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Atajos con trabajos

Climbing Mount Improbable

RICHARD DAWKINS

Viking, Londres, 1996

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Hace 65 años que Sewal Wright, uno de los tres iniciadores de los modelos matemáticos sobre los que se fundamenta el neodarwinismo, publicó su trascendental artículo Evolution in Mendelian populations en el que se describen los cambios genéticos experimentados por las poblaciones de una misma especie como consecuencia de la acción de las tres principales fuerzas evolutivas: selección natural, azar o deriva genética y migración. El análisis wrightiano parte del concepto de «topografía adaptativa» en la que a cada población posible, definida en el plano por su constitución genética, se atribuye una altitud que representa su grado de adaptación al medio. De esta operación resultan lo que en la jerga profesional se llaman metafóricamente «picos» y «valles», que no son otra cosa que distintos estados en la escala relativa del éxito o el fracaso evolutivos. La evolución de una población concreta, representada por el cambio temporal de su acervo genético, equivale a una trayectoria que recorre la topografía de acuerdo con las reglas impuestas por las fuerzas aludidas. Si la selección natural fuera el único agente, la trayectoria seguiría la línea de máxima pendiente hasta detenerse en el pico más próximo al punto de partida que no será, necesariamente, el más alto de toda la cordillera. La deriva, por su parte, modifica continua y aleatoriamente la constitución genética de las poblaciones, lo cual se traduce en cierta inadaptación por cuanto desplaza a éstas de las cimas a las que las ha conducido la selección. No obstante, estas idas y venidas permiten explorar el terreno, aunque sea a ciegas, con riesgo evidente de caída pero también con la posibilidad de que un descenso o inadaptación transitoria conduzca a la población a la ladera de otras cumbres más elevadas que podrán luego ser escaladas con la ayuda de la selección. Por último la migración, es decir, la transferencia interpoblacional de genes, daría lugar a la exportación de los logros alcanzados de unas poblaciones a otras y, en ocasiones, favorecería la formación de combinaciones genéticas novedosas lo que, alegóricamente, significa coronar cotas aún más altas.

Investigar las propiedades del modelo de Wright, en el sentido de establecer lo que es o no es posible a la luz de determinados supuestos, sigue siendo una de las tareas del neodarwinismo. Tanto es así que las revistas especializadas incluyen frecuentemente artículos que continúan añadiendo matices teóricos y experimentales a una descripción que, por su complejidad, tiene múltiples consecuencias, en buena medida aún indeterminadas.

Modificaciones aparentemente ligeras de los postulados de partida pueden conducir a resultados diferentes, a veces radicalmente distintos. Me limitaré a una de ellas, el tipo de acción de los genes. Éste puede ser aditivo, si el comportamiento global del acervo genético es simplemente la suma de los efectos de cada uno de los genes que lo integran, o bien interactivo, si las cualidades de una combinación genética no pueden deducirse, en todo o en parte, de las de sus componentes. Sólo en este último caso cabe esperar que la deriva posea la capacidad exploratoria indicada y que la migración produzca resultados innovadores.

Esta situación y otras muchas que podrían considerarse distan de ser meras posibilidades teóricas de cuya manifestación real pudiera dudarse, por el contrario se trata de casos pormenorizadamente analizados mediante experimentación. Por ello lo esencial de la hipótesis de Wright es que permite comprender la versatilidad del proceso evolutivo cuando éste tiene lugar en condiciones más complejas y, por tanto, más realistas que las estipuladas en otras versiones más simplificadas que únicamente consideran el sino de una sola población en la que los cambios genéticos causados por la deriva no son importantes. Es quizás una perogrullada insistir en que la capacidad predictiva del modelo depende de nuestro conocimiento de la situación, generalmente escaso fuera de aquellos casos susceptibles de manipulación en condiciones de laboratorio. Por ello el paradigma de Wright aplicado a la evolución de las poblaciones naturales tiene un alcance puramente metafórico, aunque no por ello deja de ser un instrumento útil si se maneja con las precauciones debidas.

