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Alemania, del «año cero» al tercer milenio

DE AUSCHWITZ A BERLÍN. ALEMANIA Y LA EXTREMA DERECHA, 1945-2004

Ferran Gallego

Plaza y Janés, Barcelona

350 pp.

20 €

LAS ENTREVISTAS DE NÚREMBERG

Leon Goldensohn

Taurus, Madrid

Ed. e introd. de Robert Gellately

590 pp.

24 €

ALEMANIA: JEKYLL Y HYDE. 1939, EL NAZISMO VISTO DESDE DENTRO

Sebastian Haffner

Destino, Barcelona

Trad. de María Dolores Ábalos

283 pp.

18,50 €

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A mediados del siglo XIX hizo fortuna en círculos diplomáticos e intelectuales la consideración del viejo Imperio Otomano como «el enfermo de Europa». La expresión ha seguido aplicándose a distintos países a lo largo del siglo XX como diagnóstico de diversas patologías históricas, ya fuera la decadencia de una nación, una inestabilidad interna de tipo crónico o la reincidencia morbosa en viejos errores políticos. En mayor o menor medida, estos tres libros de Sebastian Haffner, Leon Goldensohn y Ferran Gallego, y sin duda otros muchos publicados sobre el mismo fenómeno, llevan a interrogarse sobre la existencia de una anomalía específica de la Alemania contemporánea, un mal germánico de gran virulencia, que explicaría su propensión a caer en conductas tan irracionales como destructivas.

Dicho así, podría parecer que estamos ante una interpretación del destino de Alemania inspirada en una especie de nazismo al revés: de pueblo elegido a pueblo marcado trágicamente por algún gen defectuoso de su personalidad histórica. Son legión, sin embargo, los intelectuales alemanes de tradición liberal, algunos de origen judío, que han sucumbido a una visión del nazismo y de sus precedentes históricos teñida de un determinismo psicológico que explicaría fenómenos como el imperialismo, el militarismo y el racismo, muy presentes ya en la Alemania unificada del II Reich. Sebastian Haffner es uno de ellos. Autor bien conocido en España por la reciente traducción de algunas de sus obras, principalmente Historia de un alemán, Haffner perteneció a esa minoría ilustrada y liberal que abominó del nazismo mucho antes de que a la mayoría de sus compatriotas se les cayera la venda de los ojos.Testimonio de su rebelión contra el III Reich es este libro escrito al principio de la Segunda Guerra Mundial, cuando el autor se encontraba ya refugiado en Inglaterra. Su primer empeño al escribirlo fue contribuir con su testimonio personal a la derrota del III Reich, poniendo al descubierto la gran farsa del régimen hitleriano, pero también su vulnerabilidad; el segundo, convencer a los británicos de que Alemania era más una víctima del nazismo que la causa de su existencia. Este propósito exculpatorio queda más bien en el terreno de las buenas intenciones del autor, porque el libro acaba por extender una amplia mancha de culpa sobre el pueblo alemán, de la que se libran muy pocos sectores, y no precisamente, según él, los más progresistas o revolucionarios. «Los alemanes», llega a decir, «no quieren mandatarios honrados ni defensores de una causa, sino ídolos. Si su ídolo les deja en la estacada, le echan toda la culpa y le bajan a empujones del pedestal». Se diría que en la historia de Alemania, al revés que en la historia de ficción, es Hyde el que sufre un desdoblamiento de personalidad y se transforma en un Jekyll que no mejora precisamente el original. La peripecia personal de Hitler, inseparable de sus fobias, humillaciones y manías persecutorias, fue, pues, la versión quintaesenciada de las frustraciones de un pueblo que se ha sentido siempre «perseguido, ofendido y maltratado». De ahí que el autor califique de «casualidad trágica» que la experiencia y los sentimientos de aquel insignificante cabo austríaco en 1919 coincidieran exactamente con los de la mayoría de los alemanes.

