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¿Aceptarán migrantes en Japón?

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Me parece que hay cinco grandes asuntos pendientes que tiene ante sí la sociedad japonesa:

1) Su extraña y durísima cultura de trabajo.
2) La sangría demográfica.
3) El envejecimiento de la población.
4) El papel de la mujer en la sociedad y su acceso al mercado laboral.
5) La apertura a la inmigración.

La inmigración es el elefante en la habitación que tendrán que abordar si quieren hacer frente al abanico sangría demográfica/envejecimiento de la población/ incorporación de la mujer al trabajo. Japón es un planeta aparte, un país insular que ha vivido, y sigue hasta ahora, con mentalidad a-isla-da. Una sociedad prácticamente homogénea que no se ha mezclado en absoluto a lo largo de muchos siglos y apenas lo ha hecho en el último. Al doble aislamiento geográfico de archipiélago montañoso –el mar, primero, y la cordillera, después, separan la parte más poblada y relevante del país del continente asiático– se sumó, durante dos siglos y pico, el político, impuesto por los shogunes. Hasta hace pocos años, la mayoría de los japoneses no habían visto en su vida a un extranjero; y son todavía una sociedad muy reacia a abrir las puertas. Viven protegidos en un mundo suyo propio y tienen miedo a lo que viene de fuera, no quieren que lleguemos a cambiar sus costumbres cotidianas y alterar su peculiar manera de manejar la vida y estar en el mundo, temen perder esa enorme sensación de seguridad con que viven.

La conocida comisaria y crítica de fotografía Mariko Takeuchi escribe en uno de sus textos que su hija nació «en un país donde el nacimiento de niños se dice que es más seguro que en ningún otro país». Los japoneses viven con la certeza de que su país es el más seguro para todo. No se permite importar naranjas de Valencia a menos que un equipo japonés esté presente durante la cosecha y a lo largo del viaje en barco hasta que lleguen a puerto nipón. Con reglas como estas se aseguran de las óptimas condiciones de lo que come su población. Muchos japoneses desayunan un huevo crudo cada mañana, pero nunca lo harían fuera de su territorio nacional. La sensación de seguridad, de orden, de respeto, de limpieza, es completa. Alguien aquí me hablaba de su sorpresa al hacer transbordo en el aeropuerto de Helsinki y ver que «parecía japonés». Sus estándares son tan altos en casi todo, que los extranjeros, bajo cualquier perspectiva, podrán como mucho igualárseles, nunca superarlos.

Habrá muchas cosas que admiren o les interesen de nosotros o de nuestras sociedades, pero nos prefieren lejos –Wakon Yosai– y no estoy seguro de que la evidencia de que necesitan mano de obra que equilibre algo la creciente sangría demográfica, sostenga la economía, permita la incorporación de la mujer al trabajo y pague sus pensiones vaya a ser acicate suficiente para cambiar y abrir las puertas a la inmigración.

Parece que hay muchos ancianos y enfermos que prefieren ser cuidados por robots a mezclarse con extranjeros o tener cerca a filipinos o tailandesas. He ahí una de las razones principales por las que la robótica está desarrollándose tanto en Japón: su posible uso en la atención sanitaria y el cuidado de los mayores. Yo pienso a veces que muchos estarían dispuestos a hacer el pacto tácito como sociedad de aguantar pese a todo y contra mundum hasta tanto se estabilice la población en torno a ochenta millones y las tasas de vejez se vuelvan sostenibles y asumibles de nuevo. Varias generaciones lo pasarían mal, la gente alcanzaría la jubilación e iría cumpliendo sesenta, setenta, ochenta, noventa y hasta cien años sin recibir las pensiones por las que han cotizado ni los cuidados que necesitan; pero muchos, creo yo, preferirán sacrificarse como individuos antes que dejar en legado a sus nietos y bisnietos un país diferente al que han recibido. Es decir, una sociedad modificada. Los japoneses llevan siendo –o sintiéndose, tal vez, quizá de forma algo falsa– un solo pueblo con un solo idioma en un territorio estanco, y así quieren seguir, aunque sea a costa de que dos o tres generaciones lo pasen mal en su vejez.

