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El nacionalismo y el colapso de la Unión Soviética

NATIONALIST MOBILIZATION AND THE COLLAPSE OF THE SOVIET STATE

Mark Beissinger

Cambridge University Press, Cambridge

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El desmembramiento de la Unión Soviética y el proceso análogo que se produjo en Yugoslavia fueron los acontecimientos fundamentales en el resurgimiento y la expansión del nacionalismo en Europa y en gran parte del mundo durante las dos últimas décadas del siglo XX . En los años noventa el nacionalismo, junto con su corolario de «política identitaria», volvió a convertirse en un importante tema de estudio en las universidades occidentales, aunque entre los profesionales el tono no fue de aprobación, ya que el nacionalismo parecía a menudo intransigente, intolerante, codicioso y enormemente subjetivo. De ahí la tendencia entre muchos de estos estudiosos a concluir que las naciones consagradas por proyectos nacionalistas no solían ser más que –en la expresión bien conocida de Benedict Anderson– «comunidades imaginadas».

La experiencia soviética fue muy llamativa a este respecto, porque durante más de medio siglo los líderes soviéticos se jactaron, seguros de sí mismos, de que habían resuelto el «problema de las nacionalidades».Antes de la revolución, Lenin y otros habían denominado al viejo imperio zarista «la prisión de los pueblos»: dentro de su vasto ámbito gobernaba sobre más de un centenar de grupos étnicos y lingüísticos diferentes, entre los que sólo los afortunados finlandeses (y, brevemente, los polacos) disfrutaron de un cierto grado de autonomía. Nada de esto había disuadido a Lenin y a sus compañeros comunistas de recrear el viejo imperio con el alcance más completo posible valiéndose de su nuevo Ejército Rojo. Aunque Lenin había consagrado el derecho a la «independencia nacional» en sus demagógicos llamamientos de 1917, entre 1920 y 1923 el Ejército Rojo reconquistó la inmensa mayoría de los pueblos no rusos, con la sola excepción de los Estados bálticos y Polonia.

Esto suscitó el tema urgente de cómo cuadrar el círculo de un vasto y nuevo imperio basado supuestamente en naciones libres. Mientras que Stalin –no ruso– propuso inicialmente someter a todas las minorías a un Estado ruso, lo que garantizaría «autonomías» ficticias, Lenin –un ruso étnico– concluyó que esto nunca funcionaría. Había que crear una estructura más elaborada de incentivos y amenazas en un intento de cuadrar el círculo. El resultado fue el reconocimiento del pleno estatus de república (en teoría, casi independiente) para las nacionalidades más avanzadas y de mayor tamaño, que luego se federaron conjuntamente –y haciendo uso de una supuesta libertad– como la nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Y esto no era más que el principio. El nuevo sistema soviético anunció oficialmente que la marcha hacia el socialismo produciría, y de hecho lo necesitaba absolutamente, el desarrollo pleno de la identidad y la cultura nacional, ya que la nacionalidad era un elemento constitutivo de la modernidad e incluso un preludio necesario al socialismo.Todos los ciudadanos soviéticos, por tanto, habían de tener una identidad nacional o étnica, así como el derecho a utilizar su propio idioma en el desarrollo educativo y cultural. En consecuencia, se crearon formalmente una serie de «repúblicas autónomas» para pueblos más pequeños dentro de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (RSS) constitutivas, y para pueblos aún más pequeños se establecieron docenas de «distritos autónomos», de tal modo que el mapa oficial de la administración interna estaba integrado por una desconcertante variedad de numerosos «distritos autónomos», «regiones autónomas» y «repúblicas autónomas» dentro de las diversas RSS. La república rusa (técnicamente, República Socialista Federada Soviética Rusa, o RSFSR), que ocupaba por sí sola más de la mitad del territorio de la gigantesca Unión Soviética, era un vasto Estado multinacional por sí misma, que contenía un complejo agregado de repúblicas y distritos nominalmente autónomos.Todo esto se mantenía unido, por supuesto, por medio de la dictadura del Partido Comunista de toda la Unión Soviética, con su sofisticada policía y su considerable ejército. Sin embargo, el uso de los idiomas locales, el fomento de las culturas no rusas y la política de korenizatsiya (o «indigenización»), según la cual los máximos dirigentes locales eran al menos miembros nominales del grupo étnico local, proporcionaban incentivos nominales que hacían que la dictadura de Moscú resultara más digerible.

