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Memorias del último democristiano (o casi)

La mirada sin ira. Memorias de política, diplomacia y vida en la España contemporánea

Javier Rupérez

Córdoba, Almuzara, 2016

384 pp. 19,95 €

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La Transición española ha generado una ingente cantidad de memorias políticas escritas por sus protagonistas y por sus actores más o menos secundarios, como viene ocurriendo desde 1808 en todos los momentos de cambio histórico en que España ha pasado de la autocracia a la libertad. La primera de estas obras fue el Diario de un ministro de la Monarquía, publicado por José María de Areilza en 1977, seguido tres años después por las importantes memorias de Alfonso Osorio (Trayectoria política de un ministro de la Corona, 1980), aparecidas todavía en plena Transición, antes de la dimisión de Adolfo Suárez y del golpe del 23-F. Luego vinieron las de Enrique Tierno Galván (1982), Alfonso Armada (1983), Rodolfo Martín Villa (1984), Manuel Fraga (1987), Salvador Sánchez Terán (1988), Leopoldo Calvo-Sotelo (1990), Santiago Carrillo (1993), Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (1993) y, más recientemente, las de Alfonso Guerra (2004), José Miguel Ortí Bordás (2009), Marcelino Oreja (2011), José Manuel Otero Novas (2015) y Juan Antonio Ortega y Díaz-Ambrona (2015). En este rápido inventario no se incluyen las que corresponden a la etapa socialista (1982-1996), que acabó produciendo también un volumen considerable de testimonios autobiográficos. Para uno y otro período faltan, no obstante, las memorias de sus dos principales protagonistas, Adolfo Suárez en un caso y Felipe González en el otro, sin las cuales nuestra visión de los veintiún años que van de la muerte de Franco al final del gobierno socialista quedará forzosamente incompleta.

En todo caso, las obras que van publicándose permiten avanzar en un relato siempre inacabado y subjetivo, pero progresivamente enriquecido con nuevos datos y testimonios. El libro La mirada sin ira, del diplomático Javier Rupérez (Madrid, 1941), cumple con creces con los cánones del género, empezando por su poderosa dimensión autobiográfica, que lleva a Rupérez a adentrarse en los aspectos más recónditos de su vida personal. Todo en el libro tiene un aire de época, casi de reportaje histórico, por las múltiples vivencias del autor y por su capacidad para recrear la atmósfera de aquellos lugares por los que le llevó su ajetreada peripecia vital y profesional: de la casa familiar en La Puebla de Almenara (Cuenca), a Etiopía, su primer destino en la carrera; de la España franquista a la Polonia comunista, adonde fue destinado en 1970 al abrirse en Varsovia la representación –que no embajada– española. Más adelante alternó estancias prolongadas en Bruselas, Nueva York y Washington con su presencia en Madrid, dedicado a la política nacional. Esa dispersión geográfica no resta coherencia a una obra que, al hilo de la trayectoria de su protagonista, muestra la sorprendente evolución de España y del mundo durante casi medio siglo de vida pública, que se inicia todavía bajo el franquismo y en plena Guerra Fría.

Podría decirse, pues, que a lo largo de estas páginas se asiste a varias transiciones, entre ellas la que se produjo en España tras la muerte de Franco, que el autor vivió muy de cerca como dirigente y parlamentario de UCD y víctima de ETA, que lo tuvo secuestrado durante un mes, pero también aquellas otras que llevaron al mundo de la Guerra Fría a la distensión, a la caída del Muro de Berlín y, tras los llamados «felices noventa», a la guerra contra el terrorismo desencadenada a raíz del ataque a las Torres Gemelas en 2001. Javier Rupérez fue, por tanto, testigo privilegiado y en parte protagonista de un cambio que dejó irreconocibles el país y el mundo que habitó en su infancia, en plena posguerra, como hijo de una familia de clase media acomodada, católica y conservadora, más o menos afín a la España vencedora en la Guerra Civil. No es aconsejable explicar una biografía en función de determinismos sociales, generacionales o de ninguna otra índole, pero en la trayectoria de Rupérez se aprecian rasgos biográficos que se repiten a menudo en otros destacados políticos de la Transición. Estudió en el Colegio del Pilar, cursó la carrera de Derecho, simpatizó con la democracia cristiana, colaboró en Cuadernos para el Diálogo, preparó oposiciones, sacó el número uno, ingresó en la carrera diplomática, se casó y sirvió al Estado como alto funcionario. Mientras tanto, fue estrechando sus vínculos con la oposición moderada, en la que militaban algunos de sus amigos: Gregorio Peces-Barba, Ignacio Camuñas, José Pedro Pérez Llorca, Pedro Altares o Juan Luis Cebrián, varios de ellos también pilaristas. Al acercarse la Transición, unos se habían decantado por el socialismo, y otros, como él mismo, seguían adscritos a una democracia cristiana que buscaba un lugar bajo el sol. Lo encontró, muerto ya Franco y con las elecciones a la vuelta de la esquina, en las filas de UCD, en la que confluyeron los elementos más moderados de la oposición y los más reformistas del franquismo.

