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¿Una educación sin autoridad ni sanción? (II)

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Durante mucho tiempo se creyó que los alumnos odiaban la escuela y que la coacción era necesaria para mantenerlos en orden y estudiando. Luego la pedagogía moderna descubrió que era posible mantener el orden entre los niños si se adaptaban las tareas a sus aptitudes e intereses, recurriendo sólo en último término al castigo físico, y sostuvo que sus métodos eran más cómodos para el educador; menos dolorosos para el educando, más eficaces en lo intelectual y más formativos en lo moral. El método ha funcionado tan bien que se ha querido extender de los niños a los adolescentes y del aprendizaje voluntario al obligatorio. En la obra de Juan Bosco hemos visto un vínculo pedagógico basado en el amor del maestro y en el respeto a la libertad y la diversidad de los alumnos. Criticando el libro de Delval hemos advertido la deriva hacia un didactismo (todo interesa al alumno si se le enseña bien) que en Marchesi deviene en casi absoluto. El profesor ha de provocar el esfuerzo y mantener la disciplina de los adolescentes obligatoriamente escolarizados suscitando su interés por un currículum único, recurriendo sólo con renuencia a adaptar las tareas a sus aptitudes, sólo in extremis al deber y bajo ninguna circunstancia a la constricción o la exclusión. Una mirada a sendas obras de Lorenzo Luzuriaga y John Dewey permite ver con mayor claridad esta deriva que se produce cuando un método educativo infantil basado en la libertad quiere aplicarse a la instrucción forzosa de los adolescentes.
 

He sugerido que la escuela activa ha sido víctima de su propio éxito, habiéndose impuesto donde era razonable que se impusiera, en la educación de los niños, pero no donde sus presupuestos fallan, en la instrucción de los adolescentes. Se encuentran muchos elementos que apoyan esta sugerencia en La escuela nueva pública, la obra de Lorenzo Luzuriaga editada por Losada, la misma editorial que la publicó en 1931. Como repasa Lozano Seijas en su valioso prólogo, Luzuriaga fue una figura fundamental de la renovación pedagógica, primero en España y luego en Argentina. Maestro e hijo de maestros, colaboró en el programa de educación del PSOE en una fecha tan temprana como 1918, fue inspector de primera enseñanza y profesor en el Museo Pedagógico, así como –desde 1932– en la Sección de Pedagogía de la Facultad de Filosofía y Letras, de cuya fundación por Manuel Bartolomé Cossío –Luzuriaga le dedica un sentido recuerdo al final del libro– hemos celebrado recientemente el centenario. Emigrado a Inglaterra en 1936 y a Argentina en 1939, continuó desde allí su labor de creación y difusión de la pedagogía progresista hasta su muerte en 1959. Del libro La escuela nueva pública lo primero que hay que explicar es el título. Lo nuevo de la escuela nueva es completar la educación intelectual con la emotiva: «A partir del siglo actual se ha modificado esta concepción intelectualista pasiva de la escuela por otra más amplia, que se dirige a la individualidad total del alumno, y sobre todo a sus fundamentos emotivo y activo» (p. 59). «Escuela nueva pública» significa incorporar a las escuelas públicas los principios de la escuela activa, hasta entonces un movimiento de escuelas privadas. Estos principios implican en esencia la abolición de la coacción y la confianza en la libertad. «El cambio más profundo es el que se refiere a la libertad en la escuela, la cual se convierte, de un centro autoritario, disciplinario pasivo, en un medio donde predominan la espontaneidad, la autonomía y la autoactividad. Los alumnos tienen libertad, no sólo para moverse y aprender, sino también para intervenir en la vida misma de la escuela, por medio del self-government, autonomía de los alumnos» (p. 59).