La escena evolutiva en que transcurre Climbing Mount Improbable no es otra cosa que una versión excesivamente apartada, por abreviada, de la realidad a que la topografía wrightiana pretende aproximarse. Sus limitaciones son el fruto inevitable de un reduccionismo genético que ignora deliberadamente las interacciones. Este enfoque parcial ha tenido un innegable éxito editorial, sobre todo a raíz de la publicación del primer libro de Dawkins, El gen egoísta (1976), que en España llegó a venderse en los quioscos de periódicos, aunque dudo mucho que sus propuestas hayan tenido mayores repercusiones. A éste siguieron The extended phenotype (1982), The blind watchmaker (1986), River out of Eden (1995) y el que ahora nos ocupa. Estas y otras obras han valido a su autor la cátedra Charles Simonyi de la Universidad de Oxford, dedicada a la transmisión del conocimiento científico al público.

Es inevitable que toda divulgación venga acompañada de ciertas simplificaciones, útiles si no desvirtúan la propia naturaleza de la materia que se trata de hacer así más comprensible. Por esto, en una metáfora de la metáfora, Dawkins nos advierte que el monte Improbable tiene dos caras, la que aparece a primera vista, tan áspera que su ascensión es, al menos para el lego, imposible. La otra es la que el autor nos ofrece, cuyas suaves pendientes permiten un cómodo acceso a la cumbre de la mano de la selección natural. Este guía, se nos indica, debe administrar sus energías primando la comodidad sobre la rapidez. Chi va piano va lontano o, dicho de otro modo, las innovaciones evolutivas sólo se adquieren gradualmente y no de golpe. Así se deja a un lado, como quien no quiere la cosa, el debate entre gradualistas y saltacionistas que, desde los mismísimos tiempos de Darwin, viene consumiendo ríos de tinta para dilucidar si Natura fecit o non fecit saltum.

Por otra parte también se precisa que el rumbo del guía es siempre ascendente, sin concesiones que impliquen pérdida, por parcial y pasajera que ésta sea, de la cota adaptativa lograda o, en términos vulgares, que no hay atajo con o sin trabajo. De aquí el que los picos del monte Improbable ya no posean la condición wrightiana de máximos locales que a veces puede ser ventajoso salvar atajando si el panorama que se divisa desde cimas más altas compensa el trabajo de alcanzarlas. Por el contrario, los picos que vislumbra Dawkins sólo representan diferentes soluciones a un mismo problema que, en general, ni son comparables ni, una vez adoptadas, renunciables. Es más, Dawkins quiere ignorar que cada gen tiene efectos sobre varios (muchos) atributos. Así puede permitirse la licencia de tratar cada faceta de la adaptación por separado, sin tener que preocuparse de que los cambios genéticos inducidos por la selección puedan afectar a más de una, incluso de manera antagónica.

La idea del gen como unidad de selección, divulgada y reiteradamente utilizada por Dawkins, es un instrumento fructífero de análisis en determinadas circunstancias. Forzar la mano hasta convertirlo en la única unidad no pasa de ser una ofuscación rechazada por la mayoría de los expertos para los que, en general, dicha unidad es el individuo. De la noción del gen cuya principal función es la de autoperpetuarse a toda costa deriva, casi inevitablemente, el que la selección natural sea del tipo llamado directo que siempre produce un cambio genético en el mismo sentido, el de aumentar la frecuencia poblacional de aquellos genes cuya capacidad de autoperpetuación sea mayor. Esta modalidad es la que simulan los ingeniosos programas de ordenador cuyos resultados son aducidos en apoyo de las opiniones expresadas en distintos capítulos. El proceso de selección natural directa presenta fuertes analogías con el de selección artificial, de manera que el propio Darwin sucumbió a la tentación de tender puentes entre uno y otro, empresa en la que Dawkins le secunda con entusiasmo: «La selección natural es igual a la artificial, a falta del seleccionador humano» (p. 27). Pero esto sólo es así en medios cuyas circunstancias son invariantes o varían siempre en el mismo sentido. Este puede ser el caso de la selección artificial, cuyo único fin es mejorar rendimientos, pero no el de la natural que es sólo un mecanismo que tiende a procurar una mayor adaptación a un medio cambiante, en una carrera que, antes o después, acaba en el fracaso. ¿Hasta qué punto cree Dawkins en la adecuación de su metáfora a la realidad? En mi opinión sólo a veces.

