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Controversias sobre el final de la Guerra Civil

AL SERVICIO DE LA REPÚBLICA. DIPLOMÁTICOS Y GUERRA CIVIL

Ángel Viñas (dir.)

Marcial Pons, Madrid

560 pp. 28 €

EN DEFENSA DE LA REPÚBLICA. CON NEGRÍN EN EL EXILIO

Pablo de Azcárate

Crítica, Barcelona

504 pp. 29,90 €

EL DESPLOME DE LA REPÚBLICA

Ángel Viñas, Fernando Hernández Sánchez

Crítica, Barcelona

696 pp. 22,90 €

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Los tres primeros meses de 1939 fueron, como es sabido, la recta final de la guerra civil española. Una vez que las tropas franquistas avanzaron rápidamente por el nordeste, tomando primero Barcelona y luego el resto de Cataluña, la suerte estaba echada. A la debacle militar se sumó la dimisión del presidente de la República, Manuel Azaña, desde hacía días en territorio extranjero, y el reconocimiento de la España franquista por parte de los gobiernos francés y británico. Podía pensarse que sólo faltaba saber cómo y cuándo iba a producirse la capitulación. Pero esta incógnita no era algo menor. Encerraba todavía algunos asuntos de no poca importancia, como el hecho de que miles de personas que habían colaborado o luchado del lado republicano estaban expuestas a las represalias de los vencedores. Es decir, estaba por ver en qué medida lo que quedaba de la autoridad republicana era capaz de coordinar y dirigir los últimos pasos de la guerra, bien a través de la rendición o mediante una improbable lucha a la desesperada para no mostrar al enemigo más debilidad de la que ya era patente.

Como venía anunciándose desde antes de la caída de Cataluña, las disensiones internas en el bando republicano hicieron de esas semanas un período singular y sorprendentemente conflictivo. No era para menos en una situación en la que no sólo estaba perdiéndose definitivamente la guerra sino que quienes estaban perdiéndola hacía tiempo que tenían opiniones enfrentadas sobre la actuación de su gobierno y el sentido de la influencia comunista en el mismo. Fue durante la primera quincena de marzo cuando se produjo una rebelión en la zona todavía controlada –si es que puede utilizarse este término– por el Gobierno de Negrín, cuando el coronel Segismundo Casado, apoyado por una coalición de representantes socialistas y anarquistas, tomó el poder y formó un Consejo Nacional de Defensa en Madrid. Este Consejo, del que formaba parte el socialista anticaballerista Julián Besteiro, se arrogó todo el poder en lo que quedaba de la España republicana, justificando su acción contra Negrín, por lo que los «casadistas» consideraban como equivocada e intransigente la posición de aquél a favor de la resistencia y su subordinación a los dictados de los agentes y mandos militares comunistas. Poco antes se habían sucedido también actos violentos en la ciudad de Cartagena y la flota republicana había dejado de responder a la autoridad del Gobierno. Paradójicamente, cuando estaba en juego poner a buen recaudo a miles de personas antes de que las tropas franquistas ocuparan las últimas posiciones republicanas, quienes debían garantizar ese proceso terminaron enzarzados en una lucha que todavía hubo de costar varios cientos de vidas más.

El debate historiográfico sobre estos dramáticos episodios ha sido muy sustantivo. Todo esto se enmarca, además, dentro de un análisis más amplio sobre cuestiones que dieron lugar a decenas de escritos tanto por parte de protagonistas como de investigadores de diversa condición y calidad: la evolución de la estrategia militar republicana, el peso de los comunistas en el Gobierno de Negrín y la dependencia o autonomía de este último respecto de la política exterior soviética, las relaciones entre el jefe del Ejecutivo y el presidente de la República, los enfrentamientos dentro de la familia socialista, las misiones en el exterior para conseguir alguna forma de paz negociada, la responsabilidad de unos y otros en la represión violenta ejercida dentro de la zona republicana, etc.