¿Hasta qué punto está realizado hoy este ideal de aprendizaje en libertad? Treinta rasgos o caracteres atribuye Luzuriaga a la escuela nueva pública, adaptando los que para las escuelas privadas adoptara el Buró Internacional de las Escuelas Nuevas en 1921. Por la medida en que han sido aceptados pueden dividirse en tres partes. Una ha sido completamente abandonada, como que las escuelas deben ser semiinternados, estar en las afueras de la ciudad o conceder especial atención a las actividades manuales, y particularmente a los trabajos de taller, el cultivo del suelo y el de los animales domésticos, incluso con carácter preprofesional. Otra parte, la mayor con mucho, ha sido perfecta y totalmente incorporada, a tal punto que hoy se sobreentiende que la enseñanza se apoya en la psicología, que no se dirige a ciertas clases, que practica la coeducación de los sexos, que distribuye a sus alumnos en grupos de veinte o treinta a cargo de un profesor, que fomenta los juegos, los deportes y la gimnasia, practica excursiones y campamentos, cultiva el canto, la música y todo tipo de manifestaciones artísticas y recurre al trabajo individual y colectivo de los alumnos apoyándose en sus intereses espontáneos. Por último, hay una tercera parte que sigue siendo discutida no porque no sea en principio generalmente aceptada, sino porque no se la lleva a término con todo el rigor que, según sus partidarios, sería necesario para que diera sus frutos. Entre estos rasgos están el uso de la observación y la experimentación, referir las materias a los intereses de los alumnos y basar el aprendizaje en su actividad personal, individual o colectiva.

He sugerido que si estos rasgos están en discusión es porque no todo lo que funciona con los niños funciona también con los adolescentes, y menos si están obligados a un currículum uniforme. La escuela activa comenzó siendo infantil y ha tenido un enorme éxito con los niños. Nadie puede valorar ese éxito tanto como quienes fuimos a la escuela primaria antes de que penetraran en ella los principios, hoy elementales, de la actividad, el juego, el diálogo y los centros de interés de los alumnos.Aquella escuela cuyos principios eran el silencio, el orden, la autoridad y la disciplina, la represión, en suma, de todas las tendencias infantiles espontáneas. El éxito con los infantes animó a extender la fórmula a los adolescentes y a los jóvenes. Cuando Luzuriaga trata de esta posibilidad, comienza, ortodoxamente, por el principio de los centros de interés. Si la educación de la adolescencia se propone como universal, aclara, entonces es la escuela la que ha de adaptarse al adolescente y no al revés. No se trata de seleccionar a los que están a la altura del bachillerato, sino de «determinar, según sus condiciones psicológicas, el género de educación que les corresponda, sea ésta manual, artística, literaria o científica», bien sea mediante tests, como se hace en Norteamérica, o con clases de orientación, como se hace en Francia desde la reforma de 1937.

A estas condiciones psicológicas deben adaptarse los planes de estudio. ¿Cómo? Luzuriaga es contrario al bachillerato enciclopédico, y propone para sustituirlo bien la diversificación en establecimientos independientes, como en Alemania e Italia, bien la bifurcación en el mismo establecimiento con planes diferentes, como se hace en Francia, bien la presentación de materias en forma electiva, como se hace en la high school norteamericana. Lo esencial es que la escolarización básica se extienda de la infancia a la juventud, y que ello se haga sin consideraciones sociales. «La única división que cabe introducir es la que nace de la diferencia de las aptitudes, por una parte, y de las necesidades sociales por otra.Todo el mundo no es, en efecto, apto para todo: unos lo son para las letras y otros para la mecánica, unos para las ciencias y otros para las artes. De aquí la necesidad de una selección y una orientación que encaminen a cada uno al género de educación que le corresponde, independientemente de su posición económica y social» (p. 139). Merece la pena sin duda esta larga cita para destacar que el principio de los centros de interés, base de la escuela activa, lleva a Luzuriaga al rechazo del currículum común, hoy baluarte del progresismo.

