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Los indígenas vascos y el terrorismo etarra

La patria de los vascos. Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco (1876-1903)

JAVIER CORCUERA ATIENZA

Taurus, Madrid

695 págs.

18,49 €

Un pueblo escogido. Génesis, definición y desarrollo del nacionalismo vasco

ANTONIO ELORZA

Crítica, Barcelona

502 págs.

30 €

El escudo de Arquíloco. Sobre mesías, mártires y terroristas, vol. I: Sangre vasca y vol. II: El «nuevo Israel americano» y la restauración de Sión

JUAN ARANZADI

Antonio Machado Libros, Madrid

706 págs. vol. I y 550 págs. vol. II.

47,48 €

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A comienzos de marzo de 2002, la Cámara de Representantes del Estado de Idaho aprobaba en Boise, la capital de ese estado norteamericano, una solemne declaración dirigida, ni más ni menos, que a los presidentes del gobierno de España y Francia, al rey de España, al presidente y vicepresidente de los Estados Unidos y al Congreso de este país. Ni el presidente de la República Francesa ni el de la Comunidad Foral de Navarra aparecían en la nómina de tan distinguidos destinatarios. Desde Boise, y teniendo presente la relativamente importante comunidad de «origen vasco», esa declaración hacía votos por un «final dialogado» de la «violencia», además de apoyar expresamente el «derecho de autodeterminación del pueblo vasco». Dicho de otro modo, esta declaración recogía punto por punto el planteamiento oficial del Gobierno Vasco y del PNV sobre las «expresiones violentas del conflicto», circunloquio con el que se evita decir violencia terrorista de ETA. Por supuesto que, por más que se repase la legislación fundamental del Estado de Idaho, no se hallará nada similar al derecho de autodeterminación, ni para el propio Estado respecto a los Estados Unidos de América ni para los pueblos indígenas respecto a Idaho. Al promotor de la «declaración de Boise», un tal Pete Cenarrusa, secretario de Estado y de «origen vasco», se le erizarían sus republicanos pelos sólo de oír hablar de algo semejante a una autodeterminación de pueblos indígenas, o de su Estado respecto de la Unión. Al contrario, la constitución de Idaho de 1890 sanciona el carácter irreversible de su unión a los Estados Unidos y proclama la constitución federal «ley suprema».

¿Por qué, si los congresistas de Idaho no entienden que la autodeterminación sea un derecho (en otro caso lo tendrían reconocido para sí mismos), se permiten proclamarlo alegremente para vascos? Creo que la respuesta tiene mucho que ver con lo que estudian los libros presentados aquí, es decir, el modo en que desde finales del siglo XIX , y utilizando materiales previos, se ha construido una imagen «indígena» de los vascos y su historia en el contexto del mundo hispano. El argumento de la declaración del Congreso de Idaho descansa justamente sobre la idea de que el vasco es el «pueblo indígena» europeo con asentamiento más antiguo sobre su país, con «una» lengua que ha defendido a lo largo de «su» historia, al igual que «su» autogobierno. Da por hecho también que los «Estadosnación», francés y español se repartieron la tierra de los vascos a mediados del siglo XVII y que, a pesar de ello y pacíficamente en su mayoría, los vascos han seguido luchando por «sus» derechos.

Tamaña serie de estupideces antropológicas e historiográficas es fiel reflejo de una vulgata nacionalista que, como se ve, no se queda en la anécdota de la que hacer mofa, sino que tiene consecuencias políticas muy concretas. La declaración de Idaho no es sino la exageración americana de una imagen de lo vasco que deliberadamente difunde el nacionalismo desde los resortes del poder público que controla. Por no mencionar la extremadamente militante televisión vasca (que, no en balde, ha dedicado numerosos programas a los «vascos en América»), ábrase la página del gobierno vasco en Internet (http://www.euskadi.net, obsérvese cómo se evita la extensión «es», dominio del «otro») y se podrá informar el lector de que los vascos, efectivamente, ocupan aquel «su» suelo desde hace ni más ni menos que 150.000 años, que han mantenido «su» lengua y tradiciones, que están divididos entre los «Estados» francés y español, así como otras evidencias de que los «indígenas» vascos no sólo existen sino que, además, son maltratados por los «Estados» y precisan de asistencia internacional en forma de reconocimiento de su derecho de autodeterminación, cual si de descolonizar suelo vasco se tratara.

