creadores de su propio tipo de cultura, entendiendo por «cultura» cualquier información que se transmite por aprendizaje social (págs. 129 a 133). De modo que, pese a que la cultura humana sea incomparablemente más rica, dinámica y desarrollada que cualquier cultura animal «conviene no olvidar que la diferencia es cuantitativa» (pág. 176). Bueno, observaría el viejo Engels, pero si en algún caso se ha hecho evidente el salto dialéctico de lo cuantitativo a lo cualitativo es en éste… Sin embargo, el auténtico problema –como al hablar de «mundo» o «conceptos»– es el uso que aquí se da al término «cultura»: meramente instrumental (al servicio de necesidades genéticamente establecidas, no inventando otras nuevas), sin ninguna dimensión simbólica o intencional (la cultura no sólo resuelve problemas sino que plantea proyectos), carente de vinculación significativa con el tiempo o lo memorable, etc. Son reservas que ya se me plantearon ante la misma noción según la exponía Mosterín en Filosofía de la cultura (Alianza, 1993). Es decir, simplificando, que esta «culturización» de los animales parece apoyarse en cierta «animalización» de la cultura y de los conceptos, entre ellos el mismo de «mundo».

El paso siguiente es incluir a los animales (y, con ciertas dudas, al resto de los seres vivos) en el campo de nuestras obligaciones morales (digo «nuestras» porque ni Mosterín ni al parecer nadie pretende extender tales obligaciones al resto de los seres vivos, sean inferiores o superiores en la escala evolutiva). Tanto Mosterín como Peter Singer y otros autores que colaboran en El proyecto «Gran Simio» establecen que sólo atavismos religiosos pueden sustentar la diferencia –¡a nuestro favor!– entre intereses humanos moralmente universalizables y defendibles e intereses de otras especies de seres vivos. La ética humana padece antropocentrismo o «especismo», es decir, un injustificable prejuicio a favor de los humanos como antaño lo tuvo a favor de la propia familia, de la propia etnia, de los varones frente a las mujeres o de los amos frente a los esclavos. Según este planteamiento, el mal moral no lo constituye todo dolor, ni siquiera todo dolor evitable, sino que es «el dolor positivamente provocado, el dolor debido a la interferencia de un agente humano y que no se habría producido sin esa interferencia, el dolor del que hay un culpable» (pág. 230). Cualquier ser puede provocar dolor a otro pero sólo el hombre será malo y culpable si lo hace.

Ahora bien, ¿no será precisamente esta concepción la que responde a un prejuicio neo-religioso? Para Albert Schweitzer, uno de los mentores de la doctrina muy citado por Mosterín, «la ética consiste en que yo experimente la necesidad de practicar la misma reverencia por la vida hacia toda voluntad de vivir que hacia la mía misma» (pág. 221). Y la angustia moral surge de inmediato, como le pasó al propio Schweitzer cuando recogió un águila pescadora herida y tuvo que alimentarla: «Ahora he de decidir si la dejo morir de hambre o si para salvarle la vida mato cada día a muchos pececillos. Me decido por esto último. Pero cada día me oprime como un peso el sacrificio de estas vidas en beneficio de aquélla, del que yo asumo la responsabilidad» (pág. 225). ¿Puede haber algo más religioso –en el sentido supersticioso del término– que una veneración de la vida que ni siquiera toma en consideración sus condiciones de posibilidad, entre las que figura la muerte necesaria de unos seres para alimentar a otros? ¿No es acaso un prejuicio religioso convertir la ética en una reverencia automática hacia toda voluntad de vivir, lo cual impediría no ya cualquier forma de valoración o juicio de las diversas opciones vitales –que es de lo que trata la ética– sino la simple y llana existencia de todo ser vivo que efectivamente cumpliese tan «sublime» precepto?