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La cifra oficial de los extranjeros que actualmente viven –vivimos– aquí apenas supera el millón (1,28), un 1% de su población, proporción bajísima en comparación con el resto de países de la OCDE. Los grupos más grandes responden a las tres principales oleadas de extranjeros que ha recibido Japón a lo largo de los últimos ochenta años. El más numeroso, los coreanos, conocidos también como zainichi. Su situación es una de esas peculiaridades inexplicables de Japón que merecen la crónica propia que tendré que escribir un día. Llevan aquí desde antes de la Segunda Guerra Mundial, muchos traídos por la fuerza a trabajar en condiciones durísimas. En la hoy fantasmal isla de Hashima, o Gunkanjima –uno de mis sitios preferidos en Japón–, vivían unos cientos y la reciente película coreana The Battleship Island (??, Gun-ham-do, de Ryoo Seung-wan, 2017), que ficciona un intento de evasión, ha sido un éxito en Corea y les sirve para mostrar internacionalmente el maltrato de que fueron objeto sus conciudadanos.

Los dos millones aproximadamente que vivían en Japón en 1945 y eran legalmente japoneses en tanto que ciudadanos del Imperio se quedaron sin la nacionalidad cuando Japón perdió la guerra. No podían, sin embargo, regresar a casa y quedaron atrapados aquí en el limbo legal en que continúan hasta hoy. Sus hijos, nietos y bisnietos siguen sin tener nacionalidad japonesa –Japón sólo reconoce el ius sanguinis– y son ciudadanos de segunda pese a haber nacido aquí y no hablar más que japonés. No se les ha permitido conservar sus nombres y apellidos coreanos, tienen colegios especiales, condiciones legales diferentes y trabajos que ocupan prácticamente de manera exclusiva, como la gestión de los pachinko. El barrio de Shin Okubo, en Tokio, es un barrio zainichi. «No le gustaba detenerse en el espectáculo de la miseria, pero en lo que quería mostrar de Japón estaban también los rechazados por el sistema: todo un mundo de vagabundos, lumpen, parias, coreanos», decía en 1983 Chris Marker en su recorrido por Tokio en Sans Soleil. Hoy restan en torno a medio millón, el grupo más alto de extranjeros, aunque el numero va reduciéndose a medida que muchos se casan con japoneses y sus hijos adquieren por fin la nacionalidad que tres generaciones anteriores no han tenido.

La segunda oleada de inmigrantes, igual de mal integrados, llegó con la burbuja económica que vivía el país en los años ochenta. Muchas personas de segunda y tercera generación nikkei –brasileños y peruanos de origen japonés– comenzaron a interesarse por «regresar» a ese Japón del que habían emigrado sus padres o abuelos y que se había enriquecido y necesitaba ahora cantidades ingentes de mano de obra. El gobierno revisó en 1990 las leyes de inmigración para facilitar su llegada y autorizó la entrada legal de esos emigrantes japoneses y sus descendientes hasta la tercera generación.

En pocos años vinieron más de doscientos mil brasileños y en torno a cincuenta mil peruanos. Yo imagino que debían de llegar ilusionados, creyendo que volvían a casa –muchos conservaban con orgullo su lengua y sus tradiciones– y serían acogidos como hijos pródigos. Se encontraron, sin embargo, con que se los recibía con desprecio y no se los veía como a japoneses que volvían, sino como a inmigrantes latinos: eran más ruidosos, no respetaban las normas de eliminación de basura o de estacionamiento, hablaban mal japonés o, si lo hablaban bien, era con el registro trasnochado de otra época. Y se les recriminaba, sobre todo, que sus padres o abuelos se hubieran ido de un país pobre y ahora quisieran volver a aprovecharse de lo conseguido por quienes se quedaron.

La mayoría de los japoneses de origen brasileño siguen hoy siendo obreros de cuello azul, muchos en las fábricas de Toyota en Nagoya. No han prosperado, no hay una clase media brasileña, la historia de su regreso al Japón es la de un fracaso. Continúan haciendo su vida entre ellos, hablan portugués y celebran carnavales multitudinarios: brasileños en Japón como se los consideraba japoneses en Brasil y hacían vida entre ellos, hablaban japonés y era conocido su desapego por la samba y las músicas locales. Los supongo cheios de saudades de Brasil, a caballo entre dos mundos: ni de aquí ni de allá, como los zainichi.

