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Hirohito, MacArthur y la amnesia japonesa

Hirohito and the Making of Modern Japan

HERBERT P. BIX

Harper Collins, Nueva York

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Hace treinta años, un periodista norteamericano puso en duda la interpretación oficial de la historia japonesa, que negaba toda responsabilidad del emperador Hirohito en los incidentes que desembocaron en el ataque a Pearl Harbor y la guerra en el Pacífico. Tras más de seis años de investigación, David Bergamini mostraba su sorpresa por ese esfuerzo de amnesia colectiva: «La hábil construcción de un mito […] puede explicar la marca de una imagen falsa, pero resultaba desconcertante la facilidad con que se había borrado la verdadera imagen. Era difícil de creer que una nación entera, además de los observadores extranjeros, sufrieran una ceguera permanente. ¿Cómo podía un emperador pasearse desnudo, mientras todo el mundo […] admiraba la calidad y refinamiento de sus vestimentas?»David Bergamini, Japan's ImperialConspiracy: How Emperor Hirohito led Japan into War with the West, Nueva York, William Morrow, 1971, págs. xxviii y xxix..

Las conclusiones expuestas en su Japan's Imperial Conspiracy fueron rechazadas con violencia por los expertos, dentro y fuera de Japón. Bergamini fue ridiculizado y su reputación, destruida. Algunos errores, un tono moralista, que trataban de equiparar a Hirohito con Hitler y su convicción de que la guerra fue el resultado de una conjura acordada en palacio, restaron autoridad a su obra. Pero la mayor debilidad del libro fue la de publicarse antes de tiempo. Sólo tras la muerte del emperador en 1989 pudieron abrirse paso las tesis revisionistas que, en lo esencial, apuntan en la dirección señalada por Bergamini. Hirohito and the Making of Modern Japan constituye la interpretación más depurada de los hechos de hace medio siglo. Pero además de su brillantez académica, es un trabajo que ayudará a los japoneses a afrontar su historia y acabar con ese lastre que ha frenado el desarrollo de su democracia. También Estados Unidos tendrá que reinterpretar su política de entonces, orientada a proteger a toda costa al emperador.

Desde su ascenso al trono en 1926 hasta la rendición de Japón en 1945, escribe Herbert Bix, Hirohito estuvo «en el centro de la vida política, militar y espiritual de la nación, en el sentido más amplio y profundo del término, ejerciendo su autoridad de manera catastrófica para su pueblo y para aquellos países que invadió. Fue él quien condujo a su país a una guerra que causó casi veinte millones de muertos en Asia». Apoyándose en diarios, cartas y memorias de asesores del emperador y políticos de la época, además de en las investigaciones de una nueva generación de historiadores japoneses, Bix destruye el retrato convencional de Hirohito, al tiempo que pone fin a una discusión de cincuenta años sobre su supuesta irrelevancia política. Según se puede leer todavía en los manuales de historia, Hirohito no era más que un jefe de Estado simbólico, opuesto a la guerra pero sin capacidad para controlar a los militares que, a partir de 1931, se hicieron con el poder y dirigieron a Japón en su marcha expansionista en Asia oriental. El emperador, se decía, era un personaje reservado y ausente, un aficionado a la biología marina que desconocía las decisiones de su gobierno. Su única intervención importante en la guerra fue la de terminarla, al inclinarse del lado de quienes defendían la rendición.

Esta es una de las contradicciones que el autor trata de responder: «¿Por qué, si fue capaz de decidir la rendición de su imperio, no pudo igualmente haber evitado la guerra y salvar millones de vidas?». Después de una década de trabajo, Bix, profesor en las universidades de Harvard y Hitotsubashi (Tokio), confirma que el emperador fue meticulosamente informado de los movimientos militares en Manchuria y en el norte de China, así como de las atrocidades cometidas por los soldados japoneses en Shanghai, Suchow y Nanking. En ningún caso mostró el menor signo de desaprobación. Aunque mantuvo su silencio, no dudó, sin embargo, en condecorar a algunos de los responsables. Hirohito apoyó el uso de armamento químico en el noreste chino y los experimentos biológicos de la tristemente célebre Unidad 731. Y participó de manera directa en la planificación de los ataques a Malasia, Singapur, Filipinas, Hong Kong y Pearl Harbor.

