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Argentina, Israel y los judíos

Argentina, Israel y los judíos: encuentros y desencuentros, mitos y realidades

RAANAN REIN

Ediciones Lumiere, Buenos Aires Argentina

Carlos Escudé es politólogo. Entre sus libros destacan: Gran Bretaña, Estados Unidos y la declinación argentina, 1942-1949, Foreing Policy Theory in Menem’s Argentina y Realismo periférico.

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Es conocida la importancia de la comunidad judía argentina, que con sus 230.000 miembros actuales todavía es una de las mayores del mundo a pesar de la importante emigración registrada en décadas recientes. Por lo tanto, sorprende que la publicación de una obra historiográfica seria sobre las relaciones entre el Estado argentino, Israel y los judíos durante el crucial período 1947-1962 haya esperado hasta el año 2001.

Los parámetros temporales de la investigación de Raanan Rein, el principal argentinólogo israelí, son de obvia trascendencia: desde la abstención argentina en la resolución de las Naciones Unidas sobre la partición de Palestina, hasta la caída del gobierno de Arturo Frondizi, cuya gestión fue el contexto del secuestro en 1960 del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann por parte de agentes del Mossad en Argentina. La investigación hace uso de algunas fuentes raramente utilizadas, como el archivo personal del ministro de Relaciones Exteriores Juan Atilio Bramuglia, que se encuentra en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Además, al explorar los recovecos de los procesos de toma de decisión, Rein consigue demostrar que la figura de Perón estuvo prácticamente ausente en muchas discusiones claves, como la abstención en la cuestión de la partición de Palestina. En esa decisión, el antisemita embajador José Arce perdió la batalla frente a su segundo, el embajador Enrique Corominas, amigo y aliado del ministro, ambos simpatizantes de la causa sionista, quienes esgrimieron el argumento de la «tercera posición» peronista para derrotar la tesitura contraria a la partición.

Por otra parte, el período fue rico en términos de las complejas relaciones entre ambos Estados y la comunidad judía argentina, ya que ––como el libro documenta exhaustivamente– los intereses del Estado de Israel y la comunidad judía argentina convergieron tantas veces como divergieron. La afirmación anterior puede parecer una perogrullada, ya que es evidente que los intereses de un Estado soberano como Israel no convergerán siempre con los de las comunidades de la diáspora (aunque se lo haya propuesto como una cuestión de principios). La comunidad judía argentina es parte de Argentina, no de Israel, aunque existan vínculos especiales entre dicho Estado y los miembros de la comunidad, de intensidad variable según cada caso individual. No obstante, es científicamente relevante identificar los momentos en que no hay tal concordancia, y más allá de ello, es culturalmente importante desarmar estereotipos de comportamiento. Las acusaciones de «doble lealtad» de que frecuentemente fueron víctimas los judíos argentinos por parte de sectores antisemitas fueron particularmente intensas cuando, a raíz del secuestro de Eichmann, se acusó a Israel de violar la soberanía argentina. Más allá de la simpatía con que este acto de justicia fue recibido por los sectores liberales argentinos, tanto judíos como no judíos, el secuestro produjo una ola de antisemitismo que no era precisamente favorable a los intereses de la comunidad judía local, generando una aguda sensación de inseguridad.

Aunque el secuestro, juicio y ajusticiamiento de Eichmann fue el hecho internacionalmente más espectacular en las relaciones entre Argentina e Israel durante el período estudiado, las paradojas en la relación triangular entre la comunidad y los dos Estados fueron múltiples. Por ejemplo, puede sorprender a los neófitos en el tema (aunque ya fuera un hecho muy conocido por los estudiosos) que el gobierno cuasi fascista de Perón se esmerara en tener las mejores relaciones posibles con Israel (estableciendo relaciones diplomáticas con el nuevo Estado en una fecha tan temprana como mayo de 1949), y se esforzara también por luchar contra el antisemitismo en la Argentina. Además, el acuerdo comercial argentino-israelí de abril de 1950 revistió una importancia mayor para el Estado judío que para el país sudamericano, y puede considerarse generoso aunque su ulterior motivación fuera mejorar la imagen argentina en los Estados Unidos.