La política soviética, especialmente durante los años veinte y los primeros años treinta (aunque, en cierta medida, también después), no buscó simplemente dar cabida a un cierto grado de identidad nacional, sino que la promovió también positivamente. Como se consideraba que el reconocimiento de la nación era un elemento básico de modernización y de la marcha hacia el socialismo, de ahí se seguía que la identidad nacional había de cultivarse en toda la Unión Soviética. Pronto todos los ciudadanos soviéticos hubieron de tener por ley su identidad nacional sellada en sus documentos identificativos, y se reconoció una identidad nacional incluso para grupos étnicos pequeños que no revelaban ninguno de los elementos que caracterizan normalmente a una nación. Se codificaron y cultivaron idiomas que no se habían escrito nunca, dando como resultado lo que Terry Martin ha denominado The Affirmative ActionEmpire: Nations and Nationalism in the Soviet Union, 1923-1939 (Ithaca, Cornell University Press, 2001).

Esta política de nacionalidades única, así como el triunfo mismo del comunismo, se habían visto facilitados por el hecho de que el sentimiento específico de nacionalismo ruso había sido siempre débil, más débil de hecho que en cualquier otro gran grupo étnico europeo, incluido el español. El Estado moscovita se había convertido en un imperio antes de la época del nacionalismo, y antes de 1881 la administración autocrática de un Estado multinacional había tendido a atajar el nacionalismo étnico ruso, a pesar de que el ruso había sido el idioma estatal.

A mediados de los años treinta, el estalinismo pleno había empezado a restringir la aplicación de la política de nacionalidades, a pesar de que se conservaban sus principales elementos. Stalin reforzó los controles totalitarios, purgó implacablemente al personal nativo en todos los grupos étnicos más importantes mediante la persecución del «desviacionismo nacionalista» y empezó a privilegiar por primera vez la historia rusa y a los héroes históricos rusos, en parte en un esfuerzo por promover una mayor solidaridad a la vista de la probable guerra extranjera. Esa tendencia, aunque limitada, ha sido estudiada recientemente en National Bolshevism: Stalinist Mass Culture and the Formation of Modern Russian National Identity, 1931-1956 (Cambridge, Harvard University Press, 2002), de David Brandenberger. Continuó durante la Segunda Guerra Mundial, que incluyó programas soviéticos cuasi genocidas de deportaciones masivas de grupos étnicos acusados de colaboración real o potencial con los invasores alemanes, un proceso estudiado por vez primera por Robert Conquest en The Soviet Deportation of Nationalities (Londres, Macmillan, 1960), y más tarde por el historiador disidente ruso Aleksandr Nekrich en su libro The Punished Peoples (Nueva York, Norton, 1978). La resistencia guerrillera se mantuvo con bandas nacionalistas armadas en las recién conquistadas repúblicas bálticas y en el oeste de Ucrania durante casi una década a partir de 1944, pero aquélla fue aplastada lenta y sistemáticamente. La política oficial de nacionalidades, por lo demás, cambió sólo un poco. Estonia, Letonia y Lituania se convirtieron en auténticas «RSS de la Unión», y la diminuta Tannu Tuva, en la frontera china, incorporada oficialmente en 1944, pasó a ser una «región autónoma». La política lingüística avanzó cada vez más hacia la rusificación, pero nunca se promovió oficialmente un declarado nacionalismo ruso. Un nuevo objetivo –el de trascender en última instancia la nacionalidad individual por medio de la construcción de una nueva y única «nación soviética», basada en identidades étnicas múltiples– acabaría consagrándose como la meta a alcanzar en décadas posteriores del régimen soviético.

