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Entrevistas a una globalización

La tierra es plana

Thomas Friedman

MR Ediciones, Madrid

Trad. de Inés Belaustegui

496 pp.

23,50 €

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Es este un libro cuyo subtítulo –«Breve historia del mundo globalizado del siglo xxi»– resulta muy poco indicativo de su contenido, ya que ni es una historia, sino más bien un anecdotario; ni trata del si­glo xxi, sino de fenómenos ya descritos y perfectamente observables en el siglo pasado; ni, desde luego, es breve.

Friedman comienza su libro con la demostración de la redondez de la Tierra por los viajes de Colón en 1492, que inauguraron la fase que llama Globalización 1.0. Le sucedió, durante un par de siglos, la Globalización 2.0, a la que sigue ahora la Globalización 3.0, en la que la Tierra es plana, como reza el título del libro, que proviene de una de las anécdotas que lo invaden. Jugando al golf en la ciudad india de Bangalore, a Friedman le aconsejan golpear la bola en dirección al edificio de Microsoft o al de IBM, y observa que su caddie lleva una gorra de 3M. Poco después, el máximo ejecutivo de una empresa india le comenta: «Tom, el terreno de juego está nivelándose», y pese a que se trata de una frase hecha, que se oye cotidianamente en el mundo anglosajón, él –un periodista habituado a buscar titulares– da con uno: la Tierra es plana.

De sucesivas entrevistas con máximos ejecutivos de otras empresas va adoptando los factores que le mencionan como los responsables de haber aplanado la Tierra –los aplanadores–, que anota en el capítulo 2. Menciona primero la caída del muro de Berlín, que simboliza la disolución de las barreras artificiales que dividían al mundo, y después Internet, los buscadores, las autopistas de la información y las aplicaciones informáticas de flujo de trabajo. A continuación menciona, con la misma jerarquía, cuatro aplanadores que son la consecuencia de los anteriores, es decir, de la revolución en las tecnologías de la información y comunicación y de la desaparición de barreras políticas, como son el de­sarrollo de la subcontratación global, la relocalización en países de bajo coste, la cadena de suministros global y el insourcing o descarga en otra empresa de alguno de los procesos internos de una. Y termina con el código fuente libre (esto es, software libre, que otros programadores pueden de­sarrollar y poner a disposición de todos) y lo que llama los esteroides: digital, móvil, personal y virtual, antes de embarcarse en una especie de totum revolutum, «La Triple Convergencia», que potenciaría el efecto de todos ellos.

Ese hábito de bautizar con nombres pretenciosos a cosas y fenómenos perfectamente conocidos bajo otro término, el desorden y la ausencia de sistemática, el abuso de la anécdota y un cierto determinismo tecnológico, dejan la sensación de que Friedman va descubriendo de forma casual y desordenada todos los factores que va enumerando, lo que devalúa su libro.

Con todo, si se supera el tedio, puede encontrarse en él una buena descripción de lo que representa una economía globalizada y de muchos de los factores que han sido importantes en la evolución hacia ella. Como apunta Friedman, la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación ha hecho que sea posible prestar muchos servicios, tales como centros de atención al cliente, declaraciones de la renta o el prediagnóstico de escáneres médicos, desde la India, o desde otro país. Es también lo que ha posibilitado que un pedido de un cliente de Londres a una empresa californiana dé lugar a la transmisión del pedido de los componentes de ese producto a multitud de talleres situados en cualquier lugar del globo, es decir, al supply-chaining.

Es evidente que uno y otro fenómeno generan actividad económica en estos países. Inicialmente puede ser una actividad que algunos consideren «de mala calidad», que simplemente aprovecha el bajo coste de la mano de obra, pero incluso en ese caso, al menos esa mano de obra no permanece desem­plea­da y, siempre que el país no lo dificulte, tenderá a extenderse hacia actividades más sofisticadas y de mayor valor añadido. La evolución de las economías de los «tigres» asiáticos, el éxito y la diversificación de las manufacturas chinas, o el establecimiento de importantes centros I+D en la India, China y otros países así lo atestiguan.

Ahí, en no dificultar esa sofisticación y esa extensión de las ventajas de la globalización, es donde entran en juego los gobiernos y las instituciones. Si unos prohíben o dificultan, y otras desaniman a la inversión extranjera, difícilmente podrán atraer la que se necesita para lograrlo. Si, por muy plano que sea, inclinan el terreno de juego para favorecer a empresas locales –una diferencia que se pierde en la reinterpretación de Friedman, que convierte «nivelado» en «plano»– tenderá a ocurrir lo mismo. Si recelan del flujo de información, o de quienes, en su país, participan en él, o si cualquier actividad requiere un laberinto de autorizaciones, licencias y corruptelas, esas ventajas tampoco van a extenderse con facilidad. Friedman, cuyo libro se centra casi exclusivamente en China y la India, cita a este respecto el caso de la India, donde las tímidas medidas de liberalización que consiguió introducir el actual primer ministro en su etapa de ministro de economía hace quince años, hicieron posible el estrecho pero intenso desarrollo económico que el país ha experimentado desde entonces, desarrollo cuya continuidad podría a medio plazo frustrarse si no se eliminan las innumerables complejidades burocráticas que subsisten en el país.

En el último tercio del libro, Friedman se libera un poco de la atadura de tener que respaldar cada cosa que expone con entrevistas, anécdotas y ejemplos, y se pone a escribir de corrido. A veces recae en su irritante hábito de inventar nuevos nombres para viejas ideas, como cuando, de nuevo con anécdota y entrevista de por medio, reformula la vieja teo­ría según la cual una democracia nunca declara la guerra a otra, bautizándola como la Teoría DELL de Prevención de Conflictos: dos países que formen parte de una cadena de suministros global nunca se harán la guerra. Desgraciadamente, basta un dictador resuelto –cantera, la hay abundante– para que esa teoría se vaya al traste. Mejor no pongo ejemplos.

Tampoco escapa del ejemplo cuando, describiendo la competencia a la que se enfrenta un joven en China, viene a decir que, si eres el mejor entre mil, hay un millón doscientos mil tan buenos como tú. Un poco tramposo, pero bastante impactante. Ni elude la superficialidad en muchas de sus reflexiones. No obstante, es la parte que se lee mejor, y contiene algún pasaje bastante lúcido, como cuando el inevitable entrevistado le dice: «Sé que una empresa tiene problemas si me hablan de lo bien que les iban las cosas antes […] Cuando los recuerdos exceden los sueños, es que el fin está cerca», lo que inspira a Friedman, en relación con Estados Unidos, la siguiente reflexión: «En las sociedades que tienen más recuerdos que sueños, demasiada gente pasa demasiado tiempo echando la vista atrás. Ven dignidad, afirmación de la propia identidad y valor propio, no explotando el presente, sino alimentándose del pasado. Pero ni siquiera es un pasado real, sino un pasado imaginado y adornado. De hecho, este tipo de sociedad dedica su imaginación a embellecer ese pasado imaginado y luego se aferra a él como a un rosario o a una sarta de cuentas, de esas que se usan para aplacar los nervios, en vez de imaginar un futuro mejor y actuar en consecuencia». Pero hay que pasar muchas páginas tediosas e insustanciales antes de encontrar alguna perla. 

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