La Transición ocupa algo más de un centenar de páginas en las memorias de Rupérez, que ofrecen nueva información sobre algunos episodios trascendentales, como la desintegración de UCD, la dimisión de Suárez o la llamada «operación Armada» previa al 23-F. Sobre esta última, se hace eco de una conversación de Alfonso Armada con el gobernador civil de Lérida en la que, según le contó este último al autor, el general le expuso sin tapujos su disposición a presidir un gobierno para «salvar a España». Este testimonio desmiente la versión de aquellos hechos que el propio Armada transmitió después a unos y a otros –a mí mismo, sin ir más lejos–, negando rotundamente haber pretendido presidir un gobierno de salvación nacional que evitara, como le dijo al gobernador civil, la «catástrofe» a que estaba abocado el país. La conversación recogida por Rupérez es importante, además, por el momento en que se produjo, unos días después del nombramiento de Armada como Segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército, es decir, a principios de febrero de 1981. Esta circunstancia confirmaría que el antiguo secretario del rey siguió conspirando tras la dimisión de Suárez a finales de enero y que su actuación, ampliamente publicitada durante los meses previos al golpe, iba dirigida no sólo contra el presidente del Gobierno, con quien tenía viejas cuentas pendientes, sino contra el régimen democrático nacido de la Transición. Más enigmática –y tal vez aún más reveladora– resulta una llamada por videoteléfono que Suárez recibió de La Zarzuela el 23 de enero de 1981, mientras estaba reunido con Rupérez. Nunca se sabrá el contenido de aquella conversación, pues el autor de este libro decidió despedirse del presidente para que pudiera hablar a solas con su interlocutor. Lo único que sabemos con certeza es que cuando Rupérez se reunió con Suárez aquel 23 de enero, el presidente del Gobierno seguía haciendo planes para el futuro y dos días después de aquella misteriosa llamada decidía presentar su dimisión.

El libro enlaza la Transición democrática con la etapa de gobierno de José María Aznar, tras un obligado interludio en el que repasa la política internacional de aquellos años decisivos, a caballo entre la era Reagan y el mundo de la posguerra fría, más complejo y peligroso de lo que muchos esperaban. Él mismo pudo comprobarlo al visitar a principios de los noventa la ciudad de Sarajevo, arrasada por la guerra que acabó con la antigua Yugoslavia. La comparación entre la apacible capital que había conocido en otros tiempos y la Sarajevo en ruinas le lleva a formular una sabia e inquietante moraleja histórica: «No hay nada que garantice que la humanidad no vuelva a la prehistoria. Sobre todo si de por medio está el nacionalismo». Hay espacio también para la evolución política española, marcada por el auge y declive del felipismo y por los sucesivos intentos de articular una alternativa conservadora que resultó inviable hasta la llegada de José María Aznar a la dirección del refundado Partido Popular. Fueron años de intensa actividad, con un pie dentro y otro fuera de España, en los que Rupérez contribuyó como pudo al rearme ideológico de un centroderecha que vivió momentos de gran confusión, y no sólo por la fuerte hegemonía del PSOE. El autor atribuye a Óscar Alzaga una de las más desatinadas ocurrencias de la coalición liderada por Manuel Fraga: preconizar la abstención en el referéndum de la OTAN convocado en 1986 como forma de erosionar al Gobierno socialista con una derrota que al final no se produjo. La estrategia adoptada por Alianza Popular no tardó en volverse contra ella en forma de nueva mayoría absoluta del PSOE y un Fraga cada vez más cuestionado en sus propias filas.

