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El vampiro de john william polidori

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El verano de 1816, a orillas del lago Leman, Mary Shelley, Percy B. Shelley, Lord Byron y el médico de este último, John William Polidori, cada uno de ellos se comprometió a escribir un relato de misterio semejante a los de fantasmas con los que entretenían sus ratos de ocio en aquel lluvioso verano. Del reto sólo surgió la idea de una obra inmortal: Frankenstein o el moderno Prometeo. Y sucedió también que Polidori, ya alejado de Lord Byron y vuelto a Londres, decidió probar fortuna en el mundo de las letras publicando su relato El vampiro bajo el nombre de Byron; éste abominó públicamente del relato al tiempo que Polidori se reclamaba como su autor, lo cual era cierto, aunque no menos cierto fue que se inspiró en el cuento inacabado que concibiera Lord Byron para cumplir con aquella velada. Polidori se suicidó finalmente en 1821 sin haber obtenido éxito alguno en el campo de la literatura, pero con aquel relato estableció la figura del vampiro tal y como la conocemos en la tradición occidental.

Esto en cuanto a la anécdota, pues no es de la figura del vampiro de lo que tengo intención de hablar. El relato de Polidori narra la historia de un joven caballero y su hermana, huérfanos desde la infancia y herederos de una notable fortuna, cuyos tutores se ocuparon más de proteger esa fortuna que de la educación de los jóvenes. Aubrey, el muchacho, había así «cultivado más la imaginación que el juicio […] y pensaba que la Providencia había introducido el vicio (en el mundo) tan sólo por el efecto pintoresco de la escena […] y creía, en resumen, que los sueños de los poetas eran las realidades de la vida» según lo define con toda intención Polidori. Este muchacho entra en sociedad, es asediado por madres de hijas casaderas y, finalmente, se dispone a realizar un viaje, «ese viaje que durante tantas generaciones se ha considerado necesario para permitir que los jóvenes den algunos pasos rápidos por el mundo del vicio a fin de ponerse en pie de igualdad con los viejos».

Acompañará a un personaje que le ha fascinado desde el primer momento, un tal Lord Ruthven, del que descubrirá que, dedicado al juego, se deja ganar por los desalmados y arruina a los virtuosos, que practica la caridad con los disolutos y desprecia a las almas nobles caídas en desdicha y que es un seductor que destroza por placer la reputación de las damas y la inocencia de las muchachas. Un día, herido Lord Ruthven en el ejercicio de una de sus fechorías, obliga al joven Aubrey con un determinado juramento de silencio antes de expirar. Un año después…

El de Lord Ruthven es un acabado retrato del mal encarnado en una figura humana. El de Aubrey es el retrato de un joven caballero que representa la bondad natural. Así como la idea del Mal se mantiene más o menos incólume hasta nuestros días, la de la Bondad Natural ya no resiste más que en almas simples o en gente que no ha sacado provecho de la lectura de Darwin. Sin embargo, la lectura de El vampiro tiene aún hoy un atractivo que, a no dudar, proviene del valor simbólico que la escritura de Polidori logró para esta historia y sus personajes.

Como dice el mismo Polidori, el joven Aubrey cultivó la imaginación antes que el juicio. Esta es la frase clave. De hecho, en otro momento, un momento de grave turbación del joven al verse inmerso en las consecuencias de su juramento, dice de él que «huía de un perseguidor más veloz que ningún otro…, huía del pensamiento». Lo hermoso de esta narración es que, en ella, el Mal, un mal acabado, redondo, todopoderoso, es el principio de realidad, es la realidad misma y no sólo su lado oscuro, es lo que mueve el orden y el desorden, los baraja y los juega. En medio, como si fuera la mesa de juego, se encuentra la Sociedad, tan distinta a menudo en su superficie como tan igual a sí misma en su esencia y en su función como mesa de juego, sea ésta de un lujoso casino o del peor garito. Y al otro lado está lo que he llamado bondad natural, pero que bien podríamos llamar imaginación aunque su definición exacta sería la de Deseo; el cual, como todos sabemos, se nutre en buena medida de la imaginación. Como Aubrey.

Lo verdaderamente interesante de este relato, su vigencia, no está en la contraposición Mal-Bien, sino en la contraposición sustitutiva de Realidad-Deseo. Y, desde este punto de vista, el relato ofrece una lectura apasionante. Las vidas de Lord Ruthven y de Aubrey transcurren en paralelo durante el viaje: segura y constante la del primero, titubeante y dependiente la del segundo. Cuando Aubrey descubre el peligro que le acecha, se encuentra imposibilitado de hablar, de denunciar a Ruthven a causa de su juramento que mantiene como caballero, es decir, como inherente a su identidad. El problema de Aubrey es que su identidad está hecha de deseos, no de realidades, y la realidad no le dará crédito. De este modo, las ataduras del deseo ciegan su única defensa: el pensamiento. La trampa en que la realidad hace caer al deseo es, entonces, diabólica, pues al ser constitutiva del deseo la palabra dada, éste se encuentra atacado en su propia esencia y todo cuanto movimiento haga para tratar de luchar sin traicionar su juramento le ahogará aún más en la trampa.

Desde el momento en que Realidad y Deseo (o Mal y Bien, en apariencia) se enfrentan, la narración es el relato de una agonía implacable y esa es su belleza. Una agonía simbólica –y una imagen simbólica, la del vampiro, apenas insinuada, pero magníficamente, en dos incisos– que representan de modo admirable la imperecedera relación entre Vida y Mal, que es el verdadero tema del relato.

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