Buscar

Un siglo tras Nietzsche

image_pdfCrear PDF de este artículo.

A cien años de distancia de la muerte del pensador que quiso partir la historia de la humanidad en dos, al margen de la fatuidad apocalíptica en el tono de esta y otras muchas de sus proclamas, sorprende la clarividencia con la que aquel solitario catedrático jubilado de filología clásica presagió algunos de los avatares más decisivos de su destino póstumo. Nietzsche, en efecto, fue bien consciente de que una obra tan polifacética y contradictoria como la suya, arrogante, retadora, provocativa y seductora, llena de sutilezas e insinuaciones, de paradojas y juegos de sentido, en la que la categoría de «interpretación» se eleva a único principio definitorio posible para un mundo cuya esencia última se ha vuelto indescifrable, tenía por fuerza que acabar mostrándose especialmente proclive a las simplificaciones e incomprensiones, y sobre el riesgo de semejante tergiversación insistió con énfasis en los escritos previos al definitivo colapso mental, sufrido en Turín a comienzos de 1889. En Ecce Homo, ese supremo ejercicio de estilo, de hybris y capacidad de autoanálisis, después de haber advertido una y otra vez, de forma casi obsesiva, acerca de la posibilidad de ser malinterpretado, concluía con estas desafiantes palabras: «¿Se me ha comprendido? Dionisos contra el Crucificado». La ambigüedad de la fórmula, en la que la exigencia de probidad hermenéutica del intelectual, crítico de los prejuicios religiosos y morales, se daba cita con el gusto por el revestimiento simbólico del profeta de una futura suprahumanidad, era ya todo un testimonio de la dificultad que entrañaba, incluso para el propio Nietzsche, la labor de definir el contorno más preciso de su proyecto filosófico. ¿Se trataba sin más del mensaje de otro nostálgico del mundo del politeísmo pagano? ¿Del de un inmoralista? ¿Del de un anticristiano resentido? ¿De un ateo, nihilista tardorromántico? ¿De un poeta visionario? ¿De un irracionalista y vitalista? ¿De un intelectual de estirpe volteriana? ¿De un conservador revolucionario?

Tras la viveza con la que cada una de esas máscaras se nos presenta en un puñado de textos escogidos, queda encubierto algo esencial del modo en que el pensar nietzscheano ha sido capaz de asomarse al abismo de la cultura moderna, sondearlo y extraer de su fondo el rumor de voces antes apenas audibles. Comentaba en fecha reciente Fernando Savater que el problema central con la interpretación de este autor consiste en determinar de cuál de los posibles Nietzsches estamos hablando en cada caso. Ciertamente es así. Mas sería erróneo concluir por ello que la cuestión se resuelve sin más asumiendo que, dado que Nietzsche es imposible de aceptar en su conjunto, basta con seleccionar al mejor de los Nietzsches posibles. De hecho, ha sido precisamente la incapacidad de leer su obra como un todo, de recorrer en su integridad las diferentes vicisitudes y transformaciones de su itinerario intelectual –incapacidad incluso material en su momento, debido a las tropelías cometidas con los textos del filósofo por su hermana y editora– lo que ha marcado en gran medida la irregular y tantas veces injusta suerte de su legado, antaño usurpado por la barbarie nazi y en la actualidad consumido con demasiada frecuencia en una feria de vanidades postmoderna; hasta el punto de que todavía hoy la tarea de interpretar a Nietzsche pasa por el requisito de revisar y corregir tantas lecturas parciales como siguen perpetuando los equívocos al respecto.

Y, en realidad, bien puede decirse que la historia de los malentendidos sobre la obra de Nietzsche es tan antigua como esa misma obra. Ya la polémica filológica suscitada por su primer libro, El nacimiento de la tragedia (1872), que acabó por apartarlo de su disciplina académica y encauzarlo hacia su vocación de pensador, fue motivo para una recepción distorsionada de sus ideas filosóficas: en parte, sin duda, por las razones que adujo más tarde el propio Nietzsche en su Ensayo de autocrítica (su excesiva dependencia de fórmulas schopenhauerianas y kantianas para expresar un pensamiento original); pero también debido a las apresuradas descalificaciones del panfleto de Wilamowitz, ¡Filología del futuro! Una réplica a «El nacimiento de la tragedia», en particular, de su segunda entrega, en donde se le acusaba de ser un mero acólito de Schopenhauer que, sin rigor filológico alguno, había equiparado la civilización griega al budismo, despreciado la ciencia y abogado por un irracionalismo donde la visión extática reemplazaba a la seriedad del concepto.

