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Anti-Cánovas

CÁNOVAS Y LA DERECHA ESPAÑOLA. DEL MAGNICIDIO A LOS NEOCON

José Antonio Piqueras

Península, Barcelona

698 pp.

29,50 €

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En este voluminoso libro, José Antonio Piqueras se propone deshacer un gran entuerto: la mitificación de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) –arquitecto de la monarquía constitucional de la Restauración, jefe del partido conservador y gobernante– a manos de políticos e historiadores. Con ese fin aborda dos tareas complementarias. Por un lado, retrata al personaje mediante el análisis de sus ideas y de algunos rasgos de su vida; y, por otro, traza la historia de la historiografía especializada y desvela los usos políticos de su figura a lo largo del siglo XX.

En principio, ambas tareas resultan interesantes. Aunque no se trate de una biografía en sentido estricto, y no pueda satisfacer, por tanto, la necesidad de una investigación sobre Cánovas que emplee las herramientas de la nueva historia política y agote al mismo tiempo las fuentes disponibles, parece oportuno lanzar una mirada sin prejuicios al fundador del régimen más duradero de la España contemporánea. Más aún si este bosquejo se realiza en discusión abierta con las visiones historiográficas habituales. Del mismo modo, cabe rastrear las diferentes tradiciones interpretativas del canovismo y mostrar cómo algunos sectores de las derechas españolas han recurrido a él como precedente e inspirador de sus propias posiciones. Pues la conmemoración, más que la memoria, constituye un extraordinario fundidor de identidades políticas. Ya había comenzado a hacerlo Carlos Dardé, que en un importante artículo de 1997 distinguía con claridad los actores y las coyunturas que facilitaron la entronización –y la demonización– de Cánovas como uno de los protagonistas indiscutibles del pasado reciente españolCarlos Dardé, «Un siglo de interpretaciones en el centenario de la muerte de Cánovas», Revista de Occidente, núm. 198 (noviembre de 1997), pp. 88-104.. Incluso podría profundizarse en las relaciones, complicadas pero apasionantes, entre historiografía y política, desde el papel de los historiadores en la arena pública hasta la influencia de las fuerzas partidistas en su labor.

Sin embargo, Piqueras malogra la mayoría de estas oportunidades a causa del implacable fervor denunciatorio que guía su trabajo. Su propósito consiste en «encontrar conformidades y distorsiones interesadas, la utilización o manipulación del personaje, e ilustrar la naturaleza de su pensamiento y la posibilidad o la dificultad de integrarlo en el panteón en el que se venera a los precursores de los valores contemporáneos» (p. 45). Lo cual le lleva a señalar de modo sistemático las que considera distorsiones de la realidad histórica y a desenmascarar los intereses de primer orden –no sólo políticos, sino también económicos– que se esconden tras ellas. Con esto sobrevalora la importancia de tales asuntos, porque, para desgracia de los historiadores, es poco verosímil que los juicios sobre la Restauración hayan ocupado un lugar tan decisivo en el devenir político y, sobre todo, en las preocupaciones empresariales. Y, a la vez, tiende a emitir opiniones desequilibradas que restan credibilidad y valor al conjunto de la obra.

En el retrato de Cánovas que ocupa el grueso de la primera parte y que salpica las demás, difícil de resumir porque no se elabora de modo ordenado sino al hilo de las idas y venidas por las diferentes evocaciones del jefe conservador, predomina la polémica con los mitómanos canovistas. Acierta Piqueras, por ejemplo, al considerar excesiva la frecuente equiparación entre el conservadurismo de Cánovas y el sistema político de la Restauración, que, como él afirma, se asentó y sobrevivió también gracias a sus adversarios, los liberales y, podría añadirse, perduró un cuarto de siglo tras su muerte. Pero el objetivo de acabar con los errores y mixtificaciones de exégetas y hagiógrafos, que no siempre se citan, ofrece a cambio una semblanza inmisericorde. Cánovas no era un estadista, tan solo un político, y tampoco un intelectual, sino un investigador poco amigo de visitar archivos y un escritor farragoso y vulgar, con mala sintaxis, que acusaba «una limitada capacidad de intelectualizar los asuntos de los que se ocupa» (p. 182). Su pensamiento, emparentado con el de Burke, tenía más de conservador que de liberal y, como ya sabíamos, sostenía un concepto providencialista de nación y se mostraba en contra del sufragio universal. No respetaba la legalidad y sus decisiones intransigentes encendieron los conflictos coloniales, nacionalistas y clericales. Además, era un arribista ingrato, soberbio y, encima, glotón. En realidad, para Piqueras, que basa sus consideraciones en el conocimiento del Sexenio revolucionario, Cánovas fue ante todo un ideólogo de la burguesía y un defensor de su hegemonía de clase frente a las amenazas democráticas. Lo cual, por cierto, hace difícil sostener que la revolución de 1868 fuera burguesa, a no ser que la burguesía española hubiera producido tantos representantes distintos y contrapuestos.

