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El nacionalismo, con respeto

Las fronteras del nacionalismo

LUIS RODRÍGUEZ ABASCAL

Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid

550 págs.

21,04 €

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Cuando los nacionalistas se quedan sin argumentos, invocan el respeto. Por lo general, en realidad, lo que quieren es que la discusión se detenga. El suyo es un singular uso de la palabra «respeto». Respetar una doctrina política significa, muy fundamentalmente, tomársela en serio, presumir que tiene razones para avalar sus propuestas y que esas razones son dignas de atención, esto es, discutibles. Luis Rodríguez Abascal es enormemente respetuoso con el nacionalismo. Reproduce sus tesis, las sigue hasta el detalle, las reconstruye en su forma más sólida, atendiendo a sus mejores portavoces. Eso sí, al final concluye que las razones del nacionalismo, cuando son sólidas, no son nacionalistas, y cuando son propiamente nacionalistas resultan insostenibles.

El autor se toma en serio el nacionalismo. Lo examina desde todas las aristas: su relación con las filosofías políticas contemporáneas, con el liberalismo y el comunitarismo; su compatibilidad con principios normativos como la igualdad, el autogobierno o la libertad, tanto positiva como negativa; las diversas teorías que intentan explicarlo, desde las difusionistas, que apelan a una suerte de contagio de ideas –originarias del siglo XVI – que se ven favorecidas en su extensión por las guerras napoleónicas y los procesos colonizadores, hasta las antropológicas, que, en versiones genéticas y en versiones culturales, apelan a aspectos constitutivos del ser humano, sin desatender, naturalmente, las teorías más clásicas, aquellas que invocan circunstancias «materiales», como la modernización, las relaciones de producción capitalistas o la presencia interesada y activa de élites y grupos de presión. En cada uno de esos ámbitos sostiene convincentemente opiniones propias y, con mucha frecuencia, originales. No quisiera dejar de mencionar, aun sin lugar para el desarrollo, algunas de ellas, bastante contraintuitivas: la compatibilidad conceptual con el liberalismo y que se explica porque, en sentido estricto, el nacionalismo no es una doctrina inevitablemente perfeccionista, una doctrina que entienda que el Estado debe alentar ciertos modelos de vida; la independencia lógica respecto al comunitarismo, la filosofía política que más apoyo argumental ha proporcionado a las tesis nacionalistas; la falsedad de la tesis que relaciona conceptualmente el nacionalismo con la lealtad, la cultura y la identidad; la ausencia de vínculos analíticos sólidos entre la autodeterminación personal y la «autodeterminación» de las naciones; la incapacidad del nacionalismo de satisfacer las exigencias formales del principio de igualdad, habida cuenta de que justifica distinciones de trato moralmente injustificadas.

Aunque realiza un minucioso recorrido por las «teorías sobre el nacionalismo», el ensayo asume que el nacionalismo no es un simple fenómeno social, que hay que tomárselo como lo que aspira a ser cuando baja a la arena de la deliberación democrática, como una doctrina política que utiliza ciertas estrategias de justificación propias. En apretada síntesis de las páginas del libro, la almendra dura del nacionalismo se dejaría resumir en el juicio: «la nación X tiene derecho a la soberanía porque es una nación». La solvencia de ese juicio depende, en primer lugar, de la solvencia de los términos incluidos: nación y soberanía, fundamentalmente. Rodríguez Abascal los examina todos, aunque, razonablemente, presta una particular dedicación a la idea de nación. Y lo primero que queda claro es que no hay una idea clara de qué es esa cosa llamada nación y que incluso caben dudas acerca de que exista tal cosaY los intentos recientes no parece que corrijan a Rodríguez Abascal: «La palabra [nacionalismo] ahora se refiere sólo a la defensa de los derechos colectivos de las naciones, tanto da si se entiende la palabra, nación, en su sentido étnico, cívico, cultural, de diáspora o sociopolítico», Michel Seymour, «On Redefining the Nation», en el volumen de The Monist (8, 3, 1999), dedicado a «The New Nationalism», pág. 442.. Las definiciones que apelan a rasgos objetivos (lengua, territorio, color de la piel, religión, etc.) están plagadas de problemas que los nacionalistas han sido los primeros en reconocer: no hay modo de especificar un conjunto de condiciones –de rasgos objetivos– individualmente necesarias y conjuntamente suficientes que nos permitan calificar a un grupo como nación. Siempre nos encontramos con alguna nación –o mejor, un grupo humano al que algún nacionalista califica como nación–que no tiene uno de los rasgos y, también, con grupos humanos que tienen bastantes de ellos y, sin embargo, no encuentran nadie que los califique como naciones. De ahí que la mayor parte de los teóricos del nacionalismo apuesten por definiciones llamadas «subjetivas», que ponen el acento en las «disposiciones mentales» de los individuos. Sus propuestas son diversas, pero ninguna carece de problemas. No nos sirve, por ejemplo, la de Mill y Renan, la nación como «el conjunto de individuos que tienen voluntad de vivir en común», a no ser que queramos referirnos con ese término a los clubes deportivos, las religiones o las familias. Las naciones no se escogen a la carta. Las gentes no nacen y, después, deciden su nación. Los contratos sociales, que, después de todo, no dejan de ser idealizaciones conceptuales, si se dan, se dan «dentro» de la comunidad política, no «con» la comunidad política. Tampoco sirven definiciones del tipo: «una nación es el conjunto de individuos que creen que son una nación», mientras no se aclare el segundo uso de «nación», que es eso en lo que creen los individuos de la nación. Por eso nos suenan a broma afirmaciones como «estamos de acuerdo, aunque no sabemos en qué».

