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Amarguras y maniqueísmos

El derrumbe de la Segunda República y la guerra civil

PÍO MOA

Encuentro Ediciones, Madrid, 604 págs.

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En más de un sentido, la última obra publicada por Pío Moa constituye la entrega final y apresurada de una especie de trilogía de ensayos históricopolíticos abierta por su libro Los orígenes de la guerra civil (1999) y continuada por Los personajes de la República vistos por sí mismos (2000). Y ello no sólo porque esta tercera publicación reproduzca sintéticamente la muy peculiar interpretación sobre la breve y agitada historia de la Segunda República (1931-1936) ya ofrecida en sus dos trabajos previos. Sino, ante todo, porque esta nueva entrega trata de incardinar dicha interpretación del quinquenio republicano en una suerte de visión general de la historia contemporánea española desde la Guerra de Independencia de 1808 hasta la consolidación del régimen franquista tras su victoria incondicional en la guerra civil.

La ambición conceptual del esfuerzo ensayístico emprendido resulta seriamente lastrada por los mismos defectos historiográficos que ya revelaban sus trabajos previos: persiste una notable simplificación abusiva de los complejos procesos históricos tratados; se acentúa la tendencia a lograr coherencia argumentativa a costa de mayores dosis de dualismo interpretativo claramente maniqueo; y se evidencia una parcialidad acrítica en el uso selectivo de fuentes bibliográficas (y en igual medida hemerográficas). Sin olvidar que la supuesta «revisión a fondo de las versiones sobre nuestro pasado reciente más difundidas» (pág. 16) dista mucho de ser tan novedosa como pretende creer el autor (cuyas páginas sobre la guerra, según confesión propia, «no aspiran a decir nada nuevo»). Por estas mismas razones, resultan sorprendentes sus lamentos sobre el desinterés del mundo académico e historiográfico hacia sus obras y su halagadora creencia de ser objeto de una específica «conjura del silencio». Más bien cabría entender esa falta de atención como resultado del prudente escepticismo del gremio hacia unas tentativas ensayísticas que sólo renuevan y divulgan un paradigma interpretativo bien definido y muy debatido: el representado, ante todo, por el prolífico y desigual Ricardo de la Cierva; por tres notables historiadores militares, los hermanos Salas Larrazábal y el coronel Martínez Bande; y por la escuela histórica liderada por Vicente Palacio Atard y de José Luis Comellas.

En su reactualización de las tesis básicas de esa amplia corriente historiográfica, Moa incurre reiteradamente en esquematismos reduccionistas que no siempre estaban presentes en los autores que le sirven de base. A su extremado juicio, por ejemplo (pág. 18), la Segunda República «hizo volver a España, en cierto modo, a las convulsiones del siglo XIX » (como si la conflictividad sociopolítica de la crisis de la Restauración hubiera sido despreciable) y «adoptó enseguida un tono jacobino, marxista y libertario» (como si fuera comparable el bienio 1931-1933 y el primer semestre de 1936). En la misma línea, reitera que la guerra civil comenzó realmente con la insurrección socialista y catalanista de octubre de 1934 y que sólo la cerril intransigencia de «las izquierdas» hacia la mano tendida ofrecida por los «conservadores» de la CEDA arruinó la posibilidad de supervivencia de la democracia republicana. En consecuencia, tras la victoria del Frente Popular en febrero de 1936 fue inevitable el estallido de la guerra civil en virtud de «un peligro revolucionario que la derecha hubo de repeler» y no «por una amenaza fascista a la que se vio obligada a resistir la izquierda» (pág. 9). Como corolario lógico, durante la contienda se habrían enfrentado un bando «nacional» y «conservador» bajo la forma política de un «poder autoritario con fuertes elementos fascistas» y un bando «revolucionario» y «populista» que equivalía a «una práctica dictadura comunista con algunas apariencias democráticas» (pág. 459). Y, por supuesto, contra toda evidencia, la intervención extranjera favoreció el esfuerzo bélico de la República en detrimento de Franco porque le dio «ventaja material y técnica» (pág. 428). Sin que por eso el Ejército Popular lograra combatir con «el grado heroico que ello exigiría, y que alcanzaron en bastantes ocasiones sus enemigos» (pág. 518).

