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Cómo y por qué surgió ETA

La voluntad del gudari. Génesis y metástasis de la violencia de ETA

Gaizka Fernández Soldevilla

Madrid, Tecnos, 2016

368 pp. 20 €

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Comencé a escribir esta reseña el 7 de junio de 2016, día en que se cumplió el 48º aniversario del primer asesinato cometido por ETA, cuando, en un control rutinario de tráfico en Guipúzcoa, su dirigente Javier Etxebarrieta disparó por la espalda al guardia civil José Antonio Pardines y lo remató caído en el suelo. Etxebarrieta pudo haberle desarmado, como le propuso su compañero Iñaki Sarasketa, pero optó por asesinarlo porque el 2 de junio ETA había decidido empezar a matar. Aquel mismo día, unas horas después, Etxebarrieta fue abatido por la Guardia Civil, cumpliendo así en su misma figura lo que había vaticinado apenas dos meses antes: «Para nadie es un secreto que difícilmente saldremos de 1968 sin algún muerto». Él fue el primer etarra que mató y que murió. Enseguida la comunidad nacionalista lo convirtió en héroe y mártir de la patria vasca, mientras que Pardines fue considerado el agresor y borrado de la historia.

En La voluntad del gudari, Gaizka Fernández Soldevilla reconstruye la verdad histórica de este trágico episodio, basándose en dos testigos: el propio Sarasketa, que contó posteriormente lo sucedido, y el camionero Fermín Garcés, que siguió al coche de los etarras. El guardia civil compañero de Pardines, Félix de Diego, fue también asesinado por ETA once años después, cuando estaba ya retirado. El autor del libro otorga suma relevancia a este primer asesinato de ETA, porque considera que resume toda su historia: cerca de medio siglo de terror, desde que en junio de 1968 unos etarras tomaron libremente la decisión de matar hasta que en octubre de 2011 otros etarras decidieron también libremente dejar de matar. Entre ambas fechas, ETA asesinó a 845 personas e hirió a más de dos mil quinientas; lo hizo por su propia voluntad, con su libre albedrío, y no porque no le quedase más remedio, ni porque fuese una respuesta inexorable al denominado «conflicto vasco» por el abertzalismo radical, que pretende así justificar los crímenes de la organización a que dio cobertura. Tal es la tesis central de esta obra de Gaizka Fernández Soldevilla, quien rinde homenaje al gran olvidado de ese suceso del 7 de junio de 1968 con la fotografía de la cubierta de su libro: el entierro de Pardines en Malpica de Bergantiños (Coruña), de donde era natural.

La voluntad del gudari viene a culminar una trilogía de libros de este joven historiador publicados en el último lustro por la prestigiosa editorial Tecnos: Sangre, votos, manifestaciones. ETA y el nacionalismo vasco radical (escrito con Raúl López Romo) y Héroes, heterodoxos y traidores. Historia de Euskadiko Ezkerra. Si este último, que partía de ETA político-militar (1974), analizaba cómo un sector abertzale dejó de odiar y de matar, el primero se centró en la coyuntura crucial de la Transición (1975-1982) y terminó planteándose este interrogante: «¿Por qué ha prendido la violencia política en Euskadi?» A esta cuestión responde en gran medida el libro objeto de esta reseña, que complementa los anteriores, al remontarse a los orígenes de ETA, para explicar cómo y por qué los etarras comenzaron a odiar y a matar en la década de 1960. El odio es «alimento básico del terrorismo», afirma en Las letras entornadas (2015) el escritor Fernando Aramburu, autor de algunos de los mejores relatos literarios sobre el terror de ETA, reunidos en su libro Los peces de la amargura (2006).

Varios historiadores hemos resaltado la trascendencia del nacimiento de ETA en 1958-1959 dentro de la trayectoria más que centenaria del nacionalismo vasco, cuyo eje central ha sido el PNV (fundado por Sabino Arana en 1895), porque fue la ruptura más importante y la que más graves y duraderas consecuencias tuvo en el seno de dicho movimiento. Su historia puede dividirse en dos grandes períodos: antes y después del surgimiento de ETA. Es sabido que inicialmente se trató de una ruptura generacional: lo que entonces algunos llamaron la «generación de 1963» se rebeló contra la de 1936, la generación de sus padres, que habían sido derrotados en la Guerra Civil y no hacían ya nada eficaz contra la dictadura de Franco, que se consolidó en los años cincuenta. Fue una rebelión contra la inoperancia del PNV y del Gobierno vasco en el exilio, presidido por Jesús María Leizaola, quien careció del liderazgo carismático de su antecesor, el lehendakari José Antonio Aguirre, fallecido en París en 1960, medio año después del manifiesto fundacional de ETA (julio de 1959).

