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El ébola, en perspectiva

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Desde que publicamos en estas mismas páginas un ensayo sobre las zoonosis, o enfermedades transmitidas por animales, algunos de los enemigos naturales que allí describimos han vuelto a estar de actualidad con graves consecuencias para la salud humana en numerosos países. Me refiero al síndrome respiratorio por coronavirus de Oriente Medio, MERS-CoV, cuya difusión internacional ha conducido a la restricción del número de peregrinos admitidos en La Meca, y el virus del ébola, cuyos desmanes actuales superan ampliamente a cualquiera de los producidos anteriormente, acaparando a diario titulares de periódicos que causan pavor en los lectores. Cuando empecé a escribir este texto, estábamos ante un brote preocupante y el virus no había llegado a España. Ahora estamos ante una catástrofe sin control y el virus ya ha llegado a nuestro país, tal como estaba anunciado, y nos ha cogido desprevenidos.

Mi revista médica favorita, The New England Journal of Medicine, publicó un número monográfico sobre el ébola, y luego viene siguiendo número a número el desarrollo de la pandemia. Haré un resumen telegráfico de lo que ofrece esta fuente tan fiable antes de abordar la situación en España.

Entre las malas noticias, registremos, de entrada, la peor: los datos indican que, si no se mejoran drásticamente las medidas globales actualmente en vigor, las muertes por ébola seguirán aumentando rápidamente desde los cientos a los miles por semana. Se espera un mínimo de veinte mil casos para principios de noviembre.

Los ébolavirus constituyen una suerte de mafia familiar, cuyo primer representante fue el llamado virus de ébola, en alusión al río Ébola, en Zaire, donde se identificó por primera vez en 1976. En diferentes partes de África se han identificado en años posteriores hasta otras tres especies de virus estrechamente relacionados con el de ébola, pero lo suficientemente distintas de él para haber recibido nombres específicos. Todas ellas tienen efectos devastadores sobre gorilas y chimpancés, desde los cuales se transmiten al ser humano por el consumo de carne de simio, una práctica prohibida pero muy extendida en África. Los infectados primarios transmiten la enfermedad de forma secundaria a un cierto número de congéneres; la cantidad de víctimas humanas fallecidas, con anterioridad al actual episodio, asciende a unas mil quinientas y el número de primates afectados es incalculable. La cifra de víctimas del último brote ha más que triplicado la anterior.

El último de los ébolavirus, denominado Bundibugyo, había sido aislado en 2007. Antes, un quinto pariente había llegado en dos ocasiones a la ciudad de Reston, en Estados Unidos, en sendas importaciones de macacos procedentes de Filipinas. No se descarta que antes el virus hubiera volado en avión de África a Asia. A los ébolavirus nadie ha podido encontrarles sus guaridas. Sólo en una ocasión se han encontrado sus huellas en ciertas especies de murciélagos, sin que haya podido obtenerse la prueba definitiva, como sería la recuperación de partículas de virus funcionales a partir de la putativa especie reservorio.

En realidad, en los últimos meses se han producido dos brotes independientes del ébola, uno en Guinea-Conakri, a principios de año, y otro en la República Democrática del Congo. A este último se ha reaccionado con celeridad, mientras que el primero anduvo suelto demasiado tiempo y es el que está causando los mayores problemas. Emergió a principios de 2014 en Guinea-Conakry, cerca de las fronteras de Sierra Leona y Liberia, tres países con un insuficiente sistema sanitario para protegerse de estos virus y para discriminar entre los síntomas que producen y los de otras enfermedades endémicas ya establecidas en ellos, como, por ejemplo, la malaria. Además, las fronteras entre estos países son atravesadas diariamente y sin control por miles de personas y las prácticas tradicionales, tales como el lavado de los muertos antes de enterrarlos, contribuyen a propagarlo. A esto hay que añadir la dificultad de seguimiento de los contactos en los núcleos de población y la profunda desconfianza entre gobernantes y gobernados, así como entre el personal sanitario y los pacientes. Estos factores, que facilitan la expansión del virus en estos países, no se dan en los países más favorecidos, lo que hace improbable que el virus se convierta para ellos en un problema devastador, más allá de los pasajeros sintomáticos y asintomáticos que puedan llegarles y de su forma de gestionar el problema.

