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Creer o no creer: esa es la cuestión

Devotos y descreídos. Biología de la religiosidad

Adolf Tobeña

Valencia, Universitat de València, 2014

274 pp. 15 €

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Una cuestión que ya inquietó a Darwin en sus escritos sobre nuestra especie fue qué causas determinan el origen y la persistencia de la religión en las sociedades humanas. El análisis moderno en clave evolucionista del fenómeno religioso ha producido explicaciones que podemos agrupar en dos categorías. Una: la religión concebida como un rasgo sin valor adaptativo, que surge porque nuestra estructura cognitiva nos impulsa a atribuir a otros seres –inanimados, animados o imaginados– cualidades que percibimos en los seres humanos con que interaccionamos. Segunda alternativa: considerar el comportamiento religioso como una adaptación genuina evolucionada para orientar el comportamiento social.

El libro que comentamos tiene como objetivo vincular las distintas formas de religiosidad con las arquitecturas cognitivas y los mecanismos neuronales subyacentes, antes que explorar las relaciones entre los aspectos evolutivos, ecológicos o culturales de la religiosidad. Su autor, Adolf Tobeña, es doctor en Medicina y diplomado en Psiquiatría por la Universidad Autónoma de Barcelona y catedrático de Psicología Médica y Psiquiatría en la misma. Ha dirigido programas de radio y colaborado en diversos periódicos con afán divulgador. El libro, publicado hace año y medio largo en lengua catalana y traducido ahora al castellano para cumplir, según el autor, con la demora cautelar que se utiliza para favorecer las ediciones en idiomas de difusión limitada, está bien escrito, aunque pueda resultar difícil en algunos casos para el lector no especialista. Su contenido más notable consiste en una revisión bastante minuciosa de los estudios que en los últimos años han proliferado sobre la neurobiología de la religiosidad.

Los dos primeros capítulos se centran en la presentación del fenómeno religioso en las sociedades humanas y en la descripción de lo que puede entenderse como religiosidad. Se define ésta como la propensión individual a dejarse llevar por las ensoñaciones y creencias trascendentes. Constituye, así, la religiosidad un rasgo del temperamento humano que engloba varios componentes mayores como, por ejemplo, la credulidad en fuerzas sobrenaturales, la reverencia ante su autoridad, la invocación a estos agentes en busca de ayuda, la esperanza trascendente, las vivencias de perfección, la proclividad hacia quien comparte las mismas creencias o la dedicación sacrificada a los demás para conseguir el favor de los agentes todopoderosos. Hay datos que avalan la conveniencia de compactar estos componentes en una única dimensión genérica R que permite clasificar a las personas como más o menos propensas a presentar querencias espirituales o devotas. Tobeña, siguiendo el trabajo de Vassilis SaraglouVassilis Saroglou, «Believing, Bonding, Behaving, and Belonging. The Big Four Religious Dimensions and Cultural Variation», Journal of Cross-Cultural Psychology, núm. 42 (2011), pp. 1320-1340., destaca la importancia de definir la religiosidad a partir de cuatro dimensiones que reflejan no sólo los elementos cognitivos, emocionales, morales y comunales presentes en la mayor parte de los comportamientos sociales y, muy especialmente, en el comportamiento religioso, sino también los vectores psicológicos que presumiblemente anidan por debajo. Estas dimensiones, las 4B en virtud de su nombre en inglés (believing, bonding, behaving, and belonging), son cuatro vectores que corresponden a funciones psicológicas distintivas: la búsqueda de la verdad, del significado de las cosas, lo que se logra al asumir determinadas creencias; la vivencia de emociones trascendentes en busca de una sintonía emotiva con los agentes sobrenaturales; el ejercicio del autocontrol que se deriva de atenerse a normas morales; y la pertenencia a grupos comunales como medio de fomentar la autoestima.