Algunos autores tienden a presentar este debate como una pugna entre posiciones «franquistas», «neofranquistas» o «posfranquistas», de un lado, y quienes adoptan una postura profesional, académica y honesta, de otro. Sin duda, la simplificación tiene algo de verdad, pero resulta ridícula en muchos casos y tiene, a mi juicio, un efecto paralizante sobre lo que a todos debería preocuparnos: el progreso de la ciencia histórica y un conocimiento razonablemente sólido del pasado. Por otro lado, reproduce de forma un tanto sospechosa el mismo despreciable empeño franquista en no dar por terminada la guerra. Forma parte, además, de esa manía, quizá no tan privativa de los españoles como algunos dicen, de colocar etiquetas ideológicas a quienes sostienen posiciones contrarias, técnica útil para ahorrarse tener que valorar racionalmente la calidad de los argumentos y las fuentes esgrimidas por el otro, como si esto último no fuera lo verdaderamente relevante.

Muchos autores han contribuido en las últimas décadas al debate sobre el Gobierno de Negrín, los comunistas y el desarrollo de la guerra en sus últimos episodios. Algunos lo hicieron con fuentes demasiado parciales, alcanzando a veces juicios que sólo se sostenían con buenas dosis de compromiso ideológico y no poco simplismo, abandonándose a esa historia triste y sospechosa en la que sólo existen negros y blancos, destinada a reforzar mitos partidistas. En ellos se apoyan muy a menudo algunos polemistas muy prolíficos cuyo objetivo, hoy por hoy, no parece la Historia con mayúsculas sino el sermón y la militancia.

Otros han participado de ese debate con resultados siempre discutibles por la materia que se trata y por la debilidad a veces de las fuentes disponibles, pero con metodologías transparentes y afanes científicos. Se han enfrentado, ciertamente, a la complejidad de una materia que remite, al final, a una cuestión capital para la historia política de España en el siglo XX: el trasfondo de la lucha entre los bandos enfrentados en la Guerra Civil y, por tanto, los motivos y propósitos de unos y otros en esa contienda, en el marco además de una trágica guerra civil europea de marcado carácter ideológico. En ese sentido, la poca permeabilidad de ciertos ámbitos de la historiografía española a aquellos planteamientos críticos y bien razonados sobre la condición y características del antifascismo español ha sido bastante negativa, sobre todo porque ha bloqueado todo análisis que, a juicio de los censores, pudiera arrojar dudas sobre las credenciales democráticas de muchos de los vencidos y sus propósitos modernizadores.

En cualquier caso, las investigaciones sobre el devenir de la política en el bando republicano durante la guerra no han hecho sino crecer y con resultados, a mi juicio, positivos. Así, por lo que se refiere al llamado «problema Negrín», no cabe duda de que las últimas biografías publicadas por Enrique Moradiellos, Gabriel Jackson y Ricardo Miralles confirman ese diagnóstico. Hoy cualquier lector interesado puede saber mucho más que hace diez años sobre las ideas y acciones de Negrín en la coyuntura trágica del bienio 1937-1939. Desde los años noventa es posible «un entendimiento más objetivo de la relación entre Negrín y los soviéticos», como señalaba Stanley G. Payne en esta misma revista, quien por lo demás reconocía que, gracias a esto, él mismo había cambiado su «valoración» de la política de aquélEl «problema Negrín» y la cita, en Stanley G. Payne, «El problema Negrín», Revista de Libros, núm. 151-152 (julio-agosto de 2009), pp. 9-11, a propósito de los libros de Gabriel Jackson y Ricardo Miralles sobre Negrín.. El propio Enrique Moradiellos ha contribuido sustantivamente a mejorar nuestra comprensión de ese período mediante rigurosas investigaciones sobre la posición británica durante la Guerra Civil. Y en el asunto capital de la influencia comunista y la ejecutoria del gobierno de Negrín, simplemente contrastando lo que Payne escribió en su Unión Soviética, comunismo y revolución en España (2003) con lo que Moradiellos analizó en el capítulo 4 de su Don Juan Negrín (2006), cualquiera podía hacerse una idea bastante cabal del debate. Y esto por no hablar de otros cuantos libros de referencia por completo imprescindibles.