Los extremos de la represión se suavizaron tras la muerte de Stalin, pero la dictadura soviética nunca dudó en utilizar cualquier tipo de fuerza que fuera necesaria para mantener un control firme. En los años setenta y ochenta, sin embargo, se había sumido en la rutina, la corrupción profunda y una tendencia cada vez mayor hacia el estancamiento. Su recién descubierta «legalidad soviética» produjo técnicas más sofisticadas que eran considerablemente menos brutales. Las RSS de la Unión estaban ahora dominadas por camarillas del Partido que pasaron a estar parcial, aunque nunca plenamente, etnicizadas, y en la propia República Rusa el liderazgo soviético miraba benignamente las expresiones de la identidad étnica y el protonacionalismo rusos como un medio para el mantenimiento de la identidad común y el control. Estas tendencias restringidas hacia el rusismo durante la última parte del período soviético han sido estudiadas en Reinventing Russia: RussianNationalism and the Soviet State 19531991 (Cambridge, Harvard University Press, 1998), de Yitzhak M. Brudny.

No obstante, toda disidencia manifiesta seguía reprimiéndose firmemente y la supremacía del sistema soviético había pasado a aceptarse, al decir de todos, como una triste realidad incluso en las repúblicas bálticas y el oeste de Ucrania. El liderazgo reformista de Gorbachov no tuvo la más mínima sensación de que el Estado soviético multinacional pudiera correr el menor peligro de resultas del renaciente nacionalismo cuando inició una limitada perestroika o «reestructuración» económica en 1986. No se trataba más que de un tímido esfuerzo por introducir algunas de las reformas puramente económicas que el régimen comunista chino llevaría a cabo poco después con un éxito mucho mayor. La resistencia a la perestroika dio lugar a su vez en 1987 a la política de glasnost (franqueza o transparencia), de mayor libertad de información y expresión, esta vez para generar un mayor apoyo para la perestroika económica.

Lo que resultó inesperado fue el giro político que adoptaron las expresiones de la glasnost durante 1988, lo que se tradujo en exigencias de mayor representación y, a la inversa, en una renovada oposición a los planes de Gorbachov por parte de la élite soviética. Las elecciones al congreso del Partido Comunista de la totalidad de la Unión Soviética de 1988 fueron aún concebidas por Gorbachov para movilizar el apoyo a la perestroika económica, pero se había iniciado un proceso que para entonces estaba ya fuera de control, cuyo siguiente paso fueron unas elecciones semilibres al parlamento de la Unión Soviética en 1989.Aunque por entonces Gorbachov reconoció que un cierto grado de democratización política resultaba inevitable, antes de 1990 existían pocas expectativas de que esto pudiera dar lugar a una irresistible presión neonacionalista contra el propio Estado soviético.

Lo que sucedió, en cambio, fue que la reforma y democratización parcial abrieron las compuertas de lo que pronto se convirtió en una marea irresistible de nacionalismo, a la que se unieron cada vez más los rusos étnicos, y a la que no pudo hacer frente una élite soviética profundamente dividida que ya no deseaba o no era capaz de utilizar la represión masiva de años anteriores. Lo que casi nadie predijo en fechas tan tardías como 1985-1987 se había convertido en una realidad en 1991. En este muy «infrapredicho» acontecimiento trascendental del siglo XX , el nacionalismo había suministrado no tanto la causa como el irresistible golpe de gracia. De todas las nuevas formas de nacionalismo de finales del siglo XX , los nuevos movimientos en la antigua Unión Soviética fueron a la larga los que tuvieron el mayor impacto. Es mucha la literatura que se ha dedicado en idiomas muy diferentes al desmembramiento de la Unión Soviética, la mayor parte de ella periodística, una pequeña parte muy erudita. El nuevo libro de Mark Beissinger no es una narración histórica más, sino que constituye, en cambio, el estudio más exhaustivo y perspicaz que se ha escrito de lejos sobre el papel del nacionalismo en este proceso. Crea una serie de complejas mediciones y predicciones ejemplares de protesta pública y movilización nacionalista, y de qué fue lo que lograron y lo que no, situando el papel del nacionalismo dentro de un amplio número de factores, influencias y variables que se vieron implicadas en el colapso soviético. Ha alcanzado un amplio reconocimiento como el estudio clave de este proceso, y también como un modelo de un complejo análisis de ciencia social. Ha obtenido tres premios académicos diferentes dentro de Estados Unidos, aunque hasta el momento no se ha traducido al español.

