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El carisma del éxito. Adolf Hitler, desde el punto de vista actual

Hitler, 1889-1936.

IAN KERSHAW

Deutsche Verlags - Anstalt, Stuttgart,1998, Este libro será publicado en español por la editorial Península el próximo mes de noviembre.

Traducido del inglés por Jörg W. Rademacher y Jürgen Peter Krause

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«¡Este es el milagro de nuestro tiempo, que vosotros me hayáis encontrado […] entre tantos millones! ¡Y que yo os haya encontrado a vosotros es la suerte de Alemania!» Así hablaba Adolf Hitler en el «Congreso del honor» del partido nazi, en septiembre de 1936, en el punto culminante de su poder. En marzo, tropas alemanas habían ocupado Renania, desmilitarizada por el Tratado de Versalles, recuperando por la fuerza la soberanía nacional, y ese mismo mes el «Führer» había hecho confirmar plebiscitariamente su política mediante unas «elecciones» al Reichstag. Con una participación del 99%, se registró oficialmente un 98,9% de votos afirmativos. Hitler cabalgaba una ola de entusiasmo que, poco a poco, alcanzaba también a aquellos que se habían mostrado escépticos ante él. Y ello a pesar de que el golpe de la ocupación de Renania fácilmente hubiera podido fracasar, porque las tropas empleadas se hubieran visto obligadas a retroceder ante las fuerzas francesas en caso de un enfrentamiento serio. Hitler pasó unas horas de temor, pero su cálculo acertó: el Gobierno francés no se decidió a dar un contragolpe militar. A los ojos de la gran mayoría de los alemanes, su «Führer» volvía a revelarse como un político genial.

Entre 1933 y 1940 Hitler se convirtió «en el jefe de Estado más popular del mundo», dice el historiador británico Ian Kershaw. En octubre del año pasado se publicó la primera parte de su biografía de Hitler, en dos tomos, en lengua inglesa y lengua alemana al mismo tiempo. Sin duda los títulos que tienen por tema al líder nacionalsocialista se cuentan por millares, pero hay pocas biografías completas que puedan considerarse científicamente serias. Tras la biografía de Allan Bullock publicada ya en 1953, pensada también como ejemplar Estudio sobre la tiranía, y el Hitler de Joachim Fest del año 1973, en el último cuarto de siglo la investigación ha alcanzado un fundamento aún más amplio y sólido. Motivo suficiente para verter las nuevas fuentes, análisis de detalle e intentos de interpretación en una biografía actualizada. Por una parte, Kershaw pudo contar para su trabajo con la edición completa, concluida en 1988, de los discursos y escritos de Hitler hasta 1933, los Monólogos en el cuartel general del Führer, 1941-1944 (1980) y los ya completos diarios de Joseph Goebbels, y por otra pudo renunciar a fuentes que –como las abundantemente citadas Conversaciones con Hitler (1940) de Hermann Rauschning– no resistían el análisis.

Como historiador funcionalista, Kershaw fue durante largo tiempo extremadamente escéptico respecto a una aproximación biográfica al «factor Hitler». Era consciente de los riesgos de una historiografía personalizada, que tiende a hacer del nacionalsocialismo un «hitlerismo» y a atribuir sin reparos los acontecimientos históricos a la personalidad de Hitler. Todavía podían satisfacerle menos modelos de explicación excesivamente simples, en cuyo marco Hitler aparece como mero «esbirro» del gran capital o de círculos «reaccionarios». Por eso Kershaw se ha fijado el objetivo de plantear respecto a Hitler nuevas preguntas que afecten a la relación entre el caudillo y los acaudillados, y vinculen la singular carrera de Hitler con las condiciones estructurales de su entorno social y epocal. Para Kershaw la pregunta decisiva es: «¿Cómo explicamos que un hombre con tan escasas dotes intelectuales y capacidades sociales […] [pudiera] desplegar un efecto histórico tan inmenso como para que el mundo entero contuviera la respiración?».

Partiendo de la suposición, bien cimentada en los hechos, de que el «monstruo» Hitler fue inaccesible durante toda su vida, incapaz de establecer vínculos de amistad y careció de una vida privada digna de mención, Kershaw hace que «todo el ser de Hitler» se disuelva en su papel de «Führer». Así, en el poder personal del Führer no ve solamente o sobre todo el resultado de sus propias motivaciones y actos, sino más bien un producto de las expectativas y nostalgias sociales. Sin duda este es un prometedor punto de arranque para una nueva biografía de Hitler. Pero por desgracia en este primer volumen, que alcanza hasta 1936, Kershaw se conforma con trazar a grandes rasgos las condiciones sociales, económicas y culturales de los años veinte y treinta. Con eso no puede elaborar con la suficiente claridad la interdependencia entre la necesidad de salvación y redención de millones de personas y la fuerza de impulso e integración social del «mito Hitler». Al parecer, la forma de la biografía tradicional exige un tributo demasiado alto.