¿No habrá malos alumnos? Si Luzuriaga propone enseñar a los adolescentes según sus gustos y aptitudes es porque esa manera nueva de enseñar produce la disciplina como subproducto. La falta de disciplina no puede deberse sino a la falta de interés de la enseñanza. La entrega a los métodos activos carece de reservas.A cierta buena gente, como Bernard Shaw, «se le ocurren ideas anticuadas, impropias de una mente tan abierta a todo lo nuevo como la suya. Así, cuando dice que hay que enseñar dogmáticamente, por autoridad, ciertas cosas hasta que el niño pueda razonar o discutir, se pone en contradicción con las ideas expuestas hace ya más de un siglo por Rousseau y Pestalozzi de sustituir la autoridad del adulto por el imperio de la realidad y las palabras por la necesidad de las cosas» (p. 160). De todas formas, el maestro se abandona únicamente al «imperio de la realidad». Cuenta también con ciertas motivaciones intrínsecas: «Utiliza lo menos posible los premios y los castigos. Rechaza desde luego los castigos corporales y los premios materiales como contrarios a la dignidad infantil y humana. La recompensa mayor es la que nace de la satisfacción del trabajo realizado y el mayor castigo el que surge de la insatisfacción por el trabajo».Además, entre los rasgos de la Escuela Nueva aparecen algunas vaguedades sobre educación moral (abnegación, emulación, caballerosidad, veracidad, solidaridad, obediencia a los jefes o tutores elegidos). Es claro que la cuestión de la disciplina y de la educación moral quedan abiertas para el futuro. Luzuriaga se expresa todavía como Juan Bosco: puede sustituirse la coacción por la libertad, sin menoscabo del orden. Para los imprevistos está el religioso que echa mano del amor, y el laico de la bondad humana, según Rousseau.


DEWEY, CONTRA LAS FALSAS OPOSICIONES


Además de en Rousseau y Pestalozzi, los antecedentes de Luzuriaga están en Dewey. Recientemente se ha reeditado Experiencia y Educación en la misma serie de Biblioteca Nueva en que encontramos a Juan Bosco. La obra pedagógica de Dewey fue generosa y rápidamente traducida en la Revista de Pedagogía, en buena parte por el propio Luzuriaga, como puede verse en la completa bibliografía de Dewey en castellano que Javier Sáenz adjunta a su inteligente introducción al libro. La lectura de este breve tratado, que viene a ser el testamento pedagógico de Dewey, después de las obras más modernas que acabo de reseñar, fascina por su sencillez. Por ejemplo, en lo referente a la disciplina escolar: «En las llamadas escuelas nuevas la fuente primaria de control social reside en la misma naturaleza del trabajo realizado como una empresa social a la cual todos los individuos tienen la oportunidad de contribuir y respecto a la cual todos sienten responsabilidad». Expresión tan clara, facilita grandemente las objeciones. ¿Todos? ¿Y si a algunos la tarea no les absorbe? Dewey ya practica la táctica escapista de sus sucesores: «El educador ha de descubrir como mejor pueda las causas de las actitudes recalcitrantes […] Yo no concedería gran importancia a estos casos excepcionales […] No creo que la debilidad en el control, cuando se la encuentra en las escuelas progresistas, nazca de estos casos excepcionales […] Es mucho más probable que surja del fracaso en organizar de antemano el género de trabajo que cree situaciones que por sí mismas puedan ejercer el control sobre lo que este, aquel o el otro alumno hacen y cómo lo hacen» (p. 98). Pero, por si acaso, no proscribe absolutamente la coerción externa: «No digo con esto que no haya ocasiones en que la autoridad, digamos, del padre no tenga que intervenir y ejercer evidentemente un control directo» (p. 96).

La contribución más original de Dewey es la idea de interesar a los alumnos en las tareas, no tanto desde sus intereses espontáneos y diversos, sino mediante el aprendizaje por experiencias, que no es más que una extrapolación de la idea pragmatista del conocimiento como solución de problemas de adaptación. Gracias al lenguaje directo de Dewey es fácil ver el fallo básico de esta doctrina cargada de futuro. Pasa por alto que en la teoría pragmatista el sujeto del conocimiento no es el individuo, sino la sociedad, y que el individuo singular lo primero que hace al enfrentarse a un problema no es descubrir una solución, sino buscar si la hay en el repertorio social, es decir, en lo que se llama cultura. Los niños experimentan, pero sobre todo preguntan a los mayores. Pues bien, toda la pedagogía del «aprendizaje por descubrimiento» no es sino una impenitente insistencia en esta elemental confusión. Peor aún, si cabe, es que los defensores de esta pedagogía, incluso aunque sean psicólogos evolutivos, asuman una limitación fatal de la psicología pragmatista: su ignorancia de la evolución ontogenética. De esta asunción acrítica viene esa incongruencia de atribuir al niño la capacidad de experimentación que sólo se adquiere en el último estadio del desarrollo, a partir de los catorce años, y de atribuir al adolescente la curiosidad y la multiplicidad de centros de interés que son propias del niño hasta los ocho o a lo sumo hasta los doce años, ignorando casi totalmente los efectos de la pubertad.

