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Cómo se deshacen las naciones

Los diez mitos del nacionalismo catalán

Joaquín Leguina

Barcelona, Temas de Hoy, 2.014

224 pp. 19,90 €

Cataluña ante España

Xavier Vidal-Folch

Madrid, Los Libros de la Catarata, 2.014

144 pp. 15 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Los dos últimos años han presenciado la puesta en práctica de una decisión de las fuerzas políticas hegemónicas catalanas para separar a su país de España, una puesta en práctica que ha conocido su momento estelar en el referéndum intentado el 9-N, finalmente devaluado en su realización debido a la actitud firmemente legalista del Gobierno de Madrid. No parece que esta devaluación vaya a poner fin al proceso separatista, de manera que el tema seguirá de actualidad en el próximo futuro, máxime cuando la firmeza del Gobierno central puede ser modificada a medio plazo por la inestabilidad política derivada de la irrupción de nuevos partidos políticos.

En este escenario se sitúan los dos libros que comentamos: y se proponen, primero, como relato de lo que está sucediendo y sus causas y, a continuación, como toma de posición crítica de los autores ante ello. El libro de Vidal-Folch es más inmediato, se centra en los dos últimos años de la «cuestión catalana», por mucho que, como es obvio, las reflexiones del autor reflejen su más amplio pensamiento en el asunto. Es un libro muy vivaz en su exposición, pero que paga en forma de falta de reposo argumental el tributo inevitable a su presentismo periodístico, con repeticiones de sus contenidos en varias ocasiones. El libro de Leguina se plantea como una reflexión más ordenada y completa, de más calado en lo histórico y en lo conceptual, en la que el autor nos ofrece su versión de cómo y por qué la relación entre Cataluña y España ha llegado a donde hoy se encuentra después de siglos de convivencia o conllevancia más o menos armónica y agónica, que de todo ha habido. Las respectivas posiciones ideológicas de Vidal-Folch y Leguina son muy diversas, pero ambos coinciden en un punto: en achacar la responsabilidad de la ruptura actual a las políticas intentadas o hechas por nacionalistas. Aunque con una diferencia básica: el primero reparte sus críticas entre dos nacionalismos, el catalán que se habría empecinado últimamente en el monotema de la independencia, proponiendo un referéndum de formato imposible («zafio»), y el nacionalismo español del Partido Popular, al que caracteriza de inmovilista y, al mismo tiempo (contradicción notable), de estar empeñado en el «lanzamiento de una revolución retrógrada de recentralización del Estado mediante la laminación de las diferencias estatutarias». Es decir, la conocida tesis de «separatistas» y «separadores». Mientras que, para Leguina, para quien el concepto de «separadores» pertenece a lo que llama «el pensamiento cándido», existe un único responsable, que no es otro que el nacionalismo catalán; el nacionalismo español recibe un mínimo, y creo que bastante insuficiente, tratamiento (centrado sólo en la España castellanizante del 98 y en Franco) y no es considerado como factor causal relevante en los problemas del proceso político actual.

El punto que me interesa subrayar de esta coincidencia es que ambos libros adoptan el criterio de que es el comportamiento político de los actores en liza el que crea y determina el conflicto. No se fijan tanto en la historia, o en la arquitectura constitucional y el reparto de poderes que ésta establece, cuanto en la forma en que las elites políticas han orientado y manejado unas relaciones competitivas.

Ambos autores achacan la responsabilidad de la ruptura actual a las políticas intentadas o hechas por los nacionalistas

Es importante que el conflicto se describa así, como uno entre dos gobiernos o dos grupos de políticos (el español y el catalán) movidos por su respectivo nacionalismo, y no, como suele ser más habitual, como uno entre dos entes nacionales o dos sociedades contempladas de manera holista: Cataluña y España. Esta última visión es la más frecuente y lleva casi siempre a relatos historicistas, culturales, jurídicos, metafísicos o incluso (des)amorosos, pero no es probablemente la más apropiada para entender el desarrollo de este contencioso, que se entiende mucho mejor si se atiende al comportamiento político de las elites o clases políticas respectivas que han gestionado la dinámica «centro-periferia» durante los años transcurridos desde la instauración del sistema autonómico en 1978 hasta ahora. Un sistema integrador de naturaleza federalista que han utilizado de una forma muy concreta, forma que ha conducido finalmente a que la elite política hegemónica en Cataluña declare irremediablemente caducado el experimento federalista intentado desde 1978 y, en su lugar, pida desde ya la des-integración.

El federalismo suele ser analizado de forma privilegiada desde la perspectiva constitucional o institucional, centrándose en el estudio de la arquitectura normativa del sistema, el reparto de competencias entre el centro y la periferia, los órganos de resolución de conflictos entre éstos y la calidad de las instituciones diseñadas para la cooperación entre gobiernos. Es el que más atención recibe en la literatura publicada y, desde luego, el más atendido en los estudios sobre la cuestión catalana: de ahí el énfasis en el reparto de competencias y en el sistema de financiación como nodos del conflicto a estudiar y, en su caso, corregir. Pero el federalismo tiene también una lectura en clave estrictamente política, en la que lo relevante no son tanto las instituciones y el diseño constitucional (éste es el marco) como la forma en que las elites políticas representativas de la periferia y el centro gestionan el propio sistema federal en pos de incrementar su poder, es decir, cómo lo utilizan y para qué finalidades, qué concreta política hacen dentro de y con ese sistema federal. Porque esa política puede ser la responsable, mucho más que su diseño constitucional en general, de que el sistema se mantenga estable en el tiempo o fracase.