¿Persiste pues el problema que Hitler plantea al historiador? Para resolver este «enigma dentro de un misterio», Kershaw se sirve del concepto de «dominio carismático» de Max Weber. El sociólogo alemán, fallecido en 1920, aplicaba este concepto a los «caudillos» autoritarios que, debido a su especial y extraordinario «don de la gracia» (carisma), vinculan emocionalmente a ellos a sus seguidores en tanto que profetas, demagogos o héroes de guerra. Max Weber señala expresamente que este «tipo de dominio legítimo» se alza y cae junto con su éxito: «Si se le niega el éxito, su dominio vacila». También Kershaw habla de «carisma del éxito» y señala dos cosas: por una parte, los éxitos intrapartidarios y de política tanto interior como exterior, que Hitler fue alcanzando por etapas y reclamó únicamente para sí; por otra, el entusiasmo de sus correligionarios y compatriotas después de cada uno de estos éxitos. De éxito en éxito creció también la egolatría de Hitler. Sin embargo, el «carisma», irracional y difuso desde la base, tiene un dudoso valor de explicación. Aun así, permite un pronóstico: su carácter extraordinario hace imposible un retorno a la normalidad y sólo permite –al precio de su autodestrucción– un incremento y radicalización de las medidas que conducen al «éxito». Visto así, el nacionalsocialismo sólo es comprensible a partir de sus extremos.

Las antiguas biografías de Hitler tenían la encubridora tendencia a satanizar a Hitler y dar demasiado poca importancia a sus arbitrarias convicciones y objetivos. A Alan Bullock, influido por La revolución del nihilismo (1938), de Hermann Rauschning, el líder nazi le parecía «un oportunista totalmente carente de principios», «horro de toda idea», dominado tan sólo por una monstruosa voluntad de poder y por una cínica furia aniquiladora, al final dirigida también contra su propio pueblo. Bullock revisó más adelante este diagnóstico. Pero todavía en Joachim Fest, la planificada aplicación de su imagen del mundo pasa a segundo plano en los estadios decisivos de la política y la guerra. Fest da más peso al Hitler artista frustrado que hubiera querido ser arquitecto, al hombre de teatro y retórico, al diseñador de sí mismo y estetizador de la política, que al Hitler programático. Al hacerlo podía apoyarse en los Recuerdos, publicados en 1969, de Albert Speer, el arquitecto favorito y último ministro de armamentos de Hitler, que tomaba especialmente en serio su concepción de sí mismo como artista. En el círculo más íntimo, al que Speer pertenecía, el Führer decía con frecuencia que hubiera preferido ser artista o arquitecto: «Soy estratega en contra de mi voluntad».

Su rechazo por parte de la Academia de las Artes de Viena en el año 1907 había dejado sin duda profundas cicatrices. Pero el esfuerzo compensatorio de Hitler por poner en escena su política como una obra de arte integral y alucinarse a sí mismo en el papel de un «Lohengrin», de una wagneriana figura redentora, tuvo una influencia meramente marginal en sus objetivos centrales. Por ejemplo cuando reflexiona sobre su herencia política y excluye a Himmler como sucesor porque le considera un «hombre completamente ajeno a las musas». Una bienvenida distracción de las preocupaciones militares y políticas la ofrecían sus megalomaníacos planes para reestructurar arquitectónicamente Berlín, la «capital del mundo», Linz y casi todas las grandes ciudades alemanas. En lo que concierne a su gusto artístico, Hitler se mantenía apegado al siglo XIX , lleno de incomprensión por lo que difamó como «degenerado» arte moderno. El «hermano Hitler», como Thomas Mann llamó a este «artista de barrio» pocos meses antes de la Segunda Guerra Mundial, sólo significaba primitivismo espiritual y un «estropicio» de verdadera magnitud. No habría nada más que decir sobre el tema «Hitler como político artista» si los alemanes no se hubieran dejado fascinar y deslumbrar por el «hermoso brillo del Tercer Reich» (Peter Reichel).

Mucho más esencial en sus consecuencias es lo que Hitler llamaba su «cosmovisión». Por muy cruda, pseudocientífica, ecléctica y, en sus implicaciones, inhumana y criminal que sea –y no sólo desde el punto de vista actual–, no se le puede negar una cierta coherencia y consecuencia internas. En su acertado estudio La cosmovisión de Hitler (1969) Eberhard Jäckel logra sacar a la luz de forma concluyente sus elementos centrales: la concepción naturalista, racista y sociodarwinista de la historia de Hitler y sus visiones a largo plazo, concretamente la conquista de «espacio vital» para los alemanes en el Este y la «aniquilación de la raza judía en Europa». Como último objetivo, ya no alcanzable personalmente, ante los ojos de Hitler flotaba el dominio mundial de la raza germano-aria y la aniquilación global del judaísmo. Kershaw podría adherirse sin más a la tesis fundamental de Jäckel de que la cosmovisión de Hitler era algo cerrado en sí mismo y ya estaba contenida in nuce en Mein Kampf (Mi lucha), en 1925.

A pesar de su consistencia interna, la cosmovisión de Hitler estaba hecha de piezas de decorado y se basaba principalmente en la lectura de folletos de divulgación y panfletos. De ellos extrajo el autodidacta su semiformación, tendente a la anchura más que a la profundidad, con la que pretendía poder resolver todos los problemas esenciales, desde las eternas «leyes naturales» de la Historia hasta la alimentación más sana. Que el carácter de muchos de esos folletos y libelos fuera inequívocamente sectario y estuviera salpicado de clichés chovinistas, racistas y antisemitas no parece haber irritado a este lector sediento de saber. Hitler nunca superó el nivel intelectual de un diletante. Con pocas excepciones, no estudió las obras de los clásicos de la filosofía y de la ciencia como fuentes primarias. Incluso estaba orgulloso de haber conservado su independencia intelectual frente a la ciencia establecida y «ajena a la vida». Aun así, en la cosmovisión de Hitler apenas se encuentran pensamientos originales. Nada habría quedado de ella si no hubiera marcado la visión y las metas de su política.

