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Paradoja(s) de la democracia militante (y II)

Dejamos planteado aquí, la semana pasada, el problema de la llamada «democracia militante»: aquella que se mantiene alerta contra el peligro representado por movimientos o partidos a los que se atribuye la intención de liquidarla. La noción delata su origen histórico: la llegada de los nazis al poder en Alemania y la posterior liquidación del régimen de Weimar. Desde luego, no hay ejemplo más cumplido del uso de las herramientas formales de la democracia contra sí misma; por el contrario, los comunistas dieron un golpe de Estado en un régimen autoritario y los fascistas llegaron al poder andando (Italia) o como resultado de una sublevación armada (España). Desde los años treinta, cuando Karl Loewenstein formula por vez primera el concepto, nos inquieta que la semilla del autoritarismo germine en el suelo democrático y nuestra pasividad haya contribuido a ello. Ni que decir tiene que la dificultad consiste en evitar ese resultado manteniendo al mismo tiempo las garantías democráticas: no sea que la lucha de la democracia contra sus presuntos enemigos termine por devorarla. Bien es sabido que pocas cosas son tan peligrosas como un exceso de virtud.

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