Creo que es desde este enfoque de political federalism como mejor pueden comentarse los dos libros que reseñamos, puesto que ambos ponen el foco de atención del conflicto que vivimos hoy en el comportamiento de los políticos de uno y otro lado, por mucho que el reparto de responsabilidades entre ellos no sea el mismo para ambos, como ya hemos indicado. De lo que se habla sobre todo en estos textos es de política de carne y hueso, más que de arquitectura constitucional o de esencias metafísicas. E incluso cuando se trata también de éstas, como en la parte que Joaquín Leguina dedica a «los mitos del nacionalismo catalán», ello se hace desde un punto de vista constructivista; es decir, resaltando la naturaleza que poseen de ser una «invención» o un «relato» creados y utilizados por un movimiento político como parte de su discurso y su objetivo (a lo que habría sólo que reprocharle la asunción de la nación española como algo de sentido común no mítico).

Es por ello por lo que me atrevo a enmarcar este comentario de ambos textos formulando, por mi parte, una hipótesis inicial: que el actual conflicto de Cataluña en España debe ser comprendido como un fracaso de lo que me atrevo a denominar federalismo remedial, que es el que ha sido intentado desde 1978 hasta ahora. Un fracaso que, me apresuro a decirlo, no tenía que producirse necesariamente, pues no era ínsito al sistema mismo, ni éste poseía ningún defecto sustancial que llevase a él; pero que sí se ha producido de hecho, y ésta es la segunda afirmación, debido al comportamiento de las elites políticas en la gestión de los poderes que el sistema les garantizaba, porque han practicado de manera sostenida una política que ha sido en general de deslealtad hacia el conjunto y, por ello, marcadamente centrífuga.

Fracaso: me resulta objetivamente indiscutible. Aunque cueste hoy recordarlo, en el principio fue el consenso: en 1978 se inauguró una experiencia federalizante de reparto de poder entre el centro y la periferia de España a la que la mayoría de los políticos catalanes representantes de la sociedad afectada dieron su aprobación explícita, su aplauso incluso, como mejor método para encajar a la realidad política catalana en el Estado español. En 2014, la parte hegemónica de esa misma política catalana pide la secesión. Es debatible lo que siente y piensa realmente la muy plural sociedad catalana afectada, y puede sostenerse que el independentismo socialmente dominante es poco reflexivo y muy momentáneo (la tesis del soufflé o el estado febril), pero lo relevante para hablar de fracaso es el comportamiento de los representantes políticos de esa sociedad, que son quienes gestionan políticamente el conflicto: y es evidente que éstos, hoy por hoy, dan por agotado el recorrido integrador. Por otro lado, dicho sea de paso, parece que hoy en día la política se hace precisamente sobre la base de momentos de soufflé social, no con las decisiones informadas y reflexivas de ciudadanos que piensan en el largo plazo.

Juan José Linz

Obvio por lo ya dicho: asumimos de entrada la conceptuación como federal del sistema autonómico español diseñado en la Constitución de 1978 (a pesar de que su normativización fue técnicamente muy defectuosa y manifiestamente mejorable) y que ha funcionado desde entonces hasta hacer de España una verdadera federacy. No vamos a perder tiempo en justificar esta calificación, puesto que todos los estudiosos del fenómeno federal están de acuerdo en ello. Véase el canon en la materia en los escritos al respecto de Ronald WattsSistemas federales comparados, trad. de Esther Seijas, Madrid, Marcial Pons, 2006,  y «España: ¿una federación multinacional encubierta?», en José Tudela y Félix Knüpling (eds.), España y modelos de federalismo, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2010..

Vamos entonces al meollo de la hipótesis, es decir, eso que llamamos [federalismo] remedial. Porque, de manera muy distinta a lo que suele decirse entre nosotros (y que Vidal-Folch repite una y otra vez), nuestro sistema territorial no puede equipararse a los supuestos modelos del federalismo que serían los de Estados Unidos, Alemania, Austria o Suiza. Pero no por su grado de descentralización efectiva del poder y capacidad de autogobierno de las subunidades federadas (en ese punto España supera, sin lugar a dudas, a Alemania, cuyo federalismo es considerado por Vidal-Folch como «grandioso paradigma de contrapesos y equilibrios modernos»), sino porque es un tipo de federalismo diverso. Y es diverso no por su diseño, sino porque atiende a una realidad política y social subyacente que presenta exigencias marcadamente distintas. Esa realidad es la de un Estado plurinacional, cosa que no son los países antes citados (sí lo son Bélgica o Canadá, que son nuestros referentes correctos y, precisamente por ello, son un escenario a veces tan agónico como España).

Y, para fundamentarlo, haremos uso de lo que nuestro mejor politólogo, Juan José Linz, escribía allá por 1997 como texto de una ponencia sobre «Democracia, multinacionalismo y federalismo» para la Asociación Internacional de Ciencia Política.