El capítulo tres intenta rastrear las bases neurocognitivas de la religiosidad así definida. La neurobiología, centrada en el estudio de la actividad cerebral, ha adquirido un gran protagonismo gracias al desarrollo de técnicas de investigación que permiten acceder al interior del cerebro y cuantificar la activación diferencial de distintas áreas cerebrales en relación con la actividad que lleve a cabo el individuo objeto de estudio. Especialmente decisivo ha sido el desarrollo de nuevas técnicas de investigación no invasivas, que permiten generar neuroimágenes de aquellos circuitos neuronales que se activan cuando un sujeto efectúa una actividad mental concreta, como, por ejemplo, cuando responde a una serie de preguntas. Estos estudios han identificado las estructuras cerebrales asociadas con experiencias relativas a las distintas dimensiones de la religiosidad. Estos sistemas neuronales mediadores de la religiosidad se relacionan con regiones de la corteza prefrontal medial, zonas posteriores de la corteza parietal y la encrucijada temporo-parietal. La conclusión es que la religiosidad, en el sentido más elemental, es un atributo humano que está arraigado en el equipaje de predisposiciones que heredamos de nuestros antepasados y que no depende, únicamente, del adoctrinamiento ni de la catequesis.

Los dos capítulos siguientes examinan cómo influye el grado de religiosidad, medido a través de diversos tests y encuestas, en el comportamiento humano. Primero, Tobeña hace un repaso de algunas investigaciones que tratan de ponderar hasta qué punto los individuos con propensiones espirituales y devocionales ven, contemplan y conciben el mundo de una manera peculiar y prototípica. Después rastrea la influencia de la religiosidad en la conducta moral, analizando si hay diferencias entre devotos y descreídos a la hora de seguir pautas morales. Tobeña repasa los resultados de varias investigaciones que muestran que los seres humanos tienen una propensión desde muy temprano a asumir que hay agentes sobrenaturales que lo saben y lo pueden todo por encima de sus padres, maestros o mascotas. Cuando a un niño de seis años se le presenta una caja de una marca muy popular de galletas en la que las galletas han sido sustituidas por piedrecillas y, a continuación, se le pregunta qué pensaría su madre que habría en la caja si se la mostramos cerrada, contesta que galletas. Pero si le decimos que la misma pregunta se la hacemos a Dios, la respuesta del niño sería que Él sí sabría que en la caja había piedrecillas en lugar de galletas. La creencia en un Dios que todo lo ve favorece el grado de cumplimiento de las normas, actuando a modo de un gigantesco Gran Hermano, en sociedades en las que, por su tamaño u otras razones, el control social no es lo bastante eficaz. Se trataría del conocido efecto «Reyes Magos»: nos comportamos mejor si creemos que alguien nos observa, aunque sea un ser invisible. La cooperación entre individuos no emparentados es un rasgo típico y adaptativo de nuestra especie y su éxito exige controlar las tentaciones egoístas, sobre todo, en situaciones en las cuales el anonimato facilita la trampa.

Tobeña revisa en los capítulos sexto y séptimo cuáles podrían ser los costes y beneficios de la religiosidad tanto para el individuo como para el grupo comunal. Sin embargo, resulta difícil valorar cómo afecta el nivel de religiosidad al éxito reproductivo de cada individuo tanto dentro del grupo en que habita como con respecto a los individuos que viven en grupos diferentes, y éste es el rasgo decisivo desde un punto de vista evolutivo. Por ejemplo, en el caso anterior, el efecto Reyes Magos puede suponer una ventaja para un descreído en relación con un devoto dentro de grupo, pero un grupo formado por muchos creyentes puede funcionar mejor que uno con menos. La religiosidad favorece la aceptación de reglas de conducta que refuerzan la cohesión y el funcionamiento social de un colectivo. Promueve el sentimiento de pertenencia, la lealtad e incluso la disposición al sacrificio personal, pudiendo llegar hasta el martirio. Los antropólogos indican que los ritos de paso de la niñez a la adolescencia no sirven para indicar la competencia para el apareamiento, sino la implicación grupal y la solidaridad entre varones para la guerra. Darwin conjeturó que las creencias religiosas habrían sido objeto de un proceso de selección entre grupos, en el que aquellas poblaciones que poseían individuos más proclives a la religiosidad se impusieron a las que tenían menos. La religión, desde la más rudimentaria a la más sofisticada, ha sido quizá la principal institución para resaltar los valores que mejor funcionaban en la comunidad. Y para facilitar la tarea de ampliar los instrumentos punitivos y de control y el sentimiento de pertenencia a un grupo más allá de la familia o de la tribu. Sin embargo, las mismas fuerzas que afianzan la solidaridad social dentro del propio grupo también poseen el potencial de alimentar la intolerancia y el conflicto entre comunidades religiosas rivales, con los riesgos que eso supone.