Reducir la ética a la cuestión de causar intencionalmente o evitar el dolor a cualquier ser capaz de sentirlo parece difícil de sostener salvo desde una perspectiva utilitarista notablemente estrecha (a este respecto puede leerse La cuestión de los animales de Peter Carruthers, Cambridge University Press, 1995). Aún más difícil de aceptar, a mi juicio, resulta la noción de que los animales tienen «derechos», tal como proponen Jesús Mosterín y algunos otros, sobre todo en su formulación más tajante: «Los seres humanos constituimos una especie animal, y los derechos humanos son un caso especial de los derechos de los animales» (pág. 313). Muy especial, en efecto: tanto que ningún otro animal ha sentido todavía la necesidad de compartir nuestra preocupación al respecto. ¿Será que son peores que nosotros? Me parece que Mosterín rechaza algo apresuradamente mi objeción de que reconocer «derechos» a los animales debería comportar suponerles también «deberes», idea esta realmente peregrina (no conozco a nadie que la sostenga). Me responde que es un superficial juego de palabras que nada prueba, como si se argumentase «basándose en la correlación lingüística entre hijo y padre, que quien no tiene hijos tampoco puede tener padres» (pág. 319). Pero yo lo entiendo más bien como la correlación –no meramente lingüística, desde luego– que existe entre «libertad» y «responsabilidad». En una palabra, como la exigencia de reciprocidad específica al menos potencial sin la cual la ética resulta ininteligible (lo cual también distingue el caso de los recién nacidos o los disminuidos psíquicos de cualquier tipo de simios, por despejados que sean).

Me parece que el reproche contra Kant y otros grandes maestros de la ética que les acusa de «especismo» por preferir los intereses de su especie a los de las demás, yerra en lo esencial: porque lo propio de la ética es el reconocimiento de lo humano por lo humano, o sea, determinar racionalmente cuáles son los verdaderos intereses que caracterizan específicamente a la humanidad frente a la programación biológica de los seres naturales… de los cuales también formamos parte. Según ya lo indicó Aristóteles, se trata de pensar la distancia entre «zoé» y «bios», entre vivir («zen») y vivir bien («eu zen»). La cual no invalida, por cierto, la propuesta de tomar en consideración el evitar causar sufrimientos superfluos a ciertos animales…, incluso el respeto ante otros seres naturales. Porque condición distinta –y quizá previa– al proyecto ético laico es la piedad, en la cual se mezcla no sólo la compasión ante cualquier sufrimiento sino también la admiración temerosa por otras formas de lo real que acompañan nuestro vivir. Aquí la exigencia de reciprocidad, a diferencia de en la ética o el derecho, no tiene cabida. Diferencia importante, según la cual si libero a la avispa atrapada en la botella seré «piadoso» pero sólo si reconozco como tal en sus derechos a mi semejante humano puedo ser «bueno».

En nombre de la piedad, es posible y creo que deseable compartir en parte la protesta de Mosterín ante el maltrato a muchos animales con pretextos científicos, económicos o recreativos, tal como expone en la última parte de su libro. Que esta forma de sensibilidad se extienda a la legislación resulta perfectamente defendible, aunque haya de argumentarse caso por caso de acuerdo con el aquilatamiento de los diversos intereses humanos en juego. Comentarios y objeciones semejantes resultan oportunos respecto al Proyecto «Gran Simio», que reúne las argumentaciones y testimonios de numerosos autores en apoyo de un manifiesto que declara la igualdad de derecho entre «los iguales», teniendo por tales a los primates y a los seres humanos. Salvo tal supuesta igualdad, casi todo lo demás resulta asumible incluso por quienes no comparten el axioma básico de los firmantes. La discrepancia se ilustra, por ejemplo, en la imposibilidad de aceptar en el punto segundo de la declaración («La protección de la libertad individual») la aseveración de que si a tales «iguales» se les «aprisiona sin que medie un proceso legal, tienen el derecho a ser liberados de manera inmediata». ¿Puede alguien explicarme a qué se parecería un «proceso legal» contra un simio? ¿Es razonable exigir tal exigencia legal del mismo modo para cualquier humano capaz de acatamiento y transgresión de la norma que para un primate? En fin, muy dudosas razones a favor de propuestas que resultan más razonables si no se apoyan en ellas.

De cualquier forma, se trata de una discusión interesante y que puede ayudarnos a esclarecer el sentido y fundamento último de nuestras pautas morales. Podría complementarse esta reflexión con la lectura de algunas obras literarias, desde La guerra de las salamandras de Karel Kapeck (si no queremos remontarnos hasta Swift y el encuentro de Gulliver con los miserables Yahoos) hasta la curiosa novela La mujer y el mono de Peter Hoeg (recientemente publicada por Tusquets). O también podríamos recordar la octava elegía del Duino de Rainer Maria Rilke:

«Si tuviese una conciencia comparable a la nuestra, / el animal que con descuido se nos acerca / nos haría cambiar de dirección, / poniéndonos a su mismo paso. / Pero él es él mismo, sin confín ni fronteras, / sin mirada sobre sí mismo, / límpido: / como su forma de mirar. / Allí donde nosotros vemos el porvenir, él lo ve todo, / y a sí mismo en el seno de todo, salvado para siempre».

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