Resulta llamativo que el autor no dedique más energías a debatir las cuestiones que han hecho a bastantes historiadores –y, en segundo plano, a algunos políticos– valorar de manera positiva la trayectoria de Cánovas. Es decir, su papel en la construcción de un régimen constitucional capaz de integrar a numerosos elementos del abanico liberal, incluidos muchos gobernantes del Sexenio, y establecer un método de alternancia en el poder que desterrase para una buena temporada tanto el exclusivismo de partido como el empleo de los pronunciamientos militares y la violencia insurreccional. Piqueras se contenta con afirmar que el régimen canovista fue excluyente en lo político y también en lo social, que falseaba las elecciones y reprimía las protestas obreras. Como si algún historiador negara hoy el carácter fraudulento de los comicios en la Restauración, o pretendiera atribuir objetivos sociales avanzados –más allá de un atisbo de intervención estatal– al canovismo. Más sentido tiene desmentir, como ya hizo en otros trabajos, la alergia canovista a la restauración por vía militar en 1874. Cuando fue asesinado por Michele Angiolillo, el Monstruo, más temido que apreciado por sus coetáneos, había perdido en opinión de Piqueras todo su prestigio y su capacidad de liderazgo, así que su asesino casi le hizo un favor al proporcionarle un final grandioso. Semejante repaso roza el mal gusto al describir el magnicidio, pues, para desautorizar las leyendas hagiográficas, escribe: «Con un disparo mortal en la cabeza, y por muy habituado que Cánovas estuviera al arte oratorio, es improbable que hubiera proclamado a voz en grito» su patriotismo o sus creencias (p. 19).

De modo que este libro no contribuye en exceso al debate historiográfico. Como se explica con todo detalle en la segunda y la tercera parte, los defensores de Cánovas han sufrido siempre de mitomanía o han servido a intereses nada inocentes. La mayor parte de ellos, según Piqueras, se adaptó a las circunstancias que le tocaron en suerte, para medrar o para sobrevivir, razones ante las que cede cualquier estudio de la evolución intelectual de cada uno. La estricta cronología política manda: por ejemplo, en la valoración de la obra de Luis Díez del Corral, pues El liberalismo doctrinario (1945) –un ensayo que aún hoy se lee con provecho– se atribuye en exclusiva a la urgencia de legitimar el giro franquista de 1942. El autor desmenuza las biografías de Cánovas escritas por el marqués de Lema, Charles Benoist o José Luis Comellas, pero apenas se detiene en la más valiosa, la de Melchor Fernández Almagro. Otras veces busca genealogías increíbles, como la que vincula las tesis de algún respetado historiador actual con las de un escritor fascista, o realiza acusaciones de plagio sencillamente inverosímiles. No falta tampoco la tergiversación de los argumentos ajenos, ni el paralelismo entre tesis que nada tienen que ver entre sí. A poco que se indague, viene a decir Piqueras, se descubren motivos oscuros, memorias familiares mal digeridas o sospechosos accesos a la cátedra. Cualquiera que haya desechado la descalificación global de Cánovas o de la Restauración se convierte al neocanovismo o se ve contaminado por él. En fin, más que una discusión académica, esto parece una vendetta gremial.