Es evidente que de este modo el nacionalismo pretende conseguir por vía declarativa lo que se le resiste en las urnas vascas, como también que si algún fundamento tiene tal discurso hoy en día, si el Congreso de Idaho llega a hacer el ridículo como lo ha hecho, es porque existe el terrorismo ultranacionalista de ETA, y no porque unos indígenas en el norte de España se vean privados de derechos. El éxito mayor del nacionalismo vasco no ha sido, por tanto, el electoral, sino haber logrado que los vascos sean vistos y considerados como «pueblo» y el terrorismo ultranacionalista de ETA como expresión de un «conflicto político» que hunde sus raíces en la historia. Entre la invención de los vascos como «pueblo», dotado por tanto de identidad, cultura e historia propia, y el surgimiento de la violencia como parte integrante de la identidad abertzale radical, se sitúa la reflexión de estos tres estudios.

Sus autores comparten generación y vivieron con plena conciencia política los años finales del franquismo, en los que surge el terrorismo etarra, y los primeros años de la transición y consolidación de las instituciones democráticas contra las que ese terrorismo recrudeció notablemente su actividad. Para aquella generación, la existencia del terrorismo ultranacionalista vasco es, por tanto, un dato biográfico imprescindible, como lo será para quienes ahora tienen diez años la transformación política de Europa. No creo que sea casual la tendencia de autores de esta generación (Jon Juaristi, Patxo Unzueta, Mario Onaindía y, en el libro aquí comentado, también Juan Aranzadi) a presentar sus análisis sobre el nacionalismo vasco, y especialmente sobre la aparición de ETA, como autobiografías e historias familiares: se pueden presentar así como miembros originarios de la «tribu» vasca, aunque sea no sólo para renunciar a la misma sino para negar su existencia.

El conocimiento por parte de los autores mencionados y otros sobre la formación y consolidación de la ideología y la organización nacionalistas a que se refieren tales historias, sin embargo, debe menos a la «memoria familiar» que a las obras de Javier Corcuera Orígenes, ideología y organización del nacionalismo vasco (1876-1903) e Ideologías del nacionalismo vasco, de Antonio Elorza, publicadas a finales de los años setenta, que significan el punto de arranque para un conocimiento historiográfico, y no sólo «familiar», del nacionalismo vasco. El libro de Javier Corcuera se reedita ahora actualizando referencias bibliográficas, aportando alguna documentación pero dejando casi intacto el cuerpo original del mismo. Antonio Elorza, por su parte, recopila estudios publicados entre 1974 y 2000, con cuatro capítulos centrales procedentes de Ideologías del nacionalismo vasco. Son, por ello, obras sobradamente conocidas para cualquier lector mínimamente interesado en el estudio del nacionalismo vasco.

El libro de Aranzadi es, por el contrario, un nuevo ensayo que surge, –y aunque parezca muy bilbaína la confesión– como prólogo a la reedición hace un par de años de su Milenarismo vasco. Edad de oro, etnia y nativismo (1981). Es también un libro que está escrito, o al menos presentado, del revés, pues todo él es una larga, profunda y estimulante reflexión para fundamentar las ideas expuestas en sus páginas finales sobre las incongruencias de los movimientos y organizaciones cívicas surgidas en Euskadi desde 1998. Reproduce en esas páginas artículos publicados en El País y Claves de la Razón Práctica en los que argumenta la ineficacia de la movilización ciudadana contra el terrorismo, la idoneidad del Pacto de Lizarra para el fin de la violencia etarra, los efectos nocivos de asociar la movilización contra ETA a una defensa de la Constitución y el Estatuto, y el error de etiquetado cuando se afirma que ETA es un movimiento fascista o totalitarista. Contrasta, desde luego, esta opinión con la que expresa Antonio Elorza tanto en la presentación como en el epílogo de su recopilación, donde defiende que no sólo cumple todos los requisitos para la etiqueta, sino que incluso debería situarse «en la estela del nazismo». Pero, sobre todo, creo que contrasta con los argumentos del propio Aranzadi en el resto de su libro.

Surgido de una reflexión sobre Milenarismo vasco y sus críticos, la parte central del libro de Aranzadi es un ajuste de cuentas con estos últimos y especialmente con Joseba Zulaika, con quien mantiene un permanente debate a lo largo de las páginas del primer volumen. El planteamiento crítico de Aranzadi respecto de la antropología vasca tiene que ver justamente con el sentido que suele darse al adjetivo, entendiéndose que la misma no es la ciencia practicada por los antropólogos vascos independientemente de su objeto de estudio, sino la practicada sobre los vascos como pueblo. Justamente este es el concepto que de una manera más rigurosa somete el autor a crítica en este libro por entender que su acepción constituye el pecado original de buena parte de la antropología vasca. Una vez que decide aceptarse categóricamente la existencia del sujeto «pueblo vasco», difícilmente pueden escamoteársele entonces atributos que le corresponden de manera unívoca como una lengua, una historia, unas costumbres… y un conflicto. Dicho de otro modo, lo que Aranzadi critica sistemáticamente es la construcción de una imagen «indígena» del pueblo vasco.