Tomemos, por ejemplo, las dos normas del perfecto montañero. En primer lugar el paso debe ser decidido y, por ello, el papel de la deriva genética debe ignorarse. De hecho sólo se la menciona una vez que, por cierto, es la única en que se reconoce a Wright como «progenitor de mi monte Improbable» (p. 123). En el exiguo espacio de una página se admite de pasada la posibilidad de que la acción conjunta de la selección natural y la deriva conduzca a estados de mayor adaptación inalcanzables por la sola virtud de la primera de estas dos fuerzas, esto es, que la acción de atajar pudiera verse recompensada. Dada la mínima atención dedicada a este fenómeno parecería que Dawkins no sólo lo considera poco frecuente sino también de escasa trascendencia. La sorpresa se reserva hasta el párrafo final que merece la pena citar completo: «Quizás después de que los dinosaurios se extinguieran, los mamíferos supervivientes gozaran de tales oportunidades que algunos de sus linajes "bajaran la guardia", se deslizaran temporalmente monte abajo y así atinaran con cimas más elevadas del monte Improbable que normalmente les estarían vedadas» (p. 124). Aunque Dawkins sabe muy bien que el asunto es demasiado intrincado e importante para ser tratado con semejante ligereza, la forma en que lo hace da a entender que, si es preciso, es capaz de dar la vuelta a sus argumentos como si de guantes se tratara.

Atendamos ahora a la segunda regla: pasos cortos o gradación del cambio evolutivo. A lo largo de las páginas 86 a 96 Dawkins admite que también esta máxima puede tener sus excepciones y que ciertas macromutaciones (genes con efectos mucho mayores de lo normal) pueden a veces ser incorporadas al acervo genético de las poblaciones, con la consiguiente discontinuidad. Sería hipócrita por mi parte ignorar que la controversia entre gradualismo y saltacionismo está lejos de ser resuelta. Sí creo pertinente señalar que el mecanismo al que se recurre para salir del paso, la acción paralela de otros genes cuyo efecto sea paliar los aspectos más perjudiciales de la macromutación, no sólo implica necesariamente la presencia de efectos genéticos interactivos sino también admitir que los genes modificadores sólo podrán cumplir su labor bajo la acción conjunta de selección y deriva. En definitiva, cuando la selección natural, a la que se había otorgado el papel de único protagonista, se encuentra en dificultades deben acudir en su ayuda aquellos actores a quienes las desmedidas simplificaciones de Dawkins habían relegado a la condición de meras comparsas. Ocurre con excesiva frecuencia que, en la mente del investigador, modelo y realidad se confunden de tal manera que la simplicidad del primero, justificable únicamente como aproximación preliminar, acaba siendo considerada como propiedad fundamental del objeto de estudio, ficción que permite una aparente comprensión del asunto a costa de desvirtuarlo. Pero toda parábola tiene sus limitaciones y aunque el proceso evolutivo pueda estudiarse en términos de cambio genético, ello no implica que de éste pueda deducirse lo que realmente nos interesa que es la modificación espacio-temporal de la forma y la función adaptativas, a no ser que ambos cambios estén relacionados linealmente, algo que requiere la desaparición de las interacciones. Una vez más Dawkins reconoce que la linearidad no siempre es la regla e incluso dedica todo el capítulo 7 a tratar los pequeños cambios genéticos que tienen grandes efectos sobre el desarrollo, pero el número y entidad de las excepciones no son suficientes para apartarle de esa senda cuya obligada rectitud no permite corregir el rumbo circulando por atajos.

En resumidas cuentas, Climbing Mount Improbable es una atractiva y erudita descripción, escrita en clave de la mejor tradición naturalista, de muy variados fenómenos biológicos para los que se proponen explicaciones demasiado sencillas. En la comprensión del fenómeno evolutivo la propuesta de soluciones plausibles sigue siendo de utilidad, siempre que se advierta su provisionalidad y no se le dé apariencia de solidez. Desde el punto de vista científico, la evolución por selección natural no está en tela de juicio como explicación integradora del hecho biológico, pero el recurso continuado a ese agente como si se tratara de un oportuno Deux ex machina puede ser dañoso como estrategia divulgadora y acabar desilusionando al público a medida que éste advierta la fragilidad del producto que se le ofrece.

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