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Artes marciales (I)

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Hace unos años, cuando vivía en Estados Unidos, me vi inexplicablemente afectado por una lesión al parecer muy común: una epicondilitis, mejor conocida como codo de tenista. Lo inexplicable era que me dolía el codo izquierdo y yo no soy zurdo; ítem más, hacía bastante tiempo que había dejado de jugar al tenis. Los hipocondríacos sabemos que las afecciones menores no existen y que cualquiera de las así mal llamadas, un grano, un hipo o, lagarto, lagarto, un catarro común pondrán en irremediable peligro nuestras vidas. En un santiamén estaba en la consulta de una doctora que, con la eficacia de ese miedo a las querellas por negligencia que les corta el resuello a los médicos estadounidenses, me hizo pasar por una prueba de resonancia magnética (MRI) de todo el torso y ambos brazos, por otra de tomografía computerizada (CT-Scan) y por incontables análisis. Un par de días después me daba cuenta de los resultados y, acompañándose de una sonrisa, apuntaba: «No sé a qué se debe, pero, efectivamente, esto es una epicondilitis. Tome estas pastillas», y me tendía la receta de un antiinflamatorio que era básicamente hidrocortisona. Además de por una eventual muerte imprevista, mi hipocondría siente un temor aún más santo por los efectos secundarios de ese medicamento que Dios confunda. Me veía ya preso de vómitos, mareos, insomnio, depresión y, mucho peor, de un terrible acné. Así que me puse farruco y animé a la doctora a que me prescribiese otro remedio. Todo en vano. La consulta había durado ya más de cinco minutos y, como para los taxistas y las chicas de alterne, para los médicos estadounidenses el tiempo es oro de veinticuatro quilates. Nunca mejor dicho. La factura médica, lo recuerdo muy bien, ascendía a mil trescientos cuarenta y siete dólares con treinta y dos centavos que, en dólares de hoy, rondarían los mil novecientos (unos mil cuatrocientos euros o una onza y media de oro). Pero no era esa cantidad absurda lo que me enfurecía, porque de la cuenta se iba a hacer cargo mi seguro, sino la vanidad de la doctora al creer que a un lego como yo no podría jamás ocurrírsele que los corticosteroides sirven para controlar las inflamaciones. La receta me la podría haber hecho yo mismo sin ser necesidad de ser miembro de la American Medical Association, aunque sólo hubiera valido en la farmacia si la firmaba uno de ellos. Como ni por lo más sagrado estaba yo dispuesto a atiborrarme de cortisona, la tiré a la papelera según salía del afamado Mount Sinai Hospital de Miami. Del codo de tenista ya se ocuparía el pasar del tiempo.

Un amigo al que le estaba amargando con mis quejas la cerveza que compartíamos horas después de la fallida aventura galénica me pasó una tarjeta. «Déjate de tonterías y vete a este acupuntor». Yo sentía por aquel entonces un profundo desprecio por la medicina alternativa y empecé con melindres; que si la acupuntura era un timo; que si las agujas podían estar infectadas; que si a los chinos los había dejado sin recursos la medicina moderna. «Si no te fías de mí, fíate de los Miami Dolphins (el equipo local de fútbol americano). El doctor Chiu les trata muchas lesiones musculares y la satisfacción de sus jugadores es la mejor credencial. Te va a quitar tu codo de tenista en un par de sesiones. Ya verás». Bendita profecía. El doctor Chiu Y Aidan, con quien más tarde trabaría amistad, había estudiado medicina tradicional en la Universidad de Pekín y me dejó el codo izquierdo como nuevo no en dos, pero sí en tres sesiones. Mi seguro médico no incluía la acupuntura, así que tuve que cargar con los gastos. Ciento cincuenta dólares, a cincuenta por sesión. Y sin cortisona.

