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La biodiversidad amenazada

El futuro de la vida

EDWARD O. WILSON

Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona

Trad. de Joandomènec Ros

320 págs.

19,23 €

El pico del pinzón. Una historia de la evolución en nuestros días

JONATHAN WEINER

Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona

Trad. de Manuel Pereira

544 págs.

18,17 €

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El estudio de los seres vivos, cualquiera que sea su propósito, precisa de una ordenación previa que permita encasillarlos de acuerdo con sus semejanzas y diferencias estructurales. La unidad clasificatoria básica es la especie, definida como un conjunto de individuos que se reproducen apareándose entre sí y que son incapaces de procrear cuando copulan con otros pertenecientes a especies próximas. Todos los individuos de una misma especie comparten múltiples rasgos, además de ciertos caracteres distintivos que son útiles porque facilitan su identificación como tales, pero sus atributos constitutivos son los que determinan su aislamiento reproductor, protegiendo la integridad genética del conjunto. En términos evolutivos, lo esencial es si un grupo puede recibir información genética de otros mediante la correspondiente integración reproductora de inmigrantes, como ocurre con las poblaciones que ocupan distintas zonas del área de distribución geográfica de una misma especie, o si esa transferencia es imposible, condición que determina la adquisición del rango de especie.

Desde que Linneo publicó la décima edición (1758) de Sistema naturae hasta hoy, el número de especies vegetales y animales descritas ha pasado de unas nueve mil a algo más de un millón y medio. Sin embargo, la gran mayoría de los taxónomos han concentrado sus esfuerzos en la catalogación de plantas y vertebrados terrestres, dedicando mucha menor atención a otros grupos, en particular a aquellos cuya dimensión máxima es inferior a un centímetro. Además, sólo una pequeña fracción de los expertos se ha ocupado de inventariar la biodiversidad de zonas como las selvas tropicales, que albergan algo más de la mitad de las especies conocidas, a pesar de que su extensión es relativamente pequeña (aproximadamente un seis por ciento de la superficie terrestre). Por estas y otras razones, las evaluaciones del número total de especies oscilan entre tres y cuarenta millones, dependiendo del procedimiento de inferencia seguido.

A la dimensión poblacional o espacial de las especies se añade una cierta continuidad temporal siempre precaria, porque la adaptación a un medio sujeto a continua variación nunca es perfecta y, a la larga, el sino de cualquier especie es la extinción y, con ella, la pérdida irreparable de un acervo genético único. Durante 450 millones de años la tasa anual de extinción de especies se ha estimado en una por millón, aproximadamente equilibrada por la de aparición de nuevas especies, pero la incesante degradación del hábitat debida a la creciente intervención humana ha aumentado considerablemente esta cifra durante los últimos milenios, hasta alcanzar en el siglo XX un valor entre mil y diez mil veces superior.

El propósito de El futuro de la vida es formular opciones que permitan paliar la insoportable destrucción de la naturaleza provocada por una población humana que ya pasa de los 6.000 millones y sigue creciendo a razón de un 1,4 por 100 anual, ignorando que los recursos disponibles sólo permiten atender a las necesidades de 2.500 o 10.000 millones, dependiendo de si su consumo ordinario se aproxima al de los Estados Unidos o al del sudeste asiático. Su autor, Edward O. Wilson, es uno de los biólogos más conocidos y prestigiosos por sus clásicas contribuciones a la ecología y etología evolutivas y al estudio de la biodiversidad. Su popularidad, sin embargo, se debe a su condición de fundador de la sociobiología, disciplina que pretende interpretar el comportamiento social de los animales partiendo de un enfoque neodarwinista basado en un modelo genético rígido, cuya aplicación al ser humano ha suscitado fuertes controversias a lo largo de los últimos veinticinco años. Es, además, un excelente divulgador que ha merecido el Premio Pulitzer en dos ocasiones por sus libros On Human Nature (1978) y The Ants (1990), este último en colaboración con Bert HölldoblerTraducciones al castellano: Sobre la naturaleza humana (Fondo de Cultura Económica, 1980) y Viaje a las hormigas (Crítica, 1996)..

En la obra reseñada, Wilson describe con soltura y precisión la continua amenaza humana a la diversidad de la vida y, en particular, las nefastas consecuencias del tratamiento de este problema en función de los principios económicos que rigen las operaciones a corto plazo. En la práctica, cualquier agresión a la naturaleza se justifica invocando los sagrados principios del crecimiento económico y la protección del empleo, sin tener en cuenta que el constante daño sufrido por la biodiversidad puede llegar a ser irremediable en poco tiempo. Uno de los ejemplos clásicos es el de la ballena azul, el mayor animal de cuantos han existido, cuyo censo ha disminuido a lo largo del siglo XX de unos 300.000 ejemplares a unas pocas centenas. Sin embargo, el análisis econométrico de Colin W. Clark ya dejaba claro en 1973 que era más rentable acabar con los supervivientes e invertir las ganancias, que prohibir definitivamente su pesca. La generalización de esta actitud irreflexiva conducirá inevitablemente a la extinción de la mitad de las especies actuales al cabo de un siglo, y a ello va aparejada la pérdida de gran parte de las reservas de genes potencialmente útiles para la agronomía y la medicina, junto con el desgaste progresivo del proceso global de reciclado biológico de aire, suelo y agua.