Uno de los primeros hallazgos fue que la estructura multinacional de la Unión Soviética no albergaba un hervidero de movimientos nacionalistas a la espera de explotar.Aunque es poco el progreso que se había hecho en la consecución de la cacareada y única «nación soviética», se había contenido eficazmente al nacionalismo activo, si bien no se había extirpado por completo, tal y como ha mostrado Dina ZissermanBrodsky en su Constructing Ethnopoliticsin the Soviet Union: Samizdat, Deprivation and the Rise of Ethnic Nationalism (Nueva York, Palgrave Macmillan, 2003). Cuando Gorbachov llegó al poder en 1985, sin embargo, apenas podían encontrarse organizaciones nacionalistas eficaces. La política de nacionalidades soviética había creado de hecho identidades nacionales entre pueblos pequeños, atrasados, que no habían existido antes, pero esto no se había traducido por regla general en una sensación activa de nacionalismo entre la mayor parte de ellos. Cuando las reformas de Gorbachov permitieron una mayor libertad, las primeras exigencias que se oyeron en la Unión Soviética tuvieron que ver con la libertad de expresión plena, la democracia en el seno del Partido Comunista, las elecciones multipartidistas e incluso con asuntos como la protesta de los ecologistas. La política y la represión soviéticas habían dejado el nacionalismo potencial tan inactivo que surgió únicamente en el tercer y cuarto estadios del liberalismo y la protesta, aunque a comienzos de los años noventa había pasado a convertirse en la forma dominante.

Un segundo hallazgo muy relevante guarda relación con la importancia de la contingencia y los acontecimientos. Beissinger observa que las «teorías del nacionalismo han tendido a resaltar la estructura por encima de la acción», subrayando las precondiciones y factores estructurales que alientan el nacionalismo aunque no consigan valorar el papel de la contingencia, acontecimientos y oportunidades nuevos y repentinos, y el papel de la emulación. Muestra de modo convincente que en los últimos años de la Unión Soviética los acontecimientos se alimentaron entre sí y una cosa conducía a la otra. La mayor libertad para movilizarse y protestar hizo posible pasar de demandas limitadas y en apariencia casi inocuas a reivindicaciones más radicales. Un proceso de analogía o lo que en ocasiones recibe el nombre de «efecto demostración» dio lugar a demandas similares entre grupos o nacionalidades diferentes una vez que la secuencia se puso en movimiento. Beissinger se refiere a lo que él llama «corrientes» generales de acontecimientos que dieron lugar a la imitación y la réplica por toda la Unión Soviética de modos que encontraban cada vez menor resistencia. Las demandas iniciales de libertad cultural nacional y mayor democracia concluyeron en algunos casos con exigencias de una total independencia, recapitulando una secuencia de exigencias habituales desde el siglo XIX . Beissinger identifica varias corrientes u oleadas de acontecimientos, que generalmente surgían de resultas de grandes cambios, como el congreso de representantes del nuevo partido de 1988, las elecciones de 1989 y otros. Subraya, además, que había habido al menos otras cinco oleadas o corrientes internacionales de nacionalismo en la historia reciente europea, que habían tenido lugar anteriormente en 1820-1821, 1830-1833, 1848-1849, 1875-1876 y 1910-1922.

La base de datos en que se fundamenta este estudio es extremadamente amplia: se trata, de hecho, de una de las más amplias que se han visto en la literatura contemporánea de las ciencias sociales. Una lectura exhaustiva de los medios de comunicación soviéticos y de los datos de la policía ha arrojado un total de 6.663 manifestaciones de protesta (con al menos cien participantes en cada una) y 2.177 actos masivos violentos (con al menos quince participantes en cada uno), una suma de casi 9.000 incidentes para el período entre enero de 1987 y diciembre de 1992. El autor codificó y correlacionó posteriormente cada uno de estos acontecimientos, todo lo cual sirve para explicar por qué necesitó trece años para completar el libro. Estos datos se organizan en numerosos gráficos y tablas para explicar múltiples temas de periodicidad, interrelación y relación con otras variables.