El doctor Chiu no había podido revalidar su título en Estados Unidos y tenía que conformarse con una licencia de rango inferior, pero era un grandísimo médico. Mi codo de tenista y otras afecciones musculares menores se curaban, como quien dice, con sólo traspasar el umbral de su clínica de Coral Gables. Chiu se expatrió en cuanto que pudo, luego de que la Revolución Cultural se apagara. En aquel tiempo había sido obligado, como millones de otros estudiantes chinos, a vivir en una comuna agraria haciendo tareas para las que no servía, mayormente de veterinario. Su mujer, bióloga de profesión, vivía en otra, muy lejana, en la que le obligaban a ejercer de médico y tenía que improvisar sus nuevas habilidades en libros viejos cuyas páginas resultaban a menudo ilegibles. Estas anécdotas, trilladas para el oyente que no tuvo que pasar por esos trances, pero atroces por inolvidables para quienes las protagonizaron, ponían una vez más de relieve lo peligroso de dejar que un grupo de sectarios poco ilustrados creyese que, por fin, había llegado la hora de sus utopías agrarias, nacionalistas, comunistas, lo que fueran, y que se podía acabar de un jalón con la China feudal y capitalista; nunca quedaba muy clara su meta, salvo por aquello de mantener su poder a cualquier precio. Lo que sí destrozaron fueron millones de vidas. La esposa de Chiu, que tenía parientes en Hong Kong, pudo salir de China relativamente pronto. A él, cuyos conocimientos de la medicina tradicional habían vuelto a ser apreciados, sólo lo dejaron marchar a finales de los años ochenta, doce más tarde que a ella, que lo esperó pacientemente en la colonia británica. Todas estas cosas y otras muchas saltaban en nuestras conversaciones en torno a la mesa de un restaurante que Chiu apreciaba mucho en la pequeña Chinatown del norte de Miami. Allí me enteré de que en muchas de esas casas de comida hay dos cartas distintas: una con verdaderas especialidades chinas, y reservada en exclusiva para compatriotas, y la otra con esos platos de batalla que solamente pueden gustar al tosco paladar de un diablo blanco.

Aunque la cosa sólo sirva para que se guaseen quienes mejor me conocen, yo me considero una persona realista, un punto agnóstica y mayormente escéptica. Me ha costado llegar hasta aquí. Luego de haber sido un católico devoto durante largos años y, luego, un trotskista montaraz durante bastantes menos, a finales de los setenta empecé a descreer de los portentos. Así que mi defensa de la acupuntura y otras artes curativas chinas no la dicta, creo, un entusiasmo de catecúmeno. Quien lo sienta, léase los tomos de Joseph Needham sobre el desarrollo de la ciencia en China. Comparaciones aparte, a mí me sucedió con la acupuntura lo mismo que a James Reston, un veterano periodista, ya fallecido, de The New York Times; que la experimenté, y para bien, en mi propia carne. En 1971, Reston, tuvo que someterse a una apendectomía de urgencia mientras viajaba por China. La intervención se realizó en el Hospital Antiimperialista de Pekín precisamente con la cirugía contra la que se declaraba su nombre, pero los cuidados posoperatorios estuvieron a cargo de un acupuntor local y salieron a pedir de boca. «Alguien ha sugerido», escribía Reston, «que tal vez esa experiencia mía, por completo accidental, al menos en la parte referente a la acupuntura, no era otra cosa que una añagaza de periodista para aprender algo sobre esa técnica de anestesia. Esa suposición no es solamente incierta; de no serlo, exaltaría en demasía mis dotes de imaginación, mi valor y mi capacidad de sacrificio. Yo haría las cosas más asombrosas para escribir una buena historia, pero que me abrieran en canal o convertirme en un erizo de laboratorio no son una de ellas» (The New York Times, 26 de julio de 1971). Por lo que me toca, el día en que se acuerden de mi las nornas y me acosen con un cáncer o un infarto, me despediré de las agujas para acogerme a sagrado en una UCI. Pero, hasta entonces, para una torcedura de tobillo o una luxación de rodilla, que me busquen en un acupuntor.

El doctor Chiu no sólo era un genio de las agujas; también era una persona inteligente que daba buenos consejos cuando uno los había menester. «Estás haciéndote mayor», insistía, «y para envejecer bien hay que estar en forma. Eso no lo da el hacer unos ejercicios demoledores, o el pasarse con las pesas o el correr siete kilómetros en una hora o cualquier otro exceso. ¿Te acuerdas de esos hombres maduros de Scott Fitzgerald que tratan de impresionar a la muchacha joven y bonita que se acaba de cruzar en su camino con cabriolas de gimnasta olímpico o saltos de tirabuzón desde un trampolín de cinco metros? Además de quedar magullados, suelen hacer el más espantoso de los ridículos. Que uno está en forma lo anuncia el silencio de los órganos; que no te molesten las rodillas, que no se te gripe la cintura al salir de la cama, que no se contraigan los músculos del cuello y esas cosas. Ninguna de ellas nos evitará morir, pero mientras llega la parca te sentirás más a gusto con tu cuerpo. En China lo aprendimos hace ya muchos siglos y nuestras artes marciales, además de enseñarle a uno cómo defenderse, sirven para ganar en flexibilidad y para mantener buenos reflejos. Eso es lo que cuenta. A tu edad, el tai chi es un don del cielo. Pruébalo».

Y así lo hice, pero de eso hablaré otro día.

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Ficha técnica

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