Es evidente que no podemos seguir actuando con tal cortedad de miras, pero también lo es que cualquier moderación del daño afectará de plano a lo que consideramos nuestras necesidades cotidianas. El problema reside en averiguar cómo podemos conciliar una con otras. Wilson propone un conjunto de medidas inmediatas para preservar la biodiversidad, lo cual conlleva inevitablemente la conservación de los ecosistemas naturales sin que se desintegren las complejas cadenas de interdependencia de las comunidades ecológicas que los componen. En resumen, se trata de proteger veinticinco hábitats muy particulares, especialmente lo que queda de algunas selvas tropicales cuya extensión actual, un 1,4 por 100 de la superficie terrestre, se ha reducido durante el siglo XX en un 88 por 100, aunque aún alojan el 44 por 100 de las especies vegetales y el 36 por 100 de las de vertebrados. Esta provisión se complementaría con la salvaguarda de las masas forestales naturales y la de los sistemas acuáticos terrestres y marinos. El coste de la operación se cifra en unos 30.000 millones de dólares anuales, aproximadamente el uno por mil del producto mundial bruto. Aunque a primera vista pareciera que esta empresa pudiera ser abordable, lo cierto es que las sucesivas conferencias internacionales han logrado poco más que transmitir la escasa receptividad de las instancias políticas, cuyos intereses más inmediatos pasan por el apoyo a subvenciones agrícolas que a escala mundial suponen al menos unos 400.000 millones de dólares por año. Con todo, el posible remedio implica necesariamente que los países ricos, que son los que más se benefician de la explotación de los recursos naturales, corran con los gastos de conservación de una biodiversidad que, en su mayor parte, es propiedad de los países pobres y constituye además su principal fuente de ingresos. Para que los últimos pudieran aceptar la pérdida de su actual modus vivendi y afrontar su sustitución por otro menos agresivo, semejante compromiso debería cubrir tanto los gastos directos como los indirectos, y además tendría que llevarse a cabo con la premura suficiente para garantizar la consecución de unos mínimos proteccionistas mientras ello sea posible.

Desgraciadamente, las razones aportadas por Wilson para justificar la rentabilidad de la conservación de la biodiversidad no van a persuadir a muchos. Al fin y al cabo, la probabilidad de encontrar genes cuyos productos tengan utilidad económica en un futuro se compadece mal con el hecho de que la humanidad se alimenta básicamente del grano de tres especies de cereales. En estas condiciones no parece fácil evitar la pérdida de la cuarta parte de las especies actuales que, según predicciones solventes, tendrá lugar a lo largo de los próximos veinticinco años. Si las frías consideraciones económicas dejan tan poco espacio al optimismo, cabría depositar una última esperanza en el desarrollo de un sentimiento ético que cuestione si la única especie que posee los medios para eliminar al resto tiene derecho a hacerlo, desposeyendo incluso a sus propios descendientes. En este sentido, las actitudes beligerantes en defensa de la conservación de la biodiversidad cobran cada día mayor fuerza y a ellas debemos lo poco que se ha conseguido hasta ahora. El padre de la sociobiología no resiste la tentación de especular con la posibilidad de que nuestra inclinación por asegurar ganancias a corto plazo ignorando las consecuencias futuras sea una actitud firmemente incardinada en nuestros genes desde el Paleolítico. Ni que decir tiene que semejante prejuicio carece del menor apoyo empírico. Aunque existen sobradas razones para el desaliento, la culpa no está en nuestra sangre sino en nuestros bolsillos.

El neodarwinismo propone el mecanismo de selección natural como único agente directo de la adaptación de los organismos a su entorno y como causante indirecto, junto con el azar, de la diversificación espaciotemporal de la vida. La variación del medio impone el sentido en que la selección actúa, de manera que los individuos son esencialmente sujetos pasivos en un intento de búsqueda de soluciones al desafío planteado por el continuo cambio ambiental. Aunque distintos aspectos parciales de este proceso están abundantemente documentados, su integración en un caso concreto es poco común porque requiere un esfuerzo experimental ingente, en especial si se lleva a cabo en condiciones naturales. Una indagación de este tipo se relata en El pico del pinzón , narración de la labor desarrollada durante treinta años por Peter y Rosemary Grant y sus numerosos colaboradores con objeto de esclarecer cómo actúa la selección natural en los pinzones de las islas Galápagos, uno de los lugares que más contribuyeron al desarrollo de las ideas de Darwin, aunque fuera retrospectivamente.