Negrín y su presidencia de gobierno durante la guerra (mayo de 1937-marzo de 1939) es, precisamente, el eje en torno al que se articulan los tres libros objeto de esta reseña. De forma más clara y precisa en el primero, El desplome de la República, pero también en los otros dos, especialmente en los escritos de Pablo de Azcárate, porque éste fue, sin duda, una de las personas más cercanas a Negrín durante la posguerra.

La controversia sobre el papel de Negrín en las últimas semanas de la guerra, sobre todo desde la caída de Cataluña hasta el golpe de Casado, es el objeto fundamental de estudio del libro escrito por Ángel Viñas y Fernando Hernández Sánchez. Este trabajo viene a complementar los tres estudios anteriores del primeroLa soledad de la República, El escudo de la República y El honor de la República, reseñados por Gabriel Jackson, «Una trilogía histórica magistral», Revista de Libros, núm. 154 (octubre de 2009), pp. 7-10.. Al igual que aquéllos, tiene una línea argumental de defensa a ultranza de la figura de Negrín y de negación de lo que de forma casi obsesiva los autores consideran las mentiras de la historiografía conservadora, franquista o no, principalmente la idea de que Negrín acabara siendo un instrumento de la política estalinista. El libro, sin duda, tiene una importante base documental, alguna ya ampliamente investigada por otros autores, pero presume de ser resultado sobre todo de la revelación y el análisis de un documento elaborado a modo de informe para Stalin después de la guerra, en una especie de copia y pega de otros informes previos o ad hoc de comunistas cercanos al poder durante la guerra, tales como Pedro Fernández Checa, Jesús Hernández, Félix Montiel, Francisco Ciutat o Artemio Precioso, aparte de otras figuras como la del general Antonio Cordón. Así se elaboró lo que los autores denominan «una reflexión colectiva, aunque no necesariamente coordinada» a la que, si bien no niegan «una sustancial carga autojustificativa» (p. 59), sin embargo le dan no pocas veces un tratamiento de fuente imparcial.

Es difícil sintetizar la gran cantidad de cuestiones que se plantean en este trabajo, pero a mi juicio hay tres aspectos capitales en la argumentación. El primero es la negación de que Negrín fuera manipulado en el «desplome» de la República por los comunistas, a quienes los autores consideran un poder en declive en ese momento. El segundo es un ajuste de cuentas particularmente feroz contra aquellos que se enfrentaron a la política del Gobierno de Negrín y respaldaron el golpe de Casado, al que se acusa –a mi juicio de forma impropia en un trabajo científico– de traidor y «embustero consumado», compinchado con los quintacolumnistas y empeñado en justificar como rebelión anticomunista lo que a decir de los autores no fue otra cosa que una acción violenta injustificada destinada solamente a salvar a unos cuantos de lo que se avecinaba con la llegada de los franquistas. Este ajuste de cuentas inmisericorde incluye, también, una cruda reflexión sobre Besteiro –los autores, tras extractar su intervención en la Comisión Ejecutiva del PSOE en noviembre de 1938, consideran una «conclusión lógica» que Besteiro «extremó su diagnóstico hasta llegar a preferir el triunfo de Franco»– y el resto de socialistas casadistas a los que, como a Casado, se atribuye la responsabilidad de haber impedido lo que a juicio de los autores deseaba Negrín: facilitar una evacuación relativamente ordenada de miles de personas que de resultas del golpe de Casado quedaron a merced de los «nacionales».