Silenciados de esta manera los vínculos y los matices diferenciadores de la tesis del joven Nietzsche sobre el origen dionisíaco de la tragedia con una tradición histórico-filológica romántica –la de los Schlegel, Schelling, Creuzer, Welcker o Bachofen– alternativa a la del clasicismo oficial; soslayadas las discrepancias entre el pesimismo schopenhaueriano y su metafísica de artista, el pensamiento nietzscheano quedaba así desprovisto de referencia a un contexto más amplio y variopinto de influencias (Lange, Teichmüller, Spir, Dühring o Von Hartmann, entre otros), capaz de hacer comprender la complejidad de su proceso de emancipación de la filosofía idealista alemana y su controvertida reasunción de la herencia ilustrada. Cuando el ferviente wagneriano que fue en su juventud dio paso al implacable positivista de los escritos del período intermedio, éste al poeta del Zaratustra y aquél, por último, al genealogista de la moral, desenmascarador del pathos reactivo de los valores cristiano-burgueses, la convicción de que Nietzsche era una figura genial, aislada y extravagante, no hizo sino acrecentarse y fomentar el cultivo de su leyenda. En los años noventa, sumido en la locura, Nietzsche ya no pudo contemplar cómo el nietzscheanismo se iba difundiendo entre los grupos más dispares –anarquistas, nihilistas, socialdarwinistas, judíos y antisemitas, cristianos liberales y ateos radicales– con independencia de las labores de propaganda y «canonización» emprendidas por Elisabeth Förster-Nietzsche al frente del Archivo-Nietzsche de Weimar.

Antes que la argumentación pausada y reflexiva del teórico, se buscaba en su obra la inspiración chispeante de un maestro de la pluma dispuesto a escribir con sangre para ensalzar la vida desbordante, inapresable bajo parámetros racionales, y derribar a martillazos los ídolos de una civilización decadente. La suya fue vista así desde un principio como una rara especie de literatura ensayística, en la que con pasión y estilo se combinaba crítica de la cultura y consideraciones de índole existencial. Se conformaba de ese modo un contexto de recepción de su obra, delimitado por nociones como la de Kulturkritik, o la de Lebensphilosophie, en el sentido conferido por Dilthey al término, donde sólo en segunda instancia se haría sentir su influjo en el terreno específicamente filosófico. A fin de cuentas, las primeras apariciones episódicas de Nietzsche en manuales de Historia de la Filosofía –así en la edición de 1880 del Compendio de Ueberweg– se habían limitado a presentarlo como poco más que un seguidor de Schopenhauer. Fue un historiador de la literatura, el danés Georg Brandes, quien por primera vez pronunció una conferencia sobre Nietzsche, en 1888, y fue entre literatos y artistas de las más diversas corrientes –modernismo, expresionismo, primeras vanguardias– sin olvidar a los autores de la generación del 98, donde su huella caló más hondo: una estela que se prolongaría a lo largo de la primera mitad del siglo a través de nombres como los de Hofmannsthal, Gide, Strindberg, Rilke, Broch, Musil, Thomas Mann, Hermann Hesse, Stefan Zweig, Gottfried Benn o Ernst Jünger. Para todos ellos, con su diagnóstico del nihilismo como enfermedad de la cultura occidental, Nietzsche había sido el primero en divisar esa crisis de valores y esa colisión de la conciencia moderna europea, que acompañaba al convencimiento finisecular de que el sentido unitario de la existencia se había quebrado de forma irreparable. La vivencia de pérdida de una totalidad armónica de la vida, de enrarecimiento del lenguaje y descomposición de la identidad del yo, la sensación de falta de paradero, habían sido tematizados por Nietzsche con tanto mayor poder de sugestión cuanto que él mismo se había tomado como caso ejemplar y registrado en su propia obra las consecuencias, formales y de contenido, de tal extravío mediante la renuncia a toda construcción sistemática y el empleo de una escritura aforística. Por aquí se insinúa la línea que acabará conectando la fortuna «literaria» de Nietzsche con su destino como pensador, al evidenciarse cómo esa hibridación constituye una respuesta coherente a la crisis de los grandes sistemas idealistas y a su pretensión de aprehender la totalidad de lo real en una síntesis dialéctica, respuesta reacia, por lo demás, a someterse al craso positivismo de la nueva imagen científica del mundo, aun cuando se haya nutrido de ella y la haya prolongado críticamente en más de un sentido.