Un importante factor en este proceso son los papeles de las estructuras, las restricciones institucionales y la represión, o ausencia de ella, por parte del Estado.Anteriormente habían demostrado ser decisivos, pero perdieron cada vez más eficacia. Una de las partes más impresionantes del estudio es el modo en que Beissinger demuestra la interrelación entre estos factores y la movilización y la protesta nacionalistas. Está claro que en la época de Gorbachov una serie de cambios históricos, políticos y culturales habían dejado a la élite soviética no tanto incapacitada como poco dispuesta a utilizar los niveles de represión estalinistas. Pero se empleó de diversos grados en varios niveles, y en numerosos casos, a pesar de que la fuerza utilizada no fuera abrumadora, resultó eficaz. Las protestas nacionalistas entre algunos de los pueblos más modestos fueron eficazmente aplastadas, tanto antes como después del desmembramiento del propio Estado soviético. La represión debe examinarse también en relación con las estructuras existentes y otras restricciones institucionales. En el caso de muchos pueblos más modestos, la incorporación lingüística y económica dentro del marco ruso o de otras nacionalidades más amplias había alcanzado un nivel tal que no acabaron nunca de tomar cuerpo realmente las protestas nacionalistas a gran escala. En algunos casos, esas estructuras y limitaciones siguieron siendo eficaces sólo durante un cierto período de tiempo, ya que luego empezaron a resquebrajarse bajo la influencia de tremendas oleadas de movilización y protesta que llegaban arrastradas desde otras regiones.

Este estudio relaciona de modo convincente la movilización nacionalista con diversas variables fundamentales: la experiencia de la creación de Estados independientes a comienzos del siglo XX , el tamaño de la población (normalmente se requería una nacionalidad que contara al menos con 560.000 personas), un cierto nivel de urbanización (28 por 100) y, lo que era igualmente importante, la conservación del idioma nacional como lengua materna por parte del 86 por 100 del supuesto grupo nacional. Pero no todos esos grupos étnicos que habían logrado una eficaz movilización adquirieron la independencia nacional, ya que el desmembramiento se produjo a la manera de la estructura existente de «unión de repúblicas» y las nacionalidades que no disfrutaban del estatus existente de república de la unión consiguieron únicamente, en el mejor de los casos, una autonomía reforzada.

Tampoco demandaron la independencia las poblaciones de todas las repúblicas de la unión.Antes de 1985 se daba por supuesto que la principal presión para el separatismo étnico llegaría de los habitantes de las repúblicas centroasiáticas, con su tasa de natalidad muy alta y su religión y cultura islámicas. En ninguna otra parte del mundo soviético parecía la relación con Moscú tan típicamente «colonial» como en Asia central. En la práctica, sin embargo, estas repúblicas de la unión permanecieron en gran medida muy inactivas, debido en parte a sus niveles más bajos de modernización y urbanización y a una menor identidad cultural nacional, a lo que se añadía el hecho de que las repúblicas existentes no habían sido nunca Estados históricos y no habían disfrutado de independencia durante más de un siglo. La situación era algo similar en la Bielorrusia eslava, fuertemente rusificada lingüísticamente, menos urbana e industrial, pero plenamente incorporada a la estructura soviética. Estas repúblicas pasaron a ser independientes sólo cuando todas las demás hicieron lo propio y se quedaron sin ninguna otra alternativa.

Uno de los capítulos más interesantes trata de los casos de seis grupos étnicos que no se ajustaban al modelo. Los uzbekos y los turkmenos deberían haber generado una mayor movilización, ya que encajaban en la mayoría de los criterios, pero diversas restricciones culturales e institucionales, combinadas a veces con una abierta represión y, más tarde, con un cierto grado de cooptación, limitaron la movilización nacionalista.Varios pequeños pueblos –los abjazos, los gagauzes, los bashkires y los tuvanos– lograron significativas movilizaciones nacionalistas a pesar de que no satisfacían la mayoría de los criterios. En el caso de los tres primeros, un factor fundamental fue un enconado conflicto étnico con los más movilizados moldavos, georgianos y tártaros, y en el caso de los tuvanos su cuasi independencia nominal entre las dos guerras mundiales. Los tártaros del Volga, a su vez, lograron realizar importantes movilizaciones, pero hubieron de conformarse con una autonomía reforzada en el seno de la nueva Federación Rusa.

