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Viva la literatura

Cómo cambiar tu vida

ALAIN DE BOTTOM

Ediciones B, Barcelona, 1998

Trad. de Miguel Martínez Lage

223 págs.

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No son pocos los sacrificios que en la fe literaria se ofrecen sobre el altar de la simetría. Desde las poéticas más antiguas hasta el postestructuralismo (tanto en la versión hierática como en la demótica), los estudiosos se alegran de la más humilde anáfora o recurrencia, pero reservan el éxtasis para la simetría. Viene esta reflexión a cuento de dos obras que han conocido un éxito notable en el Reino Unido esta temporada pasada: El diario de Bridget Jones, de Helen Fielding, y Cómo cambiar tu vida con Proust, de Alain de Bottom. Ambas obras se especializan en la división administrativa de lo cotidiano, pero lo hacen desde posiciones que podrían describirse como de una simetría bilateral invertida: mientras Alain de Bottom toma el modelo de En busca del tiempo perdido de Proust como fuente de inspiración, para llegar a la vida cotidiana, y para, según la promesa del título, «cambiar tu vida con Proust», Helen Fielding parte de la vida cotidiana, del Diario de Bridget Jones, para llegar nada menos que a Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, aquella brillante conjunción de neoclasicismo y romanticismo. Si en cada caso la estación de llegada o salida resulta ser la vida (modalidad cotidiana) o la literatura, no resultará difícil convenir en que las relaciones entre vida y literatura son las relaciones dominantes en estos dos libros; libros a los que de ninguna manera podría calificarse, sin más, de novela o ensayo; por otra parte, si alguien desea subir un peldaño más por la escalera de la abstracción y la pedantería, podría decirse entonces que tal vez el asunto de estas obras sea el de las relaciones entre lo ideal y lo real.

El modelo de lectura de los clásicos, sobrevenida en la jornada laboral, que propone Helen Fielding se funda en una discreta presencia de ese texto de Jane Austen que se toma como fuente de inspiración, aunque no tan discreta como para no descubrir al lector avisado, desde el primer momento, que esa relación del Diario con la obra mencionada será determinante: «Me pareció bastante ridículo llamarse Míster Darcy como el de Orgullo y prejuicio, y permanecer a solas con aires de superioridad en una fiesta» (pág. 19). A partir de este momento, el lector se teme que todo el Diario pueda leerse como una parodia o como crítica revisionista de un clásico de la literatura inglesa; ha de agregarse, a estas lecturas, la más obvia: la crítica de la vida cotidiana. No es precisamente Helen Fielding una Erving Goffman, pero no dejan de tener sentido, oportunidad y aun gracia las observaciones que brinda al lector sobre las liturgias diarias del trabajo, del cortejo amoroso, de la presentación de la persona en los lugares públicos, y, en fin, de la gastronomía posmoderna; sin embargo, ha decidido sobresalir la escritora, de forma eminente, en la representación de la clase media como víctima de la todopoderosa publicidad: «A veces tienes que hundirte en el nadir de un envoltorio de grasa tóxica para poder resurgir, como el fénix, de los residuos químicos, con la figura purificada y hermosa de una Michelle Pfeiffer. Mañana empezaré una cura de salud espartana y un régimen de belleza». Bridget Jones, a fin de cuentas, hija fiel de la cultura de revistas como Cosmopolitan, ha sido «traumatizada por las supermodelos», y sabe que ni su personalidad ni su cuerpo, si los abandona a sus instintos, están a la altura idealizada de éstas, de forma que para escalar hasta las alturas teóricas de la Última Guía Sexual, y para superar la intimidatoria superioridad teórica de un programa informativo, Newsnight, decide quedarse en casa y «pasar la noche comiendo donuts con un cárdigan manchado de huevo». Abunda la novela, no podía ser menos, en derrotas como ésta. No son pocas las veces que esta clase de crítica ha fundado obras de muy diferente índole. El reciente éxito de la película de El show de Truman demuestra claramente que aún no se ha secado este generoso pozo de recursos creativos.

No dejará de lamentar el lector que, para hacer de Bridget Jones una heroína más cotidiana, o acaso más parecida a la Elizabeth Bennet de Jane Austen, o tal vez tan banal como sus propios correlatos de carne y hueso, la haya hecho la escritora tan necia políticamente, pues cuando intenta dar la justa proporción a un problema como el de la guerra de la ex Yugoslavia, sólo es capaz de enunciarla de la siguiente forma: «Para ser sincera, nunca he tenido la sensación de tener claro lo que está pasando en Bosnia. Yo creía que los bosnios eran los que estaban en Sarajevo, y los serbios les estaban atacando, y, ¿quiénes son los serbo-bosnios?». No hace falta mucha imaginación para averiguar con qué clase de sarcasmo le obsequiará su novio. Presiente el lector que la escritora se ha guardado unas cuantas flechas del carcaj, y que no ha querido servirse de ellas para no estropear la imagen convencional de la joven centrada exclusivamente en la intimidad de sus relaciones personales o familiares. De hecho, la melancolía y la desconfianza asoman en cuanto se comparan las diferentes posibilidades nacionales: no sólo piensa Bridget Jones que ella misma, en más de una ocasión, «debería estar haciendo otra cosa», sino que asocia la decreciente confianza nacional de su país con el hecho de que los ingleses hayan visitado países extranjeros, y hayan visto que las formas de diversión y esparcimiento están asociadas a una clase de confianza en la conducta propia y en las posibilidades materiales de la que carecen los ingleses. Estas iluminaciones son fugaces, y el lector pensará de forma inevitable que la escritora ha preferido que su heroína sea atractiva antes que interesante.