La dificultad no radica, según el autor, en encontrar la definición «correcta», capaz de incluir a las naciones y nada más que las naciones, sino en la naturaleza huidiza del objeto mismo a capturar: la nación sería un caso ejemplar de «reificación», de creer que puesto que tenemos una palabra hay una cosa que la palabra designa. Buena parte de los problemas de la «definición» tendrían que ver, en su diagnóstico, con la mirada de los estudiosos del nacionalismo, quienes, a la hora de caracterizar al grupo, asumen el punto de vista –adoptan el uso de nación– del propio grupo o, más exactamente, de quienes se denominan a sí mismos nacionalistas: hay un conjunto de individuos (los nacionalistas) que dicen que otro conjunto de individuos (más numeroso) es una nación; por tanto, este segundo conjunto constituye una nación. Circunstancia que se muestra con particular nitidez en los usos normativos de «nación», aquellos que, en rigor, no apuntan a ninguna «realidad ni científica ni social» y de los que, por tanto, «no puede predicarse su verdad o su falsedad», sino que «se refieren a grupos humanos a los que atribuyen la autoridad legítima sobre cierto ámbito» (pág. 127). Y con ello volvemos a la almendra dura del nacionalismo.

La calidad del juicio «la nación X tiene derecho a la soberanía porque es una nación» no depende únicamente de la claridad de los términos incluidos. También depende de la solvencia de los argumentos que los respaldan. Lo cierto es que así, tal cual, el juicio peca de un conocido mal, muy frecuente en las ciencias sociales, la falacia naturalista: la (imposible) inferencia de un enunciado normativo (la atribución de derecho) a partir, exclusivamente, de un enunciado descriptivo. Del mismo modo que del hecho «X tiene necesidades básicas por cubrir» no se sigue «hay que ayudar a X», o «X tiene derecho a ver atendidas sus necesidades básicas», del hecho –si es que es un hecho– «X es una nación» no se sigue que «X tiene derecho a la soberanía». Para que la inferencia sea correcta necesitamos una premisa adicional, normativa, un juicio de valor; respectivamente: «todo aquel que tiene necesidades básicas por cubrir debe ser ayudado», «toda nación tiene derecho a la soberanía». Y ahí es donde las argumentaciones nacionalistas se encuentran con problemas. Los seres humanos se pueden clasificar según mil criterios: lengua, estatura, sexo, religión, clase social, color de la piel, parentesco, ideas políticas, aficiones deportivas, preferencias sexuales. Aun si admitimos, provisionalmente, que la «nación» es un criterio inequívoco de clasificación, que en presencia de un individuo estamos en condiciones de determinar «su» nación, de asignarlo a un grupo y sólo a uno, no se ve por qué el grupo en cuestión tiene autoridad legítima sobre ciertos ámbitos, no se ve, por ejemplo, por qué del hecho de que un conjunto de individuos participen de la misma lengua haya que considerarlos una unidad legítima de decisión sobre las obras públicas o la sanidad (pág. 472). Por supuesto, no es respuesta aceptable apelar al hecho empírico de que «ese grupo de gente crea que tiene autoridad legítima». También los reyes se creían soberanos.