Quizá el mayor interés de este libro resida en el estudio de la invocación de Cánovas por parte de diversos políticos conservadores. Como ya había señalado Dardé y reconoce el propio autor, las discusiones acerca de su figura sólo han tenido relevancia en la escena pública contadas veces, como en la etapa final de la dictadura de Primo de Rivera, en el primer franquismo y, sobre todo, en los años iniciales de la transición y los últimos de la década de los noventa. Las conmemoraciones canovistas sirvieron a menudo tanto para criticar su legado como para esgrimirlo a favor o en contra de los regímenes autoritarios del siglo XX. No dejan de resultar significativos los esfuerzos por identificarse con el héroe conservador de Laureano López Rodó –que se vio a sí mismo como un nuevo restaurador de la monarquía borbónica– o de Manuel Fraga, que, como heredero confeso de una tradición que remontó hasta Jovellanos, hizo de Cánovas su patrono para poner límites a la reforma democrática del entramado dictatorial. Lo malo es que estas pinceladas se pierden en mitad de un texto prolijo, en el que se exponen y comentan casi todos los discursos académicos o publicaciones que han hablado del personaje. Y, lo que resulta menos justificable, en medio de largos excursos que, con el pretexto de contextualizar actitudes, tocan temas cuya relación con los mitos canovistas es cuando menos indirecta. Valgan como muestra las abundantes páginas dedicadas a las conexiones políticas, culturales y económicas de los monárquicos en tiempos de Franco, del Opus Dei o de la Fundación José Ortega y Gasset, una «gran factoría» histórica que irrita de modo especial al autor. A menudo, Cánovas no es más que un referente lejano, al que se alude para decir que tal o cual idea le hubiera complacido.

La más importante de las conmemoraciones de Antonio Cánovas del Castillo llegó, naturalmente, con el centenario de su asesinato en 1997, cuando al interés previo de los historiadores por la vida política de la Restauración, muy fuerte desde los inicios de la década, se unió la estrategia del gobierno de José María Aznar, empeñado en dotarse de antecedentes liberal-conservadores. En este ámbito resultan muy pertinentes las consideraciones de Piqueras acerca de las intenciones renacionalizadoras del Partido Popular –lo demuestran los impresionantes testimonios del propio Aznar, preocupado por la continuidad histórica de España– y de su sintonía con las inquietudes académicas sobre la normalización del pasado español. En efecto, ello lleva a reflexionar sobre si los historiadores pueden –y deben– resistirse a valores ampliamente compartidos por los españoles en las últimas décadas, como el aprecio por el consenso, la repulsa por la violencia política o la recuperación de la autoestima nacional. Tan solo cabría decir que se atribuye un impacto exagerado a las exposiciones conmemorativas y que podrían haberse analizado los contenidos de las series de televisión dedicadas a la historia, de una repercusión mucho mayor, como las películas de finales de los años cincuenta oportunamente aludidas en el texto.
Menos comprensible resulta la condena de los intentos del Partido Popular por encontrar referentes en el pasado constitucional español. Puestos a buscar héroes y mitos, de los que no suelen prescindir las fuerzas políticas ansiosas por construir o renovar su identidad, ¿dónde tendrían que hallarlos nuestros conservadores? ¿En Primo de Rivera y en Franco? ¿Cómo podría la opinión pública digerir una derecha abiertamente revisionista –como un ala de la italiana– que reivindicara los autoritarismos de antaño? Cánovas o Antonio Maura parecen más adecuados para ese papel fundacional. Más a propósito también, por motivos distintos, que Manuel Azaña, a quien Aznar dedicó elogios durante un breve período y que se ha convertido en una referencia relevante para los socialistas españoles. Tal vez podría compararse la devoción por Cánovas de la derecha actual con la que siente la izquierda por Azaña. Además, en el siglo largo que ha transcurrido desde el magnicidio se han desarrollado no sólo mitos canovistas, sino también mitos anticanovistas, nacidos en el magma del regeneracionismo y compartidos por los sectores reformistas y republicanos, pero también por las derechas antiliberales y antiparlamentarias, tópicos que inspiran una buena parte de las conclusiones de Piqueras.

Este libro describe un panorama en el cual aparecen sintonizados a la perfección los esfuerzos políticos, económicos e intelectuales de la derecha aznarista para dictar un pasado oficial, con un orwelliano Ministerio de la Verdad incluido, la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales. Una red centralista –madrileña por más señas– que los gobiernos de Zapatero no han desmontado y que, según esta visión, cuenta con un nutrido grupo de historiadores dispuestos a colaborar no con sus conocimientos profesionales, sino manipulando lo que sea menester, movidos por su ideología nacionalista, por sus vínculos familiares o académicos –pesa mucho, cree Piqueras, tener antepasados o maestros franquistas– o por simple oportunismo. Frente a ellos se erige la límpida actitud del autor, que se define a sí mismo como alguien «empeñado en cuestionar el método y reclamar la autonomía de la ciencia histórica respecto de la política, pensando en servir menos al Estado y a sus gobernantes que a la sociedad, y entendiendo por ésta algo más que un mercado consumidor de autocomplacencia» (pp. 604-605). Admirable.

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