Para Hitler, en la historia reinaban las mismas leyes implacables que en la naturaleza: como cualquier especie animal, cada raza humana lucha por su conservación, multiplicación y expansión, y en el sentido de un socialdarwinismo vulgarizado vence el más fuerte, el más brutal y el que tiene menos escrúpulos. Según Hitler, la historia no es otra cosa que «la lucha vital de los pueblos por su espacio vital», y la política «la ejecución de la lucha vital de un pueblo», lo que elimina la distinción entre política interior y exterior. Hitler lleva al extremo su error naturalista, que malversa las leyes propias de los ordenamientos culturales, a través del concepto de «unidad racial», empírica y científicamente insostenible. Consciente de que el pueblo alemán no está compuesto en modo alguno por una raza única y «de pura sangre», Hitler exigía precisamente por eso defender su superior «valor racial» y prohibir las mezclas de sangre. Toda acción contra una naturaleza así imaginada era un «pecado contra la voluntad del creador eterno», castigado con la decadencia. Semejante naturalismo normativo no es compatible ni con la moral cristiana y humanista ni con los estándares científicos. A Hitler no le importa el rigor conceptual y analítico, pero sí la consistencia sugestiva de sus concepciones del hombre, la naturaleza y la historia.

Esa consistencia fue producida por una subdivisión del mundo, dualista y maniquea, entre buenos y malos, Bien y Mal. Hitler contraponía la raza superior de los «arios», a la raza inferior de los «judíos». Mientras atribuía a los arios casi todos los logros culturales superiores de la historia –arte, estado y técnica–, acusaba a la raza judía de explotar parasitariamente a sus «pueblos huésped», esclavizarlos espiritualmente y devaluarlos racialmente. Ya en Mein Kampf Hitler acusaba a los judíos –como subraya Eberhard Jäckel– de emplear el internacionalismo, el igualitarismo y el pacifismo como medio refinado en el camino hacia el dominio mundial. El «bolchevismo judío» y –más adelante, en la guerra contra Gran Bretaña y los EE.UU.– la «plutocracia» judía no tenían un valor meramente propagandístico.

Hitler estaba profundísimamente convencido de que la definitiva victoria «del» judío, la «peste mundial», llevaría consigo la verdadera decadencia de la humanidad. El judío era «mucho más malvado, mucho más sediento de sangre, mucho más satánico, de lo que Streicher lo ha representado», declaraba Hitler en uno de sus interminables Monólogos en el cuartel general del Führer, en el que hablaba del insuperable libelo antisemita «Der Stürmer», de Julius Streicher. Cuando el autor de Mein Kampf recalca con toda seriedad: «Al defenderme del judío, lucho en pro de la obra del Señor», respeta en cierto modo «al» judío como mayor adversario posible. En la concepción de Hitler, su total aniquilación no era un genocidio criminal, sino un imperativo moral. Despreciaba la llamada interior de la conciencia como «un invento judío, una vergüenza». A menudo se desconocen los dos presupuestos de su «antisemitismo de liberación» (Saul Friedländer): la total superación del judaísmo y la pretensión moral de absoluto. Sus adeptos y una parte considerable de los alemanes asumirán ambas cosas.

El monolítico edificio intelectual que Hitler ensambló en Mein Kampf pudo integrar casi todas sus opiniones y conceptos anteriores. Eberhard Jäckel lo resume así en La cosmovisión de Hitler: «El origen de esta cosmovisión ha de verse en una lenta evolución de lo ordinario a lo extraordinario». Ordinarios eran el antisemitismo cargado de resentimiento, el nacionalismo chovinista, el desprecio de las democracias «occidentales» y la aspiración a revocar el Tratado de Versalles. En cambio, eran no convencionales el antisemitismo de liberación y el imperialismo del «espacio vital», que había que hacer realidad mediante una «guerra de cosmovisiones». Pero precisamente estos objetivos extremos son los que Hitler –con ayuda de los alemanes– tratará de alcanzar. No se conformará con degradar a los judíos alemanes a la condición de ciudadanos de segunda clase y privarlos de sus derechos, con eliminar el Estado multipartidario y recuperar las fronteras de 1914.

Un cálculo de política exterior que cambie cautelosamente –al estilo de Bismarck– el equilibrio de poder en Europa a favor de Alemania no tiene prioridad alguna para Hitler, es poco claro y lleno de lagunas. Teniendo ante sí el riesgo de una guerra en dos frentes, que más o menos forzosamente tendría que convertirse en guerra mundial, Hitler impulsa sin contemplaciones su expansión territorial hacia el Este. Y cuanto más se vuelve en su contra la suerte de la guerra y por tanto se aleja hasta lo inalcanzable la germanización de Rusia, tanto más claramente sale a la luz su prioridad suprema: la aniquilación de todos los judíos en los territorios ocupados por el Reich panalemán. Según una orden secreta del Führer, el servicio en Auschwitz debía considerarse «servicio en el frente». Que Hitler sacrificara a la «solución final de la cuestión judía» que él deseaba tantos recursos, personal militar y medios de transporte importantes para la guerra, habla por sí mismo.