Hay varios modos de escapar a la acusación de falacia naturalista. El primero consiste en estirar la definición de nación en la dirección apuntada de los usos normativos. Si la nación se entiende como «un grupo humano que constituye una autoridad legítima», la inferencia anterior resulta impecable. Tan impecable como todas las tautologías. El problema real, naturalmente, persiste: ¿cuál es el fundamento normativo que convierte a la nación en una autoridad legítima? El trampeo con las palabras se puede llevar a cabo por recorridos más tortuosos y, por ejemplo, incluir en la definición de nación el requisito de «vocación de autogobierno». Una nación sería un grupo humano que «cumple los requisitos X, Y, Z y, además, tiene voluntad de autogobierno». Pero eso, amén de que –salvo que postulen la existencia de vocaciones de autogobierno «latentes» o «inconscientes»– complica la razón de ser de los movimientos nacionalistas, interesados en alentar la «conciencia nacional», en recordar a un grupo que «constituye una nación», no hace más que situarnos un paso más atrás, porque la pregunta persiste: «¿la vocación de autogobierno del grupo X está justificada?». No resulta una respuesta aceptable invocar el hecho de que exista la creencia, la vocación: el que la gente crea en X no otorga a su creencia justificación alguna. Dios no existe porque aumente el número de creyentes y ninguna prueba de la existencia de Dios apela al hecho de que la gente crea en Dios. En ese sentido, los teólogos son más pulcros intelectualmente que los analistas del nacionalismo, quienes, también en este extremo, asumen el punto de vista de los nacionalistas: en estos asuntos, desde la perspectiva de la fundamentación, lo relevante no es que las gentes crean, sino si su creencia tiene fundamento.

Otra estrategia para resolver el problema de la justificación de la legitimidad, para evitar la falacia naturalista, apela a la importancia de preservar los rasgos que identifican a la nación, apelación que se acostumbra a acompañar y apoyar en una conjetura empírica según la cual el mejor modo de preservarlos es asegurar al grupo la titularidad del poder político. En este caso, además del problema empírico de si es verdad que la soberanía es el mejor modo de asegurar la preservación de las características «nacionales»No es seguro que, en el caso de que los rasgos «nacionales» sean minoritarios también dentro del territorio nacional, la soberanía sea la mejor solución para su preservación. Para no ir a ejemplos lejanos, que «en el país de al lado» se hable castellano sería un argumento irrelevante –o de la misma relevancia que el hecho de que se hable en Argentina– para ignorar institucionalmente que la lengua mayoritaria de la nación es el castellano., la carga del argumento recae en la presunta bondad de –preservar– las características que identifican a la nación. No sirve de mucho la respuesta: «son valiosas porque son las de la nación o lo fueron en el pasado». Conocemos tradiciones nacionales bastante bestias que ningún nacionalista cabal defendería. Hay que responder en serio a la pregunta de por qué «son valiosos» y, si no se quiere incurrir en argumentos circulares, no vale decir: «por qué esos rasgos definen o definían al grupo como nación». Tampoco cabe decir que «el grupo humano X es titular de legitimidad en el territorio Y porque es distinguible de los demás por los rasgos R (religión, conciencia de grupo, lengua, historia, etc.)». Todos los grupos son, en algún sentido y por definición, distinguibles de los demás. Algunos de ellos tienen modos de vida muy homogéneos en muchos ámbitos de sus prácticas sociales. Los multimillonarios, por ejemplo, tienen modelos de consumo, educación, medios de transporte, casas y modelos reproductivos bastante parecidosDe hecho, en Estados Unidos existen amplias áreas territoriales de acceso restringido, donde no se da la propiedad pública, y a las que los miembros acceden siempre que estén en condiciones de comprar la «ciudadanía» con varios miles de dólares, porque, eso sí, los miembros-propietarios votan, se rigen por sus propios estatutos, establecen sus propios sistemas de servicios, deciden quiénes pueden entrar en su «país» y las ideas que pueden expresarse, Evan McKenzie, Privatopia, New Haven, Yale University Press, 1996.. Se trata de un grupo susceptible de especificación clara y distinta, pero ello no les otorga soberanía política alguna como grupo en nombre de «la preservación de sus rasgos».