Las democracias federales plurinacionales

El autor anunciaba ya en su propio título que la distinción más importante entre los diversos Estados federales existentes en el mundo (y para él no había duda razonable de que España era un Estado federal, con independencia del nombre del invento) era la que corre entre «Estados federales de nacionalidad única» y «Estados federales multinacionales». Los primeros son Estados que nacieron ya originariamente para unir [to bring together] a entidades políticas separadas que poseían ya un común sentimiento de identidad, pero querían conservar ciertos poderes o esferas reservados al juntarse en un solo Estado. Su federación nació de la voluntad de entes diversos. Los segundos son fruto de una voluntad rectificadora: la de intentar mantener unidos dentro de los límites de un Estado anteriormente centralizado a quienes cuestionan su legitimidad como unidad estatal; son federalismos-remedio a la amenaza de desintegración de un Estado por obra de sentimientos nacionales diferentes. En muchos casos, escribía Juan José Linz, su nacimiento «refleja el fracaso del intento de construcción nacional de la nación dominante [en ellos] […] son el resultado de la incapacidad de llevar a cabo con éxito una política como la francesa del siglo XIX que describió Eugen Weber». Ahí está, por ejemplo, Bélgica y, desde luego, España, con un federalismo diseñado en la Constitución de 1978 para keep together una realidad territorial heterogénea, que de otra forma se veía imposible de mantener unida. El multinacional es, por ello, un federalismo remedial.

Obsérvese que, desde el punto de vista de la ciencia política, la cuestión no es tanto si existen o no distintas naciones dentro del Estado federal (la nación no es una realidad objetiva, sino imaginada y sentida), sino si existen actores políticos relevantes dentro de alguna de las subunidades federadas que defiendan activamente su condición de verdadera nación y que hagan de esa cualidad nacional el leitmotiv de su acción política. Eso es lo relevante para la política, más allá de las instituciones: los actores que operan en el sistema y las dinámicas de consenso o confrontación por las que optan. Y eso es lo que existe en España: unos partidos y líderes políticos en dos de sus subunidades territoriales que proclaman que ellas constituyen una nación distinta de la común a los demás ciudadanos del Estado: son nacionalistas y, además, la dinámica que han propiciado en conjunción con el resto de actores ha sido más centrífuga que lo contrario.

Federalismo y nacionalismo son ideas políticas que, en principio, pertenecen a universos diversos, pero que, de hecho, trabajan en direcciones opuestas. Según la resultante final de su pugna, el Estado plurinacional tendrá éxito de manera estable como Estado federal, o bien triunfará el nacionalismo subestatal y el Estado se disolverá en varios separados. O dejará de ser democrático, tercera posibilidad que hoy no suele considerarse.

Juan José Linz era muy cauto al tratar de la viabilidad de los Estados federales multinacionales, señalando una serie de dificultades para su permanencia. Empezaba afirmando que «dudaba mucho» de que, a pesar de que en un Estado federal multinacional se concedieran amplios derechos a las minorías nacionales, se llegara a alcanzar «un equilibrio duradero» con ellas. «De hecho –escribía–, creo que el federalismo puede crear una estabilidad temporal, un marco en el que puedan articularse nuevas demandas y puedan concederse derechos adicionales, pero es muy poco probable que sea una solución estable y duradera» (la cursiva es nuestra). Cautela: «El federalismo democrático puede contribuir a solucionar el conflicto y a prevenir la desintegración del Estado. Digo explícitamente que puede, pero no lo hace de forma necesaria ni siempre, impedir la secesión de las grandes comunidades nacionales» (énfasis en el original).

Según Linz, el federalismo puede reducir los conflictos nacionalistas, o, en sentido contrario, generar consecuencias negativas para la conservación del Estado

¿Cuál era, para Juan José Linz, el factor crítico para poder transitar del puede al debe, de la simple posibilidad a la deseada probabilidad de éxito del Estado federal en su permanencia estable? Lo era el afianzamiento entre todos los actores de lo que en alemán llaman Bundestreue, es decir, una lealtad difundida entre una mayoría de los actores políticos operativos para con la Constitución federal y el Estado conjunto. Lealtad que materializaba en tres dimensiones más concretas: 1) Unas instituciones que aseguren una cierta solidaridad entre las unidades componentes; 2) Un conjunto básico de actitudes de las mayorías de la población, tanto en las unidades federadas como en el Estado, que puede definirse como un goût favorable tanto a la diferencia como a la unidad (cultura federal); 3) El comportamiento de los gobiernos respectivos y la retórica de los líderes políticos, especialmente en tiempos de crisis.

Como se ve, sólo uno de los tres requisitos era de naturaleza arquitectónica, mientras que los otros dos atañían sobre todo a la cultura política y al comportamiento procesual de las fuerzas implicadas (gobiernos, partidos, medios, burocracias, instituciones). Y Linz añadía algo más: que, si bien el federalismo puede reducir los conflictos nacionalistas, o por lo menos facilitar su tratamiento civilizado durante un tiempo, también genera por sí mismo una serie de consecuencias que pueden ser negativas para la conservación del Estado como unidad. Vamos, que el federalismo no es para el Estado como el cerdo para los seres humanos –todo bueno–, sino que su funcionamiento puede ser también negativo para la integración de ese Estado a largo plazo. ¿Y qué efectos negativos del federalismo en una entidad plurinacional eran ésos según él? Anotemos los siguientes, que parecen revestir una llamativa correspondencia con la experiencia española de los últimos decenios:

1) El federalismo democrático inevitablemente «acelerará el proceso de construcción nacional, proceso de desarrollo de una conciencia nacional, entre la población que tenía una identidad nacional débil cuando los que estaban comprometidos con el nacionalismo eran minoría […]. Las políticas de los gobiernos nacionalistas de la subunidad no serán en nada diferentes a las de construcción nacional que se intentaron para asimilar e integrar a las minorías en el anterior Estado unitario. Algunos de los costes para la libertad de los individuos a la hora de tomar sus propias decisiones serán similares».

2) Se acentuarán los procesos de segmentación, a veces de segregación, para incrementar deliberadamente la homogeneidad de la subunidad federal, restringiéndose el movimiento libre de elites –profesionales, académicas y funcionariales– y debilitándose, en general, los lazos con la comunidad más amplia de ciudadanos del Estado: «A largo plazo, el federalismo democrático puede ser la base para el éxito de una futura secesión».