El tercer aspecto está directamente relacionado con lo anterior. Viñas y Hernández, sin aportar a mi juicio mucho más de lo ya señalado por Moradiellos, recalcan un hecho para ellos capital en este asunto: Negrín no deseaba una resistencia a ultranza, movido en esto por intereses comunistas, sino que, como muestran algunos de los documentos enviados a Martínez Barrio tras la dimisión de Azaña, sólo quería tratar de ganar tiempo para facilitar la evacuación, evitando dar la sensación de que únicamente cabía la posibilidad de rendirse sin condiciones. Los autores se apoyan en la evidencia de documentos diplomáticos para mostrar que, si bien Negrín podía estar equivocado, no había ningún fundamento para pensar que con una rendición inmediata e incondicional el otro bando fuera a comportarse con humanidad y compasión. Este tercer aspecto, junto con el peso de los comunistas en el ejército y su influencia y/o control sobre Negrín es el asunto más importante del libro, evidentemente el más debatido por los protagonistas, primero, y la historiografía, después. Viñas y Hernández son particularmente combativos en esta materia, empeñados en colocar etiquetas ideológicas a prácticamente todos los autores que con anterioridad han escrito sobre este tema y no han llegado a sus mismas conclusiones. Y esto incluye, de forma ciertamente reiterativa, a Stanley G. Payne. Este último, desde luego, no ha compartido la visión de los autores sobre Negrín, del que ha escrito que fue «quien llegó más lejos a la hora de tener en cuenta el nuevo tipo de régimen» en que podía convertirse una república victoriosa bajo influencia comunista. Pero Viñas y Hernández no parecen haber leído las conclusiones del autor norteamericano en las que aseguraba que, pese a lo dicho por Dimitrov en 1947 («España fue el primer ejemplo de una democracia popular»), para él estaba claro que la República española durante la guerra, y especialmente durante el Gobierno de Negrín, si bien dejó de ser una democracia, «no constituía exactamente el tipo de régimen posteriormente establecido por los soviéticos en la Europa del Este», primero porque los comunistas consiguieron predominar en el ejército pero no controlarlo «íntegramente»; segundo porque no hubo proceso de unificación partidista bajo las siglas del Partido Comunista de España, y tercero porque la política de «control estatal y nacionalización favorecida por los comunistas nunca se pudo llevar a cabo». La República «revolucionaria» dejó de ser una democracia, escribió Payne, pero «siguió siendo semipluralista» y no llegó a ser una democracia popular estalinista.

Ciertamente, Viñas y Hernández aportan un análisis que, a pesar de estar demasiado sesgado por el peso de las fuentes primarias de los propios comunistas, revela importantes aspectos para reconducir la valoración integral de la pugna entre quienes apoyaron a Negrín y quienes se pusieron del lado de Casado. Ahora bien, llama la atención que, a diferencia de otros trabajos anteriores, no se enmarque la investigación en un análisis más de conjunto que tenga presente una valoración global de lo que representaba no ya Stalin, al que no se dedican los adjetivos que merece Casado, sino la posibilidad de una «democracia» republicana victoriosa fuertemente influida por los comunistas. Esto es así, a mi juicio, porque este libro presenta dos grandes problemas. El primero es la ausencia de toda consideración sobre lo que cada uno de los protagonistas de esos trágicos momentos del invierno de 1938-1939 pensaban sobre la democracia, la revolución y el pluralismo ideológico, una ausencia que se debe, sin duda, a un prejuicio en virtud del cual todos aquellos que luchaban contra los franquistas estaban protagonizando una batalla contra el fascismo que era extensión de la librada pacíficamente entre 1931 y 1936 y que tendría su continuación, pese a la ceguera francobritánica, después de la propia guerra española.

El segundo es la sorprendente falta de permeabilidad de los autores a lo que algunos historiadores profesionales y rigurosos han venido publicando en los últimos quinquenios acerca de la debilidad de las convicciones democráticas de muchos de los que supuestamente defendían la República de 1931. En ese sentido, provoca perplejidad que los autores consideren el «anticomunismo» de muchos socialistas y republicanos como una mera pantomima autojustificatoria e, incluso, que lleguen a afirmar cosas como que para hacer una «aproximación desprejuicida» [sic] a la historia del Partido Comunista de España debemos considerar que se trataba de «un partido que se reclamaba de la Revolución (con mayúscula) pero que, al tiempo, se convirtió en un sólido baluarte de la defensa del republicanismo progresista fundacional». Aunque, por otro lado, nada de esto es sorprendente si atendemos al hecho de que los autores consideran que después del 16 de febrero de 1936 el gobierno del Frente Popular no hizo otra cosa que «reemprend[er] más vigorosamente» las «medidas reformadoras, modernizadoras y democratizadoras» del primer bienio republicano.