as trece especies de pinzones de las Galápagos se distinguen entre sí principalmente por la forma y tamaño de sus picos, determinantes del alimento que pueden ingerir y, en último término, de su supervivencia y fecundidad. Buena parte de las investigaciones del equipo encabezado por el matrimonio Grant se centra en el estudio de la acción de la selección natural sobre estos caracteres. Para ello han tenido que recolectar, para todos y cada uno de los pinzones que pueblan algunas islas, datos referentes al peso, medidas corporales, coloración del plumaje, dieta alimenticia, tipo de canto, puesta de huevos, número de hijos, supervivencia de éstos y marcadores genéticos moleculares, amén de las genealogías completas a lo largo de unas treinta generaciones. Esta información se completa con la descripción del medio físico, en particular la pluviométrica, porque el clima de estas islas volcánicas alejadas unos mil kilómetros del continente se caracteriza por la oscilación de largos períodos de sequía y cortos episodios de precipitación intensa. Los Grant fueron testigos del año más seco y el más lluvioso del siglo XX : en el primero no cayó una sola gota y en un día del segundo llovió más del promedio anual. La pluviosidad define el tipo de vegetación en distintos momentos y, por tanto, la clase de alimento al alcance de los pinzones, cuyo pormenor incluye la pertinente descripción de las distintas especies de plantas y su producción de semillas, la probabilidad de germinación de éstas, su tamaño, dureza, y el tipo y la cantidad de ellas que come cada ave.

De las diversas conclusiones obtenidas a partir de esta formidable colección de datos destacaré dos. Como he dicho, las características del pico determinan el tipo de semilla ingerida y, a medida que la temporada seca se prolonga, únicamente los pinzones cuyos picos superan los 11 milímetros son capaces de partir las pocas semillas que quedan, grandes y duras, mientras que aquellos que sólo alcanzan 10,5 milímetros ni siquiera lo intentan. En estas condiciones, la mortalidad es enorme y sólo los individuos de pico más largo, y por tanto de mayor tamaño corporal, se reproducen. Esto impone una intensa presión selectiva que se traduce en el correspondiente aumento de las dimensiones promedio de los hijos. Tras la sequía viene el diluvio y con él una explosión de la vida vegetal conducente a la superproducción de semillas pequeñas. En estas condiciones el sentido de la selección se invierte, determinando una mayor mortalidad diferencial de las aves más grandes, cuyo alargado pico no es la herramienta apropiada para partir las menudas semillas que ahora son preponderantes y, en consecuencia, la corpulencia promedio de la descendencia disminuye. Aunque se originen en períodos muy cortos, las respuestas a la selección en ambos sentidos son enormes, del orden de varios millares de darwins (un darwin equivale a un cambio del 1 por 100 en un millón de años), pero por tener distinto signo se compensan unas con otras, de manera que un análisis menos pormenorizado no detectaría estos cambios de sentido o los interpretaría como producto de fluctuaciones aleatorias, concluyendo equivocadamente que la selección natural no habría actuado.

Otras observaciones interesantes son las relacionadas con el mantenimiento y ruptura de las barreras reproductivas que protegen la integridad genética de las especies en cuestión. En general, los individuos pertenecientes a la misma especie de pinzones se reconocen entre sí por su canto y por la forma del pico, los apareamientos interespecíficos son raros y los productos mestizos raramente alcanzan la edad reproductora. Sin embargo, la expresión de los genes depende del medio en que lo hacen, de manera que el grado de aislamiento reproductivo experimenta una reducción considerable inmediatamente después de los períodos de alta pluviosidad, que han ocurrido entre una y tres veces por siglo a lo largo de los últimos quinientos años. A las precipitaciones intensas sigue un cambio ambiental de mayor cuantía, aunque de corta duración y, en estas circunstancias, hasta el comportamiento sexual se trastoca, de modo que la capacidad reproductiva se alcanza en unos pocos meses en vez de los dos años y medio necesarios durante las largas épocas de sequía, la proporción de apareamientos interespecíficos aumenta y sus productos muestran un vigor mayor que el de ambas especies progenitoras. Así se produce un cierto intercambio de genes limitado a esos escasos momentos de exuberancia, pero si los períodos lluviosos inducidos por El Niño se hicieran más frecuentes es posible que las distintas especies que pueblan la misma isla se fusionaran en una sola.

El pico del pinzón, que ha obtenido el Premio Pulitzer, va fundamentalmente dirigido tanto a lectores de inclinaciones naturalistas como a los que gustan de la clásica novela de aventuras de corte científico al mejor estilo de Julio Verne. Además, me tomo la libertad de recomendarlo a los evolucionistas y antievolucionistas de salón, tan dados a esgrimir con ligereza argumentos especulativos en torno a la evolución de atributos supuestamente más trascendentes, para que puedan comprobar por sí mismos las enormes dificultades que supone la mera obtención de datos fiables suficientes para dar respuesta precisa a cuestiones aparentemente tan nimias como la variación de las dimensiones del pico del pinzón.

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