Para sustentar una interpretación tan radicalmente antirrepublicana e inequívocamente derechista, Moa no sólo se apoya en exclusiva en aquellos protagonistas e historiadores que redundan en favor de sus propósitos (con especial privilegio para José María Gil Robles, líder de la CEDA, entre los primeros; y De la Cierva entre los últimos). También adopta el papel de comisario inquisidor furibundamente crítico, desde una perspectiva de supuesta superioridad moral, con todos los testimonios adversos de protagonistas (especialmente de Manuel Azaña e Indalecio Prieto) e historiadores (empezando por su «bestia negra», el hispanista Paul Preston, y continuando con Santos Juliá, Ángel Viñas, Juan Avilés y un largo etcétera que prácticamente cubre a la inmensa mayoría de especialistas en la época).

No cabe explicar el fracaso del reformismo azañista en el primer bienio, por ejemplo, aludiendo sólo a su «debilidad» política o al «cáncer» de la subversión anarquista (por lo demás, relativamente ciertas). Una explicación integral recelaría del monocausalismo y atendería (lo que no se hace) a cuestiones tales como el eficaz obstruccionismo parlamentario de las derechas antirrepublicanas, la crucial negativa radical a mantener la coalición originaria de abril de 1931, el impacto de la Gran Depresión sobre la viabilidad del proyecto económico reformista, los propios defectos de gestión política gubernativa, etc. Tampoco resulta admisible la conversión de la dinámica política en una especie de pugilato personal donde GilRobles asume el papel de solitario y honesto héroe pacificador y Azaña (sólo o con Prieto, por no decir con Largo Caballero) representa al villano mendaz o inconsciente. Puestos a la difícil tarea de evaluar responsabilidades personales y políticas en el fracaso republicano, es particularmente injusto (por falta de veracidad) tildar a Azaña de «promotor abierto del extremismo» (pág. 103) mientras Gil-Robles aparece como «conciliador, cuando no medroso y acomodaticio» (pág. 172). El delirio maniqueo que informa el trabajo llega a su paroxismo al suponer sin rubor que el asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936 fue un verdadero «crimen de estado» en cuyo origen y responsabilidad «pudo haber estado Prieto» (pág. 323).

El conjunto de despropósitos reduccionistas que lastran la obra de Moa responde a su interpretación dualista de la dinámica sociopolítica española como un combate frontal entre «fuerzas conservadoras» (incluyendo tanto a reaccionarios carlistas como al centro republicano radical) y «fuerzas revolucionarias» (incluyendo a anarquistas pero también al republicanismo azañista que «había abierto anchas puertas a la revolución, no sólo porque se había proclamado amigo de ella, sino, sobre todo, porque era muy endeble»). Y no se trata de una miopía ocasional que impugne la tesis más habitual (y a nuestro juicio más correcta) según la cual el conflicto español, como el europeo coetáneo, era una tensión triangular en la que el reformismo democrático hacía frente a la doble tenaza de la reacción autoritaria y la revolución social. Por el contrario, según Moa, ese combate dualista se origina en el mismo inicio de la época contemporánea, con la Revolución francesa de 1789, «nido del totalitarismo actual» y «también, como reacción a ella, del conservadurismo» (pág. 149). No en vano, «la experiencia revolucionaria francesa y sucesos posteriores parecían justificar la acusación ultraconservadora de que el liberalismo abre paso a nuevas tiranías» (pág. 153). En otras palabras, según esta renovada tesis filotradicionalista, el combate sólo enfrentaría a conservadores (mejor: reaccionarios) y subversivos (revolucionarios), dado que los liberales o demócratas (reformistas) meramente abren el camino a los segundos y paran su triunfo en calidad de cómplices o tontos útiles.

Tales ideas son tan peregrinas que hace mucho tiempo que desaparecieron del discurso historiográfico por su incapacidad para dar cuenta del curso real de los procesos. Ante todo, porque en 1789 y con posterioridad no sólo surgieron esas dos alternativas (conservadores y jacobinos, en equívoca terminología de Moa) sino otra mucho más efectiva y duradera: la alternativa liberal-representativa que se afianza en casi toda Europa a lo largo del siglo XIX y que va convirtiéndose en liberal-democrática desde finales de la centuria. Y, en segundo orden, porque la propia historia española del siglo XIX desmiente esa bipolaridad dualista, pese a la insistencia del autor en percibir bajo ese prisma los conflictos entre moderados y progresistas.

En estas circunstancias, ¿cómo es posible ese empecinamiento interpretativo aplicado con reiteración al devenir de la historia española contemporánea? A nuestro leal y falible saber y entender, sólo cabe una explicación sensata. No estamos ante una obra de historia stricto sensu ni por modus operandi, ni por finalidad, ni por fuentes informativas. Utilizando las propias palabras del autor, nos atreveríamos a concluir que en la génesis de este libro «ha influido menos el deseo de clarificar la historia que una motivación de otra índole: política y propagandística» (pág. 550).