Al final, dejaron de interesarle incluso las posibilidades de sobrevivir de los alemanes. Su tristemente famosa «Orden Nerón» de 19 de marzo de 1945, que preveía la destrucción de toda infraestructura en el territorio del Reich que pudiera ser útil al enemigo, la fundamenta Hitler con las palabras: «Si la guerra se pierde, también el pueblo estará perdido. No es necesario tomar en consideración los fundamentos que el pueblo alemán necesita para seguir viviendo del modo más primitivo». El futuro, según Hitler, pertenecía al pueblo del Este, que había demostrado ser el más fuerte. Ya en noviembre de 1941, atascado a las puertas de Moscú, había anunciado que «no derramaría una sola lágrima» por el pueblo alemán si era derrotado. También esta cínica argumentación, según la cual los alemanes debían compartir con su Führer el destino del suicidio, está prefigurada en Mein Kampf, cuando Hitler escribe: «Quien no quiera pelear, en este mundo de eterna pelea, no merece vivir».

A casi todos los historiadores que se han dedicado en profundidad a Hitler les ha preocupado la cuestión de desde cuándo y por qué motivos biográficos mostró y defendió un antisemitismo eliminatorio. En Mein Kampf, Hitler fundaba su hostilidad a los judíos en sus experiencias personales en Viena, donde en 1910 alrededor de uno de cada diez habitantes era de religión judía. En su muy concienzuda obra La Viena de Hitler (1996), en la que también se apoya Ian Kershaw, Brigitte Hamann llega a la siguiente conclusión: sin duda el joven Adolf Hitler se apropió en Viena, donde vivió de febrero de 1908 a mayo de 1913, de numerosos escritos, tesis y consignas antisemitas, pero no cabe hablar de un antisemitismo practicado ya entonces. Con algunos judíos Hitler tenía una relación casi amistosa y, hasta el último momento, sin dificultades, hacía pequeños negocios, a satisfacción suya, con comerciantes judíos y participaba en veladas musicales en casa de un burgués ilustrado judío…, ni rastro de antisemitismo, excepción hecha de las lecturas privadas.

Según esto, Hitler retorció su biografía en Mein Kampf para hacerla coincidir con sus posteriores convicciones. Lo mismo puede decirse de su lucha contra el bolchevismo, la socialdemocracia y los «criminales de noviembre», los negociadores del Tratado de Versalles, a los que los adversarios y detractores de la nueva República hacían responsables de la capitulación de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Anton Joachimsthaler, cuyo libro Corrección de una biografía. Adolf Hitler 1908-1920 (1989) reproduce con la mayor exactitud posible las actividades en Múnich de Hitler antes y después de la guerra, pudo averiguar que en la primavera de 1919 Hitler estaba al servicio de un régimen socialista. Como muchos soldados regresados del frente, después de terminar la guerra el cabo Hitler se dedicaba en Múnich a la búsqueda sin rumbo de una nueva existencia. A principios de 1919 se manifestaba simpatizante del SPD e incluso participaba en la «república soviética» de Múnich como delegado electo de su batallón.

Sólo cuando, tras el derrocamiento del gobierno muniqués por el ejército, y tras algunos cursos de capacitación, fue destinado en agosto de 1919 como propagandista para «ilustrar» a sus compañeros en la lucha ideológica contra el comunismo y espiar, como «Hombre-C» (hombre de confianza, agente), en los grupúsculos políticos de Múnich, descubrió Hitler sus dotes para la política. Lo esencial es que dos cosas fueron de la mano: el talento retórico desencadenado y el éxito espontáneo de los alegatos antibolcheviques, nacionalistas y, sobre todo, antisemitas. Esa fue la «fecha de nacimiento» del político Adolf Hitler, que en Mein Kampf –«Pero yo decidí convertirme en político»– él data con anterioridad, en la «traidora» revolución de noviembre de 1918. Kershaw tiene toda la razón cuando escribe que Hitler no fue a la política por decisión propia, sino que llegó a ella…, lo que constituye una diferencia de principio. En todo caso, como tantas veces, se plantea aquí la pregunta fundamental: ¿qué valor explicativo, que vaya más allá del cuestionamiento de mitos, ofrecen en realidad tales investigaciones biográficas?

Sin la Primera Guerra Mundial y las frustraciones vinculadas a la derrota de Alemania, que Hitler compartía con muchos de sus camaradas del frente, sin duda los alemanes se habrían ahorrado al «Führer». La guerra y la derrota formaron el mejor humus imaginable para que prosperase una mentalidad de derecha radical, especialmente en las filas de los soldados desarraigados. Los antiguos combatientes organizados en los «cuerpos francos» antirrepublicanos fueron el prototipo del activista militante nacionalsocialista y del hombre de las SA. Sin embargo, hacían falta otras condiciones para la carrera sin precedentes de un hombre que no procedía de una clase privilegiada, no podía exhibir certificado de estudios alguno y no disponía de ninguna cualificación profesional. Las causas y acontecimientos históricos –como por ejemplo la crisis económica mundial, a partir de 1929– que allanaron el camino a Hitler son suficientemente conocidas e indiscutidas. Kershaw ve la que probablemente sea la cesura más importante en la carrera de Hitler antes de su nombramiento como canciller, en su época de prisión en Landsberg, tras el lamentable fracaso del intento de golpe de Múnich. Durante sus trece meses de prisión, de noviembre de 1923 a diciembre de 1924, que Hitler supo aprovechar como su «universidad por cuenta del Estado», surgió la autobiografía política y escrito programático Mein Kampf, y con ella la síntesis de la «cosmovisión» de Hitler, de la que extraía su seguridad en sí mismo, situada por encima de toda duda, y a la que se atuvo –como demuestra su «testamento político» del 29 de abril de 1945– hasta el último momento.