Beissinger se muestra de acuerdo con quienes han defendido que el colapso de la Unión Soviética no era inevitable. Surgió de un proceso iniciado por unas reformas del nuevo Estado que no necesitaban haberse realizado. Las protestas y las reformas no comenzaron con el nacionalismo, sino que únicamente acabaron provocándolo. El nacionalismo exacerbado que se tradujo en una independencia por escisión dependía de una compleja combinación de factores: súbitas nuevas oportunidades que aumentaban progresivamente, la influencia de otros ejemplos y de nuevas y arrolladoras corrientes de acontecimientos, un cierto tipo de historia nacional o cultural, unas ciertas dimensiones mínimas, un cierto nivel de modernización y actividad cultural, y la conservación del idioma nacional. Por otro lado, la mayoría de las supuestas naciones, o los grupos étnicos con identidades nacionales, carecerían de ese derecho. Saldrían de la experiencia del desmembramiento soviético aún como minorías, ahora en el seno de nuevos y diferentes Estados independientes, aunque en los casos de algunos de los grupos más amplios con una mayor autonomía interna que antes.

El desmoronamiento de la Unión Soviética provocó una cierta violencia, pero sorprendentemente poca. Los nuevos líderes soviéticos habían perdido la determinación, y en ocasiones posiblemente el poder, para reprimir con eficacia, ya que la serie de reformas y protestas se sucedían fuera de control. Los peores episodios de violencia interétnica tuvieron lugar después de que la Unión Soviética ya se hubiera desmembrado.Todos los peores casos y los mayores números de víctimas se produjeron en conflictos entre musulmanes y no musulmanes, o a veces entre grupos musulmanes rivales. No fue el resultado del conflicto entre comunistas y no comunistas, ya que muchos de los comunistas acabaron convirtiéndose antes o después en nacionalistas. El argumento del «choque de civilizaciones» encuentra aquí un cierto apoyo.

La desintegración de la Unión Soviética no solucionó muchos de estos problemas. Sólo las nacionalidades de mayor tamaño lograron la independencia, mientras que la mayor parte de las minorías siguieron siendo minorías. La Rusia independiente, técnicamente la «Federación Rusa», aún puede seguir llamándose una especie de imperio, ya que conserva una variante del antiguo sistema soviético de la RSFSR con sus múltiples repúblicas autónomas y distritos autónomos internos. El conflicto separatista checheno se ha convertido en uno de los más sangrientos y crueles del mundo. La república de Georgia y algunas otras tienen sus propios problemas graves con las minorías. Incluso en las ilustradas y progresistas repúblicas bálticas «europeas», las grandes minorías rusas son ciudadanos de segunda fila que se resienten de derechos civiles algo restringidos.Y la mayoría de las repúblicas postsoviéticas son bien «democracias autoritarias», bien, en los Estados musulmanes, dictaduras personales pobremente disfrazadas.

¿Qué lecciones han de aprenderse del desmembramiento soviético y sus secuelas? Una es que aun los regímenes autoritarios han de pagar un alto precio a la hora de reprimir una movilización nacionalista generalizada. Una vez que ésta se desarrolló finalmente en la Unión Soviética, los más moderados líderes soviéticos que buscaban administrar lo que había pasado a conocerse como la «legalidad soviética» no estaban dispuestos ni podían pagar ese precio. Del mismo modo, el gobierno cuasi democrático de Boris Yeltsin se retiró de la guerra abierta que se libraba en Chechenia en 1995, pero el régimen posterior de Putin se mostraría deseoso de pagar ese precio.

Una segunda lección se limita a repetir la aprendida tras el Tratado de Versalles de 1919: la creación de un número considerable de Estados independientes no resuelve necesariamente todos los problemas de nacionalismo y autonomía, porque hay muchas naciones potenciales y muchas minorías nacionales diferentes que tienen aún que acomodarse. En ocasiones son miembros de los anteriores Herrenvölker quienes constituyen las nuevas minorías, como en los casos de los alemanes después de 1919 y los rusos después de 1991. El incesante papel del nacionalismo en los principales Estados postsoviéticos ha sido estudiado por Anatoly M. Khazanov en After theUSSR: Ethnicity, Nationalism, and Politics in the Commonwealth of Independent States (Madison, University of Wisconsin Press, 1995).