Gaizka Fernández proporciona una explicación multicausal de la génesis del terrorismo de ETA, distinguiendo factores externos, como la dictadura, el sentimiento agónico provocado por el retroceso del euskera y la intensa inmigración de otras regiones de España, la pasividad del PNV o el modelo de los movimientos anticoloniales del Tercer Mundo; y factores internos, como los antecedentes de Aberri y Jagi-Jagi, el influjo de los grupos ultranacionalistas del exilio, el choque intergeneracional, el imaginario bélico de ETA, su evolución ideológica o su dinámica organizativa. Todos esos factores influyeron en mayor o menor medida, pero no determinaron que ETA recurriese primero a la violencia en los años sesenta y, después, al terrorismo desde el tardofranquismo: «ni los miembros de ETA respondían como autómatas a una coyuntura concreta ni estaban cumpliendo con su ineludible destino», sostiene el autor, quien da mucha importancia al elemento subjetivo: la voluntad de los etarras. Estos creyeron ser nuevos gudaris (soldados abertzales), dispuestos a vengar a los viejos gudaris vencidos en 1936-1937. Tras casi diez años de existencia, ETA se decantó por la «lucha armada» al poner en marcha la espiral acción-represión-acción, y decidió, en una reunión celebrada en Ondarroa el 2 de junio de 1968, llevar a cabo los primeros atentados mortales contra los jefes de la Brigada Político-Social de Bilbao y San Sebastián. Casualmente, cinco días más tarde, Etxebarrieta cometió el primer asesinato de la banda, a consecuencia del cual murió. Sus compañeros vengaron su muerte dos meses después matando a Melitón Manzanas, el jefe de esa policía franquista de San Sebastián: así ejecutaron el plan previsto por el propio Etxebarrieta: «En uno y otro caso los etarras hicieron uso de su libre albedrío». «En sus publicaciones se autojustificaron apelando a un hipotético mandato del “pueblo vasco”, pero es evidente que no hubo tal», concluye Fernández Soldevilla.

Por consiguiente, la violencia de ETA no fue inevitable. Su aparición no fue un fruto predeterminado por la confluencia de la ideología aranista y la represión franquista, aunque ambas incidiesen. Es un determinismo histórico reduccionista afirmar tanto que ETA fue hija de Franco como que está ya en germen en Sabino Arana. Pese al furibundo antiespañolismo de la doctrina de éste, la actuación política del fundador del PNV fue siempre pacífica y fue posibilista desde que salió elegido diputado provincial de Vizcaya en 1898. A partir de los inicios del siglo XX, el PNV fue un partido legal y legalista. Su sector radical no empleó la violencia contra la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), a diferencia del Estat Català de Francesc Macià. El PNV mantuvo su tradición no violenta después de la Guerra Civil pese a la persecución franquista. Desde la fundación del nacionalismo vasco por Sabino Arana en 1893-1895 hasta el nacimiento de ETA transcurrieron sesenta y cinco años, durante los cuales dicho movimiento no recurrió a la lucha armada, y menos al terrorismo.

Gaizka Fernández rechaza la tesis, cara a algún autor abertzale, que enlaza a Sabino Arana con ETA a través de los grupos radicales Aberri (1921-1930) y Jagi-Jagi (1932-1936), de Elías Gallastegui, cuyas ideas habrían pasado a ETA por medio de un «eslabón perdido»: su hijo Iker (Gatari), que perteneció a esta organización en los años sesenta. Empero, Elías Gallastegui, además de que no hizo honor a su seudónimo de gudari en la Guerra Civil (se declaró neutral por considerarla una guerra entre españoles), no tuvo ninguna incidencia significativa en la primera ETA, como tampoco sus seguidores ideológicos de Euzkadi Mendigoxale Batza (Federación de Montañeros de Euskadi). En cambio, un capítulo de este libro demuestra la importancia que tuvieron los «grupúsculos ultranacionalistas de América Latina», denominados Frente Nacional Vasco de México, Buenos Aires y, sobre todo, Venezuela, mediante el análisis de su prensa y de los escritos de su dirigente Manuel Fernández Etxeberria (Matxari), autor del libro Euzkadi, patria de los vascos. 125 años en pie de guerra contra España (1966), cuyo subtítulo refleja su ideario, que fue compartido por ETA. Estos grupos de veteranos aranistas a ultranza odiaban a España y a los españoles, atacaban al PNV y al Gobierno vasco de coalición («el estatutismo es el cáncer del nacionalismo vasco»), al mismo tiempo que apoyaban y financiaban a ETA, predicando «la violencia con un Atlántico de por medio».

