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Materiales para la nueva heterodoxia

La granja humana. Fábulas para el siglo XXI

Jorge Bustos

Ariel, Barcelona, 2015

288 pp. 16,90 €

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Desde hace unos años, el periodismo español está conociendo una renovación generacional largamente esperada, que en gran medida puede entenderse como la paulatina constitución de una nueva heterodoxia. Su éxito radica, como es lógico, en el desmantelamiento de la ortodoxia preexistente. Huelga decir que esta última fue, en su tiempo, heterodoxia también, y que los recién llegados correrán algún día esa misma suerte. O tal vez no, porque hablamos aquí de algo diferente a un protagonismo natural derivado del paso del tiempo. Más bien, este nuevo periodismo refleja un movimiento pendular de la cultura española, que, si había encontrado una nueva identidad en el desmantelamiento del oficialismo franquista, vio cómo sus rebeldes se hacían mayores y terminaban dando forma a su propio oficialismo, éste ya democrático e inclinado hacia la suave izquierda felipista. Ahora que los tiempos han cambiado, porque no pueden dejar de cambiar, otros jóvenes turcos se han lanzado al asalto –irónico y cultivado, pero con unos trazos pop y una afición al fútbol que delatan su educación sentimental en la cultura de masas– de aquel pensamiento socialdemócrata que fue contestatario y devino en oficial. ¡Movilidad de las hegemonías!

Puede así decirse que los nuevos periodistas, sobre todo en las secciones de opinión que sostienen al sector en nuestro país tras la muerte digital del monopolio sobre las noticias, se han aprovechado del éxito de sus antecesores. Si España era fea, católica y sentimental, los primeros treinta años de democracia la han hecho guapa, socialdemócrata e igualmente sentimental; al menos, en su cultura pública. Y es la inevitable fosilización de los valores triunfantes del socialismo democrático lo que ha creado las condiciones para la Kulturkampf que vienen librando estos nuevos escritores, bajo la advocación de algunos de sus antecesores. Sin ser exhaustivos, destaquemos entre los primeros a David Gistau, Manuel Jabois, Hughes, José Antonio Montano, Juan Tallón y Jorge Bustos; mencionemos entre los segundos a Ignacio Ruiz Quintano, Arcadi Espada o el malogrado Félix Bayón. Su desembarco, auxiliado por la aparición de periódicos y revistas digitales de distinto signo, ha provocado a su vez una saludable reacción en el declinante oficialismo. Y el resultado neto es un ecosistema periodístico más variado y plural, modernizado, que se mira menos en el espejo francés y más en el cosmopolitismo digital, sin perder de vista –en sus mejores versiones– nuestra propia tradición: de Julio Camba a Francisco Umbral, pasando por Manuel Chaves Nogales y Josep Pla.

Precisamente es de la tradición de donde arranca Jorge Bustos, columnista en Zoom News primero y El Mundo después, para armar su primer libro, un artefacto tan peculiar como logrado que hace las veces de declaración de intenciones: he aquí un periodista que lee y piensa. Pero esa tradición de la que arranca no es exactamente la del periodismo español, sino una mucho más honda e inesperada: el fabulismo universal. La granja humana es un libro singular porque se propone iluminar la actualidad política y social mediante la relectura de las fábulas clásicas –amén de alguna neoclásica– en busca de enseñanzas morales útiles para el lector contemporáneo. Paradójicamente, el autor quiere ayudar a sus lectores a escapar de «la granja de la corrección y la vulgaridad» por la vía de dar nuevo sentido a textos que concentran los lugares comunes propios de sus épocas, como él mismo señala: «La verdad moral contenida en las fábulas no es más que tópicos herrumbrosos que, convenientemente pulidos, recuperan su antiguo brillo» (p. 192). Su maniobra es inteligente, porque implica buscar la originalidad en la tradición y hacer vanguardia con la retaguardia. Ahora bien, una buena parte de las ejemplaridades invocadas en el libro son de ahora mismo: se habla de Rajoy, de Podemos, de la crisis griega. Esto, que es también una estrategia editorial, deja ver los vasos comunicantes que conectan la tarea periodística del autor con sus justas ambiciones fuera del periodismo. Por ello, uno espera que un libro así encuentre a su público, pero teme que, siendo el público como es, el libro no sepa exactamente a quién se dirige.

En todo caso, si algo queda claro tras la lectura de La granja humana, es que Bustos –filólogo él– es dueño de una amplia cultura y no pocas inquietudes filosóficas; además, casi huelga decirlo, de una prosa brillante que gusta demorarse en adjetivos precisos e ironías inteligentes. Bustos arranca de una convicción que considera propia de todo hombre culto: «que todo ha pasado ya, que todo se ha dicho ya, que nada se crea sino que, como mucho, se transforma» (p. 235). Este conservadurismo escéptico lo lleva a las fábulas, pero también está detrás de su ataque contra los lugares comunes del momento, posmodernidad y corrección política a la cabeza.