Haffner lleva a cabo una minuciosa disección de la naturaleza del III Reich, de sus figuras emblemáticas, de su psicología colectiva o «caracterología», como la llama él, y de sus mecanismos de poder, una mezcla explosiva de terror, propaganda y nihilismo. Es éste un ingrediente de la mentalidad nacionalsocialista en el que insiste a menudo el escritor alemán, porque sólo este factor generalmente desdeñado permite entender la determinación casi suicida con que actuaron los nazis tanto en la política nacional hasta 1933 como en la lucha por la hegemonía alemana en Europa a partir de aquella fecha. Durante años, su fuerza fue incontestable, no tanto en razón de su poder real, muy limitado al principio, sino de su capacidad para luchar en un terreno y con unas armas que sus adversarios, dentro y fuera de Alemania, consideraban incompatibles con las reglas del juego propias de los países civilizados. Su permanente disposición al riesgo sin límites y su apelación compulsiva a la violencia –la verdadera clave de su éxito, según Haffner– les llevaron a alcanzar una posición que nadie hubiera osado imaginar unos años atrás. Pero esa actitud nihilista, esa atracción irresistible por el vacío, era también su talón de Aquiles. Lo dice el autor a finales de 1939, cuando nadie en Europa parecía capaz de contener a Hitler: los dirigentes nazis llevaban «conscientemente a Alemania al abismo». El libro abunda en este tipo de presagios tremendistas, cargados de malos augurios para la suerte del III Reich y de esperanzas en una victoria aliada que a esas alturas resultaba casi inconcebible. Cierto que cuando Haffner escribió estas páginas lo peor todavía estaba por llegar, pero cabe preguntarse si su fe en el triunfo se debe a un simple wishful thinking, a un deseo irrefrenable de que las cosas sucedieran de esa forma, o a un dominio tal de la naturaleza del nazismo que le permite anticipar en cinco años su hecatombe final. Debió de ser algo más que casualidad o deseo, porque de lo contrario no se explicaría la precisión con que a lo largo del libro dibuja la hoja de ruta hacia el abismo que siguió el III Reich en los años siguientes. De Hitler afirma que «posee exactamente el valor y la cobardía necesarios para un suicidio por desesperación» y que «cabe pensar que se suicide cuando se acabe el juego»; a los dirigentes nazis se los imagina, una vez consumada su derrota, bamboleándose «con una soga al cuello en una larga fila de horcas»; vista la trayectoria del Reich en el último siglo, ni la Alemania de la posguerra podrá parecerse a una «República de Weimar mejorada», ni la nueva Europa concebirse como un «Versalles mejorado»: la solución al problema alemán consiste en acabar de raíz con el Reich en cualquiera de las modalidades ensayadas desde el siglo XIX y poner en su lugar una nación pequeña, desposeída de su antiguo poderío militar, pero legítimamente orgullosa de su tradición y su cultura, y plenamente integrada en una Europa en la que Alemania podrá ser además un firme bastión ante el bolchevismo. De los escombros de la guerra surgirá una «comunidad europea» basada, por un lado, en una eficaz unión aduanera y, por otro, en «nuevas organizaciones para la seguridad y la cooperación» formadas por un conjunto de Estados pequeños y medianos. Por último, nada de «frentes populares» para combatir al fascismo: Haffner aboga por una alianza de las «fuerzas civilizadoras» constituidas en un «frente de la civilización» (¿les suena?) que actúe como valladar contra la barbarie.

Buena prueba de su profundo conocimiento del material humano con el que trabajaba el nacionalsocialismo es el libro Las entrevistas de Núremberg, recopilación de las sesiones de trabajo del psiquiatra norteamericano Leon Goldensohn con los criminales de guerra a su cargo en la prisión habilitada en la misma ciudad en que se celebró el juicio a la plana mayor del III Reich. Cuando las cosas se ponen feas, había escrito Haffner en 1939, los alemanes «miran al mundo con gesto de inocencia y con la conciencia limpia, y se salen de sus casillas si se les hace mínimamente responsables de sus actos». No puede describirse mejor la actitud de la mayoría de los dirigentes nazis juzgados en Núremberg en 1946. Entre los diecinueve personajes interrogados por Goldensohn figuran los principales mandos políticos y militares del Reich que cayeron vivos en poder de los aliados al final de la guerra: el mariscal Goering, el almirante Dönitz, Rosenberg, Ribentropp, Von Papen, Speer, Alfred Jodl y el mariscal Keitel, entre otros, además del enigmático Rudolph Hess. A estos personajes se añade una quincena de altos cargos nazis, juzgados por otros tribunales, que comparecieron en Núremberg como testigos. Con todos ellos trabajó Goldensohn a lo largo de varias sesiones celebradas en las celdas individuales de que disponían los reos, tratados, más que como imputados de crímenes monstruosos, como una rareza patológica del género humano o, por utilizar la expresión de un colaborador de Goldensohn, como verdaderas «ratas de laboratorio».

Este libro contiene las notas sobre su trabajo en Núremberg que el autor dejó inéditas al morir en 1961 y que han sido editadas, prologadas y anotadas para la ocasión por Robert Gellately, profesor de la Universidad de Miami especialista en el nazismo. El resultado es la transcripción de una treintena larga de entrevistas, ajustadas casi siempre a un estricto y frío protocolo y precedidas de una breve caracterización del personaje: rasgos físicos más llamativos, estado de salud y otros datos que Goldensohn pueda considerar de interés, como el timbre de voz o sus gustos musicales –alguno tiene a gala detestar a Wagner–.Todo ello forma parte de una especie de ficha previa, elaborada por el psiquiatra, que se acompaña de un recuadro con una fotografía del individuo y una sucinta información biográfica, en la que no falta la sentencia que finalmente recayó sobre él. Llama la atención el contraste entre la fotografía que ilustra la entrevista, generalmente un retrato oficial que muestra al personaje en sus buenos tiempos, con gesto retador, envuelto en una luz casi sobrenatural, y la imagen que se desprende de la descripción del psiquiatra, de hombre derrotado, a veces sucio y andrajoso, perdidos sus antiguos atributos de poder e implorando un poco de comprensión de su interlocutor. Quién lo ha visto y quién lo ve.