Pero el tiempo de lograr esa primera imagen integradora, pese al temprano título del neokantiano Alois Riehl, Nietzsche, el artista y el pensador (1897), aún no ha llegado. Además de los fundamentales trabajos de Vaihinger, hay otros intentos coetáneos de marcar su parentesco con la crítica kantiana, que inciden en la importancia de la vertiente ética del pensar nietzscheano, como los de Drews, Horneffer o Ewald, y entre los que destaca el de SimmelGeorg Simmel, Schopenhauer und Nietzsche. Leipzig, 1907. Tanto en Nietzsche als Philosoph (Berlín, 1902) como en el apéndice a Die Philosophie des Als Ob (id., 1913), Hans Vaihinger analiza la relación con Kant desde un punto de vista preferentemente gnoseológico y, sobre todo, subraya la deuda de Nietzsche con Friedrich Albert Lange., cuyo rastro será después perceptible en Ortega. Nietzsche interesa asimismo a la pujante psicología, más porque se investiga su personalidad patológicaPaul Julius Möbius, Ueber das Pathologische bei Nietzsche. Wiesbaden, 1902.o, cuando menos, se ensaya una explicación psicologizante de sus escritos en términos de autoglorificación compensatoria de alguien que ha perdido a DiosLou Andreas-Salomé, Friedrich Nietzschein seinen Werken. Viena, 1894., que porque se reconozca el valor de sus hallazgos psicológicos, como luego hará Ludwig KlagesLudwig Klages, Die psychologischenErrungenschaften Friedrich Nietzsches. Leipzig, 1926.. Pero, en general, la tendencia dominante en los estudios de las primeras décadas del siglo sigue prendida a la fascinación por la figura de ese testigo excepcional de la experiencia de crisis del sujeto moderno, una fascinación que pronto se traslada al gran público: en la guerra del 14, son muchos los soldados alemanes que llevan en su mochila un ejemplar del Zaratustra. La equiparación del culto a la persona de Nietzsche con el culto al superhombre mixtifica el sentido de sus textos, envolviéndolos en una atmósfera mitológica de retorno heroico a la entraña originaria del ser alemán, que alcanza su punto álgido en productos cercanos al círculo de Stefan George como el exitoso libro de Ernst Bertram, Nietzsche, ensayo de una mitología (1918), repleto de epítetos solemnes: «espíritu luciferino», «heredero del orgullo prometeico», «Nietzsche, el asesino de Dios, también, a su modo, el anunciador de un dios, un dios él mismo».

En 1931, la publicación de Nietzsche, el filósofo y el político, supone una importante inflexión de esta corriente interpretativa. Poniendo en primer plano la relevancia política del mensaje nietzscheano, el pensador nacionalsocialista Alfred Baeumler, responsable oficial de las obras del filósofo en los años treinta, declara su repulsa ante toda esa desfiguración legendaria del «ataque de Nietzsche, digno de Sigfrido, contra la urbanidad de Occidente»Alfred Baeumler, Nietzsche, der Philosophund Politiker, Leipzig, 1937, pág. 182.. Lo cierto es que la mitificación previa del personaje promovida por el círculo de George ha favorecido esta politización descarada que ahora inaugura la lectura nazi de sus ideas. Como Bertram, Baeumler ve en Nietzsche a un custodio de las esencias arias de la cultura germánica, que «lucha contra el Reich, no porque éste sea alemán, sino porque es alemán y cristiano»Id., 165.; sólo que ya no se trata de un eremita que predica en el desierto de una Europa decadente, sino de un «precursor del nacionalsocialismo»Alfred Baeumler, «Nietzsche und der Nationalsozialismus», en Nationalsozialistische Monatshefte, Año V, 1934, págs. 289-298., de alguien que prepara una contienda, no meramente intelectual, sino bélica: «Nietzsche piensa en una forma más audaz y ambiciosa de ser alemán. Alemania debe volver a dominar Europa» (id.). De este modo, lo que en Nietzsche era una crítica filosófica al conjunto de la cultura moderna, se transforma en arenga política en pro del conflicto entre potencias: «La creadora de una Europa que sea algo más que una colonia romana (occidental) sólo puede ser la Alemania nórdica, la Alemania de Hölderlin y Nietzsche» (id., 182).