Inevitablemente, para justificar la legitimidad de la nación como unidad de decisión política, se necesita algún eslabón argumental normativo que no apele a la nación misma, a la tradición o a los rasgos «nacionales». Ese eslabón existe y lo han ensayado los nacionalistas modernos: se trata de mostrar que, en algún sentido, «es bueno» preservar la tradición. Se puede decir, se dice, que preservar la «cultura nacional» asegura la autonomía, protege la identidad, garantiza la diversidad, proporciona un contexto de elección, favorece la autoestima, refuerza los vínculos comunitarios y, también, alienta la paz mundial. Cada uno de esos argumentos es discutible, pero lo relevante, desde el punto de vista de la fundamentación, es que cuando el nacionalismo apela a ellos deja de ser nacionalista. Si la preservación de la nación como unidad legítima de autogobierno se justifica en otros valores, si la estrategia nacionalista se justifica en nombre de principios más básicos, el nacionalismo desaparece; al menos, el nacionalismo entendido como una doctrina política con una estrategia de justificación particular. El concepto de nación se convierte en puramente contingente y tendría que abandonarse si se viera que hay un modo mejor de preservar los rasgos, de defenderlos o, incluso más, si se mostrara que hay valores más básicos, más importantes, a atender que los que presuntamente asegura la preservación de los rasgos nacionales. Quizá fuera el caso que, por ejemplo, el mejor medio de asegurar la autonomía de las gentes pasa por olvidarse de las tradiciones o del nacionalismo. Rodríguez Abascal sigue hasta el final cada uno de esos cabos y los remata mostrando que, incluso situado en ese terreno, el nacionalismo, que ya no es nacionalista, es discutible: no es seguro que la nación asegure la autonomía, favorezca la paz mundial, garantice un marco de elección, proteja la identidad, etc. También nos recuerda, al paso, que quizá no todas las diversidades son atractivas, que tener una identidad (homosexual, musulmán) no justifica sin más la necesidad de un ámbito de soberanía o que hay rasgos constitutivos de la identidad –como los traumas–que lo mejor es superarlos.

Basta el camino recorrido hasta aquí para detectar el dilema en el que se sitúa el nacionalismo: si apela a razones específicamente nacionales, a los argumentos de nacionalismo, a palo seco, no resulta defendible y, con más o menos retorcimientos, se queda en tautologías y argumentaciones circulares del tipo: «la nación constituye una unidad de decisión política porque la nación es soberana»; si apuesta por buscar razones aceptables para todos, si aspira a buscar sus defensas en principios atendibles dentro del debate democrático, tiene que abandonar lo que lo constituye como doctrina política diferenciada. No parece que escape ese complicado dilema a la mirada del autor, quien, al examinar la compatibilidad del nacionalismo con la igualdad, concluye: «La vulneración de los requisitos formales del principio de igualdad expulsa al nacionalismo de la deliberación práctica válida u operativa y lo convierte en una doctrina política injustificable desde el punto de vista moral» (pág. 459). Eso, si se toma en serio y sin temor a las implicaciones, parece exigir algún matiz adicional a juicios como «[cuando el nacionalismo] tiene un gran apoyo entre la población y plantea sus reclamaciones de un modo pacífico, un razonamiento puramente democrático […] puede llevarnos a pensar que aspira legítimamente al gobierno o que cuenta con un fuerte argumento moral para obtener la satisfacción de alguna de sus pretensiones» (pág. 18). Conviene, en todo caso, advertir que el ensayo no tiene otras cautelas que las intelectuales, que no es nada timorato, mérito a no desatender en un asunto que, so pretexto de «no herir sensibilidades», favorece los tratamientos intelectualmente pusilánimes. Después de todo, se «atreve» a dudar de la existencia de las naciones o, al menos, a subordinar ese problema ontológico al que considera más importante: el «uso de la palabra nación por los nacionalistas». Y ahí quizá el lector puede echar en falta el uso de algunas herramientas del análisis provechosas para encarar las entidades ontológicamente subjetivas, esto es, de aquellas entidades cuya existencia no es independiente de los individuos, sino que existen precisamente porque los individuos «creen» en ellas o las «sienten». Calidad disposicional que no impide que sean epistémicamente objetivas, esto es, que estamos en condiciones de determinar su verdad o su falsedad. Quizá algún nacionalista podría aducir que las naciones no existen como las montañas, con independencia de lo que nosotros creamos, sino como «los euros»: el billete de 10 vale el doble que el de 5 porque nosotros creemos que lo vale. Pero, continuaría nuestro nacionalista, aunque el billete tenga existencia «ontológicamente subjetiva», el juicio «este billete es de cinco euros» es epistémicamente tan objetivo como «hay nieve en lo alto de la montaña». No estoy seguro de que, de atender a esta hipotética argumentación, Rodríguez Abascal se viera en la necesidad de modificar sus tesis, y, de hecho, tangencialmente, al referirse a otros asuntos, parece contestar a ella por anticipado, pero seguramente ayudaría a perfilarlos y, en ese mismo sentido, a hacerlos más justos.