De las fábulas escogidas hay que destacar su variedad, porque encontramos en ellas a Esopo, Jean de La Fontaine y Samaniego, pero también a Don Juan Manuel, Calderón, Tagore y Schopenhauer, e incluso a Ambrose Bierce, Franz Kafka y Augusto Monterroso. Su lectura en este contexto es una buena ocasión para volver a ellas, ya que quién sabe cuándo les prestamos la debida atención por última vez. Sus lecciones son universales, porque sus protagonistas son universales: ya dejó establecido Sánchez Ferlosio que el uso del artículo determinado separa al protagonista universal de la fábula («el lobo») del particular indefinido del cuento («un molinero»)Rafael Sánchez Ferlosio, «Un esquema», El País, 24 de agosto 1996.. Esa universalidad intrínseca al género es la que permite a Bustos moverse con soltura entre la enseñanza moral general y la ilustración particular. Sospecha uno, sin embargo, que el autor está más interesado en las ideas que en sus pasajeras encarnaciones contemporáneas, a las que, sin embargo, difícilmente puede renunciar si se trata de atraer a un público más amplio que el dedicado a comprar literatura académica o ensayos especializados. Cosas de esa mesocracia a la que Bustos dirige sus dardos envenenados.

En cuanto a la premisa general del libro, Bustos es explícito. Se trataría de recuperar la conexión directa entre la moral y la política, cuyo olvido, a su juicio, quizá nos haya traído a donde estamos. Traza el autor una distinción bien severa entre ambas: «Si la ética es la correcta articulación entre fines y medios en aras de una idea del bien, la política es justamente la subordinación por sistema de los medios a los fines en aras de la conquista y conservación del poder» (p. 67). Maquiavelo y los demás miembros de la familia del realismo político la habrían aprobado. Y seguramente, haberse desempeñado como cronista parlamentario ha alimentado en Bustos una percepción desencarnada de la actividad política, cuyo «papel ordenador», no obstante, reclama en algún momento para hacer frente a los excesos del utopismo. Nada que objetar, salvo que la noción de la política –de lo político– se ha expandido imparablemente en las últimas décadas y ahora contempla prácticas y fenómenos sociales que no pertenecen a la política formal, pero influyen en ella: uno hace política incluso cuando va al supermercado. Por otro lado, las relaciones entre la moral y la política son tan complejas que llevamos siglos tratando de discernirlas sin éxito, pero no hace falta estar familiarizado con Ronald Dworkin para dan cuenta de sus tortuosos vínculos.

Bustos oscila entre un cierto conservadurismo de raigambre aristocrática, por mor de su malestar con la vulgaridad democrática, y un liberalismo pragmático de ocasionales tintes sociales, que trae causa de su convicción de que es necesario acomodarse a la realidad en lugar de forzar a la realidad a acomodarse a nuestros dogmas. El teórico, viene a decirnos, es muy parecido al enamorado: un fanático que padece un trastorno de la atención. Algo, de entrada, sospechoso: «el que se declara capaz de morir por sus ideas me hace preguntarme si esas ideas son tan buenas como para requerir semejante prueba de su verificación» (p. 37). Atento a la dimensión religiosa y simbólica del ser humano, que se manifiesta en la idolatría política tanto como en el estadio de fútbol, nuestro autor advierte de que «el mito aglutina y convoca, mientras que el raciocinio separa y pone excusas» (p. 236). Es ésta una realidad, sostiene, que el progresismo no habría sabido reconocer. Pero tampoco el conservadurismo –que, como es natural, se asienta directamente sobre el mito– ha encontrado un acomodo convincente entre esas dos dimensiones del ser humano. Quiere decirse que la dificultad de conciliar la racionalidad y sus antónimos –que van del mito a las emociones– no afecta sólo al progresismo, sino a cualquier empeño filosófico que se proclame heredero de la Ilustración. En definitiva, Bustos cree –y cree bien– que la naturaleza humana posee rasgos inmutables, pero quizá no concede la importancia que merece a aquello que de mutable tenemos, con las diferencias sociohistóricas subsiguientes: el señor de Borneo estará hecho de la misma arcilla que el vecino de Plasencia, pero sus distintos horizontes culturales los hacen, de hecho, diferentes entre sí. Y es así como podemos comprender la posible resistencia que el primero ofrece ante la expansión del modelo socioeconómico que rige allí donde vive el segundo.

Ahora bien, la defensa que Bustos hace de ese modelo es decididamente antiesencialista y acertadamente pragmática. El verdadero fin de la historia no es otra cosa que un centro comercial, institución de origen occidental expandida imparablemente hasta el último rincón del planeta. En coherencia con sus premisas antropológicas, según las cuales para el ser humano «no existe el adorno hueco, la ausencia total de mensaje» (p. 190), Bustos sugiere que el capitalismo global está propulsado por el deseo femenino o, lo que es igual, por la coquetería de ambos sexos: una tesis original que habría merecido un desarrollo más detallado. Y aunque el autor execra el consumismo huero que de ahí se deduce, ese «imperio nivelador de la mediocridad» asociado a la expansión de la democracia, reconoce al capitalismo la virtud de haber neutralizado a los utopismos revolucionarios:

De hacer la revolución a cambiar de coche: ahí queda descrita la degeneración de la épica y su sustitución por la democracia parlamentaria, que deja pocos resquicios al heroísmo montaraz (p. 84).

