Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

Tras la pista de los nazis

Cuando cerramos los ojos y conciliamos el sueño, los monstruos salen de su escondite y comienzan a hostigarnos. Durante mi adolescencia, el Dr. Szell aparecía una y otra vez en mis pesadillas, acercándose con un torno dental en la mano para torturarme despiadadamente. Interpretado por Laurence Olivier, el Dr. Christian Szell era la versión cinematográfica del tristemente célebre Dr. Josef Mengele en Marathon Man (John Schlesinger, 1976). Dos años más tarde, Olivier cambiaba radicalmente de papel, interpretando al famoso cazador de nazis Simon Wiesenthal en Los niños del Brasil (Franklin J. Schaffner, 1978). En esa ocasión, Gregory Peck asumía el reto de ponerse en la piel del sádico médico de Auschwitz. Peck sobreactuaba, convirtiendo al personaje en un monigote siniestro. Inspiraba miedo, pero no tanto como Olivier, más contenido y creíble. No me ruboriza admitir que a veces me deslizaba entre las sábanas, sobrecogido por la perspectiva de encontrarme con el Dr. Szell. Por entonces yo tenía catorce años y había sufrido desagradables experiencias en la consulta del dentista, lo cual tal vez explica que la escena de la tortura con un torno dental protagonizada por un feroz Olivier y un aterrorizado Dustin Hoffman se alojara sólidamente en mi inconsciente. 

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Un reino junto al mar

No es casual que el protagonista de La isla de Arturo tenga nombre de rey. Prócida, una isla de apenas cuatro kilómetros cuadrados situada en el golfo de Nápoles, es al comienzo su reino junto al mar. En ese territorio hay «caminitos solitarios flanqueados por muros antiguos», «huertos y viñedos que parecen jardines imperiales», «playas de arena clara y delicada» y un oleaje «apacible y fresco» que «se deposita en la arena como el rocío». Arturo, recién entrado en la adolescencia, no va a la escuela, no conoce reglas y pasa el tiempo vagando o leyendo los libros que encuentra en casa, un palacete señorial de dos plantas con unos tres siglos de antigüedad. Desde que tiene memoria, su padre, un italoalemán llamado Wilhelm Gerace, se ausenta largas temporadas, dejándolo al cuidado de un ayo o, simplemente, a la buena de Dios. El retiro, el sol y el aire mineral crean una atmósfera propensa para la fantasía.

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Apología de una apología

«Para un matemático profesional, es una experiencia melancólica encontrarse a sí mismo hablando, o escribiendo, en torno a las matemáticas. La función de un matemático es hacer algo, demostrar nuevos teoremas, realizar alguna contribución a las matemáticas y no tratar sobre lo que él u otros matemáticos han hecho». Así arranca este espléndido ensayo del matemático inglés G. H. Hardy escrito en el año 1940, cuando contaba sesenta y dos años de edad y convalecía de un infarto sufrido el año anterior. En el prólogo que C .P. Snow redactó para la edición de 1967, describe la Apología como «un lamento apasionado por una potencia creativa que antes estaba pero que se ha ido para no regresar». El ensayo de Hardy contiene además otros muchos e interesantes registros, como también lo hacen el mencionado prólogo de Snow y la introducción de José Manuel Sánchez-Ron para esta nueva edición de la editorial Capitán Swing que aquí comentamos, y cuya traducción al castellano ha realizado Pedro Pacheco.

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