Hacia el final de su estancia en prisión en Landsberg, Hitler tuvo que intuir que su «cosmovisión» orientada hacia el futuro, junto con la fidelidad de sus más íntimos seguidores y el asentimiento de partes de la población, le acercaban a un papel que no había anticipado al principio: el de un «mesías», un redentor de los alemanes. También su entorno llegó en Landsberg a la convicción de estar viendo al futuro «Führer» de Alemania, que era más que un organizador político y movilizador de masas: era un programático y un visionario. Su «cosmovisión» le daba la inconmovible e intocable seguridad en sí mismo necesaria para ello. Así que Hitler se transformó de «tamborilero» en «Führer», constata Ian Kershaw, recurriendo al título de la monografía de Albrecht Tyrell De tamborilero a Führer (1975).

En 1925 Hitler tenía una cantidad asombrosa de fanáticos seguidores, que le ayudaron a difundir el culto al Führer. El número de miembros del NSDAP superaba tres años después los 100.000, mientras su porcentaje en las elecciones al Reichstag se mantenía bajo: en mayo de 1928 en sólo el 2,6% de los votos, lo que correspondía a unos 700.000 electores. Otros dos años después, tras estallar la crisis económica mundial, el NSDAP ganó casi seis millones de nuevos electores. Este crecimiento, al que la opinión pública y el establishment político reaccionaron con asombro e histeria, no tenía precedentes en Alemania. En julio de 1932, el NSDAP pudo volver a más que duplicar su porcentaje y apuntarse el 37,4% de los electores. En su muy detallado análisis Los electores de Hitler (1991), Jürgen Falter refuta la tesis habitual según la cual el NSDAP reclutaba sus electores sobre todo entre la clase media amenazada de descenso y por tanto radicalizada. Aun así, el proletariado representaba hasta un 40% de sus electores. Además, el NSDAP podía explotar la reserva de la abstención como ningún otro partido. Falter llega a la conclusión de que el partido nazi representó un «movimiento colector de la protesta», que a partir de 1930 tenía más que cualquier otro partido el carácter de un «partido popular» muy estable. La enorme fortaleza de la organización partidaria del NSDAP y un clima adecuado en la prensa favorecieron los éxitos electorales de los nazis. Pero Hitler no fue elegido por su decidido y rabioso antisemitismo, sino a pesar de él.

El instrumento propagandístico más eficaz de los nazis los constituía el «mito del caudillo», que desencadenó una «reacción sociopsicológica en cadena» (Martin Broszat): al Führer le precedía una fama tan grandiosa que cualquiera que tuviera que vérselas con él –la elite del Estado, el Ejército, la economía, la cultura y la sociedad– sentía una reverente inclinación a aumentar ese nimbo. La creencia fanática de Hitler en su propia misión se trasladó a los alemanes. El Führer encarnaba sus esperanzas de un renacimiento nacional y una política de gran potencia consciente de sí misma. Tras la «toma del poder», que fue más bien una cesión del poder a él, y tras la prohibición y autodisolución de todos los demás partidos, Hitler no sólo aparecía como líder de partido, sino como «canciller del pueblo» de una «comunidad popular». Él subrayó ese papel cuando –supuestamente para adelantarse a un golpe de las SA– hizo asesinar a su antiguo camarada Röhm y los jefes de las SA el 30 de junio de 1934. Por esa acción y por el «restablecimiento del orden» cosechó el aplauso de todo el país, y los más renombrados expertos en derecho político se apresuraron a equiparar el derecho con la voluntad del Führer.

Tras la muerte de Hindenburg el 2 de agosto de 1934, Hitler asumió su cargo y sus derechos, se otorgó «para todo el futuro» el título de «caudillo y canciller del Reich» e hizo que todo el Ejército le jurara fidelidad absoluta. Poco después, en un plebiscito, el 89,9% de los votos emitidos aprobaron el poder ilimitado de Hitler. Ahora era la figura de identificación nacional, por encima de la gestión política cotidiana –que dejaba con gusto a otros–, y asumió ese papel cada vez más. «El pueblo necesita un punto en el que se encuentren los pensamientos de las personas, un ídolo», explicó Hitler en una ocasión (Monólogos, 26.7.1941). Para todos los grupos sociales relevantes, se convirtió en el «individuo representativo» (Joseph P. Stern) por excelencia. Pero es preciso aún llevar a cabo algunas investigaciones en profundidad para poder establecer de forma diferenciada lo que cada grupo social esperaba en concreto de Hitler.