3) «El federalismo multinacional democrático permitirá la expresión de hostilidad al Estado, y presentará al Estado, común a todos a veces desde hace siglos, como una realidad artificial, si no opresiva, con la que una identificación sentimental es difícil o imposible».

Conclusión (o aviso): «El federalismo democrático, a menos que las elites hagan un esfuerzo deliberado para usarlo como integrador, tiene tendencias inherentemente desintegradoras».

Esta capacidad destructiva es la que parece haberse actualizado en el proceso hispano-catalán (o vasco) vivido desde 1978. Se han producido tanto los consabidos procesos de construcción nacional escasamente liberales, como de homogeneización de las subunidades nacionales, de predominio del uso hostilizador del lenguaje político por los actores y de exacerbación de una dinámica de confrontación bilateral: la resultante ha sido centrífuga.

Lo cual nos obliga a admitir que hoy no estamos asistiendo en España a un fenómeno en sí mismo sorprendente, ni presenciando el choque cósmico de unas esencias nacionales enfrentadas, ni ante una pelea entre «la caverna madrileña» y «la astucia barcelonesa» a fin de llegar a más provechosas «terceras vías», sino que, mucho más sencillamente, estamos comprobando que ciertas predicciones de la mejor politología se cumplen cuando se ponen por los actores las condiciones para ello. En concreto, estamos comprobando, mal que nos pese intelectual y sentimentalmente, que el federalismo implícito en el sistema territorial del Estado español autonómico no ha funcionado a largo plazo en la dirección integradora y reductora de conflictos, tal como se deseaba, y como podría muy bien haber sucedido en principio, sino que ha operado más bien como condición de posibilidad primero, y mecanismo acelerador después, de un proceso de desintegración o secesión de Cataluña que (incluso esto lo preveía Linz) ha sido encendido en su traca final por la conveniencia de los líderes o elites políticas en tiempos de crisis.

Admitir que el federalismo también puede incentivar la desintegración de un Estado multinacional, que es lo que nos anunció Linz, es un pensamiento incómodo, porque cuestiona una de las más fervorosas creencias establecidas en España desde la Transición. En efecto, bien sea por los defensores del Estado autonómico en su arquitectura inicial o actual, bien sea por quienes propugnan un federalismo renovado con nombre propio (Estado Federal tout court, asimétrico o no), la consigna intelectual constante es la de que el federalismo lo resuelve todo en materia de integración estatal, o lo resolverá cuando se profundice o se incremente. Si no lo resuelve el que hay, pues… más federalismo todavía. Es la conclusión de Vidal-Folch para el estadio actual del problema. No es, en cambio, lo que se deduce de mi hipótesis.

En ella, lo interesante es examinar qué es lo que ha funcionado en ese sistema que se quiso integrador en la dirección desintegradora, dónde se produjo ese desacople entre las intenciones explícitas que estaban en la raíz del sistema y su resultado: por qué el federalismo no ha servido de remedio. O, dicho de otra manera, por qué razón se ha verificado en la práctica aquella agorera premonición de Julián Marías en el Senado cuando se preparaba la Constitución: «Es un error intentar contentar a quienes no quieren contentarse». El federalismo se propuso como remedio, pero sólo condujo a agravar finalmente el problema.

Aunque, seamos justos, tampoco debe dejar de ponerse en su haber que nos ha dado casi cuarenta años de conllevancia relativamente tranquila y de ilusión política, que no es poco. Más aún si pensamos un poco en el futuro turbulento en que el sistema político español empieza estos días a singlar.

Un proceso impecable e implacable de construcción nacional

Es el aspecto que destaca Joaquín Leguina ya desde el título mismo de su libro, poniendo de relieve cómo el nacionalismo catalán (todo nacionalismo, añadiría yo, el español en su momento) se vale de la mitología para suplir o corregir la aridez de la historia y poder construir un pueblo o nación culturalmente homogéneo allí donde existía una sociedad muy plural, mestiza, mezclada y con identificaciones muy variadas, entre las cuales la puramente nacional no era probablemente la más importante para muchos individuos. Así se han construido las naciones en el pasado, desde los Estados nacionales modernos (el Estado fue el gran truchimán de la nación), y así se ha construido la nación catalana desde las instancias del poder que el sistema autonómico puso en manos de las fuerzas políticas catalanistas.