Esto se explica, en todo caso, porque este libro, a diferencia del análisis de otros autores como Payne o François Furet, se muestra radicalmente contrario a la interpretación de la guerra española como una guerra ideológica entre revolución y contrarrevolución, para considerarla sin más como el primer episodio de la lucha europea contra el fascismo. De ahí que la Unión Soviética nunca aparezca en el libro como un actor con intereses y estrategia propios, y no precisamente democráticos y liberales, ligados por lo demás a un dirigente que, como Stalin, presidía en esos momentos, el bienio 1936-1938, un programa de limpieza de «elementos antisoviéticos» que incluía decretos como el 00447, en virtud del cual se decidía automáticamente la ejecución de más de sesenta mil personas y el envío a campos de trabajo de casi doscientos mil másRobert Service, Camaradas. Breve historia del comunismo, trad. de Javier Guerrero, Barcelona, Ediciones B, 2009, p. 219..

Por otro lado, en un esfuerzo encomiable por dar a conocer nuevos documentos e investigaciones, el profesor Viñas es responsable también de otros dos libros de gran interés. El primero es la edición de un manuscrito inacabado de Pablo de Azcárate sobre los años del exilio. De Azcárate se publicaron en los años setenta unas importantes memorias sobre su actuación a la cabeza de la diplomacia republicana en Londres durante una buena parte de la guerra. Ahora podemos leer estas interesantes reflexiones que Viñas reconoce haber tenido que «pulir a fondo», incluso «reescribir», y que vienen a aportar nuevos elementos para analizar las profundas divisiones que afectaron a los republicanos y socialistas en el exilio. Azcárate, un hombre formado en el institucionismo y que había logrado responsabilidades de gran importancia en la Sociedad de Naciones del período de entreguerras, mantuvo una estrecha relación con Negrín después de la derrota y su testimonio resulta, con relación al exilio, de indudable valor.

En cuanto al segundo, se trata de una compilación de trabajos sobre las principales misiones diplomáticas durante la Guerra Civil al servicio de la República. Aparte de los argumentos señalados en la presentación por el director del volumen, Ángel Viñas, seis capítulos se encargan de estudiar lo ocurrido en las embajadas españolas en Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Suiza, Checoslovaquia y México, más un capítulo específico sobre la carrera diplomática y el Ministerio de Estado en los años treinta. Casi todos los textos contienen análisis interesantes y bien estructurados, pero destaca, por la importancia que tuvo para el transcurso de la guerra y la defensa militar de la República, el análisis de lo ocurrido en Londres, París y Washington, a cargo de Enrique Moradiellos, Ricardo Miralles y Soledad Fox, respectivamente. Moradiellos, reconocido especialista en la materia, sintetiza muy bien las luces y sombras de la misión diplomática en Londres, mostrando que, por diferentes razones, la postura británica fue inflexible desde un principio. Ahí sale a relucir nuevamente Pablo de Azcárate, quien una vez asumida la imposibilidad de modificar la opinión del gobierno conservador británico, dedicó sus esfuerzos a la misión en París. Como muestra el texto de Miralles, la posición francesa no fue tan firme ni precisa, experimentando importantes variaciones y mostrando una mayor permeabilidad a la presión española, aunque finalmente pendiente de las orientaciones británicas. El caso norteamericano es algo diferente, en la medida en que allí contaban factores de política interna muy específicos. Resulta llamativo, en todo caso, que en las tres embajadas se dieran situaciones similares: primero el hecho de que en todas ellas los altos cargos de la diplomacia española no se mostraran proclives a representar al Gobierno de la República después del 19 de julio, y segundo, que ni Azcárate ni De los Ríos, en los casos de Londres y Washington, consiguieran algo más que impulsar pequeñas victorias en el terreno de la opinión pública, pero fracasaran abiertamente a la hora de convencer a los gobiernos de ambos países de que la República en guerra no era un instrumento del comunismo y luchaba, como sostiene Viñas, en lo que no era sino el primer capítulo de la larga y dura guerra contra el fascismo en Europa.

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