Por otra parte, suele aceptarse que las religiones tienen un efecto calmante para amortiguar la ansiedad creada por las adversidades que depara la existencia. Las vivencias y creencias religiosas actúan como un placebo antiestrés, proporcionando resignación, serenidad y esperanza frente a las adversidades. En este contexto, se ha estudiado si la ansiedad creada cuando se cometen errores disminuye en las personas creyentes. Sin embargo, ha habido cientos de trabajos tratando de vincular la religiosidad y la salud física y mental, con resultados pocos convincentes. La religión nos proporcionaría también una guía moral que evitaría la incertidumbre de tener que decidir sobre alternativas morales y, sin duda, desempeña un papel decisivo en la capacidad de afrontar la desaparición de un ser humano, la propia y la de los seres queridos. En todo caso, no está claro si las creencias personales son un fiel reflejo de las enseñanzas religiosas o, por el contrario, proyectamos nuestras creencias atribuyéndolas a entidades divinas.

El último capítulo, previo al epílogo final, examina el futuro de la religiosidad. Tobeña señala las líneas de investigación que están empezando a desarrollarse y, de nuevo, no deja de sorprendernos la variedad de las mismas: las diferencias individuales y de género en la religiosidad, el rebrote de estas tendencias en sociedades laicas y secularizadas, su posible valor como protección frente a infecciones y parasitosis de comunidades ajenas, el bloqueo que experimentan regiones cerebrales relacionadas con los juicios racionales al escuchar los discursos de predicadores carismáticos y, cómo no, la caracterización cognitiva y neuronal de los ateos y descreídos.  Respecto a este último punto, Tobeña, que se declara descreído, se hace eco de que, tal vez, el ateísmo o el escepticismo podrían ser una consecuencia de una alteración en un cerebro naturalmente equipado para la trascendencia. En sus propias palabras, «De la misma manera que hay gente apática, asocial, perezosa o boba, la hay que no ve trascendencia en parte alguna».

No le gustan, y duda de su eficacia, las campañas proateísmo desde posiciones científicas, al modo de la impulsó hace unos años Richard Dawkins. Aunque puedan tener un efecto inmediato, es dudoso que su repercusión persista a la larga. Cree que las religiones son socialmente fuertes, mientras que la ciencia es frágil. Y esto es así porque existe una religiosidad espontánea y popular que surge en la mayoría de los humanos, aunque no en todos; porque las doctrinas religiosas tienen una gran versatilidad para adaptarse a los avances científicos y salir a flote si se ven obligadas a ello; y porque la ciencia es ardua, complicada, antiintuitiva y difícil de comunicar y de practicar.