Una tercera lección guarda relación con la utilidad de las negociaciones políticas, aunque el éxito de las negociaciones depende también a su vez de complejos factores históricos y nuevos factores políticos, que en algunas circunstancias pueden no darse en un número suficiente para producir un resultado positivo.Varias nacionalidades, como los tártaros del Volga en la Federación Rusa, evitaron cualquier intento de independencia, pero lograron una autonomía considerablemente reforzada por medio de las negociaciones. Las minorías rusas en las repúblicas bálticas fracasaron a la hora de negociar eficazmente en el momento en que podrían haber conseguido concesiones más fácilmente.

Una cuarta lección tiene que ver con los logros inciertos de la violencia nacionalista. Los movimientos independentistas más importantes de la antigua Unión Soviética no hubieron de emplear en absoluto mucha violencia, sino que se beneficiaron de las poderosas fuerzas de cambio político que actuaron a su favor. En los casos de algunos otros, como los tuvanos y los gagauzes en Moldavia, una violencia limitada parece haber ayudado a ganar una autonomía incrementada significativamente. En otros casos, sin embargo, la violencia ejercida por los nacionalistas fracasó por completo. Los chechenos, que generaron –proporcionalmente– la mayor violencia de todos, han padecido a su vez la más feroz represión, que ha devastado por completo su país. La violencia es un «factor x» que, dependiendo de las circunstancias, puede fracasar rotundamente.

Una quinta lección podría ser el papel del reconocimiento y el apoyo internacional.Aunque unos gobiernos opusieron generalmente resistencia a la desintegración de la Unión Soviética, otros aceptaron la independencia de las «repúblicas de la unión», si bien tanto unos como otros rechazaron eficazmente cualquier otro desmembramiento a cargo de grupos étnicos más reducidos. Una vez que lograron su independencia, las antiguas repúblicas de la unión respetaron y reforzaron las fronteras y la integridad del resto (con las excepciones de Armenia y Azerbayán), del mismo modo que los Estados africanos que surgieron del dominio colonial han mantenido las fronteras respectivas, a pesar de la definición inicialmente arbitraria de dichas fronteras. La Federación Rusa, por ejemplo, se mostró muy interesada en reprimir la independencia chechena dentro de Rusia, pero apenas brindó apoyo a minorías étnicas rusas en otros Estados.

Una sexta lección sería el aumento inmediato de estabilidad de Estados cuya base era una nación, a pesar de que aquéllos pudieran incluir minorías étnicas muy extensas. Una vez alcanzada la independencia, las antiguas repúblicas de la unión han podido en todos los casos mantener su integridad, al tiempo que decaía la oposición de la mayor parte de las minorías nacionales, excepción hecha de las de Georgia. Aquí parecen haberse visto implicados diversos factores: cada uno de los nuevos Estados se basaba en una nacionalidad hegemónica; casi todos ellos estaban dispuestos a emplear la represión con más vigor, si era necesario, del utilizado por el gobierno de Gorbachov para controlar las minorías; fueron reconocidos y más o menos apoyados por el sistema estatal internacional; ellos se apoyaban, a su vez, entre sí; y, en medio de los terribles problemas económicos que comportaba la introducción de las economías de mercado, surgió una suerte de agotamiento político para la mayoría de las restantes minorías nacionales.

En sus últimos años, la Unión Soviética fue tildada a veces del «último gran imperio multinacional gobernado por blancos». Esta terminología simplificaba en exceso una situación enormemente compleja, pero su desintegración ha proporcionado el ejemplo aislado más extenso de movilización nacionalista en toda la historia. Como señala Beissinger, «la corriente glasnost de nacionalismo reconfiguró fundamentalmente el espacio político y el poder político en más de una sexta parte de la superficie del mundo, puso fin a setenta años de historia del comunismo en Europa, zanjó la división de la Guerra Fría en la política internacional y dio lugar a una nueva hegemonía del capitalismo global». Sus efectos se dejaron sentir, en cierta medida, en lugares tan lejanos como España, Escocia y Quebec, aunque estas influencias se vieron relativamente atenuadas en Occidente.