En ninguno es tan grande la diferencia como en Rudolph Hess, retratado en la plenitud de su poder con una mirada luminosa y penetrante y convertido cinco años después de su fuga en un patético autómata que recibe al doctor con «la misma cara apenada y demacrada de siempre». La pérdida casi total de su memoria hace inútil la labor de Goldensohn, que dedica apenas dos páginas a consignar los pocos recuerdos que va recuperando y los problemas de salud que le aquejan. Falto de memoria y de conciencia en las que escarbar, Hess no parece ni siquiera un caso clínico, a diferencia de aquellos dirigentes nazis, más o menos cuerdos, a los que el psiquiatra puede interrogar sobre sus antecedentes familiares, sus vivencias y su posible sentimiento de culpa, que asoma muy de tarde en tarde. Este modelo, aplicado en casi todos los casos, permite al psiquiatra ir pasando de lo objetivo a lo subjetivo, del cuerpo al alma y de la consciencia a la personalidad oculta del entrevistado. Se le empieza preguntando por su salud y por su alimentación, se le ayuda poco a poco a abrir su corazón (o lo que sea) y se acaba inquiriendo sobre su responsabilidad en los crímenes que se le atribuyen. Pero la misión de Goldensohn no tiene un carácter judicial; no busca en ningún momento confesiones o pruebas incriminatorias que puedan utilizarse en el juicio. Se trata de bucear en la personalidad de los reos con una finalidad puramente clínica, un juego sutil que no escapa a la perspicacia de Goering: «Tiene usted una buena técnica psiquiátrica. Deja que el otro hable y se ponga la soga al cuello». Aunque algunos pacientes se aferran a su mala salud o a sus circunstancias personales para evitar las cuestiones más escabrosas, la estrategia defensiva de los más astutos –ese ex ministro que consigue aburrir al psiquiatra con sus «lamentos genitourinarios»– no suele hacer mella en Goldensohn, que muestra un pulso firme y decidido para orientar la entrevista en la dirección deseada. La docilidad con que el paciente se presta a seguir el recorrido establecido por el psiquiatra varía mucho según los casos. Unos entran gustosos en el juego, como confortados por el hecho de que un extraño se interese por sus vidas; otros empiezan a verle las orejas al lobo en cuanto se les pregunta por su entorno familiar y dan ya una respuesta evasiva. En lo que coinciden la mayoría de ellos es en borrar las posibles pistas de su biografía –un antisemitismo temprano, por ejemplo– que conduzcan al origen de una conducta criminal.

Ninguno se siente responsable de nada, ninguno hizo nada, ninguno supo nada. ¿Antisemita? Lo normal, pero sin desear en el fondo ningún mal a los judíos. Es más: varios reos declaran haber tenido en el pasado buenos amigos judíos e incluso uno de ellos afirma simpatizar abiertamente con el sionismo. La culpa fue de los otros, sobre todo de aquellos que ya han muerto, entre los cuales Himmler, Goebbels y a veces Hitler se llevan la palma. Hubo algo de exageración en la política antisemita del Reich, admite el jefe de las Juventudes Hitlerianas, y, claro, «con la tendencia alemana al perfeccionismo», al final se les fue la mano. Son muy pocos los que se apartan de este patrón de conducta. Entre ellos, un general de las SS reconoce con toda frialdad ser responsable del asesinato de noventa mil judíos, y alega en su favor haberse limitado a cumplir órdenes de Himmler y hacerlo sin que «se produjeran atrocidades ni tratos brutales». Por el contrario, un joven dirigente de la Gestapo quedó sumido en una profunda depresión tras el primer interrogatorio, que concluyó entre vómitos y llanto. «Ostentaba», apunta Goldensohn al verle por primera vez, «una expresión facial suplicante».