Nietzsche había dejado escrito: «Deutschland, Deutschland über alles es, tal vez, la consigna más estúpida que ha existido jamás». Pero para los gerifaltes nazis no hay mayor escrúpulo en eliminar todo cuanto no esté al servicio de su burda operación de propaganda. En su visita al Archivo-Nietzsche, Hitler se hace fotografiar con mirada solemne dirigida al busto del filósofo. Al poco tiempo, sus sicarios retiran la escultura de Max Klinger, sustituyéndola por una cabeza de bronce del Führer. No muy distinto es el proceder de Baeumler cuando considera ese «extraño pensamiento» del eterno retorno ajeno al verdadero corpus nietzscheano, convierte la noción de voluntad de poder en justificante metafísico del dominio racial y desatiende las numerosas declaraciones de Nietzsche contra el antisemitismo y el nacionalismo. Las grandes interpretaciones de ese período –las de Löwith, Jaspers o HeideggerKarl Löwith, Nietzsches Philosophie derewigen Wiederkunft des Gleichen. Berlín, 1935. Karl Jaspers, Nietzsche. Einführung in das Verständnis seines Philosophierens. Berlín, 1936. Martin Heidegger, Nietzsche. 2 vols. Pfullingen, 1961. Hay traducción reciente de Juan Luis Vermal (Barcelona, Destino, 2000).– van a tener que confrontarse en uno u otro sentido con tan severa manipulación ideológica, y lo harán procurando precisar el puesto de Nietzsche en la historia de la filosofía.

Así, Löwith ve en la doctrina nietzscheana del eterno retorno un intento anticristiano de restaurar, en el ápice de la modernidad, la visión naturalista y pagana del mundo antiguo. Jaspers, por su parte, comprende el filosofar nietzscheano como un «purgatorio de la verdad», que busca a través de ideas como la del superhombre nuevas formas de trascendencia en la inmanencia. En ambos casos se subraya la inactualidad de este pensamiento, inasimilable a las consignas políticas del presente. La intención de Heidegger de librar a Nietzsche de desfiguraciones que lo hacen aparecer como filósofo-poeta, filósofo de la vida o teórico del biologismo discurre, sin embargo, por otros cauces y alcanza una profundidad y relevancia tales, que puede afirmarse sin exageración que, en la historia de los estudios nietzscheanos, hay un antes y un después de aquellas lecciones impartidas por él en la Universidad de Friburgo de 1936 a 1940, germen, junto a trabajos redactados entre 1940 y 1946, de ese libro soberbio, Nietzsche, publicado en 1961 y al fin traducido a nuestro idioma.

Frente a Jaspers o Löwith, Heidegger no renuncia a determinar la eficacia histórica del pensar nietzscheano, pero pretende hacerlo en una clave más esencial que la de la mera lectura política de Baeumler, iluminando su posición fundamental dentro de la historia de la metafísica, como culminación paradójica de la misma. Al defender así a Nietzsche de simplificaciones, Heidegger se defiende de paso a sí mismo de las acusaciones que la línea dura del partido nazi había vertido contra sus ideas, calificándolas de un nihilismo inoperante, incapaz de estar a la altura de las exigencias del tiempo. Heidegger profundiza en ese nihilismo, que Nietzsche supo intuir como destino final de la metafísica, y acaba por mostrar hasta qué punto aquella concepción nacionalsocialista del mundo entonces triunfante no es sino una expresión más, sólo que de signo reactivo, de la misma crisis nihilista de los valores de la cultura occidental: todo un ajuste de cuentas, librado en el terreno del pensamiento, con su propia experiencia frustrada como primer rector nacionalsocialista de la Universidad de Friburgo entre 1933 y 1934.

No obstante, conforme discurren las lecciones, las tensiones de ese litigio se trasladan a su caracterización de los grandes temas de la filosofía nietzscheana, acentuando cada vez más un juicio crítico al respecto: pese a su propósito, Nietzsche no habría acabado con la metafísica al liquidar la vieja creencia platónica en un mundo transcendente de verdades eternas e inmutables, ya que habría seguido pensando este único mundo terreno según un modelo cosificador. Sustituyendo al ente suprasensible por el ente sensible, sólo habría invertido el platonismo, pero manteniéndose dentro del horizonte de la metafísica, redefinido por Heidegger como el del olvido de la diferencia ontológica entre ente y ser. La metafísica sería nihilista desde su origen porque, al ir sustituyendo al ser (pura proyectividad en el tiempo) por el ente (mera presencia), lo habría ido reduciendo a nada (nihil), a pura indiferencia en un ámbito de mera intercambiabilidad entre las cosas donde todo da igual. Esa reducción se habría cumplido en nuestra época, en la medida en que el modo metafísico de pensar todo lo real como suma de entidades enteramente disponibles y manipulables estaría realizado en la técnica, con su concepción absolutamente instrumental del mundo. La metafísica nietzscheana de la voluntad no habría sido sino el anuncio de este mundo controlado por el cálculo de un poder irracional, sin instancia crítica externa a él, que Heidegger ve configurarse en la moderna sociedad industrial, regida por la movilización total, la maquinaria burocrática y el desenfrenado proceso productivo.