Desde el principio Hitler cultivó su imagen de sencillo «hombre del pueblo», y dio a la gran mayoría de los alemanes la sensación de cuidar de su presente y su futuro como una especie de padre supremo. Pertenecer por fin a una «comunidad popular» unida, fuerte y envidiada en todo el mundo llenaba a la mayoría de los alemanes de satisfacción y orgullo, y los estimulaba sin duda a alcanzar su máximo rendimiento. «Yo estoy solo, y ellos son una comunidad», constataba el filósofo suizo Denis de Rougement, absolutamente abrumado, en su Diario de Alemania, 1935-1936 (1998), después de haber asistido a un acto de masas con Hitler. En vista del fervor, por así decirlo religioso, con el que los alemanes honraban y amaban a su Führer, las víctimas y perjuicios de la política de Hitler, imposibles de ignorar, pasaban a un segundo plano. Después de 1933, Hitler disfrutó siempre de una aprobación mayor que el NSDAP y todos los dirigentes del partido. «¡Si el Führer lo supiera!», era un lugar común en el Tercer Reich en cuanto la gente se indignaba con cualquier abuso del régimen.

Ian Kershaw ha encontrado un compromiso asombrosamente obvio para el sin duda más persistente disenso entre los investigadores del nacionalsocialismo desde finales de los años sesenta. A los «intencionalistas», que atribuyen el nacionalsocialismo en última instancia a la persona de Hitler –sus planes y su posición central de poder–, se oponen hasta hoy los «estructuralistas» o «funcionalistas», que relativizan fuertemente esa posición de poder alegando la existencia de una estructura de dominio «policrática», «anarquía de cargos» y competencia entre numerosas instituciones paralelas. La alternativa es: dictador más fuerte o más débil. Pero, ¿cómo pudo Hitler conseguir que sus planes se aplicaran a pesar del caos competencial? Un discurso del secretario de Estado del Ministerio de Alimentación, Willikens, pronunciado en 1934, proporciona a Kershaw la solución de compromiso y un leitmotiv para toda la biografía de Hitler: «Todo el mundo, desde su lugar en la nueva Alemania» tenía la obligación de intentar «trabajar en la dirección en que iba el Führer» sin esperar órdenes de arriba. Para los fines analíticos de Kershaw esta es una cita apropiadísima, porque parece atestiguar que la voluntad del Führer motivaba a actuar incluso sin una estricta estructura de mando, incluso movía a superar a otros e impulsaba una «radicalización acumulativa» (Hans Mommsen) de la política.

El poder absoluto de Hitler, que estuvo mucho más apoyado en la popularidad que forzado por el terror, le dio la posibilidad de poder tomar todas las decisiones políticas esenciales para él sin tener en cuenta a otros. Aun así, el poder «por sí mismo» no era en modo alguno, como han afirmado Allan Bullock y muchos otros, «el único dogma del nacionalsocialismo». El poder ilimitado era en todo caso para Hitler la condición necesaria para hacer realidad sus planes para la Historia Universal. Utilizó al partido, el «movimiento» nazi, las SS, obligadas personalmente hacia él hasta la muerte, pero también al Estado o al Ejército, como meros instrumentos para sus fines. Aunque se tomaran importantes decisiones políticas sin que Hitler participara directamente en ellas, en la mayoría de los casos podía estar seguro de que se tomarían en la dirección marcada por él. Como figura integradora del régimen y de la nación, flotando por encima de todo, tenía que guardar las distancias ante la gestión gubernamental cotidiana y el aparato del Gobierno. Esto llegó a tal punto que el gabinete se reunía con frecuencia decreciente de año en año, hasta que, después del 5 de febrero de 1938, dejaron de tener lugar reuniones del mismo. El caos en los procesos de decisión y asuntos administrativos así producido y característico del Tercer Reich correspondía por entero a la estrategia del «Divide et impera», «divide y vencerás», de Hitler. Los nuevos cargos y aparatos crecían como setas, y los apoderados especiales y estados mayores personales del Führer actuaban desconectados del Gobierno. Además, existía un «dualismo de partido y Estado», porque junto a los ministros había jefes nacionales, junto a los gobernadores de los Länder unificados jefes regionales, y junto a la cancillería una cancillería del partido. Sus paladines, la mayoría de los cuales –como Goering– tenían otros importantes cargos, estaban entregados a Hitler fielmente y sin contradicciones, y mantenían una constante competencia por su especial favor.

De todo esto resultaba un incalculable forcejeo competencial. En última instancia, la influencia real de cualquier persona en el Tercer Reich, ocupara la posición que ocupara dentro de la jerarquía, dependía de si tenía acceso a Hitler y con cuánta frecuencia. Walther Darré, ministro de Alimentación y Agricultura, «líder de los campesinos del Reich», jefe nacional, jefe de la oficina central de raza y asentamientos de las SS y un fanático de la ideología de la sangre y el territorio, se esforzó sin éxito durante dos años, a finales de los años treinta, en conseguir una cita con el Führer, con el que quería hablar sobre la difícil situación de la población en materia de abastos. Darré no había trabajado lo bastante bien «en la dirección» del Führer.