Estos hechos están rigurosamente documentados en el libro, como lo está también la preocupante alianza entre Perón y la Iglesia católica de los primeros años del régimen, que generó desigualdades entre los credos al otorgar fuerza de ley al decreto del gobierno militar previo, que introducía la enseñanza católica en las escuelas públicas. A pesar de ello, Rein demuestra convincentemente que el antisemitismo decreció en Argentina durante el gobierno de Perón. Estos hechos llevaron a algunos autores anteriores a Rein a incurrir en la exageración de presentar a Perón casi como el mejor amigo de los judíos. Semejante imagen es injusta con los hechos históricos. Perón fue un estadista muy funcional a los intereses del Estado de Israel, pero su administración incluyó funcionarios furiosamente judeófobos. Como quedó bien documentado en los volúmenes del Proyecto Testimonio dirigido por Beatriz Gurevich desde el Centro de Estudios Sociales de la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas), la política inmigratoria instrumentada por Santiago Peralta, Pablo Diana y Enrique P. González, sucesivos directores generales de migraciones del gobierno argentino entre 1945 y 1950, era abyectamente antijudía. El sumario administrativo contra Pablo Diana, abierto por su permisividad hacia los inmigrantes judíos (producto no de la buena voluntad sino de la corrupción), demuestra que el director de migraciones tenía instrucciones de dar cuenta no a su mando natural sino directamente a Perón. Según palabras del mismo sumario: «[…] la política inmigratoria la dirigía personalmente el Primer Magistrado, no debiendo aceptar interferencias ni [aun] del señor Ministro de quien dependería exclusivamente desde el punto de vista administrativo» (Archivo General de la Nación, «Sumario Administrativo» Secretaría de Trabajo y Previsión, Dirección General de Migraciones, Año 1949, Exp. 295342, folio 42. o, pregunta 5).

Y no hay palabras más elocuentes para ilustrar la ideología de la política inmigratoria peronista que la transcripción del primer párrafo de la acusación que condujo a la exoneración de Pablo Diana: «El Cónsul general señor Maine me informó confidencialmente en París que se cometen graves irregularidades en la visación de los permisos de ingreso a la República, por cuanto se otorgan los mismos a ladrones, asesinos, comunistas, vagos, judíos, enfermos, viejos, etc., gente llamada «sin esperanza», agregando que ante la evidencia de esa escoria humana él supo retener algunos pasaportes pero que uno o dos días después el interesado le exhibía, en su despacho, la copia fotográfica de la orden de visación de pasaportes, firmada por el señor Diana y otro funcionario que no recuerda». (Este y otros documentos oficiales sobre el tema pueden consultarse en la página web que el autor de esta reseña comparte con Beatriz Gurevich, «Iberoamérica y el Mundo», en www.argentina-rree.com.)

La otra cara de la moneda fue la predilección de Perón por los inmigrantes de pasado criminal nazi. El triunfo electoral de Perón en 1946 entusiasmó a los «refugiados» alemanes residentes en España. Pronto supieron del nombramiento de Rodolfo Freude como secretario personal de Perón. Aquél era hijo de Ludwig Freude, según documentos norteamericanos el criminal de guerra nazi más buscado por los aliados en la Argentina.

Vinculado a esta faceta del gobierno peronista estaba un grupo altamente influyente de «asesores confidenciales» (sic) que actuaba en la Dirección General de Migraciones durante el período 1946-1949. Este grupo se mantuvo en el mayor secreto y estaba compuesto en su mayoría por personajes que habían llegado de Europa en la inmediata posguerra. Los «asesores» estaban dirigidos por Carlos Fuldner, un germano argentino que había sido miembro de las SS con el grado de capitán y que había actuado desde España como enlace con el grupo Himmler. En documentos norteamericanos figura como agente del Tercer Reich. En 1947 Fuldner era empleado de la Dirección General de Migraciones y estaba adscrito a la División de Informaciones de la Presidencia de la Nación (DIPN), otro nido de nazis del gobierno, dirigido por el ya citado Rodolfo Freude.