La voluntad del gudari confirma la tesis que defendió el ministro socialista Ernest Lluch poco antes de ser asesinado por ETA en el año 2000: ETA no nació contra Franco, sino que nació contra España. En efecto, ETA asumió algunas ideas de esos grupos radicales del exilio: «Nuestro enemigo de siempre ha sido, es y será España y los españoles, se llamen de derecha o de izquierda», «odiamos mucho más a España que a Franco», «Franco es un vil testaferro; la criminal es España. No luchamos contra Franco. Luchamos contra España». Esto coadyuva a entender que ETA no desapareciese con la muerte de Franco y el final de su dictadura, ni con las elecciones democráticas y la amnistía de 1977 (que excarceló a todos sus presos), ni con la Constitución de 1978, el Estatuto de Gernika de 1979 y los primeros comicios al Parlamento vasco en 1980. Sucedió todo lo contrario: de las 845 personas asesinadas por ETA, solo 43 lo fueron en vida de Franco, mientras que mató a 242 en el trienio 1978-1980, los llamados «años de plomo» del terrorismo. Así ETA corroboró que su gran enemigo no era la dictadura de Franco, sino la España democrática y la Euskadi autonómica. La historia de ETA demuestra que ha sido mucho más antiespañola que antifranquista.

Que el contexto de la dictadura de Franco no basta para explicar el origen de la violencia de ETA lo constata el hecho de que la gran mayoría de las numerosas organizaciones antifranquistas no fueron violentas. Más aún: otros jóvenes vascos, miembros de las juventudes del PNV (EGI), con ideas similares a los fundadores de ETA (estos se integraron en EGI en los años 1956-1958) y con el mismo caldo de cultivo, se plantearon usar métodos violentos, pero no dieron el salto cualitativo que sí dio la dirección de ETA por su propia voluntad en 1968. En la negativa de los jóvenes del PNV influyeron la tradición pacífica de este partido y el liderazgo democrático de algunos de sus dirigentes, en especial Manuel Irujo, ministro de la República española en la Guerra Civil y en el exilio, quien ya en la temprana fecha de 1962 llegó a avisar de que «ETA es un cáncer que, si no lo extirpamos, alcanzará todo nuestro cuerpo político».

Por el contrario, Telesforo Monzón, el consejero del Gobierno de Aguirre que en la posguerra mundial había sido partidario de aliarse con los monárquicos de don Juan de Borbón, consideraba a los etarras como hijos de Sabino Arana: «ellos también son hijos de las ideas de JEL» (siglas en euskera del lema sabiniano «Dios y Ley Vieja»). «Si ellos se han alejado de la casa del padre, no dejan de llevar en sus venas la sangre del padre», sostuvo en 1964. En los años siguientes, Monzón quiso ser el puente que uniría a las dos organizaciones nacionalistas, a las que denominaba el «jelkidismo» y el «etismo», en un frente nacional vasco. Para ello, enlazaba a los gudaris que habían combatido en la Guerra Civil con los etarras que luchaban por la independencia de Euskadi, al afirmar: «Para mí la guerra no ha terminado. Los gudaris de hoy son continuadores de los gudaris de ayer». Esta visión fue asumida por los primeros etarras, que pretendían proseguir la guerra de sus padres e intentaban convertir su guerra imaginaria en una guerra real: «nos consideramos en guerra con España y con Francia […]; hemos perdido en 1937 una batalla, pero no la guerra; la guerra no ha acabado», advertía Zutik, el órgano oficial de ETA, en 1964.

Precisamente, Fernández Soldevilla dedica un capítulo a estudiar «la glorificación del gudari en la génesis de la violencia de ETA», demostrando la importancia que tuvo la visión tergiversada de la Guerra Civil en el imaginario bélico de los etarras. Así, una de sus primeras acciones fue el intento de descarrilar un tren de excombatientes vascos franquistas que acudían a San Sebastián el 18 de julio de 1961 para conmemorar la efeméride. «Era todo un símbolo –escribe–: los nuevos gudaris continuaban la guerra de sus padres atacando a los enemigos que los habían derrotado». Además, otro capítulo analiza los «mitos que matan» para explicar la narración del «conflicto vasco», que en el imaginario abertzale ha sido la contienda milenaria entre los españoles (invasores) y los vascos (invadidos): en ella ETA sería el último eslabón de una larga cadena que se remonta a la Antigüedad (los romanos), al Medievo (batalla de Roncesvalles) y a la Edad Moderna (conquista de Navarra), y tiene hitos fundamentales en las guerras carlistas (el general Zumalacárregui, el cura guerrillero Santa Cruz) y en la Guerra Civil, transformadas en guerras de independencia de Euskadi contra España.