Así que también para Kershaw fue Hitler el factor determinante en la política nacionalsocialista. Sin Hitler quizá se habría producido una variante alemana del fascismo que fue atractivo en tantos países europeos, pero no se habría llegado a un «Estado SS» terrorista y totalitario, a una guerra general europea y a la «solución final de la cuestión judía». Éstas no surgieron de coyunturas existentes o situaciones casuales, sino de los planes establecidos por Hitler, de lo que él llamó su «cosmovisión». De ningún otro individuo de la historia reciente se puede afirmar que pudo aplicar sus arbitrarias convicciones de forma tan consecuente, tan sin compromiso y con tal poder como Hitler. Para los millones que le seguían, la exitosísima personalidad de Hitler era mucho más insustituible que sus concretas convicciones, pero con el tiempo éstas resultaron probadas y adecuadas debido a sus sorprendentes éxitos.

Condición sine qua non del mito de Hitler fueron unas indiscutibles capacidades. Sin sus dotes retóricas y también interpretativas, la carrera de Hitler como político ni siquiera habría empezado. Ya en 1920 y 1921, cuando aún pronunciaba los discursos en cervecerías espaciosas y en el circo Krone, pasaba por ser un imán para el público. Retórica significaba para él unos mensajes muy simplificados y que apelaban a los sentimientos, continuas repeticiones, pausas efectistas y una furiosa subida de tono hacia el final. Otras capacidades complementaban la acción afectiva de Hitler sobre las masas: su talento organizativo, su espléndida memoria, sus dotes combinatorias, con cuya ayuda relacionaba las cosas con la rapidez del rayo, así como su casi infalible olfato para las debilidades de cada adversario y para el «momento adecuado» para actuar y golpear. La mayoría de sus adversarios subestimaron frívolamente a este hombre al principio tosco, torpe, que a menudo parecía inseguro y ni más ni menos que tímido. Los conservadores, que creían que podrían someter al nuevo canciller a la disciplina de gabinete y así frenarlo, se equivocaban de medio a medio. Así les ocurrió a muchos después de ellos, también en el escenario de la política exterior.

En numerosos momentos decisivos, Hitler era un consciente jugador de póquer, que apostaba a «todo o nada», pero mantenía los nervios y asestaba así un golpe tras otro. Daba gran valor a sorprender a sus adversarios, ya fuera en el frente occidental con la operación «guadaña», ya en la campaña de Rusia con la ruptura del pacto Hitler-Stalin. ¿Cómo podía estar el jugador de azar tan seguro de sí mismo? Porque había «controlado» numerosas crisis y las había superado relativamente indemne. «Las crisis eran el elixir de Hitler», recalca Ian Kershaw. Aparecieron muy pronto, y albergaban en cada ocasión un riesgo extremo: el fracasado golpe, la crisis Strasser, la crisis Röhm, la crisis de Austria, la crisis de los Sudetes, etcétera. Una y otra vez, el asombro y la parálisis entre sus más íntimos seguidores excitaba la notoria dificultad de decisión de Hitler. A menudo retrasaba audaces decisiones hasta el último momento, después de haber amenazado ya con la dimisión o el suicidio en el círculo más íntimo. A menudo era más el iniciador que el motor de un avance ofensivo. Pero con cada libertad de acción recuperada y cada éxito crecía la inconmovible confianza de Hitler en sí mismo y en la ayuda de la providencia, y por tanto a su vez el «mito del Führer».

Hitler debió éxitos importantes a algunos capaces especialistas y renovadores, como el presidente del banco central, Hjalmar Schacht, que tuvo considerable parte en el «milagro económico» –avant la lettre– del régimen, y Fritz Todt, el director de la empresa de autopistas, o Albert Speer, que se hizo imprescindible para Hitler primero como arquitecto y después como ministro de armamentos. Pero sus éxitos fueron en parte también éxitos de Hitler, porque él advirtió y utilizó su potencial innovador. Lo mismo cabe decir en el terreno militar. Como comandante en jefe, Hitler se mostró abierto a nuevas formas de operar con ayuda de los más modernos sistemas de armamento, como tanques, submarinos, cazabombarderos y cohetes. En su sugerente ensayo Observaciones sobre Hitler (1978), Sebastian Haffner escribe: «Él tomó, contra la mayoría aún abrumadora de los expertos militares, la decisión de crear divisiones acorazadas y ejércitos acorazados integrados y autónomos», lo que en los primeros años de la guerra decidió las campañas en favor del Tercer Reich. Desde luego que fue Guderian el que había advertido tempranamente y propagado la rotunda fuerza ofensiva del arma acorazada, pero sin la apertura de miras de Hitler se habría quedado en la inútil posición de una minoría. También en otros ámbitos Hitler, que se calificaba a sí mismo de «loco de la técnica», se entusiasmó con las más modernas tecnologías: supo utilizar los medios más modernos de la comunicación de masas –la radio, que llevaba sus discursos a los salones de estar, y los noticiarios semanales de los cines– y fomentó con la industria automóvil la movilidad espacial de los «camaradas del pueblo».