Dentro de esa democracia, la pugna entre izquierdas y derechas habría perdido buena parte de su sentido, por cuanto la convergencia en torno al paradigma socialdemócrata nos dejaría con las diferencias ideológicas de orden moral como único espacio para el antagonismo. En este punto, aunque resulte inevitable en un libro dirigido al lector medio español, se echa de menos una disección más puntillosa entre las distintas ideologías políticas. Y es que Bustos diferencia entre izquierdas y derechas, pero la musical descripción del fenotipo de la derecha –alguien que, «además de amar la libertad individual sobre todas las cosas, vive ligado a deberes más o menos sagrados y recela del natural traicionero de los hijos de Caín» (p. 62)– no nos permite distinguir entre liberales, libertarios y conservadores. Hablar de izquierdas y derechas nos permite entendemos, claro, pero podríamos entendernos aún mejor.

Por otra parte, Bustos no se hace ilusiones sobre el funcionamiento práctico de las democracias representativas. Sabe que son perfectibles y que sus altas proclamaciones teóricas –necesarias para inocular la fe ciudadana en ellas– se enfrentan a numerosos obstáculos que, inevitablemente, resultan en su moderada degeneración. Entre ellas se cuentan el inevitable cortoplacismo impuesto por los ciclos electorales, el imperativo de la comunicación que condena a los líderes que no la dominan, las deficiencias de una opinión pública mal informada que plantea demandas contradictorias a sus gobernantes y es la primera en eximirse de sus propias responsabilidades cuando la situación se tuerce. Por las rendijas del sistema se cuela la amenaza populista, a la que Bustos presta la atención que se merece sin hacerse ilusiones sobre la capacidad de los partidos mainstream para caer ellos mismos en el vicio que denuncian en los recién llegados. Es mérito del autor presentar estas ideas a partir del cuerpo fabulístico universal, en lo que constituye de paso prueba adicional de su riqueza polisémica.

Pero es a la contra donde Bustos parece sentirse especialmente cómodo. Vale decir, arremetiendo contra la ortodoxia de la corrección política. Quien descrea de los lugares comunes hoy dominantes podrá darse un festín de incorrección en estas páginas; una incorrección, afortunadamente, sostenida por las ideas. Es esto lo que permite el desacuerdo respetuoso allí donde corresponda. Por traer aquí algunas muestras, Bustos señala que el debate sobre el feminismo sólo ha arraigado en países de herencia cristiana, defiende la necesidad social de la hipocresía contra el cliché de la sinceridad, defiende la utilidad de las mayorías absolutas frente al elogio indiscriminado de las coaliciones multipartidistas, reivindica la culpa y el pecado como contrapesos morales a pesar de su mala reputación como rémora católica, llama a la revolución neoclásica en el mundo del arte a fin de acabar con la hegemonía de la performance, elogia la resignación para defendernos de la frustración y recomienda la continencia emocional por encima del exhibicionismo digital. Su filosofía queda perfectamente sintetizada en este certero comentario sobre el predominio de la estética rebelde en la esfera cultural: «hoy el bardo más audaz sería uno que, vestido con traje de tweed y sin sombra de ironía, defendiera en sus letras la monarquía parlamentaria» (p. 220). ¡Esperándolo estamos!

Más difícil es mostrarse de acuerdo con él cuando identifica un creciente hartazgo de las relaciones horizontales y una condigna «nostalgia de verticalidad»: tal vez confunda su propia preferencia con las preferencias colectivas. O allí donde asienta su defensa de una cierta desigualdad social en el pantanoso terreno de las diferencias naturales entre los ciudadanos. Y resulta desconcertante que abjure del «depravado ejercicio de la tertulia televisiva» quien las visita asiduamente. Son momentos en que Bustos parece reconocerse como español, conforme a su propia definición: «Nadie más nietzscheano que un español, que no quiere hechos sino interpretaciones» (p. 115). Pero son momentos que en nada opacan el brillo de unas reflexiones que, si algo demandan, es un lector atento inclinado a la discrepancia razonada. Porque eso es un lector: el resto es fandom.

Sostiene Bustos, en fin, que saber escribir es tener una idea propia y luego decirla sin que el genio de la lengua nos haga ir por donde no queríamos. Añade luego que quien a lo largo de la vida no desarrolla su don termina por lamentarlo. Pues bien, Bustos tiene ideas propias, aunque inevitablemente no todas las ideas del libro sean suyas, y ha sabido ponerlas por escrito en un libro de original planteamiento e impecable ejecución, que combina una erudición inesperada –porque inesperado es el regreso de la fábula en la era del microrrelato– con una saludable ironía que nunca es, aquí, disfraz de la cobardía intelectual. Puede estar satisfecho: su don ha empezado a desarrollarse. Bienvenido sea el primero de sus muchos libros futuros.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Madrid, Siglo XXI, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Madrid, Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, 2010). Sus últimos libros son Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012) y Environment & Society. Socionatural Relations in the Anthropocene (Dordrecht, Springer, 2015).

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