Leguina se asombra –lo cual es un poco sorprendente– de que las verdades fundamentales del catalanismo político sean bastante míticas, o interpretaciones desviadas de hechos históricos concretos. Los va enumerando y describiendo (Caspe, los segadores de 1640, la derrota de 1714, la Guerra Civil de 1936 como guerra contra Cataluña, el expolio fiscal, el genocidio cultural lingüístico, etc.) y difícilmente podría no estarse de acuerdo con él. Lo que sucede es que esa consistencia «mítica» de la nación y sus padeceres que crea el nacionalismo catalán no es nada anómalo ni extraño, sino que es la materia con que siempre –pero siempre– están construidas las naciones. También la española está formada a partir de una selección y manejo de ciertos hechos históricos de una manera muy concreta para insertarlos en un canon cargado de teleología prediseñada para llegar a la conclusión de que el pasado moldeó una cosa denominada nación. Y no es que seamos unos «inventivistas» radicales que creen que todo el pasado es «construcción» fabricada por unas instituciones culturales interesadas; muy lejos de ello, la historia es hoy bastante capaz de presentarnos los hechos del pasado en su contexto y significación originales y permitirnos así comprenderlos. Por este motivo, la nación es una «comunidad imaginada», pero no es una «comunidad puramente inventada», sino que requiere de la existencia de ciertos materiales para ser construida de hecho. «Las identidades nacionales no están ahí desde la noche de los tiempos, ni mantienen una continuidad a lo largo del tiempo basada en unos fundamentos previos. Pero tampoco son productos artificiales creados de la nada», ha escrito Ricardo García Cárcel. Pero, admitido esto, lo cierto es que la nación que imaginan los nacionalistas arraiga en el sentir del individuo y se sostiene y retroalimenta en él gracias al empleo inteligente del mito por parte de las instituciones educativas y socializadoras en general. Lo que puede resultar sorprendente, y creo que Leguina se sorprende precisamente por esto, es el hecho de que en plena modernidad (o posmodernidad, si se quiere) el mito siga poseyendo una eficacia tan potente como la que demuestran los catalanes en sus creencias actuales. Parece que pensábamos que ese proceso de «construcción nacional» a partir de tergiversaciones, imaginación interesada y mitos medicinales era algo del pasado, que una vez que habíamos identificado y descrito el proceso de génesis del mito éste dejaría de funcionar, que ya no cabía el uso eficaz de la imaginación sentimental en una modernidad tan desconfiada como la nuestra. Que si le poníamos al ciudadano ante la descripción crítica y científica de los hechos, su realidad mítica se derrumbaría rauda. Craso error: el mito sigue funcionando igual de bien que en el pasado (historiadores profesionales y serios de Cataluña están demostrándonoslo estos días). Más aún, precisamente las sociedades modernas edificadas sobre la sospecha y la deconstrucción de sus creencias tradicionales son las que con más entusiasmo se apuntan a los mitos que funcionen como proveedores del sentido que se perdió. «Una cosa es la verdad, otra cómo es posible vivir con la verdad: para fines cognitivos tenemos conocimiento, para fines vitales poseemos historias», decía Odo Marquard en Elogio del politeísmo, aunque añadía de inmediato la cláusula cautelar de que los mitos debían ser plurales e ilustrados para así garantizar la libertad del ser humano (el peor mal para ésta era la monomiticidad). Y el mayor racionalista que ha existido en el diseño de sociedades políticas no se olvidaba, sin embargo, de incorporar un elenco de mitos o mentiras útiles a la educación para motivar así a los ciudadanos a cumplir con los mandamientos racionales. Y es que, decía Platón en el Fedón, «con el mito nos encantamos a nosotros mismos».

Vidal-Folch recomienda al Estado que asuma el uso «geográficamente limitado de su lengua»

Narra Joaquín Leguina cómo, en el sistema federalizante inaugurado por la Constitución de 1978, se concedió al gobierno local una amplísima capacidad para estatuir e implementar la política cultural en sus ámbitos educativo y lingüístico, capacidad que el propio Gobierno catalán fue incrementando hasta hacerla, de facto, exclusiva y excluyente gracias a la inhibición o a la conveniencia coyuntural de los sucesivos gobiernos españoles. Ello, en principio, no tenía por qué implicar la consecuencia que se produjo, es decir, la de que el nacionalismo catalán se dedicara con fruición y dedicación ejemplar, como hizo, a «construir país» (fer país, decía Pujol) y a construirlo en un sentido cultural y político que incorporaba las notas de ser homogéneo, separado, distinto y antagónico del español. Pero así fue, con el asentimiento de otras fuerzas políticas catalanas que, si bien no eran políticamente nacionalistas, como los socialistas, lo eran desde un punto de vista cultural en su comprensión esencialista de Cataluña.

Obsérvese que el sistema constitucional y legal de reparto de competencias nada predeterminaba sobre el uso que iba a hacerse de él. La autonomía catalana en materia educativa y lingüística pudo haber llevado, si los actores relevantes la hubieran empleado (o corregido) de otra manera, a permitir en la sociedad catalana una conciencia de identidad más mezclada y unas lealtades más repartidas entre Cataluña y España y, sobre todo, un peso menos agobiante de los factores identitarios excluyentes en la construcción de los roles personales. No está prefijado que la educación y la lengua tengan que utilizarse para «construir nación nacionalista», ya que pueden usarse para «construir nación cívica» o «construir sociedad». Pero no fue así, y esa fue una decisión consciente e implacable del Gobierno catalán: se dedicó primero a «la cuestión del ser” para, una vez culminada, pasar a «la cuestión del estar» (o «del no estar»). Todas las predicciones de Juan José Linz sobre el uso de sus poderes por la subunidad política de un federalismo multinacional se cumplieron en Cataluña, incluidas las de remedar las políticas cohesivas intervencionistas del Gobierno centralista anterior, con grave afectación al principio de libertad de identidad o derecho al desarrollo de la propia personalidad.