Factor determinante en la autodestrucción de UCD, la democracia cristiana desempeñó también un papel crucial en la crisis y refundación de Alianza Popular. Javier Rupérez, que tiene a gala ser «el último democristiano» –así titula un capítulo de su libro–, asume con buen humor la mala fama que él y los suyos han cosechado a lo largo de la historia. La cosa se remontaría a los tiempos de Nerón, según el chiste que trae a colación para ilustrar la leyenda negra que les persigue. El emperador asiste en el circo romano al consabido espectáculo en que los leones se dan un festín a costa de los pobres cristianos ante el regocijo del respetable público. Pero hete aquí que sucede lo contrario y los fieros leones acaban siendo devorados por quienes iban a ser sus víctimas. Los espectadores no dan crédito, pero Nerón no tarda en percatarse de lo ocurrido: «¡Os dije que trajerais a los cristianos, no a los demócrata-cristianos!» El chiste sirve de preámbulo a la errática aventura del Partido Demócrata Popular, «la última de las experiencias estrictamente democristianas en la vida política española», que canalizó el trasvase de un buen número de cuadros de la antigua UCD al futuro Partido Popular pasando por Alianza Popular, en un recorrido no exento de polémicas, intrigas e infidelidades que no hizo sino agrandar la mala fama de la democracia cristiana dentro y fuera de nuestras fronteras. Cuando, en 1987, el PDP, repudiado por sus socios de AP, tuvo que acudir en solitario a las elecciones municipales y europeas pudo calibrarse su verdadero arraigo electoral: un 1,6% de los votos en las municipales y un 0,9% en las europeas. Es lo que ocurre cuando se pretende hacer política de masas con un partido de notables.

La suerte estaba echada. La travesía del desierto iniciada con la ruptura de UCD a principios de los ochenta terminó en 1989 con la integración de los democristianos pata negra en el refundado Partido Popular. Aquí empezó, en las filas del aznarismo, la última etapa de la carrera política y diplomática del autor, que ejerció altas responsabilidades tras la victoria electoral del PP en 1996. No llegó, sin embargo, a ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores, pese a haber tenido fundadas esperanzas de serlo, sobre todo tras las elecciones generales del año 2000 que le dieron la mayoría absoluta al PP, lo que no impidió que se convirtiera en una pieza clave de la diplomacia aznarista desde su puesto de embajador de España en Washington entre 2000 y 2004. La crónica de aquellos años, marcados por el 11-S y la guerra de Irak, constituye la parte más militante y probablemente más cuestionable de sus memorias, un género al que nunca podrá exigírsele objetividad, pero sí una cierta ecuanimidad, que Rupérez pierde en este apartado al justificar la postura del Gobierno español ante una guerra que trajo a España y al mundo unos males mayores que los que pretendía erradicar. Igual de discutible resulta su afirmación de que muchos españoles, al votar como lo hicieron tras los atentados del 11-M, actuaron «según los deseos de los terroristas».

La obra contiene algunos errores históricos, en general de poca monta, que un buen corrector editorial debería haber subsanado. Los acuerdos firmados por el régimen de Franco con Estados Unidos no datan de 1956 (p. 97), sino de 1953; la última aparición del dictador en la Plaza de Oriente no fue el 11 de octubre de 1975 (p. 98), sino el 1 de octubre; la plataforma unitaria creada por el PCE en 1974 no se llamaba Coordinación Democrática (p. 116), sino Junta Democrática; en las elecciones generales de 1977, Alianza Popular obtuvo dieciséis escaños, y no seis (p. 123), y la declaración conjunta de los gobiernos español y norteamericano firmada por Josep Piqué y Madeleine Albright se produjo en 2001 y no en 2010 (p. 289).

Estamos, en todo caso, ante unas buenas memorias «de política, diplomacia y vida», como reza el subtítulo, estupendamente escritas, en las que, con algunas salvedades, se dispensa un trato afable a los personajes públicos que desfilan por ellas, ya sean adversarios políticos, mandatarios extranjeros o compañeros de partido, que en estos casos suelen ser los más expuestos a los ajustes de cuentas. La mirada sin ira hace, pues, honor a su título y atestigua la capacidad del autor para moverse sin parar por medio siglo y medio mundo sin perder detalle.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense. Es autor de Adolfo Suárez. Biografía política (Barcelona, Planeta, 2011) y, con Pilar Garí, Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Madrid, Marcial Pons, 2014). Es coeditor, con Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del siglo XIX español (Madrid, Alianza, 2002) y del Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, Alianza, 2008). Su último libro es Con el Rey y contra el Rey. Los socialistas y la Monarquía. De la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016).
 

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