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Antje Weithaas

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© Marco Borggreve

Antje Weithaas es la primer violín del Cuarteto Arcanto, que actuó en el Auditorio Nacional de Música de Madrid los días 13 y 14 de mayo. Los miembros del Arcanto son cuatro solistas que se reúnen por espacio de unas pocas semanas para hacer música de cámara. Muchas de estas reuniones de estrellas no dan a veces el resultado esperado. El Arcanto es, por el contrario, un milagro.

Tabea Zimmermann, la violista, es quizá el nombre más conocido del cuarteto. Se trata de una de las intérpretes de cuerda de más prestigio del mundo. La viola que toca es obra de un luthier francés llamado Étienne Vatelot, y es un instrumento deslumbrante, no sólo por su bellísimo sonido, sino también por su color rojo y su enorme tamaño. De todos los instrumentos de cuerda, la viola es la que más puede cambiar en su apariencia. Hay violas grandes y pequeñas. Pero no es de la fascinante Tabea Zimmermann y de su enorme viola roja de quien deseaba hablar hoy, sino de la primer violín del cuarteto, Antje Weithaas.

Hay músicos, hay grandes músicos y luego hay músicos como Antje Weithaas. Es muy delgada y parece muy alta, aunque en realidad no lo es. Tiene el pelo corto, en una mata rubia rojiza. Tiene gafas. Tiene un rostro dulce y sonriente. Parece una persona muy sencilla y humilde. Al salir del Auditorio después del concierto, todo el público que hay en la entrada se pone a aplaudirle espontáneamente, y ella parece genuinamente sorprendida, como si esto fuera excesivo.

Entonces yo descubro que ella ni siquiera sabe lo que ha hecho en el concierto, lo que es capaz de hacer. Pero tiene que saberlo, porque ha sucedido a través de ella. La estrella ha penetrado en nuestro mundo a través de su sistema nervioso. Tiene que saberlo.

En escena, Antje toca primero muy encorvada. Baja la cabeza entre los hombros en una clara actitud de pájaro. El vestido negro en que va enfundada acentúa su aspecto de cuervo o de urraca. Hemos visto violinistas devorados por este peso imaginario del violín, doblados sobre sí mismos, como forzados a devolver a la tierra todo eso que reciben de lo alto. En el caso de Antje, esta postura es sólo el principio de una flexión que abarca toda la columna y luego todo el cuerpo. Antje no es un pájaro, sino una serpiente. Se desenrolla como un caballito de mar. Es la unión de un pájaro y una serpiente.

A la distancia en que estoy, su arco parece una línea de luz. Una larga lágrima dorada. Una varita mágica dotada de incandescencia. El arco se mueve, y del violín surge el sonido. Entonces comienza la realidad.

Este sonido tiene autoridad. Es decir, que surge de una fuente consciente. No es un sonido de la naturaleza, sino un sonido producido por un ser dotado de memoria y sensibilidad. Es un sonido con propósito. Es un sonido brotado de un deseo.

Es un deseo, pero también una esperanza, una ilusión. La ilusión de algo posible que aquí se realiza, se hace verdad, suena.

Por otra parte, es imposible escuchar este sonido sin pensar que suena así precisamente porque es ella quien lo produce. Al escuchar este sonido, escuchamos a Antje. Es ella la que suena. Es su alma la que oímos.

La intensa belleza del sonido ha de provenir de una fuente de tal hermosura que su mero fulgor ya nos conmueve. Suponemos que si ella es capaz de transmitir tal belleza es porque ella atesora la belleza dentro de sí. Años de estudio de la belleza, de conocimiento de la belleza, de familiaridad con la belleza como el que se familiariza con las serpientes o con el fuego. Años de pagar y de sufrir, años de frío y de renuncias, han conducido a este triunfo deslumbrante.

Poco a poco vamos descubriendo que no es a la propia Antje a la que percibimos a través de su sonido. Si esto fuera así, su arte sería limitado y la emoción que nos produce sería limitada también. Comprendemos que lo que sucede es que hay algo, una fuente de belleza intensa, irradiante, que pasa a través de Antje y que ha elegido a Antje para manifestarse. O, dicho de otra forma, que ella se ha puesto al servicio de esa fuente, que se ha entregado a ella completamente hasta lograr que la belleza ocupe el lugar de su cuerpo, de su postura, de sus gestos, de su vida. Es precisamente esa entrega lo que tanto nos conmueve. Sólo a través de esa entrega absoluta es posible alcanzar el sonido y rozar el espejo de la música.

Pero su entrega nos conmueve porque nos sugiere que nosotros también deberíamos entregarnos así. Nos hace desear entregarnos así. Nos hace recordar que habíamos prometido entregarnos así y no lo estamos haciendo.

La música verdadera no es algo que meramente suena y nos agrada y es bello y nos hace sentirnos tristes o alegres. La música verdadera es un choque brutal y deslumbrante con un compromiso que no podemos en modo alguno eludir.

Cuando oímos a Antje Weithaas tocar el final del primer movimiento del Cuarteto en Fa menor de Mendelssohn comprendemos que así es como debería ser la música y que así es como debería ser la vida.

Entonces comprendemos, por fin, para qué hemos venido a este lugar, a esta gran sala de maderas rojizas brillantemente iluminada, y qué estamos haciendo aquí.

Estamos todos aquí juntos participando de esta ceremonia extraordinaria porque todos sabemos que vivimos una vida falsa y porque deseamos vivir una vida real.

Antje nos trae el recuerdo de lo que son los seres humanos y la verdadera vida humana. Una existencia de amor, de realidad, de verdad, de plenitud.

Venimos al Auditorio en busca de un milagro. El día 13, con el último cuarteto de Benjamin Britten, y el día 14, con el Cuarteto en Fa menor y el Octeto de Mendelssohn, el milagro se ha producido.

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Ficha técnica

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