El autor es consciente, y lo enfatiza clara y honestamente, de que muchos de los resultados que recoge en el texto son de tipo correlacional y, como es bien conocido, una correlación o asociación estadística entre dos fenómenos no indica causalidad de uno sobre otro. Todos los que hemos sido profesores de estadística hemos comentado con los alumnos un estudio llevado a cabo en Inglaterra demostrando que había una fuerte correlación entre el número de cigüeñas de cada localidad y el número de nacimientos de niños. Cuando se les pregunta a los estudiantes si podrían utilizarse estos resultados para afirmar que son las cigüeñas las que traen los niños, suelen quedarse desconcertados. La causalidad sólo puede establecerse mediante experimentos de intervención rigurosos y planificados. En el libro se detallan algunos de estos experimentos. Por ejemplo, algunas sustancias como la psilocibina diluyen el límite entre la conciencia del yo y la percepción del mundo, e inducen vivencias místicas de trascendencia que en los voluntarios fueron intensas, duraderas y de honda significación. Además, algunas de esas sustancias pueden ser producidas de forma endógena, como ocurre en los fenómenos espontáneos de exaltación religiosa en individuos epilépticos.

Con todo, el problema principal de estas investigaciones es la falta de una teoría contrastada de lo que significa la religiosidad desde un punto de vista evolutivo. A pesar de esos análisis de costes y beneficios, ignoramos si es realmente una adaptación y, en caso afirmativo, cómo se ha producido su evolución, cuál ha sido el mecanismo que la ha propiciado. Como ya se ha mencionado, otros autores consideran que tal vez estemos ante un rasgo arbitrario, no adaptativo, resultante de la estructura cognitiva modular de nuestra mente, evolucionada para tutelar el comportamiento social y la interacción con el mundo físico y biológico. La consideración que finalmente reciba la religiosidad no es baladí, porque podríamos estar estudiando un carácter hasta cierto punto artificioso, más cultural que biológico, sin que eso suponga negar la existencia de circuitos neuronales concretos implicados en su expresión o, incluso, de diferencias genéticas en la sensibilidad de los individuos respecto al mismo. Algo parecido podríamos encontrar, casi con seguridad, si estudiásemos la predisposición de los seres humanos a involucrarse en mayor o menor grado como seguidores de un equipo de fútbol, de un partido político o de un imaginario nacionalista.

No resulta sencillo decantarse por una u otra opción, quizá porque ambas posean un fondo de verdad. En nuestra opinión, la religiosidad, tal como ha sido definida, es un rasgo complejo que depende de una estructura cognitiva que ha evolucionado por razones bien distintas a las propiamente religiosas. La religiosidad surge a partir de propensiones psíquicas muy básicas de nuestra mente: dar sentido al mundo, atribuyendo causas a los efectos; la capacidad de atribuir agencia, intencionalidad, a los organismos con los que interaccionamos; y nuestra condición de creyentes sociales. Todos estos rasgos están presentes de manera universal en los seres humanos y, muy probablemente, han sido y son adaptativos. Lewis Wolpert ha sugerido que las creencias se originan en la adición humana a las explicaciones causales, adición que surge entre nuestros antepasados homininos como consecuencia del uso y de la fabricación de herramientasLewis Wolpert, Six impossible things before breakfast, The evolutionary origins of belief, Londres, W. W. Norton, 2006.. Además, los humanos poseemos una teoría de la mente, una tendencia innata a ver a los demás como seres que actúan de forma intencional, que piensan y sienten como nosotros mismos. Parece razonable admitir, como hace Pascal Boyer, que la necesidad de atribuir una causa a procesos naturales que escapan a nuestra comprensión favoreció su interpretación como resultado de la intencionalidad de determinados agentes, invisibles y poderosos, capaces de controlarlosPascal Boyer, Religion explained. Evolutionary origins of religious thought, Nueva York, Basic Books, 2001.. Por otra parte, la evolución ha favorecido que los seres humanos seamos creyentes sociales, en el sentido de aceptar la veracidad de algo por puro principio de autoridad, lo cual ha hecho posible la proliferación de creencias sin contenido empírico verificable, como las religiosas. En este sentido, Richard Dawkins considera la religiosidad como un subproducto evolutivo, una consecuencia involuntaria de la necesidad que tienen los niños de creer en lo que les cuentan sus mayores para evitar riesgos innecesarios, capacidad, esta sí, que ha sido adaptativaRichard Dawkins, El espejismo de Dios, trad. de Regina Hernánde, Madrid, Espasa-Calpe, 2007..