Desde el comienzo de la guerra del Pacífico, el emperador desempeñó un papel protagonista. Con anterioridad a la batalla de Okinawa (abriljunio de 1945) presionó a sus jefes militares para lograr la victoria. Aunque después se convenció de la inevitabilidad de la derrota, decidió mantener la guerra antes que entablar negociaciones con los aliados. Sólo la bomba atómica y la declaración de guerra por parte de Rusia lo obligaron a ceder. Como explica Bix, la ideología que rodeaba la figura del emperador hacía prácticamente imposible la rendición. Hirohito tenía que buscar una fórmula para «perder sin perder», es decir, una manera de evitar las críticas por la derrota y asegurar la supervivencia de la monarquía. Así, cuando el 15 de agosto de 1945 la mayoría de los japoneses escucharon por primera vez la voz de su emperador, éste señaló al final de su intervención sobre el fin de la guerra:

«Habiendo defendido y mantenido la estructura del Estado imperial, estaremos siempre con vosotros, nuestros buenos y leales súbditos, confiando en vuestra sinceridad e integridad. Cuidaos de cualquier arrebato de emoción que pueda provocar complicaciones innecesarias, o disputas y conflictos fraternales que puedan crear confusión, dirigiros por la senda equivocada y haceros perder la confianza del mundo. Hagamos que la nación continúe como una familia unida de generación en generación, siempre firme en su fe en el carácter imperecedero de su tierra divina, siempre consciente de su pesada carga de responsabilidades y del largo camino por recorrer».

Fue el primer texto destinado a rehacer la imagen de Hirohito como líder pacifista y mero observador durante la guerra. El emperador rechazó toda responsabilidad y, con la complicidad del general Douglas MacArthur al frente de las autoridades de la ocupación (Supreme Command of the Allied Powers, SCAP), la culpabilidad por los crímenes de guerra se limitó a un puñado de políticos y militares.

La historia de estos hechos ya había sido contada por otros en años recientes, aunque sin la autoridad de los documentos aportados por BixVéanse, entre otros, Edward Behr, Hirohito: Behind the Myth, Nueva York, Villard Books, 1989; Stephen Large, Emperor Hirohito and Showa Japan: A Political Biography, Londres, Routledge, 1992; Daikichi Irokawa, The Age of Hirohito: In Search of Modern Japan, Nueva York, The Free Press, 1995; y Peter Wetzler, Hirohito and War: Imperial Tradition and Military Decision Making in Pre-War Japan, Honolulu, University of Hawaii Press, 1998.. Los capítulos sobre la guerra fueron avanzados por el propio autor en publicaciones académicas durante la última décadaHerbert P. Bix, «The Showa Emperor's "Monologue" and the Problem of War Responsibility», Journal of Japanese Studies, vol. 18, núm. 2 (1992), y «Japan's Delayed Surrender: A Reinterpretation», Diplomatic History, vol. 19, núm. 2 (1995).. Pero el libro consigue encajar todas las piezas y describe de manera coherente el contexto político e ideológico que motivó las acciones del emperador. Bix sitúa la figura de Hirohito en un proceso de indoctrinación ideológica que arranca con su abuelo, el emperador Meiji, y en el marco de una institución monárquica que tiene que adaptarse a la conflictiva vida política japonesa de los años veinte.

Coincidiendo con la entronización de Hirohito, se extendió entre las elites del país la idea de que la inestabilidad política y el descontento social podrían corregirse reforzando la autoridad imperial. Surgió así un movimiento nacionalista, de fuerte contenido espiritual, centrado en la idea del emperador como representación viva de la continuidad histórica japonesa. La denominada «vía del emperador» (kodo) expresaba una superioridad moral, pero al mismo tiempo incluía un plan de acción dirigido a liberar a Japón de todos los movimientos extranjeros: democracia, liberalismo, individualismo y comunismo. Siendo ella misma, la nación recuperaría su autoestima y podría enfrentarse a las doctrinas políticas occidentales.

Por otra parte, Hirohito se veía a sí mismo como un gobernante que tenía una responsabilidad moral hacia sus antepasados, más que hacia sus súbditos. Era de ellos, no de los ciudadanos, de quienes había heredado su legitimidad espiritual. La primera obligación del emperador –un símbolo situado por encima de los partidos políticos, la Constitución o las leyes– consistía, por tanto, en asegurar la permanencia de la institución.

Bix evita pronunciarse de manera tajante y deja que los documentos hablen por sí solos, lo que explica uno de los misterios que acompañan al libro: ¿por qué casi todas sus fuentes son japonesas? ¿Por qué no se menciona a los historiadores no japoneses que han llegado a conclusiones similares? Probablemente, el autor ha querido que su investigación resulte creíble a los japoneses; ya no valdrá el argumento de que un extranjero carece de la capacidad de comprenderlos. En la medida en que el encubrimiento del papel del emperador por parte de Japón y de Estados Unidos ha perturbado la naturaleza de la democracia japonesa, las implicaciones políticas de Hirohito and the Making of Modern Japan hacen de éste mucho más que un mero trabajo de historia.

Durante las dos semanas que precedieron la llegada de las tropas norteamericanas, el emperador y el gobierno elaboraron una estrategia destinada a «controlar la reacción popular frente a la derrota» y mantener a los japoneses obedientes y desinteresados por la cuestión de la responsabilidad. Sin conocer esas maniobras, también MacArthur había llegado a la conclusión de que el mantenimiento del emperador era esencial para asegurar la estabilidad del país.