A fines de los años ochenta comenzó un debate sobre la arriesgada cuestión de si los objetivos de Hitler habían de ser considerados como históricamente retrógrados o incluso «modernos». Con la pretensión de «historiar» el nacionalsocialismo, el joven historiador Rainer Zitelmann publicó en 1987 su tesis doctoral con el título Hitler. Idea de sí mismo de un revolucionario. Con una inmensidad de citas, corregía la idea, ampliamente extendida incluso entre los historiadores, de que Hitler estaba poco interesado en las cuestiones económicas y sociopolíticas, había patrocinado una utopía de la «reagrarización» y sólo había aceptado a regañadientes los efectos forzosamente modernizadores de su política. Zitelmann sustituye la imagen del «reaccionario» Hitler por la del «revolucionario» social, que defendió la primacía de la política frente a la economía, subordinó los intereses privados a los del Estado y quiso eliminar las tradicionales barreras de clase en el Tercer Reich. Dentro de la «comunidad popular» alemana, el más capaz debía poder ascender a la elite sobre la base de la igualdad de principio y la «igualdad de oportunidades». Naturalmente, esta oportunidad quedaba excluida para todos los identificados como «minusválidos» e «infrahombres», a los que había que reducir o aniquilar. Hitler quería que hasta el último mozo de cuadra alemán se sintiera superior a cualquier eslavo. En tanto que el pueblo alemán estaba compuesto de distintos elementos raciales, consideraba inevitable partir de la demostrada capacidad de una «raza espiritual». Hitler rechazó estrictamente deducir capacidades superiores de caracteres raciales puramente externos.

En sentido estricto, el nacionalsocialismo fue «revolucionario» en tanto que fomentó en el breve espacio de doce años una movilidad social de dimensiones insospechadas. Varias biografías de los últimos años, entre ellas el orientador trabajo de Ulrich Herbert sobre el jefe de grupo de las SS Werner Best –Best. Estudios biográficos sobre radicalismo, cosmovisión y razón, 1903-1989 (1996)–, muestran qué dogmática, arrogante, pero «fría» comprensión de sí mismos caracterizaba a los intelectuales de la nueva elite del Tercer Reich. «Fue la más joven y flexible elite académica que jamás llegó al poder en Alemania», resumen Götz Aly y Susanne Heim en su estudio, abundante en material, Precursores de la aniquilación (1991). Libres de escrúpulos morales y consideración para con las tradiciones establecidas, desarrollaron una «expertocracia» que debía reconfigurar totalmente y sin reparos el continente europeo mediante una revolución desde arriba. Los éxitos políticos y militares del Führer dieron alas al «delirio de lo factible» de esta nueva elite.

Hitler reclamaba una base racional y empírica para su «cosmovisión». Así, desaprobaba el culto místico a los antiguos germanos de un Himmler o un Rosenberg como imitación de los cultos cristianos: «Nuestro culto consiste únicamente en el fomento de lo natural y con ello, de la voluntad de Dios». Es más que cuestionable que de esto se pueda sacar la conclusión, como hace Zitelmann, de que con su «culto a la razón» Hitler se situaba «expresamente dentro de la tradición de la Ilustración francesa», cuyo humanismo combatió con la mayor dureza. Sin duda Hitler se aprovechó personalmente de la herencia de la Revolución francesa, ya que le fue posible, como simple ciudadano, escalar por vías democráticas y «legales» la máxima posición de poder, pero los elementos esenciales de su programática son enteramente contrarios a las ideas de 1789: a los derechos humanos generales, la democracia parlamentaria y la división de poderes.

Ya a finales de los años veinte a Hitler le preocupaba que su muerte prematura impidiera la culminación de su misión. Equiparando desmedidamente el tiempo histórico universal al personal tiempo de su vida, caía una y otra vez, él, que con tanto placer se entregaba a la pereza y el ocio, en una inquietud hipernerviosa. Entonces aceleraba de nuevo el dinamismo de «su» revolución y la preparación, que abarcaba todos los ámbitos, para la «lucha del destino» en la que se decidiría a una orden suya el ser o no ser de los alemanes. Aunque militares de alto rango le advirtieron repetidamente –en 1938, 1939 y 1941– contra una guerra precipitada, Hitler no se dejó apartar de su camino. Si la victoria sobre el «enemigo hereditario», Francia, señaló el punto culminante de su carrera, la perdida batalla por Moscú y la simultánea (!) declaración de guerra a los EE.UU. marcaron el principio del fin del Tercer Reich. Es difícil de entender que el grueso de los alemanes creyera en su Führer hasta el último instante. Pero la omnipresente maquinaria propagandística del nacionalsocialismo había inculcado en el pueblo la creencia en la «victoria final», le había prometido todavía en 1945 el uso de «armas milagrosas» y difundido al mismo tiempo el miedo a una revancha máxima por parte de los aliados liderados por el «judaísmo mundial». Al final, el advenedizo más exitoso de la historia moderna sufrió la derrota total.

Ian Kershaw conjetura que ningún otro individuo ha marcado el siglo XX de forma tan intensa como Adolf Hitler. Dejó millones de víctimas, una Alemania totalmente vencida, una Europa destruida y una época breve, que sucumbió con él. Pero incluso sin Hitler la Unión Soviética se hubiera convertido en potencia mundial, se hubiera llegado a una confrontación polar entre ella y los Estados Unidos, Gran Bretaña hubiera tenido que abandonar antes o después su imperio colonial. Además, el individualista «American way of life» resultó históricamente casi sin competencia. Entre las consecuencias históricas unidas de forma relativamente estrecha a la acción de Hitler se cuentan en todo caso la existencia del Estado de Israel y una imagen del enemigo eternamente válida para una comunidad de valores internacional y universalista. Ex negativo, Hitler abrió el camino a un consenso moral universal.

Traducción de Carlos Fortea

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