Las corrientes de nacionalismo fueron más frecuentes en el siglo XIX , y desde 1875 se han visto cada vez más espaciadas.Aunque pueden encontrarse desafíos internos al sistema estatal existente en varios países europeos, la actual estructura de Estados dentro de la Unión Europea tiende a ser mutuamente reforzante. Las negociaciones internas siempre tienen lugar dentro de sistemas de gobierno democráticos, pero es improbable que se produzca otra gran corriente de nacionalismo en un futuro próximo. El sistema europeo actual de cooperación internacional forja un respeto mutuo por la integridad de los miembros, mientras que la práctica democrática, en contraposición a la política de los Estados autoritarios, da cabida a las diferencias internas sin que surjan rupturas.

Podría plantearse como última pregunta si la experiencia soviética y de Europa del Este plantea algunas lecciones para el caso de España.Y aun en el caso de que las conclusiones anteriores fuesen válidas para Europa en su conjunto, aún cabría preguntarse: «¿España es diferente?». El grado de controversia creado por las fuerzas separatistas es actualmente mayor en España que en cualquier otro país europeo y, pace Zapatero, no existe una solución fácil que negociar.

Está claro que España no es directamente comparable ni a la Unión Soviética ni a Yugoslavia (esta última se rediseñó en 1945 como una Unión Soviética en miniatura, en la línea de la estructura propuesta para España por el Partido Comunista antes de 1936). Ambos sistemas eran entidades genuinamente supranacionales, a pesar de su estructura interna de repúblicas nacionales nominales.Dado este carácter supranacional (y también enormemente autoritario), casi todas las grandes nacionalidades podían esperar conseguir su objetivo por medio de la secesión. España, por contraste, es un Estado nacional pluralista y asimétrico que contiene un número comparativamente reducido de grupos étnicos separatistas o cuasi separatistas, aunque la sensación de identidad nacional es más débil que en la mayoría de los Estados europeos. En España no hay ninguna posibilidad de un colapso del Estado nacional mientras las fuerzas separatistas no tengan la fuerza de escindirse por sí solas.

Queda el tema de «facilitar» el separatismo por parte de otras fuerzas españolas, lo que cambiaría radicalmente la ecuación. No existen precedentes de ello en la política europea contemporánea, pero –hipotéticamente– España podría ser «diferente». Esta facilitación sería de algún modo equivalente a la que los republicanos de izquierda proporcionaron a los revolucionarios en 1936. No es probable que esta facilitación llegara al extremo de permitir el separatismo total, aunque puede alentar, sin embargo, un buen número de problemas a sólo un paso del separatismo.

Un factor decisivo cuya influencia no puede determinarse de antemano es el de las condiciones y los conflictos internacionales. Las condiciones internacionales favorecieron el separatismo y la independencia nacionalistas en los años noventa. Los nacionalistas vascos y catalanes esperan y suponen que la globalización del siglo XXI tendrá efectos igualmente benéficos para ellos, aunque no está claro que las cosas vayan a ser así.

Además,no puede predecirse cómo afectarán a España las tensiones intercontinentales e intercivilizacionales, que es probable que se agudicen en años venideros. En Rusia ya han tenido el efecto de exacerbar el nacionalismo y el control pan-ruso, pero Rusia no ha llegado a ser nunca un país plenamente democrático. Los pesimistas podrían argüir que España ya ha pasado una especie de «umbral negativo» de secularismo, hedonismo y cosmopolitismo más allá del cual es imposible cualquier reacción patriótica, aunque se trata probablemente de una exageración.

Aunque España no haya de compararse con la Unión Soviética o con Yugoslavia, habrá de seguir enfrentándose, sin embargo, a una combinación única de desafíos sin parangón en ningún otro país occidental. Aquélla está integrada, por un lado, por poderosas fuerzas separatistas dentro de casa, a lo que se une un problema creciente de inmigración no asimilable y, asimismo, una frontera meridional turbulenta. La simultaneidad de los tres factores es única y bien puede significar que la próxima generación de la política española será más tensa y conflictiva de lo que lo han sido los últimos veinte años.

 

Traducción de Luis Gago.

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