Reconoce Aranzadi la existencia de una baliza que de manera clara señala el momento de arranque de esta concepción de lo vasco en el trabajo de los «patriarcas» de la antropología vasca, su tío abuelo Telesforo de Aranzadi y José Miguel de Barandiarán, que coincide justamente con el momento de génesis y expansión de la ideología nacionalista y el PNV. A ellos dedica sustanciosas páginas en las que se da cuenta de cómo, aun sin afiliación formal al movimiento nacionalista, ambos van tejiendo la urdimbre de una antropología que asume la existencia del pueblo vasco como sujeto dotado de una evidente particularidad en el contexto de los pueblos europeos. Por decirlo brevemente, Aranzadi demuestra cómo el trabajo antropológico que nunca se tomó Sabino Arana –que siempre tocó de oído al respecto– se lo tomaron aquellos pioneros de la antropología vasca, del estudio de su raza, origen, cultura y lengua (a pesar de que Telesforo de Aranzadi, como Sabino Arana, no pasó de neófito en el conocimiento del vascuence).

Los estudios de Corcuera y Elorza llevan más de dos décadas enseñando a quienes se acercan al estudio del nacionalismo vasco que sus orígenes coinciden, por un lado, con una suerte de querella historiográfica sobre el significado de los fueros tras la ley de 21 de julio de 1876 y, por otro, con la invención por parte de Sabino Arana de una nueva cronografía vasca en la que situó el punto de inflexión en 1839. El 25 de octubre de ese año, como es sabido, las Cortes aprobaron una ley que confirmaba los fueros de las provincias vascas y Navarra dentro de la unidad constitucional de la monarquía española. Lo que puede parecer un encaje de bolillos, como viene explicando la historiografía vasca (José María Ortiz de Orruño, Coro Rubio y otros), no fue en realidad sino una solución perfectamente coherente para el liberalismo moderado de los «mandarines» provinciales vascos y los del gobierno de su majestad. Sin embargo, Sabino Arana trastornó aquel sentido convirtiendo la ley de 1839 en signo y seña de la pérdida de la independencia de los «baskos». Es este, como estudió Corcuera, el punto de ruptura más evidente de Sabino Arana con los fueristas, euskalerriacos al transformar totalmente el sentido de la foralidad vasca. Para los fueristas, independencia había significado reconocimiento de la condición de perfección de la comunidad política provincial, capacidad de gobierno propio de la provincia derivada de su perfección como comunidad política. Dicho de otro modo, para los fueristas la independencia era sobre todo existencia de la república provincial. Sabino Arana, sin embargo, destruyó primero tal idea de república provincial perfecta en sí misma y asignó a la independencia el solo sentido de segregación.

Estos libros ilustran sobradamente la operación de encaje antropológico e historiográfico que realizó el primer nacionalismo vasco en aquel proceso de sustitución de las repúblicas provinciales por la patria vasca como sujeto histórico esencial. También estudian con precisión la preferencia que en todo ello asignó el nacionalismo a la misión religiosa de la patria de los vascos. Desechada por liberal, constitucional e impía la monarquía otrora católica, tenía que surgir un nuevo sujeto, la patria vasca, donde fuera a anidar el espíritu puro del catolicismo. La patria católica que sustituye a la monarquía católica requirió su pueblo, su historia y su identidad.

En opinión de Aranzadi, encontró para ello Sabino Arana un suelo propicio –que nutre también a Telesforo de Aranzadi y otros– en el que ya anteriormente se habían generado formas de diferenciación y de exclusividad patrimonial basadas en las ideas de hidalguía universal e intolerancia cristiano-vieja. También Elorza y, en menor medida, Corcuera remontan el análisis a momentos de la edad moderna en que ese discurso se asentó más sólidamente, como en las obras de Andrés de Poza a finales del siglo XVI , y de Pedro de Fontecha y Manuel de Larramendi a mediados del siglo XVIII . Sin duda que el nacionalismo pudo nutrirse de elementos aprendidos en la literatura política moderna generada en defensa de las repúblicas provinciales vascas, pero no creo que pueda establecerse un nexo entre el racismo de Sabino Arana y la idea patrimonial colectiva de la hidalguía universal (con todo lo exclusivista que sea), por la sencilla razón de que, justamente, están producidas para contextos antropológicos absolutamente distintos. Más aún, no creo que Larramendi, Fontecha o, incluso ya en el siglo XIX , Francisco de Aranguren o Pedro Novia de Salcedo, sean ni precursores ni conectores siquiera entre fuerismo y nacionalismo.