El plan del SCAP –denominado Operación Lista Negra– tenía por objetivo separar a Hirohito de los militaristas y convertirlo en un monarca constitucional de corte británico. Para ello, había que exculparlo de toda responsabilidad, censurar los ataques a su persona y embarcarse en un esfuerzo por confirmar el pensamiento de los japoneses respecto a las causas de la guerra y el papel del emperador. En la imagen de un Hirohito pacifista, Washington encontraba un instrumento útil para la transformación democrática de Japón y, posteriormente, para convertirlo en aliado contra el comunismo. Para la elite conservadora de Tokio, sólo un monarca transformado en inocente podría enfrentarse a las consecuencias de la trágica campaña bélica realizada por Japón para establecer un imperio en Asia.

En un telegrama enviado al general Dwight D. Eisenhower, jefe del Estado Mayor de Estados Unidos, en enero de 1946, MacArthur negaba toda actuación del emperador en relación con la guerra –aunque decía haberlo investigado a fondo– y predecía graves consecuencias si se le inculpaba: hacerlo «provocaría una tremenda convulsión en el pueblo japonés. Él es un símbolo que une a todos los japoneses. Destrúyase y la nación se desintegrará […]. Es posible que necesitáramos un millón de soldados, que deberían permanecer en Japón durante un número indeterminado de años».

Las extraordinarias medidas adoptadas por MacArthur para evitar la acusación de Hirohito –reflejadas en particular en el desarrollo del tribunal de crímenes de guerra de Tokio y en la redacción de la nueva ConstituciónSobre la manipulación del procedimiento judicial y la elaboración de la Constitución, véase John W. Dower, Embracing Defeat. Japan in the Wake of World War II, Nueva York, W. W. Norton/The Free Press, 1999. Libro complementario del de Bix, con quien el autor compartió numerosos materiales, será durante años la historia definitiva de la ocupación.– deformaron la conciencia del pueblo japonés sobre el conflicto. MacArthur negó a los fiscales el derecho a interrogar al emperador y prohibió que éste fuera testigo o se le obligara a suministrar sus diarios y documentos privados. Los acusados recibieron órdenes estrictas de no mencionar al monarca, aunque su sombra estuvo siempre presente durante el juicio.

Pese a ser defensores de la guerra, muchos japoneses se convencieron de que, puesto que el emperador no había sido considerado responsable, tampoco debían serlo ellos. Pero la condena a muerte de varios líderes y la purga de otros no resolvió el problema; si cabe, lo hizo aún más inextricable. Al absolver a Hirohito, MacArthur facilitó simultáneamente a los japoneses su autoexculpación colectiva.

La protección del emperador y la transformación de su imagen fue una compleja operación política que sólo pudo lograrse exagerando la amenaza de agitación social, amañando las declaraciones ante los jueces, destruyendo pruebas y tergiversando la historia. «Pero podemos estar seguros –escribe Bix– que desde el comienzo del juicio hasta la ejecución del general Tojo (primer ministro durante la guerra y máximo inculpado) Hirohito nunca perdió de vista sus grandes objetivos: neutralizar la presión interna y extranjera a favor de su abdicación, preservar la monarquía y mantener de ese modo la estabilidad de la nación y un principio de legitimidad en la vida política japonesa.»

La Constitución –redactada en una semana por los asesores de Mac-Arthur– despojó al emperador de toda autoridad y lo vinculó a la idea de un estado pacifista que renunciaba a la guerra como instrumento de política nacional (en su famoso artículo 9). El texto impidió así toda discusión pública de la monarquía, pero no resolvió la cuestión del papel de Hirohito como símbolo de la identidad nacional japonesa. ¿Cómo podían reconciliarse los principios de la institución imperial con la democracia? ¿Cómo debían los japoneses considerar a un emperador que continuaba en el trono sin haber reconocido su comportamiento entre 1931 y 1945? ¿De verdad podía borrarse la historia?

Al contrario que Alemania, Japón nunca ha aceptado su responsabilidad de manera convincente para sus víctimasIan Buruma, The Wages of Guilt: Memories of War in Germany and Japan, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 1994.. Bix, como otros autores, cree que la razón es «el problema del emperador»: Hirohito «carecía de toda conciencia de responsabilidad personal por lo que Japón había hecho y nunca admitió su culpa». Aunque a partir de 1945 sí se convirtió en un mero símbolo en la jefatura del Estado, su presencia continuó pesando sobre los japoneses hasta 1989. Desde entonces, la mayoría de una sociedad que tanto Hirohito como MacArthur consideraban inmadura ha dejado atrás ese pasado, pero no el mundo político.

Sucesivos ministros del Partido Liberal Democrático –en el poder desde 1955, salvo unos meses entre 1993 y 1994– niegan la agresión militar, la matanza de Nanking y continúan refiriéndose al carácter divino de su nación. Aunque dimitan ritualmente después de ese tipo de declaraciones, la incapacidad de la clase política para asumir la historia continúa frenando el potencial de la democracia japonesa. La presión de una sociedad frustrada y una recesión económica que dura ya diez años terminará por reformar el sistema político. Pero también será necesario que toda la nación reconsidere la figura del emperador y supere esa dependencia psicológica que le ha impedido ver el pasado tal como fue.

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