Los cimientos intelectuales del nacionalismo son endebles y su debilidad se prolonga en muchas de las iniciativas institucionales que convencionalmente lo acompañan. Sucede destacadamente con el llamado «derecho de autodeterminación» que, como tal, como derecho, es asunto de dudoso fundamento, cuando ni siquiera está claro quién es el sujeto del derecho. Después de lo hasta aquí recorrido de la mano de Rodríguez Abascal, no cabe decir, sin más, que el sujeto es la nación. De hecho, si, por ejemplo, se sostiene que la nación vasca (o española, tanto da) está constituida por «aquel conjunto de individuos que tienen la voluntad de autodeterminarse», cualquier consulta sobre la autodeterminación a «la nación» resulta ociosa: la única nación que se contempla como legítimo sujeto del derecho a la autodeterminación es la que ya ha decidido; los que, aun viviendo en el territorio de la nación, no tienen la «voluntad» no son la nación (por lo demás, a uno le queda la pregunta de cómo cuajaría el derecho a la autodeterminación en la constitución de una comunidad política, de una «nación» que ya se hubiera autodeterminado: ¿contemplaría la nueva nación el derecho a autodeterminación?, ¿incluiría un artículo que garantizase el derecho a autodeterminarse a un grupo de individuos con voluntad de autodeterminación?). Lo cierto es que tampoco son mucho más perfiladas otras propuestas políticas, muestra de lo cual es el estilo huidizo –cuando no contradictorio–de agudos filósofos políticos (y ahí resultan muy recomendables los comentarios dedicados a Kymlicka o Taylor) cuando intentan dotar a sus tesis de alguna carnalidad institucional (págs. 321 y ss.; 496 y ss.).

Con todo, aunque el nacionalismo sea un repertorio de soluciones falsas, de mala manera aborda un problema generalmente ignorado por la filosofía política: «los límites del demos», la justificación de los contornos de las unidades de decisión política, la decisión acerca de quiénes pueden decidir y quiénes noUna excepción reciente es David Miller, Sobail Hashmi (eds.), Boundaries and Justice, Princeton, Princeton University Press 2001.. Problema que acompaña desde el principio a la materialización del programa ilustrado, un programa que, a pesar de inspirarse en principios universales y de racionalidad, utiliza el Estado-nación como instrumento de materalización, esto es, sólo opera en ámbitos territoriales limitados, sólo se aplica a los «locales», a los que «están por aquí» y, de ese modo, convierte las fronteras en circunstancias moralmente relevantes: los principios –de justicia, por ejemplo– dejan de valer a partir de ciertos lugares, no alcanzan a los que «no son de por aquí». Mal que bien, tenemos encarado el problema de cómo justificar las decisiones dentro de las comunidades políticas, pero no tenemos claro quiénes son los que quedan «dentro», quiénes han de tomar las decisiones, «por qué hemos de considerar preferible o moralmente justificado uno y no otro ámbito de decisión política» (pág. 505). El nacionalismo propone una solución incorrecta, porque «presume simultáneamente dos postulados para los cuales no es posible encontrar una justificación convincente: 1. Que el planeta está dividido naturalmente en grupos originariamente soberanos o, dicho de otro modo, que la soberanía le corresponde de un modo necesario (absoluto, imprescriptible e inalienable) a ciertos colectivos humanos y no a otros. 2. Que podemos encontrar algún criterio objetivo para reconocerlos» (pág. 511). Decir que cualquier solución ha de basarse en principios como la igualdad y la libertad que, en el mejor de los casos, rigen –o, al menos, se invocan– dentro de la comunidad política, puede parecer una trivialidad campanuda, una declamación piadosa más de las que abundan en la filosofía política reciente. Quizá. Pero, aun en su vaguedad, algo ayuda. Por ejemplo, a saber que la solución nacionalista, precisamente desde esos principios, no es la solución; mejor dicho, es la peor solución. Algo es algoNo quiero pasar la ocasión de lamentar, siquiera en nota, la mala fortuna en librerías de la excelente línea editorial del Centro de Estudios Constitucionales con trabajos como el aquí reseñado, que no desmerecen a los publicados en las mejores editoriales académicas anglosajonas..

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