Entre las repúblicas provinciales y la patria vasca hay tal abismo conceptual que no cabe conexión entre ambas, como no cabe entre la idea de monarquía católica y la de nación española. Aunque la propuesta política de Sabino Arana y el nacionalismo vasco tuvo el indudable tufo del tradicionalismo católico, constituyó realmente una «revolución» respecto a la tradición precisamente porque atribuyó a los vascos la condición de pueblo con su traducción política en la patria y su identidad en la raza. Nada de esto había nunca fomentado, ni aun conocido, el republicanismo provincial que, para empezar, no habría entendido siquiera el adjetivo «vasco» de la nueva identidad figurada por Arana.

Creo que a nadie ha de escapársele la oportunidad con que vienen estos libros al mercado editorial español. La reedición de los estudios de Corcuera y Elorza y el nuevo ensayo de Aranzadi llegan en un momento en que el nacionalismo vasco retoma con fuerza los postulados más originarios de su ideología por lo que hace a la concepción de los vascos como pueblo y de su historia como una lucha por la consagración estatal. Es la base también del discurso oficial del gobierno vasco. Ante el club Siglo XXI, su actual presidente dató con precisión el origen del «conflicto político» del cual el PNV considera al terrorismo una «manifestación»: 1839. Repitió este mismo juicio ante el parlamento vasco en un debate en el que el portavoz de su partido, Joseba Egibar, afirmó que el Estatuto de Autonomía no es sino una «carta otorgada», es decir, en términos del propio Sabino Arana, otro «fuerito» o sucedáneo de las lege zarrak (leyes viejas), como el Concierto Económico. El nacionalismo vasco sigue manejando las mismas hipótesis antropológicas e historiográficas del «pueblo vasco» y su historia irredenta desde el «atentado» de 1839. Ni siquiera espera reparación constitucional al respecto, pues, de hecho, la actual Constitución española declaró abolidas simultáneamente una ley confirmatoria (1839) y otra supresora (1876) de los fueros. Aceptar tal supuesto significaría contemplar la posibilidad de una posible reubicación de la república vasca en España, cuando de lo que se trata para el nacionalismo es precisamente de preservar al pueblo vasco de la maldad política encarnada en España.

Tal concepción que coloca en el diccionario de antónimos la pareja vasco y español, es la que toma cuerpo en el acuerdo de Estella que todos los nacionalistas vascos, junto a Izquierda Unida como nota de color, se muestran dispuestos a galvanizar a la menor oportunidad. Es sobre tales ideas del pueblo y su historia cómo el nacionalismo viene también proponiendo una representación «orgánica» a través de municipios (Udalbiltza), un censo de «adscripción voluntaria», es decir de abertzales («carné de identidad vasco» emitido por partidos e instituciones nacionalistas), y una anexión forzosa de Navarra bajo el especioso nombre de «territorialidad». En tal proyecto lo único que está de más, como lo ha estado siempre, por otra parte, en la ideología nacionalista, es la autodeterminación, pues lo único que cabría practicar en tales condiciones sería una «confirmación» de lo ya decidido por el nacionalismo. Si todo esto, como afirma Aranzadi, no es totalitarismo fascista desde luego se le parece bastante. Ante esa perspectiva, creo que no es difícil entender que asirse a la Constitución y el Estatuto sea al menos tan inteligente como soltar el escudo y salir pitando.

La lectura de estos libros conduce a una serie de preguntas sobre el estatuto de la antropología y la historia en el discurso político que entiendo perfectamente pertinentes en el momento actual. Otro tanto cabría decir de otras disciplinas, como la sociología y la geografía, pues del mismo modo que el nacionalismo ha forjado una geografía nacionalista a golpe de repetir en la televisión pública día tras día un mapa del tiempo salido de la cabeza de Sabino Arana, ha logrado también que se acepte la existencia de un pueblo vasco indígena con una historia de invasión y conflicto como preliminar para cualquier debate político sobre el terrorismo etarra. La alegría con que el Congreso de Idaho se lanza a decir sandeces sobre la historia y la antropología vascas es indicador de que algún éxito, y más del que se supone habitualmente, ha tenido el nacionalismo en la promoción de tal imagen de lo vasco. Lo extraordinario es que hasta ahora a historiadores, antropólogos y otros estudiosos de las ciencias sociales todo esto, como mucho, les haya hecho gracia pero no les haya llevado a una reacción siquiera similar a la que provocó el proyecto de reforma de la enseñanza de las humanidades de la ex ministra Aguirre. La reedición de los estudios de Corcuera y Elorza, así como la publicación del nuevo ensayo de Aranzadi, podrían aprovecharse para abrir un debate sobre las ciencias sociales que ha permanecido décadas adormecido, como tantas cosas en Euskadi, por la morfina terrorista.

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