En este punto, Vidal-Folch esboza un cuadro diverso: no hay una línea siquiera sobre la «construcción nacional» catalanista y la homogeneización de identidades: es un hecho que el autor no ve. Por eso puede titular un capítulo con el lema de «Abajo el nacionalismo lingüístico» y, sin embargo, no referirse en él para nada a la política educativa y cultural de la Generalitat. Para él, es el Estado español (o «la caverna») el que no ha comprendido las exigencias de un Estado plurilingüe como el español, plurilingüismo que debiera haber llevado a establecer cotas de utilización obligatoria del catalán (y de los demás idiomas peninsulares) en los órganos centrales de ese Estado. Es el Estado, y no Cataluña, el que ha sido insuficientemente plural al construirse después de 1978, lo que habría provocado como consecuencia el rechazo catalán hacia ese Estado. La tesis se inspira en doctrinarios tan endebles como Juan Carlos Moreno Cabrera («El nacionalismo lingüístico»), que defendió la desaforada idea de que España decidió ya desde el siglo XIII el genocidio de las lenguas distintas de la castellana y lo practicó sistemáticamente desde entonces. De manera que, después de siglos de «injusticia lingüística» por parte de los genocidas hispanos, no había por qué quejarse de unos cuantos decenios de «injusticia lingüística» por parte de los nuevos gobiernos de Cataluña o País Vasco: estaban justificados para reequilibrar la historia a golpes.

Lo cierto es que lo mismo que el federalismo plurinacional hispano no puede compararse con el uninacional de Estados Unidos, Alemania o Suiza, el pluralismo lingüístico español tampoco puede compararse válidamente con el pluralismo de esa naturaleza de Suiza o Bélgica. Una tal equiparación (que Vidal-Folch hace una y otra vez) olvida un dato esencial: que en España existe una lengua común a todos los ciudadanos, sean de donde sean, de lo cual se deduce que carece de todo sentido «repartir» el ámbito común entre diversas lenguas, como si todas ellas fueran iguales en su particularidad y su limitación. Puede sonar fuerte decir que las lenguas habladas en España no son iguales (lo dijo ya en 1988 Gregorio Salvador en un capítulo de uno de sus libros, titulado «La esencial desigualdad de las lenguas» y por poco lo linchan en El País), pero es que no lo son. Son iguales en su capacidad y su dignidad para expresar los pensamientos y creaciones culturales de sus hablantes, cómo no, pero no son iguales en su capacidad comunicativa. Porque la lengua común española permite entenderse entre sí a todos los ciudadanos, mientras que las vernáculas no, sólo a algunos. Son iguales en su valor simbólico, no en el comunicativo. Y una lengua es, ante todo, un vehículo o camino para entenderse, por mucho que los nacionalismos intenten privilegiar su valor como «marcador de identidad».

Claro que, si atendemos a Moreno Cabrera (cuya obra Vidal-Folch califica de «estupenda»), la llamada «lengua común» no existe como tal lengua, sino que es «un estándar ficticio cuya construcción esconde un proyecto ideológico». ¡Ahí va eso! Y yo sin saberlo, después de toda una vida con este estándar ficticio e ideológico en mi boca.

Cuando Vidal-Folch insta al Estado español a «ser capaz de asumir el uso geográficamente limitado de su lengua», sume a este lector (vasco) en la perplejidad: ¿qué quiere decir con esa exhortación? ¿Que deje de hablarse castellano salvo en «castellanía»? ¿Habría que recrear espacios acotados de monolingüismo como los que se supone que existieron en el Medievo? ¿Eius rex, eius religio-lingua? ¿Y en qué lengua podré hablar yo, que sólo conozco la lengua común y desconozco la que me es geográficamente «propia»? ¿Y el 70% de mis convecinos a los que les pasa lo mismo?

Lo cierto es que, si se quiere ser serio, hay que reconocer que, desde 1978, el nacionalismo español ha desempeñado un escaso papel –si es que alguno– como freno o contrapeso de las políticas de «construcción nacional» catalanas o vascas durante estos últimos treinta y cinco años. Inexistente en el caso de la izquierda, acomplejado en el de la derecha, carente siempre de una formulación liberal democrática mínimamente implantada, el nacionalismo español (que Vidal-Folch califica como «más insidioso y brutalista –a veces violento– que el catalán») ha permitido a los territorios dedicarse a «construir país» sin ninguna traba. Y en ello, también, se ha manifestado una opción política concreta de las elites políticas españolas, que por diversas razones –que van desde el desinterés a la mala conciencia– decidieron que no valía la pena librar una batalla de dudosa rentabilidad política, y dejaron hacer. Probablemente no sabían siquiera qué otra cosa podían hacer salvo inhibirse y obtener a cambio los votos de los catalanes en sus problemas particulares. Votos en Madrid a cambio de identidad en Cataluña.

Sí es cierto, probablemente, que en la sociedad española no ha existido una verdadera cultura federal de manera predominante. Pero ello, de nuevo, se ha debido, más que a una supuesta incapacidad o mala voluntad centralista (castellanista) por apreciar positivamente las diferencias, a la forma antagónica y exclusivista en que han construido las fuerzas políticas nacionalistas esas diferencias y las han proyectado en su discurso.

En definitiva, como ha escrito Francesc de Carreras, el Govern ha realizado a lo largo de los años una inteligente obra de ingeniería social, cuyo objetivo ha sido el de transformar la mentalidad de la sociedad catalana con la finalidad de que sus ciudadanos se convenzan de que forman parte de una nación cultural con una identidad colectiva muy distinta al resto de España; ha dividido a los ciudadanos en catalanistas y españolistas, otorgando legitimidad política, social y cultural sólo a los primeros; el nacionalismo se ha convertido en la única ideología legítima per se y obligatoriamente transversal; y se ha reescrito la historia para fundar la nación soñada. Y todo ello sin oposición intelectual, política o sindical digna de mención. España sí ha sido razonablemente plural desde 1978; Cataluña, no (y perdón por incurrir en una sinécdoque).