Muy diferente es lo que ofrece el libro de Alain de Bottom, Cómo cambiar tu vida con Proust, una obra a medio camino de la recreación y el ensayo que se propone hacer cotidiano, útil para la vida diaria, a uno de los personajes que más dificultades hallaron en vida para acomodarse a las exigencias más comunes de la sociedad o la familia, una persona que llegó a añorar la temporada de su vida que consagró al servicio militar precisamente porque en ella no tuvo que tomar ninguna decisión, una persona cuyos hábitos alimenticios, domésticos, de lectura o esparcimiento divergían considerablemente de los más excéntricos de sus contemporáneos.

Incluso para quienes han hecho de la literatura una profesión tan duradera como la propia vida, la célebre novela de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, presenta obstáculos no pocas veces insalvables; y quienes llegan a sortearlos no se privan de apuntar que el trabajo acaso no merezca la pena. Recuerdo la ironía con la que E. M. Forster mostraba su sorpresa al averiguar que una frase de Proust comenzaba de forma sencilla, se contorsionaba, crecía, aparecían paréntesis grandes como setos, florecían las flores de la comparación, y tres campos más allá, agazapado como una perdiz herida, aparecía el verbo principal, que, después de tantos tiros, perros tan caros y cacerías tan extravagantes, el pobre, demostraba que su relación con el sujeto, al que se había perdido de vista hacía media página, era de índole acusativa.

Que en más de una ocasión se le arranque una sonrisa al lector en esta obra no es sino testimonio de lo titánico de una empresa condenada de antemano al fracaso, y por ello mismo, más noble que muchas otras empresas. Divulgar la obra de Proust, hacer accesibles sus misterios, acercarse a eso que podría denominarse divulgación para especialistas es el objetivo de una próspera industria editorial en Francia, donde abundan abecedarios, índices, geografías, geologías, genealogías, mapas, historias del arte y aun guías gastronómicas de la novela de Proust. Una de las razones del éxito del libro de Alain de Bottom es, sin duda, la escasez de obras semejantes en el mercado inglés; pues en el mercado francés ha de colocarse esta obra a la cola de una generosa nómina de divulgadores del arcano proustiano.

Lo cierto es que la vida cotidiana tiene pocas esperanzas de sobresalir en un libro como éste, y las derrotas en las que abunda Alain de Bottom se nutren sobre todo de la completa heterogeneidad del espíritu de Proust respecto de su época o, para el caso, de cualquier otra época. Bien puede el lector imaginarse al dietólogo de Bidget Jones llevándose las manos a la cabeza si su cliente le llevara un menú como el que, al parecer, representa una antología completamente fidedigna de las exigencias culinarias de Marcel Proust: «Dos huevos con salsa de crema, un ala de pollo asado, tres cruasanes, un plato de patatas fritas, unas cuantas uvas, café y una botella de cerveza». No son pocas las orientaciones sobre las posibilidades de cambiar la vida que ofrece este libro que mantienen una relación de rigurosa correspondencia con el menú diario de Proust. La verdad es que un libro en el que el índice solicita el interés de sus lectores para orientarse en campos tan poco aptos para cambiar la vida cotidiana como los siguientes: «Cómo sufrir con éxito» o, el que, con sabio tino reserva para el último lugar de la tabla: «Cómo dejar un libro a medias», no parece el más indicado para conseguir ninguno de los fines que se propone. El lector interesado en Proust hallará tantas interpretaciones, críticas, biografías (la excelente de Painter, o la no tan excelente, pero nada desdeñable, de Diesbach), hermenéuticas, y, por qué no, introducciones, que no necesitará trasplantar al pobre Proust a la vida cotidiana, donde nada se le ha perdido.

Hay, a mi juicio, demasiados inconvenientes para que nadie cambie su vida con Proust a través del libro a Alain de Bottom, acaso porque si el libro quería tener el éxito que ha tenido, ha debido sacrificar no pocos de los rasgos que hacen interesante y verdadero y humano a Proust. Informar a los lectores de que Proust tenía más miedo a los ratones que a los cañones, pero hurtarles, por ejemplo, el conocimiento de la clase de entretenimientos nocturnos (también relacionados con roedores) a los que se entregaba Proust durante esa guerra, hace mucho por banalizar la figura de un escritor que de lo que de verdad se ocupó en su vida fue en escribir la enciclopedia del sufrimiento. Y también, como en el caso de Helen Fielding, la política del dreyfusard Proust apenas se asoma a estas páginas, como si ambas obras hubieran decidido, cada una por su cuenta, que la vida cotidiana ha de estar desprovista de semejante golosina. Cuando el lector se aproxima al desenlace del Diario de Bridget Jones, la escena en la que Mark Darcy parodia al inefable Fitzwilliam Darcy de Jane Austen; o cuando haya concluido la lectura de Cómo cambiar tu vida con Proust, acaso sienta deseos de coger Orgullo y prejuicio o En busca del tiempo perdido, en ese momento habrá hallado algo considerablemente más satisfactorio para su vida cotidiana que todas las promesas de inmediatez y realismo que le brindan estas dos obras, que, a su manera, con lo mejor que tienen, con sus buenas intenciones, no dejan de abrir puertas para llegar a otros lugares.

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