Gaizka Fernández estudia también la figura del enemigo, que es clave en este tipo de organizaciones que se rigen por la concepción schmittiana basada en la contraposición maniquea amigo/enemigo. Del mismo modo que en su libro con Raúl López trató del «español» como el enemigo por antonomasia de ETA, en este se refiere a otros enemigos del abertzalismo radical, los «traidores», a los que ha denominado así: «estatutistas» (ANV y el PNV), «españolistas» (ETA berri y ETA VI), «vendepatrias» y «arrepentidos» (ETA político-militar y Euskadiko Ezkerra), «infiltrados» (el más importante fue el agente Mikel Lejarza, Lobo, que se infiltró en ETA político-militar) y «desertores» de ETA: el caso emblemático fue Dolores González Katarain, Yoyes, la primera mujer que llegó a la dirección de ETA, que la condenó a muerte por «traición» y la asesinó cuando paseaba con su hijo de tres años en Ordizia en 1986. Ya Federico Krutwig, destacado ideólogo de la primera ETA, escribió en su libro Vasconia (1963), considerado «la biblia de ETA», que el lehendakari Leizaola era «un traidor» y «un falso nacionalista», que merecía ser fusilado por haber cometido el «pecado de lesa patria» de no haber enseñado el euskera a sus hijos.

En otros capítulos, Gaizka Fernández sintetiza sus investigaciones anteriores sobre la trayectoria de la izquierda abertzale, que se escindió en dos bloques antagónicos en 1977-1978: ETA político-militar, convertida en retaguardia de Euskadiko Ezkerra, y ETA militar, que hizo de Herri Batasuna su brazo político. Si aquella se disolvió en 1982 gracias a la mediación de Mario Onaindia y Juan María Bandrés, líderes de Euskadiko Ezkerra, el terrorismo de ETA militar prosiguió treinta años más, en los que asesinó a medio millar de personas, contando con el respaldo de su entorno civil: Herri Batasuna y sus herederos. La ilegalización de estos por su vinculación con la banda y la derrota policial y judicial de ETA contribuyeron a que su dirección decidiese el abandono de la «lucha armada» en 2011, porque ya no le resultaba rentable matar.

Además de ser una historia de terror y barbarie, la historia de ETA ha sido un fracaso, pues no ha conseguido ninguno de los objetivos políticos que se planteó en 1968 cuando decidió empezar a matar, según el autor de este libro, quien ha declarado: «ETA no rechaza su pasado porque dejarían de ser héroes, serían simplemente criminales» (El Correo, 25 de marzo de 2016). De ahí la importancia que hoy en día otorga al relato de lo sucedido en Euskadi la izquierda abertzale, que recurre a su prolija literatura histórica militante para difundir su «memoria» a través de los medios de comunicación, porque está ausente de la historiografía vasca académica más rigurosa. Por ello es fundamental el papel que tiene que desempeñar la Historia (con mayúscula) en este tiempo de memoria, parafraseando el título del libro publicado por el profesor Santos Juliá en 2011. Como ha escrito Antonio Muñoz Molina, «el antídoto de una memoria histórica dañina o inconveniente no es otra memoria histórica más justiciera. Es la Historia […] . El antídoto de las fantasías adánicas o criminales sobre el pasado es el estudio sobrio de la Historia». Tal es la labor de Fernández Soldevilla, quien ha resaltado el deber cívico de los historiadores: «investigar con seriedad, rigor y método […] para divulgar los resultados entre la ciudadanía. No se trata de sustituir unos mitos por otros, ni de hacer un uso instrumental de la historia, sino de contar las verdades incómodas, todas ellas, sean cuales sean, para evitar que queden sepultadas por la desmemoria o por una visión del pasado sesgada y parcial».

Ciertamente, a ello contribuyen tanto sus obras anteriores como esta, obra de madurez que prueba que Gaizka Fernández Soldevilla es uno de los mejores historiadores vascos de su generación: nacidos en la Transición, están haciendo aportaciones muy valiosas sobre la Euskadi de la segunda mitad del siglo XX, cuya historia es incomprensible sin conocer bien lo que ha sido ETA. Y este libro desvela «el ADN intelectual del terror», como señala en el prólogo el periodista Florencio Domínguez Iribarren, uno de los máximos expertos en ETA y director del Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo.

José Luis de la Granja Sainz es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco. Su último libro es Ángel o demonio: Sabino Arana. El patriarca del nacionalismo vasco (Madrid, Tecnos, 2015).

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