Conclusión: los políticos nacionalistas catalanes habían obtenido ya para 2010 sobresaliente en construcción nacional, exclusiva y antagónica de España. Que movilizaran o no esa nación ya construida para ulteriores fines políticos era otra historia: la que cuentan Leguina y Vidal-Folch, cada uno, como siempre, desde su perspectiva. En cualquier caso, no conviene olvidar lo obvio: que el nacionalismo es nacionalismo y, si quiere una nación primero, es para tener un Estado luego. En eso nunca ha pretendido engañar a nadie.

Historia de una explotación política

Leguina analiza el proceso político comenzando en 2003, año en el que un Maragall varias veces frustrado en sus aspiraciones de llegar al Govern lo alcanza por fin, pero al precio de resucitar el conflicto identitario como eje de la política catalana, en su interés por sobrepasar a CiU y poder pactar con Esquerra. La identidad como conflicto y el nuevo Estatut como banderín de enganche: un caso de libro de uso político espurio de las tensiones propias del federalismo para los fines partidistas particulares de acceso al poder. Una manipulación del asunto en la que incurre también desde Madrid José Luis Rodríguez Zapatero al animar en 2004 ese uso interesado con su compromiso de apoyo irreflexivo «a lo que saliera» a fin de aislar así perdurablemente a la derecha conservadora en Madrid. Y de ahí un nuevo Estatut patentemente inconstitucional –por desbordamiento de lo establecido– y la alocada carrera de la política española por sacarlo adelante o frenarlo, y por forzar al Tribunal Constitucional a asumirlo. Locura que termina con su sentencia de 2010, que dice lo mínimo que no podía dejar de decirse. La consecuencia: inflamación, ilusión, frustración. Material para la pira política populista apilado por unas clases políticas que se valieron de las instituciones federales para fines alejados (y contrarios) a su lógica propia.

En la pira se monta también el presidente Mas cuando, en 2012, percibe la gravedad de la crisis económica y sus efectos en Cataluña: decide entonces huir hacia delante, declarando caducado el engarce federal de Cataluña y reclamando un referéndum de autodeterminación. Para lo cual va a inflamar el resentimiento de la sociedad catalana, presentando la historia, tanto la remota como la recentísima del Estatut, como un relato de opresión intolerable y desprecio por parte de Madrid y, al tiempo, atizando la nueva idea del expolio fiscal del «España nos roba». Y apelando al inefable «derecho a decidir» como argumento simplón, pero de inmediata capacidad movilizadora de una sociedad bastante inculta en democracia.

Vidal-Folch, aun coincidiendo en muchos hitos de este proceso, añade otro factor causal (al que dedica sus mayores críticas): la revolución «hacia el pasado», es decir, la revolución recentralizadora emprendida por el Gobierno del Partido Popular mediante una serie de reformas administrativas que diluyen las competencias autonómicas, recortan su alcance político y reubican en los ministerios buena parte del poder cedido en los últimos treinta años a las autonomías. Una auténtica «involución neocentralista» (podría haber citado como autoridad al lehendakari Urkullu, que afirmó recientemente que el neocentralismo español «nos ha devuelto a los tiempos de Franco»). Si la ofensiva recentralizadora fuera cierta, se explicaría hasta cierto punto la locura catalana del secesionismo unilateral como una reacción de defensa del autogobierno, excesiva pero justificada. Lo que sucede es que los ejemplos que aduce Vidal-Folch para demostrar la laminación de las autonomías supuestamente en curso no son suficientes ni convincentes. Por ejemplo, afirmar que con la institución del «regulador único» (Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia) el Gobierno pretendía eliminar «al único organismo estatal descentralizado, la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones», cuya sede física fue trasladada a Barcelona en 2004, es mucho afirmar, además de demostrar que no se tiene una idea muy clara de lo que es descentralizar órganos o funciones, que no equivale, desde luego, a transferir su sede de Madrid a Barcelona.

Pasma a cualquier observador objetivo la tranquilidad con que el resto de la ciudadanía española ha vivido el desafío secesionista catalán

Que existan tensiones y conflictos en un Estado federal, en uno y otro sentido, máxime en una época de fuerte crisis económica, que obliga a mejorar la eficacia administrativa y la competitividad empresarial, es algo normal. El sistema federal es más conflictivo que uno centralizado, y no hay nada de lo que asombrarse. Y el español más aún, por la técnicamente muy deficiente sistematización y reparto de competencias establecida en el bloque de constitucionalidad vigente y la ausencia de relaciones cooperativas multilaterales, un ámbito que reclama una reforma a voz en grito. Deducir de ahí la existencia de una «revolución recentralizadora» no es de recibo. El propio Vidal-Folch contradice esta afirmación al señalar que, desde la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, los conflictos de competencias entre Gobierno y Generalitat han sido resueltos en treinta y cinco ocasiones a favor de la última, por sólo dieciséis a favor del primero. Ergo el sistema conjunto no se ha recentralizado.

Aunque, dicho sea de paso, este lector metido a crítico nunca ha llegado a entender muy bien el porqué de la tan diversa calificación moral que merecen, por un lado, los intentos de las comunidades autónomas de «saltar» por encima del sistema establecido de reparto de competencias para obtener más y mejores (pretensiones que se califican como legítimos y poco menos que santos deseos de «profundizar en el autogobierno») y, por otro, los esporádicos intentos del Gobierno central por recentralizar alguna competencia (que son tildados de poco menos que «intentonas fachas»). Si el sistema puede legítimamente cuestionarse hacia arriba, también podrá cuestionarse hacia abajo, sin que ninguna de ambas direcciones sea calificable a bote pronto y sin más análisis como pecado o virtud.