La tercera oleada, por fin, son asiáticos llegados a lo largo de estos últimos veinticinco años como «pasantes» en el marco del Programa de Capacitación de Pasantes Técnicos establecido en 1993. Representan alrededor del 20% de los 1,28 millones de trabajadores extranjeros. Los vietnamitas son el grupo más numeroso –algo más de cien mil trabajadores–, seguidos por chinos, filipinos y, en menor medida, bangladesíes y nepalíes.

Se supone que el programa debía servir para «transferir habilidades a países en desarrollo» (las personas acogidas vendrían a formarse trabajando en fábricas y granjas por un cierto período de tiempo y a cambio de una remuneración) ha terminado sirviendo en realidad como fuente de fuerza laboral barata. Estos «pasantes técnicos», la mayoría poco cualificados y procedentes casi siempre de países en desarrollo, suelen llevar a cabo trabajos ingratos que los japoneses no quieren, las llamadas «tres K»: kitsui, kitanai y kiken (duros, sucios y peligrosos), sin contraprestación prácticamente en derechos y en condiciones muy precarias: sueldos bajos, muy inferiores al salario mínimo, largas jornadas de trabajo, imposibilidad de cambiar de trabajo –el visado de entrada está vinculado a una empresa concreta–, prohibición de traer a sus familias. Se encuentran con frecuencia aislados y mal acogidos por una población a la que no les gusta tener extranjeros, y menos aún en sus edificios o sus comunidades. Apenas tienen perspectivas legales de futuro en el país y no pueden a menudo salir del bucle de precariedad o regresar a sus países por las deudas enormes que han contraído con los intermediarios (o traficantes) que gestionaron el viaje. Según el Ministerio de Justicia, más de siete mil pasantes huyeron de los lugares de trabajo durante el último año.

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Hay actualmente cinco categorías de visados que permiten a los extranjeros trabajar en Japón:

1) Extranjeros con condiciones personales especiales: extranjeros permanentes especiales de larga data como los zainichi o de ascendencia japonesa, como los brasileños y peruanos; residentes permanentes y personas casadas con japoneses. Todos ellos pueden trabajar en lo que quieran.
2) Personas con conocimientos y habilidades especializadas (profesores universitarios, abogados).
3) Personas contratadas específicamente para determinados tipos de trabajo asalariado (enfermeros, cuidadores) en virtud de acuerdos de asociación económica; o que llegan en el marco de acuerdos de working holidays, como el recientemente firmado con España.
4) Los «pasantes» en el marco del Programa de Capacitación de Pasantes Técnicos de 1993.
5) Personas involucradas en actividades diferentes al estatus que permiten sus visados. El caso más conspicuo es, sin duda, el de los estudiantes que trabajan a tiempo parcial en restaurantes o konbinis gracias a la exención de visado que les permite trabajar hasta veintiocho horas a la semana.

Hay, al parecer, muchos extranjeros fuera del marco de estas cinco categorías, una fuerza laboral disfrazada y sin apenas alguno de los derechos que otorga la condición de residente. Los necesitan, pero no quieren reconocerlos.

Estas categorías no son suficientes ya para atraer a los extranjeros que hacen falta. No sólo en número –otra vez falta mano de obra, de manera creciente por el declive demográfico–, sino sobre todo en calidad. La estricta política migratoria y las duras condiciones de vida en Japón se han conjuntado hasta ahora para disuadir a posibles inmigrantes con mayor cualificación. ¿Cuánto posible talento está dejando de recibir Japón por sus políticas restrictivas?

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Parece que las cosas están empezando a cambiar. Ese millón y poco de extranjeros que hay ahora oficialmente es el doble de los que había hace apenas unos años, en 2012. Tras mucho renquear y poner excusas y trapos calientes (el Programa de Capacitación de Pasantes Técnicos, permitir unas horas de trabajo a la semana a los estudiantes extranjeros), Gobierno y sociedad parecen por fin dispuestos a hacer frente seriamente a la situación. El Gobierno de Shinz? Abe ha estado tramitando a lo largo de 2018 un paquete económico que incluye el establecimiento de un nuevo régimen de residencia para trabajadores extranjeros en determinados ámbitos del mercado laboral que se espera que atraiga a medio millón de trabajadores de aquí a 2025.