Esperando una ración gratis de comida en Freetown, 18 de octubre de 2014. El pánico producido por la epidemia ha producido movimientos de población, pánico y subida de precios alimenticios en la zona

Se sabe que es necesario el contacto directo con sangre, vómito o heces de un individuo infectado para que se produzca una infección y que el virus no se transmite a través del aire o por contacto casual. El tiempo de incubación suele ser de cinco a siete días, pero puede oscilar entre dos y once, y los síntomas tempranos no son específicos, lo que dificulta en extremo un rápido diagnóstico. Los modernos métodos moleculares no detectan el virus en sangre antes del día anterior a la aparición de los síntomas inequívocos. Existe un test diagnóstico aplicable cuando ya se ha establecido la sospecha. Son cruciales el aislamiento temprano y otras medidas de control de la diseminación de la infección. Las medidas de soporte hemodinámico, disponibles en los países más avanzados, aumentan significativamente la proporción de supervivientes con respecto a la de aquellos pacientes que son tratados en las condiciones prevalentes en África.

No existen medicamentos validados contra el ébola, por lo que en algunos casos aislados se ha recurrido a la desesperada a tratamientos todavía en fase de experimentación temprana, como los anticuerpos humanizados de ratón (ZMapp) ?que, por cierto, se producen en plantas transgénicas de tabaco?, cuya eficacia no ha podido demostrarse, ya que, aunque han sobrevivido dos de los pacientes tratados con este producto, del que, además, no hay disponibles cantidades significativas, en otros ha resultado ser ineficaz. El suero con anticuerpos de personas recuperadas de la infección puede cuestionarse desde el punto de vista ético, como ha sucedido en España con la monja guineana Paciencia Melgar, que viajó desde Liberia a nuestro país para donar suero a fin de utilizarlo en la curación del religioso Manuel García Viejo, el segundo de los españoles infectados (ella trabajaba al lado del primero, también fallecido, Miguel Pajares).

Otras terapias alternativas están más en mantillas aún. Entre estas últimas, hay varias posibles vacunas. Más allá de los efectos directos del ébola, los indirectos sobre los frágiles sistemas sanitarios de los países afectados, que han sido prácticamente desintegrados por el virus, tienen unas dimensiones escalofriantes. La destrucción causada impide ya en dichos países el tratamiento de enfermedades endémicas, como la malaria, la tuberculosis, el sida y las muertes al nacer. En estas circunstancias, estos países se han convertido en reservorios y centros de distribución del virus a otros lugares.

Y lo que resulta sangriento es que las características biológicas de las cepas de virus involucradas no son distintas de aquellas que fueron responsables de los brotes anteriores, por lo que el salto de magnitud del problema sólo es imputable a la torpeza humana en general y a la suicida indiferencia de los países más poderosos del planeta en particular. Aparte de la impasibilidad internacional, los principales factores en juego son, entre otros, los siguientes: sistemas de salud disfuncionales, costumbres locales favorables a la difusión del virus, alta movilidad de las poblaciones, capitales densamente pobladas y desconfianza de los ciudadanos respecto a las autoridades médicas y políticas, altamente desacreditadas por las constantes guerras. En Guinea-Conakri se tardó más de tres meses en diagnosticar el virus (frente a unos pocos días en el Congo) y no se declaró la emergencia hasta los cinco meses y el millar de muertes. Si se hubiera hecho caso a tiempo a las tempranas advertencias de Médicos sin Fronteras podía haberse evitado el desastre, según opina el editorialista de The New England Journal of Medicine.

Para un problema de las dimensiones del actual no sirven los protocolos de crisis al uso y se requiere una respuesta humanitaria globalizada que abarque los aspectos sociales, sanitarios y médicos. Dicha respuesta tiene que integrar las iniciativas locales y globales, gubernamentales y no gubernamentales. Además, es urgente, por supuesto, el desarrollo de herramientas de diagnóstico, fármacos y vacunas específicas.

España se encuentra a este respecto en una situación peculiar: es un país supuestamente desarrollado que no está suficientemente preparado para enfrentarse a epidemias como ésta, es un importante destino turístico y migratorio que recibirá inevitablemente el impacto de cualquier pandemia que se produzca y, además, es una de las principales fronteras europeas con el continente africano, espacio de refugio y eclosión de un gran número de zoonosis. No es éste el lugar de analizar en detalle los numerosos despropósitos ocurridos en relación con el insidioso virus, pero sí extraer algunas conclusiones en función de futuros episodios relacionados con ésta y otras zoonosis.