Un correctivo ideal para compensar este tipo peculiar de literatura histórica lo ofrece la lectura de obras testimoniales de protagonistas de la tragedia española que afrontan con grandes dosis de franqueza y autocrítica su participación y responsabilidad en la crisis. Un caso paradigmático y pionero dentro de ese difícil género autobiográfico ha sido felizmente reeditado con un acertado prólogo contextualizador escrito por Santos Juliá. Se trata de las memorias sobre los años de guerra elaboradas en su exilio parisino de 1939 por el político y periodista bilbaíno Julián Zugazagoitia («Zuga»), director de El Socialista durante la República, «hombre de Prieto» en la polémica interna del PSOE con la facción largo-caballerista, ministro de Gobernación en el primer gobierno del doctor Negrín de 1937 y secretario general del Ministerio de Defensa con el propio Negrín hasta la consumación de la derrota. Elaborado a partir de los recuerdos y cuadernos de notas conservados por el autor, el libro constituye el primer relato testimonial sobre el conflicto a cargo de un alto responsable del bando vencido. Y tuvo la fortuna de ser publicado en Argentina en el año 1940, muy poco antes de la derrota de Francia ante Alemania y de la inmediata detención de Zugazagoitia por la Gestapo. Entregado por los ocupantes nazis a las autoridades franquistas junto con otro grupo de exiliados republicanos (entre ellos, Lluís Companys, ex presidente de la Generalitat), su autor sería juzgado en consejo de guerra sumarísimo, condenado a la pena capital por su responsabilidad política en zona republicana y fusilado en la tapia del cementerio del Este de Madrid en la mañana del 9 de noviembre de 1940.

La obra redactada por Zugazagoitia resulta sorprendente y conmovedora por más de un sentido. Ante todo, por la resignada amargura, cruda sinceridad y propósito de ecuanimidad que informan todo el relato hasta en sus pormenores más anecdóticos. Con cierta razón sospechaba su autor que la misma «no gustará a nadie» porque «declina toda intención apologética», renuncia «a la pretensión de toda verdad absoluta», carece de títulos para ser «una Historia de la guerra» y se conforma con ser «una contribución desinteresada para quienes, con el debido rigor, se propongan escribirla imparcialmente» (pág. 26). Son precisamente esas renuncias y «carencias» (tan ausentes en otras obras autobiográficas de dirigentes republicanos o franquistas) las que dotan a Guerra y vicisitudes de los españoles de su inapreciable valor como testimonio verídico para los historiadores, al margen de otras cualidades cívicas o morales y sin perjuicio de las necesarias cautelas metodológicas a la hora de cotejar sus versiones y datos.

Quizás el mayor mérito del libro resida en las numerosas noticias que transmite sobre la dinámica política en el seno de los círculos dirigentes republicanos al compás de la adversa evolución de las hostilidades. A título de ejemplo, frente a la visión complaciente de aquellos republicanos que se negaban a admitir la existencia de una seria crisis política antes de la guerra, «Zuga» transmite la desazón de los socialistas moderados ante la «suma fabulosa de conflictos sociales y de orden público» que estaba minando la autoridad del Frente Popular en el primer semestre de 1936 (pág. 32). También opinaba contra corriente al afirmar el descalabro del Estado republicano como resultado de la insurrección y de la actuación revolucionaria de las milicias armadas tanto en el frente como en la retaguardia: «El desbarajuste interior alcanzaba proporciones insuperables» (pág. 105). Y sus juicios sobre las razones de la progresiva dependencia militar y diplomática de la República respecto de la Unión Soviética, con sus servidumbres implícitas, siguen siendo incontestados: «Rusia era nuestro único asidero. La tabla del náufrago» (pág. 138).

Hay un último motivo, puramente personal, que engrandece la figura de Zugazagoitia ante sus potenciales lectores. Su presencia de ánimo ante la adversidad y la indudable serenidad con la que afrontó su repatriación, juicio y ejecución. Baste decir que su despedida de la vida incluyó un único y «firme deseo» transmitido a «amigos y correligionarios»: «que su sangre no sirviera nunca de mínimo pretexto para verter más sangre de españoles» (pág. xxxi). Personas así no abundaron tanto en España ni durante la guerra ni en la posguerra. Por eso mismo resulta pertinente y gratificante la lectura de su amargo testimonio más de sesenta años después de su redacción.

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Ficha técnica

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