Con testimonios como éstos, se entiende mejor que el «año cero» que dio título a la película de Rossellini sobre la Alemania de 1945 se refiera no sólo a un país arrasado materialmente, sino convertido en una pura ruina moral.A su reconstrucción en la posguerra y a los avatares de la nueva Alemania hasta nuestros días ha dedicado Ferran Gallego un espléndido libro que puede leerse como continuación de otra reciente obra suya: De Múnich a Auschwitz. Una historia del nazismo. Uno y otro suponen un meritorio esfuerzo por secularizar la historia de la Alemania del siglo XX, sustrayéndola de esa visión fatalista y moralizante, tan extendida entre historiadores de toda condición, que presenta al pueblo alemán dominado por extrañas fuerzas ocultas que lo arrastran hacia su perdición.Tarea ardua, como hemos visto, porque no resulta nada fácil aislar los acontecimientos vividos y protagonizados por la Alemania contemporánea de un sustrato psicológico que explicaría ciertas constantes en el comportamiento de sus clases dirigentes. Ferran Gallego sigue en realidad un doble itinerario que recorre en paralelo entre 1945 y 2004: por un lado, el resurgir de una nación vencida y humillada que pasará en unos pocos años del infierno de la derrota a protagonizar el llamado «milagro alemán»; por otro, la pervivencia soterrada de una extrema derecha que enlaza con los mitos y sentimientos que promovió el nazismo hasta su aniquilación. El éxito de la reconstrucción material y política contribuyó a limitar el efecto dañino de unos sentimientos que sobrevivieron sorprendentemente al hundimiento del III Reich. Dos años después de la victoria aliada, la mitad de los alemanes creía que el nazismo «había sido una buena idea mal construida» y encuestas posteriores citadas por el autor mostraban una opinión relativamente favorable al antiguo Führer, aunque disociando su condición de «gran estadista» de su responsabilidad al conducir a Alemania a la guerra.

Como señala Ferran Gallego, el éxito de la Alemania Federal no consistió en la total erradicación del sentimiento nacionalsocialista, sino en la construcción de un sistema político que permitió aislar ese nazismo residual y hacerlo hasta cierto punto inofensivo. Para ello resultó clave la capacidad de la Democracia Cristiana para ocupar el espacio político de las diversas derechas y administrar en solitario el llamado «milagro alemán», sin competidor alguno ni en la extrema derecha ni en la izquierda, un flanco electoral muy debilitado hasta la década de los sesenta por el estigma histórico que durante años marcó a la socialdemocracia, demasiado vinculada al recuerdo de la República de Weimar y a una tradición marxista común a la del comunismo gobernante en la República Democrática Alemana. Ninguno de los cambios de escenario que se han producido en la reciente historia de Alemania ha modificado sustancialmente el estatus político de la ultraderecha. Ni el brote terrorista que sufrió el país en los años setenta, ni los efectos traumáticos de la reunificación, ni las crisis económicas que se han sucedido en las tres últimas décadas, han impulsado a la extrema derecha alemana mucho más allá de su tradicional horizonte electoral, más modesto que el de otras fuerzas semejantes en países como Italia o Francia. Más que un posible ascenso de un populismo de este cariz, el problema, según Gallego, radica en la pervivencia entre el electorado de los partidos democráticos de sentimientos difíciles de conciliar con la ideología de esos mismos partidos: encuestas realizadas poco después de la reunificación indicaban que el treinta y nueve por ciento de los electores del PSD consideraba «más bien bueno» el nacionalsocialismo e igual resultado obtenía la pregunta de si Hitler sería recordado como «uno de los más grandes hombres de Estado de Alemania» de no ser por la guerra mundial y la persecución de los judíos. Pregunta ciertamente capciosa, porque juzgar a Hitler haciendo abstracción del Holocausto y la guerra es un absurdo histórico que no puede conducir a nada bueno.

Personalidades políticas tan distintas como Margaret Thatcher y François Mitterrand se opusieron en su día a la reunificación express propuesta y ejecutada por el canciller Kohl en 1990. Más de uno se acordó en aquel momento de la capacidad de Alemania, tantas veces acreditada hasta 1945, para llevar a Europa al desastre. Pero su «tenacidad demoníaca», como la llamó Haffner en 1939, al combatir a sus enemigos reales o figurados parece definitivamente cosa del pasado. Ese componente nihilista que el propio escritor alemán señaló como pieza esencial del discurso nacionalsocialista se da de bruces con una situación económica y social que, sin ser precisamente boyante, en nada recuerda la del período de entreguerras, cuando Alemania pasó en unos pocos años de la hiperinflación de 1923 a un cuarenta y cuatro por ciento de paro en vísperas de la subida de Hitler al poder. Como dice Ferran Gallego, incluso los sectores hoy en día más vulnerables a los mensajes de la extrema derecha se muestran poco receptivos a las alternativas nihilistas, del tipo todo o nada, a la crisis que arrastra desde sus orígenes la Alemania reunificada. Los que sigan viendo en ella al «enfermo de Europa» tendrán que aceptar que sus achaques son los mismos que aquejan al resto del viejo continente.

 

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