Este paquete entrará en vigor el 1 de abril de 2019 (ya les contaba en una crónica anterior que casi todo en Japón comienza o entra en vigor en ese día del año) e introducirá dos nuevos tipos de visado para trabajadores en sectores con falta relevante de mano de obra: extranjeros con determinada capacitación especial, que podrán permanecer hasta cinco años en el país, aunque, una vez más, no traer a sus familiares; y extranjeros con capacitación especial mayor, a quienes se permitirá traer a cónyuges e hijos y, si cumplen ciertas condiciones, aspirar a vivir en Japón por tiempo indefinido. En uno y otro caso será imprescindible mostrar un nivel alto de dominio del japonés. Queda pendiente que la Administración decida qué sectores se beneficiarán de estas dos categorías de trabajadores extranjeros. Se barajan catorce, construcción y agricultura entre ellos.

Lo impresionante es que el Gobierno defiende estas mediadas planteando únicamente su impacto económico y las ventajas que podrán tener para mantener unos niveles de producción adecuados en sectores faltos de mano de obra, pero insiste en que «no se trata de aceptar la inmigración». El primer ministro, Shinz? Abe, ha llegado a decir en el Parlamento que «no estamos adoptando una política de personas que se asienten de manera permanente en el país, los así llamados inmigrantes. […] El nuevo sistema se basa en la premisa de que los trabajadores se ocuparán en sectores que sufren falta de mano de obra por un tiempo limitado de tiempo y, en muchos casos, sin traer a sus familiares». Así, tal cual.

Esconder de esta manera la cabeza bajo tierra, como el avestruz, demuestra la desconfianza enorme que los japoneses tienen hacia los extranjeros y el miedo a la inmigración. Negar que los cientos de miles de extranjeros que habrán de venir si las nuevas leyes tienen éxito sean «inmigrantes» es escamotear la conversación, necesaria sin duda y de carácter profundo, sobre el enorme desafío que afronta el país: la conveniencia o no de abrir la puerta a la inmigración, cómo hacerle frente, cómo integrar a los migrantes y cómo abordar los problemas que sin duda surgirán en un país poco o nada acostumbrado a ellos e, insisto, muy reacio a admitirlos.

El gran desafío para Japón es demostrar si, más allá del interés, comprensible y razonable, de contar con mano de obra que le falta y necesita, es capaz de ofrecer a quienes vengan a cubrir esos huecos unas condiciones de vida atractivas, con entornos laborales seguros y dignos y ambientes integradores para las comunidades que conformen.

¿Se trata solamente de conseguir mano de obra barata, o se permitirá que esas personas que se invita ahora a venir por su capacitación especial prosperen, monten sus propios negocios y avancen en la escala social? ¿Tendrán acceso igualitario al sistema de Seguridad Social, podrán votar en su momento, adquirir residencia una vez que lleven un cierto tiempo, o se perpetuarán nuevas estirpes de extranjeros, como ha pasado con los zainichi, que siguen siendo ciudadanos de segunda en sus terceras y cuartas generaciones, o como va camino de suceder con los nikkei y los asiáticos de las últimas décadas, todos ellos también ciudadanos de segunda?

¿Mejorará el problema de acceso a la vivienda? (Un reciente informe del Ministerio de Justicia (2017) indica que al menos un 40% de los residentes extranjeros han sufrido rechazos.) ¿Se los aceptará en las comunidades donde residen, serán bien tratados, se integrarán sus hijos en los colegios o serán objeto de bullying, como lo es hoy día todo niño diferente? (Aquí hay que incluir a los japoneses que han vivido fuera del país y tienen costumbres algo diferentes o a los hijos de parejas mixtas.) ¿Se respetarán sus costumbres y sus idiomas diferentes?

Si no es así, es probable que las nuevas leyes fracasen y no se consiga atraer a los trabajadores que se espera en número y cualificación. Pero sería también el fracaso, de mucho mayor alcance, de una sociedad japonesa que parece empeñada en vivir en el pasado y protegerse contra el mundo.
 

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