En todo caso –en algún lugar tenía que decirlo este comentarista–, si hay algo que objetivamente llama la atención a cualquier español que conozca un poco su historia y su nación, es precisamente la tranquilidad pasmosa con que el resto de la ciudadanía española ha asumido y vivido el desafío secesionista catalán. No ha existido reacción nacionalista alguna, ni «ruido de sables», ni notas fuera de tono. Y el Gobierno de Rajoy, que bien pudo intentar movilizar «los sentimientos del imperio», se ha limitado a aburrir a todos con un sermón legalista y constitucional más seco que una mojama.

¿Nacionalismo español? ¿En serio?

Abordan nuestros autores, cómo no, el asunto del expolio fiscal, utilizado por la Generalitat como banderín doliente de similar eficacia a aquel de «no taxation without representation» de Filadelfia. Aunque aquí, y tratándose como se trata de «echar las cuentas», es difícil no rendirse a la evidencia, que es para ambos la de que no existe expolio en ningún sentido, sino mera aplicación de un principio obvio de financiación de los servicios públicos: se contribuye por capacidad, se recibe por necesidad. Lo que implica necesariamente que las regiones con mayor renta paguen en conjunto más de lo que reciben, debido a la progresividad de la fiscalidad y a la solidaridad ciudadana interterritorial. Las balanzas fiscales arrojan, en esencia, el resultado deficitario para Cataluña que deberían arrojar y, si no fuera así, el sistema de financiación no estaría bien diseñado (como es el caso para el País Vasco y Navarra que, gracias a su «derecho histórico», aparecen como receptoras netas en lugar de contribuyentes).

Para Vidal-Folch, sin embargo, el déficit fiscal catalán (y el madrileño) es todavía un tanto excesivo, unos dos puntos del PIB por encima de lo que él considera que debiera ser, aplicando como criterio canónico el de la media que posee ese déficit en otros países de tipo federal. No me queda claro que tal justificación sea válida por sí misma, pues no se ve la razón por la que el saldo fiscal de Cataluña con España deba corresponderse al saldo medio que se produce en el conjunto de países federales, sin establecer antes los niveles de desigualdad interterritorial que existen en esos países comparados con el nuestro. Pudiera ser que la desigualdad de partida en renta o riqueza entre regiones españolas fuera superior a, por ejemplo, la alemana, lo que haría ilógico tomar el saldo medio de las regiones alemanas con déficit como criterio para el de Cataluña.

Añade, en todo caso, Vidal-Folch que ese exceso de aportación neta catalana a las arcas comunes españolas, que él estima existente, se ve compensado por otro tipo de retornos, singularmente los comerciales y financieros, de manera que ese déficit no asfixia en ningún caso a la economía catalana, como ha sido repetido hasta la saciedad por el independentismo.

Y ahora, el 10-N, ¿qué? «Referéndum imposible, consulta deseable», titula Vidal-Folch el último capítulo de su libro. Me resulta un planteamiento más correcto que el de Leguina, que se limita a la sólita demostración de que no existe ni en el Derecho Internacional ni en la teoría política democrática un derecho unilateral a la secesión de una región o subunidad de un Estado democrático. Algo bastante obvio, pero que no cierra ni responde a la cuestión de fondo que plantea la pretensión de una mayoría notable de catalanes: la de poder expresar en las urnas su opinión respecto a la permanencia o salida de España. Admitido por todos pacíficamente que no existe un derecho unilateral a hacerlo, la cuestión que sigue en pie es la de si un Estado democrático no debería establecer cauces de consulta para conocer la realidad y alcance de la pretensión ciudadana y, en caso afirmativo, de tratamiento negociado de esa pretensión, como ha defendido Francisco Rubio Llorente en sus «nueve puntos sobre Cataluña». Después del dictamen del Tribunal Supremo de Canadá de 20 de agosto de 1998 no puede discutirse en una democracia liberal constitucional aquejada de tensiones separatistas la obligación de establecer algún tipo de camino y reconocimiento a la voluntad ciudadana secesionista. El razonamiento del Tribunal, más allá de las particularidades nacionales que cada sistema posea, permea a cualquier democracia liberal por la propia fuerza argumental que posee. Nadie puede ya decir «esto no es Canadá», y punto.

El «zafio referéndum con truco» (así lo califica Vidal-Folch) que ideó la Generalitat es ya pasado, pero lo que expresa como signo de ruptura sigue presente. Y, en mi opinión, no habrá forma de «cerrar» la brecha que se ha abierto si no es a través de la expresión referendataria de su voluntad por parte de la sociedad catalana. Ella sola.

En mi hipótesis de trabajo, asistimos hoy a un fracaso del federalismo remedial. De ese fracaso puede derivar la separación de Cataluña, pero puede también derivar un nuevo federalismo de integración. En la historia no hay nada definitivo, ni siquiera el fracaso. Lo que sucede es que ese nuevo federalismo tendrá que asemejarse al más antiguo y clásico, el de to bring together, en el sentido de que pasará inevitablemente por la libre decisión de los afectados. Es la sociedad catalana la que tendrá que decidir si desea mantener la unión o no. No admitirlo así y fiar la conllevancia a unas mágicas mejoras del autogobierno que en el estadio en que nos encontramos sólo pueden ser ya auténticos privilegios particularistas (por mucho que se camuflen de «asimetría») conduce únicamente a «ganar tiempo» (tentación irresistible de nuestros políticos cortoplacistas) y a desarticular el Estado, convirtiéndolo definitivamente en un Estado «desconcertado». Pero, bueno, eso será ya otra historia: la del futuro.

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010).

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