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Al servicio de Stalin

Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo

Fernando Hernández Sánchez

Barcelona, Crítica, 2015

424 pp. 24,90 €

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Para los comunistas europeos, la década de 1940 fue, por parafrasear a Charles Dickens en Historia de dos ciudades, «el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos». La década comenzó con el terremoto ideológico del pacto nazi-soviético de agosto de 1939, que aún sigue reverberando dentro del movimiento comunista internacional. Los camaradas tuvieron que digerir el «hecho» de que la guerra franco-británica contra Hitler no era la lucha contra el fascismo por la que habían estado haciendo campaña incansablemente en los años treinta. El Partido Comunista Francés (PCF), que previamente se había presentado como la más patriótica de las organizaciones patriotas, expresaba ahora su completo desinterés por el desenlace del conflicto. Cuando los tanques alemanes empezaron a avanzar por Bélgica y el noreste de Francia en mayo de 1940, su periódico, L’Humanité, declaró que el «imperialismo anglo-francés» era el responsable de la guerra, añadiendo que «Cuando luchan dos gánsteres, las personas honestas no se hallan obligadas a acudir en ayuda de uno simplemente porque el otro le haya asestado un golpe bajo». Para entonces, el principal dirigente del PCF, Maurice Thorez, se hallaba ya instalado perfectamente a salvo en Moscú después de haber desertado de su puesto militar el año anterior.

Como es bien sabido, la invasión nazi de la Unión Soviética el 22 de junio de 1941 puso fin rápidamente a la tesis comunista de una «guerra imperialista». Con el hogar del socialismo amenazado, los comunistas de toda Europa se movilizaron para combatir a los nazis y sus aliados. Pasaron a integrar una parte esencial de los movimientos de resistencia. Incluso los anticomunistas furibundos antes de junio de 1941 rindieron homenaje a las hazañas heroicas de sus antiguos enemigos ideológicos en la guerra común contra los nazis. Winston Churchill, por ejemplo, encontró tiempo para saludar a Josip Broz, «Tito», antiguo organizador de las Brigadas Internacionales y líder de la resistencia comunista yugoslava, en un almuerzo celebrado en honor de este último en Nápoles en agosto de 1944. La contribución de los comunistas  a la liberación de Europa se vio reconocida con su presencia en gobiernos de toda Europa en 1945, y no sólo en aquellos lugares tomados por el Ejército Rojo. Entre ellos se encontraba Palmiro Togliatti, el dirigente del Partido Comunista Italiano, de cincuenta y un años, que fue nombrado ministro de Justicia en la coalición gubernamental de la posguerra. Togliatti era más conocido, por supuesto, entre los republicarnos como el consejero de la Comintern «Alfredo» durante la Guerra Civil. Sin embargo, el surgimiento de la Guerra Fría vio cómo los comunistas regresaban a su situación más familiar de aislamiento y persecución en Europa Occidental; un gobierno autoritario respaldado por Estados Unidos aplastó el movimiento comunista griego durante la amarga guerra civil de 1945-1949. Incluso en Europa Oriental, las nuevas «democracias populares» dominadas por los comunistas sufrieron una oleada de purgas, ya que Stalin se mostró decidido a erradicar la herejía del titoísmo.

Pero, independientemente de las suertes cambiantes del comunismo europeo, nadie podría negarle el papel decisivo que desempeñó en la derrota de Hitler y Mussolini. Para el Partido Comunista de España, por otro lado, su principal enemigo ideológico había sobrevivido a las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial. Los años cuarenta fueron una década de fracaso absoluto. La organización política más poderosa en la España republicana en 1937-1938 había quedado reducida una década más tarde a un movimiento disperso, perseguido y desmoralizado. Esto puede verse de manera muy llamativa en la suerte que corrieron los sesenta y cinco miembros del Comité Central del PCE nombrados en 1937. En 1954, diecinueve estaban muertos, veintisiete habían sido expulsados y apenas diecinueve permanecían en su puesto.

1939 fue uno de los años más sombríos en la historia del PCE. El trauma de la derrota en la Guerra Civil se vio seguido rápidamente por la conmoción provocada por el pacto nazi-soviético. Este golpeó al partido con más dureza que a otras organizaciones comunistas europeas, ya que había concedido una gran importancia a una inevitable conflagración europea antifascista para justificar la continuación de la resistencia contra Franco. Muchos militantes se esforzaron por comprender la declaración del Comité Central de noviembre de 1939, que afirmaba lisa y llanamente que «la guerra europea actual no tiene nada de común con la guerra justa, con la guerra de independencia nacional que llevaban los obreros, los campesinos, las masas populares de España contra la reacción interior e internacional». Esto ya había dejado de ser cierto, por supuesto, a partir de junio de 1941, pero, para sorpresa de los comunistas españoles, Franco no compartió en 1945 la misma suerte que sus aliados de la Guerra Civil. De hecho, en 1950 el Caudillo había aplastado la subversión comunista dentro de España y el PCE había renunciado a la lucha armada, sin sustituirla por una alternativa viable.