Repatriar a los dos religiosos españoles enfermos de ébola, como a cualquier compatriota en peligro por su acción humanitaria, es práctica común en los países desarrollados. El problema, en nuestro caso, es que las autoridades deberían haber sabido que no había agua en la piscina a la que decidieron tirarse porque habían sido precisamente ellos mismos quienes la habían vaciado. No es que el Hospital Carlos III estuviera en óptimas circunstancias para afrontar una crisis como la actual, pero su insensato desmantelamiento acaecido recientemente ha pasado factura. En general, los recortes indiscriminados y no selectivos de los sistemas sanitarios y de investigación han propiciado que carezcamos de un robusto centro de enfermedades infecciosas y que el número de virólogos expertos en el país sea lamentablemente reducido. Nos hemos quedado con apenas un par de equipos especializados en enfermedades tropicales, en Madrid y Barcelona, y con nada del calibre que necesita un país como el nuestro. Es esencial que se comprenda que, aunque decidamos convertirnos como país en mero destino turístico, en simple comprador de patentes o productos importados, y en sufrido receptor de pandemias internacionales y propias, tendremos que tener un sistema científico mucho más robusto que el que tenemos, unas infraestructuras médicas apropiadas y un sistema sanitario no fragmentado, en el que puedan articularse respuestas rápidas a retos emergentes. Esto se ha puesto de manifiesto en todas las crisis sanitarias, grandes y pequeñas, que hemos sufrido en los últimos años: síndrome tóxico, vacas locas, benzopirenos en el aceite de orujo y aceites minerales en los aceites comestibles importados, entre otros. Tenemos suerte de que, en la crisis actual, la voluntad personal de los facultativos del depredado hospital hayan salvado los muebles, tirando de experiencia y supliendo las carencias institucionales y, más todavía, de que los facultativos del Hospital Universitario La Paz, quienes no habían tenido que lidiar en el pasado con casos de este tipo, y a los que nadie había preparado para ello, hayan entrado al trapo. Parece que en el Hospital Universitario La Paz se generó un auténtico terror sobre si debían y quien debía encargarse de estos pacientes. Nadie parece acordarse ahora de los facultativos.

Una segunda consideración tiene que ver con las cualificaciones de los responsables políticos de la sanidad. Debería estar claro que, además de buenos políticos y gestores, dichos responsables deberían tener un mínimo bagaje intelectual y técnico específico, algo que no se ha cumplido en nuestro país durante las últimas décadas. Salvo honrosísimas excepciones, ministros y consejeros de sanidad no cumplían los requisitos exigibles para el cargo. No los cumple la actual ministra, aterrorizada ante la necesidad de transmitir de forma creíble mensajes con un cierto contenido técnico e incapaz de entender en líneas generales un problema como el del ébola. Tampoco los cumple el famoso consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, ciertamente médico de profesión, pero torpe, incompetente y grosero como político. No soy de los que piden sus dimisiones, sino de quienes piensan que jamás debieron ser nombrados para los puestos que desempeñan. Está claro que para ciertos cargos no vale cualquier político. Esto está viéndose en los ámbitos de la educación, la ciencia, la investigación y la sanidad.

De la esperpéntica sucesión de transportes sin precauciones, personal auxiliar sin entrenamiento apropiado, médicos dando ruedas de prensa sobre conversaciones con sus pacientes, supuestas desinfecciones dilatadas en el tiempo, caótico seguimiento de las personas directa o potencialmente expuestas, falta de criterios y explicaciones sobre si debía o no sacrificarse a un perro potencialmente infectado, entre otros desmanes, poco cabe decir, salvo que son anécdotas que nos retratan como país y que no son motivo para sacar pecho por lo bien que estamos haciéndolo. Alguien dirá que en todas partes cuecen habas, pero cocer tantas a un tiempo es temerario.

Algunas lecciones se habrán aprendido y, aunque tardíamente, el Gobierno ha encauzado la emergencia de un modo razonable. Sin embargo, si sigue desmantelándose el sistema científico-sanitario sin el menor tino, como en los últimos años, destruyendo logros que se habían conseguido con gran esfuerzo a lo largo de mucho tiempo, de poco nos servirá lo aprendido.

Francisco García Olmedo es miembro de la Real Academia de Ingeniería y del Colegio Libre de Eméritos. Ha sido catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid (1970-2008). Sus libros de divulgación más recientes son El ingenio y el hambre (Barcelona, Crítica, 2009) y Fundamentos de la nutrición humana (Madrid, UPM Press, 2011).

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