No cabe duda de que esta poderosa interpretación, como toda síntesis genial, practica arriesgadas extrapolaciones y descuida otros aspectos igualmente relevantes en un pensar tan laberíntico como el de Nietzsche, irreductible a las categorías convencionales de la tradición filosófica. Aun así, su fuerza de atracción es tal, que ha seguido influyendo incluso en aquellas lecturas que se han caracterizado por reivindicar la radical dimensión postmetafísica del filosofar nietzscheano, cual las promovidas en Francia entre los años sesenta y setenta, o en Italia en los ochenta, en el contexto del pensiero debole.

Tras la condena luckasiana de Nietzsche como pensador reaccionario, que recobraba en el escenario posterior a la Segunda Guerra Mundial el proverbial recelo marxista ante su obraLa consideración de Nietzsche como «fundador del irracionalismo del período imperialista» expuesta por Georg Lukács en Die Zerstörung der Vernunft (Berlín, 1954) tiene un lejano anticipo en la obra del socialdemócrata Franz Mehring, Kapital und Presse (Berlín, 1891)., son, en efecto, intérpretes franceses quienes dotan de nuevo impulso a la crítica nietzscheana de las ilusiones lógico-gramaticales de la metafísica. La inspiración de Heidegger, palpable en el hecho de seguir planteando la lectura de Nietzsche en el horizonte del problema de la superación del platonismo, se modula ahí en un contexto bien distinto, propiciado por la temprana reparación de autores como Bataille, quien ya en 1937 se había encargado de que Nietzsche fuera «lavado de la mancha nazi»Georges Bataille, Oeuvres Completes, VI, 188. Su rectificación se publica en enero de 1937 en un número especial de la revista Acéphale titulado «Nietzsche y los fascistas. Una reparación». Al término de la guerra aparecerá Sur Nietzsche. Por supuesto, la recepción de Nietzsche en Francia contaba ya con una larga historia, desde el trabajo pionero de Henri Lichtenberger, La philosophie de Nietzsche (París, 1898), y donde destaca la monumental obra de Charles Andler, Nietzsche, Sa vie et sa pensée, publicada en 6 volúmenes de 1920 a 1931., y por la oportunidad de un acceso más amplio y riguroso a sus textos, que desde 1967 brinda la edición crítica de Colli y MontinariEs de justicia reseñar que ya en 1938 Karl Schlechta había planteado la necesidad de depurar los textos nietzscheanos de las falsificaciones cometidas por Elisabeth, labor que culminó en 1956 con su edición en tres volúmenes, donde, en lugar de la presunta gran obra póstuma de Nietzsche, La voluntad de poder, arbitrariamente sistematizada por la hermana, se presentaba en orden cronológico toda la colección de fragmentos póstumos de los años ochenta.. Las nociones de gasto, exceso y experiencia extática interior que Bataille persigue en la obra de Nietzsche se diversifican en los autores del Coloquio de Cerisy La Salle de 1972 en otras tantas maneras de cuestionar la sociedad burguesa y su lógica del dominioNietzsche aujourd'hui. 2 vols. París, 1973. Cfr. asimismo: Gilles Deleuze, Nietzsche et la philosophie. París, 1962; Pierre Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux. París, 1968; Jacques Derrida, Éperons. Les styles de Nietzsche. París, 1978.: Klossowski habla del eterno retorno como de un complot que subvierte el orden social y liquida la fijeza del sujeto sin generar nuevas identidades ni instituciones; Deleuze subraya el carácter esencialmente antidialéctico de un pensar puramente afirmativo como el de Nietzsche; Derrida, en fin, apela a la cuestión del estilo de la escritura nietzscheana como única alternativa posible al logocentrismo en que aún se mantendría incluso la posición de Heidegger.