Los años de plomo estudia con un nivel de detalle impresionante la lúgubre historia del PCE a lo largo de este período. Fernando Hernández Sánchez, autor de una polémica historia del partido durante la Guerra Civil, se vale de manera excelente de los archivos comunistas para presentar una narración salpicada no sólo de idealismo y heroísmo, sino también de intriga, traición y crueldad. La ingenuidad de algunos cuadros en 1939 resulta asombrosa. Una joven madre madrileña que se encaminaba al «País del Socialismo» decidió arrojar al mar unos pañales caros usados porque en Moscú «compraré los que necesite». Desgraciadamente, Hernández no se detiene demasiado en las experiencias de los militantes de base que se trasladaron a la Unión Soviética, pero aporta material suficiente para sugerir que, tal como lo expresó un comunista desilusionado, «En España, trabajando, se vive mucho mejor que aquí».

Algunos camaradas soportaron el exilio mejor que otros, por supuesto. A comienzos de los años cuarenta, los antiguos ministros comunistas Antonio Mije y Vicente Uribe se encontraban viviendo cómodamente en la ciudad mexicana de Cuernavaca con la ayuda de personal doméstico y un chófer. Sin embargo, aparte de Franco, cuya despiadada y brutal represión de la actividad comunista subversiva se halla bien documentada en el libro, los auténticos villanos de la narración de Hernández son Santiago Carrillo y sus acólitos. «La generación de Carrillo –sostiene el autor– fue la responsable de la estalinización del PCE, mucho más de lo que lo habían sido sus predecesores (José Díaz, “Pasionaria”)». Hernández cree que la férrea mentalidad estalinista burocrática de Carrillo, y su implacable determinación de eliminar a sus rivales dentro del partido, condenaron al PCE al aislamiento y la impotencia en los años cuarenta. Su liderazgo destruyó la posibilidad, ofrecida por Jesús Monzón en 1943-1944, de crear «una alianza transversal, superadora de la línea de fractura entre vencedores y vencidos, prefiguración de la que, años más tarde, se impondría como hilo conductor de la estrategia del partido».

No hay duda de que Los años de plomo constituye una exposición devastadora de las actividades de Carrillo durante los años cuarenta. El dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas durante la guerra eliminó a sus rivales, tanto física como políticamente, apoyándose en la doctrina de «Quien se enfrentaba con el partido, residiendo en España, era tratado por la organización como un peligro». Entre quienes fueron liquidados se encontraba el veterano comunista Gabriel León Trilla, un estrecho aliado de Monzón, en septiembre de 1945 en Madrid, mientras que el propio Monzón logró sobrevivir (irónicamente) por haber caído en las garras de la policía franquista dos meses antes. La prisión no puso fin a la venganza política de Carrillo contra Monzón: al desdichado dirigente le hicieron el vacío sus propios camaradas encarcelados.

Sin embargo, ¿era Carrillo realmente tan diferente de otros dirigentes del PCE? Como admite el propio Hernández, Monzón era un estalinista ortodoxo. Sus opiniones sobre cómo tratar a los disidentes dentro del Partido eran también característicamente violentas. «Quiñones es un bandido, merece que lo fusilen», fue la opinión que expresó Monzón de Heriberto Quiñones, que había criticado el pacto nazi-soviético antes de ser arrestado por la policía franquista, brutalmente torturado y ejecutado en octubre de 1941. Lo que es más importante, Los años de plomo aporta pocas pruebas de que la Unión Nacional Española (UNE) de Monzón, el efímero vehículo de una «alianza transversal», se hallara despojada de la cultura sectaria que había caracterizado al PCE desde su fundación. Resultaba axiomático que ser «bolchevique» suponía rechazar el pluralismo político de cualquier tipo; durante la Guerra Civil, el PCE creó escuelas de cuadros para calibrar el «temple estalinista» de los nuevos miembros y eliminar todo residuo de liberalismo «pequeñoburgués» que pudieran haber poseído en algún momento. No es sorprendente que los rivales a la izquierda del PCE sospecharan de la UNE durante la Segunda Guerra Mundial y se mantuvieran en gran medida alejados de ella.

Al margen de personalidades, el PCE permaneció ligado a la fallida política de la insurrección armada contra el régimen de Franco durante toda la década de los cuarenta. La ilusión de que la violencia podría modificar el resultado de la Guerra Civil era tan fuerte que su fracaso manifiesto no pudo admitirse hasta que el propio Stalin ordenó que se pusiera fin a la actividad de la guerrilla en 1948. Aun entonces, el liderazgo del PCE culpabilizó del cambio de rumbo a la clase trabajadora española: los obreros no habían conseguido cumplir con el papel que la Historia les había supuestamente asignado. Sería únicamente con la muerte del «padre del pueblo» en marzo de 1953 y con el subsiguiente proceso de «desestalinización» iniciado por Jrushchov tres años después cuando el PCE –y Santiago Carrillo– podrían dar comienzo a su largo viaje hacia la democracia.

Julius Ruiz es profesor de Historia Europea en la Universidad de Edimburgo. Sus últimos libros son La justicia de Franco. La represión en Madrid tras la Guerra Civil, trad. de Albino Santos Mosquera (Barcelona, RBA, 2012) y El terror rojo. Madrid, 1936 (Barcelona, Espasa, 2012) y Paracuellos. Una verdad incómoda (Barcelona, Espasa, 2015).

Traducción de Luis Gago
Este artículo ha sido escrito por Julius Ruiz
especialmente para Revista de Libros

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