De la interacción de dichos rasgos cognitivos surge la religiosidad y, a partir de ésta, la posibilidad de construir sistemas de creencias religiosos. Pero no puede entenderse la evolución de un sistema de creencias sin recurrir a lo que hemos denominado la naturaleza suadens del ser humanoUna reflexión sobre el significado de la naturaleza suadens puede encontrarse en el libro de Laureano, Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo suadens y el bienestar en la cultura, Madrid, Tecnos, 2008.. La sociabilidad humana genera una red de relaciones de aprendizaje y cooperación –una red microsocial–, emocionalmente intensa, que se extiende articulando pequeños grupos de individuos, muchos de los cuales se encuentran unidos por vínculos de parentesco y/o de reciprocidad. Los gestos explícitos o implícitos de aprobación y reprobación social que acompañan toda interacción social, resultan cruciales en el proceso de enseñanza/aprendizaje, haciendo posible la transmisión cultural acumulativa que caracteriza a nuestra especieVéanse, por ejemplo, nuestros artículos «The evolution of culture: from primate social learning to human culture», Proceedings of the National Academy of Sciences, USA, vol. 101, núm. 27 (2004), pp. 10235-10240; «Cultural transmission and social control of human behavior», Biology and Philosophy, núm. 25 (2010), pp. 347-360; y «Cumulative cultural evolution: the role of teaching», Journal of Theoretical Biology, núm. 347 (2014), pp. 74-83.. De esta manera, cargada de connotaciones valorativas, aprenden los individuos los contenidos que dan cuerpo al fondo cultural de cada comunidad humana. Cualquier sistema de creencias, sea éste religioso o no, se constituye en torno a tres elementos: lo que el creyente cree (el contenido de la creencia), lo que hace como creyente (sus prácticas) y lo que siente y experimenta cuando piensa y actúa como creyente (su vivencia de la fe). El aprendizaje social de las creencias surge de la interacción entre estos tres elementos, de manera que la verdad de los contenidos y lo adecuado de las acciones están inevitablemente unidos a las emociones de agrado o desagrado que genera su puesta en práctica, parte decisiva de las cuales provienen de la aprobación o reprobación social.

Ahora bien, una vez puesto en marcha un sistema religioso resulta innegable su enorme influencia sobre el comportamiento de individuos y grupos. Autores, como David Sloan Wilson o Craig T. Palmer, defienden que la religión, por sus efectos sobre la cohesión y el funcionamiento social de un colectivo, ha propiciado un proceso de selección multinivel, en el que aquellas poblaciones que poseían individuos más proclives a la religiosidad se impusieron a las que tenían menosDavid Sloan Wilson, Darwin’s cathedral. Evolution, religion and the nature of society, Chicago, The University Chicago Press, 2002.. Más verosimilitud podría tener este hipotético proceso selectivo si lo consideramos un proceso de coevolución genética y cultural, como hacen los antropólogos Peter Richerson y Robert BoydPeter Richerson y Robert Boyd, Not by Genes Alone. How Culture Transformed Human Evolution, Chicago, The University of Chicago Press, 2005., y elaboramos, para explicarlo, modelos de selección cultural entre grupos. La transición de sociedades humanas de pequeña escala a grandes sociedades cooperativas complejas probablemente necesitó de elementos cohesivos proporcionados por los sistemas religiosos. Compartir una misma religión pudo actuar como un marcador sobre el que edificar un metagrupo, favoreciendo la cooperación dentro del mismo y la competencia con lo ajeno.

Laureano Castro es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, de ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008).

Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid y coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).

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Ficha técnica

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