De la enorme repercusión que ha gozado toda esta corriente francesa de lectura de Nietzsche, con su eco prolongándose en el deconstruccionismo y el pensamiento débil, da buena cuenta la circunstancia de que, en las últimas décadas, la balanza exegética parece haberse inclinado de manera decisiva: el Nietzsche impositivo, sea el del nazismo o el de la metafísica, ha dado paso al Nietzsche postmoderno de la liberación, como si la sola invocación del juego dionisíaco de un incesante flujo de fuerzas desestructurantes bastara para poner de inmediato en cuestión la ratio represiva del orden establecido. Incluso quienes como Gianni Vattimo han criticado el olvido que aquí se produce del carácter de evento de la diferencia ontológica, alzada al rango de nuevo principio estabilizante, y se han esforzado en formular con mayor rigor el espacio posible de un diálogo entre Nietzsche y Heidegger para repensar la crisis del fundamento, no han dejado de evidenciar en su propia obraAsí Vattimo en Il soggetto e la maschera.Nietzsche e il problema della liberazione(Milan, 1974) o en Le avventure della differenza (id., 1980).el peligro de deriva hacia un esteticismo, que tendría su más neta expresión en recientes propuestas interpretativas como la de NehamasAlexander Nehamas, Nietzsche: Life as Literature (Cambridge, 1985)., donde el alcance del ímpetu transvalorador de Nietzsche se reduce al de una revolución puramente literaria y, literalmente, de papel.

Pero tan desafortunado como asimilar la fuerza crítica del perspectivismo nietzscheano a una modalidad culminante de la razón tecnocrática, sería reducirla al capricho de una ilimitada libertad de las interpretaciones. Nietzsche no secunda el relativismo extremo de una nueva metafísica, ahora invertida, que, al negar un fundamento último, niega toda posibilidad de fundar, y donde sí que todo daría igual. La imposibilidad de anclar nuestras tablas de valores en un fundamento inmutable no supone homologar todos los criterios y puntos de vista. Que, en virtud de la muerte de Dios, «el mundo se nos haya vuelto una vez más "infinito", por cuanto no podemos sustraernos a la posibilidad de que encierre en sí infinitas interpretaciones», no significa para Nietzsche que accedamos a esa condición de apertura interpretativa en términos absolutos y en abstracto: lo hacemos a partir de un contexto histórico-hermenéutico concreto, ese que en la modernidad relata la historia de la conversión del mundo verdadero en fábula, y donde, por consiguiente, la lógica del nihilismo sólo se activa y esclarece en el curso de un proceso que ahora nos compete a nosotros, postnietzscheanos, releer y asumir como destino epocal. La idea de comunidad que en esa tarea compartida se esboza, al igual que otros rasgos de un pensamiento que ya no se deja reducir a los registros de una individualidad genial, de un canto de cisne metafísico o de una aurora postmoderna, forman parte indispensable de las nuevas perspectivas de interpretación a las que hoy día parece apuntar una lectura más radicalmente hermenéutica de Nietzsche.

BIBLIOGRAFÍA RECIENTE EN CASTELLANO

REMEDIOS ÁVILA CRESPO: Identidad y tragedia. Nietzsche y la fragmentación del sujeto, Crítica, Barcelona.

GIORGIO COLLI: Introducción a Nietzsche. Trad. de Romeo Medina. Pre-Textos, Valencia.

MÓNICA CRAGNOLINI: Nietzsche, camino y demora, Eudeba, Buenos Aires.

LESLEY CHAMBERLAIN: Nietzsche en Turín: los últimos días de lucidez de una mente privilegiada. Una biografía íntima. Trad. de Alberto Luis Bixio. Gedisa, Barcelona.

GILLES DELEUZE: Nietzsche. Trad. de Isidro Herrera Baquero y Alejandro del Río Hermann. Arena Libros, Madrid.

MAURIZIO FERRARIS: Nietzsche y el nihilismo. Trad. de César Rendueles y Carolina del Olmo. Akal, Madrid.

MARTIN HEIDEGGER: Nietzsche. Trad. de Juan Luis Vermal. Destino, Barcelona. 2 volúmenes.

JOSÉ JARA: Nietzsche, un pensador póstumo: el cuerpo como centro de gravedad, Anthropos, Barcelona.

JULIO QUESADA: Nihilismo activo. Genealogía de la modernidad, Universidad de Guadalajara, México.

GERMÁN CANO: Como un ángel frío. Sobre Nietzsche y el cuidado de la libertad, Pre-Textos, Valencia.

PETER SLOTERDIJK: El pensador en escena. Nietzsche y el materialismo. Trad. de Germán Cano. Pre-Textos, Valencia.

REVISTA SILENONietzsche. N.º 8, noviembre 2000, Madrid.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

14 '
0

Compartir

También de interés.

Locuras y libertades con Don Quijote