Entre los «asesores confidenciales» estaban el conde Gino Monti de Valsassina (ex miembro de la Luftwaffe de nacionalidad yugoslava y uno de los hombres de confianza de Perón); Branco Benzon (que fuera ministro del Estado Libre de Croacia y posteriormente embajador de Croacia ante el Tercer Reich; un amigo de Hitler y de Hermann Göring que en Argentina colaboró con la inmigración de Ustachas); Radu Ghenea (que había sido embajador de la Rumania pro nazi en Madrid); Charles L’Escat (cuyos contactos con el Estado Mayor alemán y con los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores del Tercer Reich habían sido fluidos hasta el fin de la guerra); y Pierre Daye (asesor también de la policía argentina y rexista belga con condena de muerte en su país en 1947). Entre otras funciones, estos personajes asesoraban sobre la inmigración de «sabios y pequeños sabios», cínico eufemismo con que se designaba a presuntos científicos y técnicos nazis que ingresaban al país con «documentación deficiente» («doc. def.», según el código usado).

No sorprende entonces que, aunque lograra seducir a la diplomacia israelí, Perón nunca sedujera a la comunidad judía argentina. Perón simpatizó claramente con los nazis, pero como bien señala Rein, siempre creyó que Israel tenía un poder enorme en Estados Unidos, y favoreció los lazos de Estado a Estado entre Argentina e Israel en un intento por mejorar sus relaciones con los norteamericanos. Simultáneamente desalentó el antisemitismo por el mismo motivo que desalentó todos los movimientos que pudieran conducir a la violencia: esto fue parte del control social que ejercía como todo gobierno autoritario; una represión que se extendía a comunistas y partidos de izquierda. No obstante, a la vez su gobierno albergaba nidos de nazis, cosa que no afectaba en forma directa los intereses tangibles de un Estado joven y vulnerable como Israel, pero que no podía agradar a los judíos argentinos ni tampoco a los norteamericanos.

En este plano, la postura de Raanan Rein es curiosa. De una manera demasiado resumida, reconoce la presencia de elementos nazis en la Dirección de Migraciones y algunos organismos de seguridad. Tan resumida es que ni siquiera llega a mencionar el documentado vínculo funcional entre Diana y Perón, ni la conocida corrupción en la emisión de visados a judíos, que enriqueció a muchos funcionarios. De una manera también demasiado sucinta, reconoce las violaciones de derechos cívicos perpetradas por el régimen peronista. Pero hay un subtexto en estos capítulos que quizá pasó inadvertido para el propio autor, y que lo ponen del lado de Perón. Su capítulo sobre la opinión pública judía se titula «La batalla perdida». Su capítulo sobre las relaciones entre Perón y el Estado de Israel se titula «La batalla ganada». Perón no lo hubiera puesto de otra manera; los sectores más representativos de la comunidad judía argentina, en cambio, jamás se hubieran expresado de tal modo. Sin darse cuenta, Rein se ubicó discursivamente en el lugar del peronismo.

Para ser justos, hay que reconocer que estamos frente a una gran obra historiográfica de un estudioso erudito, inteligente y honesto. Además, es una obra que hacía falta. Pero de alguna manera, Rein parece padecer de una suave contaminación de cultura política argentina, una cultura en la que ni para los militantes de la Unión Cívica Radical es «políticamente correcto» recordar que el primer Perón fue un simpatizante de los nazis que presidió una dictadura popular, violadora de los derechos cívicos con el consenso de las mayorías, de una manera no muy distinta a como lo hicieran, en su momento, Hitler y Mussolini.

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