Pero el ensayo de Dewey no es instructivo sólo porque deje ver con claridad esta confusión fatal. Resulta muy interesante que, además de la consabida crítica a la educación «tradicional», contenga una crítica a la tendencia de sus propios seguidores (no soy deweyano, viene a decir) a plantear las cuestiones en términos dicotómicos o excluyentes: esto o lo otro, actividad o pasividad, libertad o disciplina, juego o esfuerzo, comprensión o memoria. Para la herencia hegeliana que conservan los pragmatistas resulta especialmente irritante esta insistencia en la simple oposición que no llega nunca a la superación dialéctica de los contrarios.Así, en lo que se refiere a la educación moral, frente a la coerción de la escuela tradicional, la escuela nueva no ofrece simplemente libertad a los impulsos, sino libertad como autocontrol, como capacidad de formular y seguir propósitos. Pero entonces, como señala Sáenz Obregón, no tenemos uno sino dos modos de control: uno por las tareas y otro por el autocontrol, es decir, por el sentido del deber. Más aún, Dewey considera este último crucial para el paso de la experiencia inmediata al conocimiento organizado, al estudio como propósito. «Cuando la educación se basa, en teoría y práctica, sobre la experiencia, es evidente que la materia de estudio organizada del adulto y del especialista no puede ofrecer el punto de partida. Sin embargo, representa el objetivo hacia el cual debe moverse continuamente la educación» (p. 121).Y avisa además: «El hecho de no prestar atención constante al desarrollo del contenido intelectual de la experiencia y de obtener una creciente organización de hechos e ideas, puede solamente acabar por fortalecer la tendencia a una vuelta reaccionaria al autoritarismo intelectual y moral» (p. 122). Por mucho que Dewey insista en llamar reaccionarios a quienes pretenden que la misión principal de la escuela es la transmisión de la herencia cultural (p. 115), expresiones como éstas no tendrían por qué desagradar a los que defienden la importancia del esfuerzo moralmente motivado en el estudio.


PALADINES DE LA AUTORIDAD


Ya he indicado que no son abundantes ni atrevidos. Es mucho más fácil encontrar defensores del juego y del descubrimiento que defensores del esfuerzo y el estudio. José María Quintana Cabanas, veterano catedrático de pedagogía de la UNED suple en cierto modo este desequilibrio con sus copiosos artículos de revistas y quizá hasta sesenta libros: La educación está enferma es el último de ellos. Su título es bien expresivo y el autor se lo ha tomado en serio, organizando el contenido a la manera clínica en síntomas, diagnóstico, etiología, pronóstico y terapia. Y, por si esto fuera poco orden, nos ofrece un resumen en setenta y una conclusiones. Yo he de hacer uno más sucinto todavía. La enfermedad de la educación se debe, según Quintana, a la falta de disciplina o, en expresión muy suya, al síndrome de flojedad y desorientación, lo cual, a su vez, se debe a los procedimientos didácticos que leyes como la LOGSE, inspiradas en las doctrinas de Rousseau y Piaget, imponen a los profesores. En un estilo claro, pero perjudicado por una prole de neologismos nosológicos de raíz griega, Quintana da voz a las quejas de ese 63% de profesores que piden más mano dura en las aulas. Es difícil no compartir muchos de sus reproches a la legislación, comenzando por su existencia, pues por buenos que parezcan ciertos métodos y por malos que parezcan otros, el Estado debería guardarse mucho de imponerlos o prohibirlos con la fuerza de la ley, violando la libertad y la conciencia profesional de los educadores. Tampoco es fácil escapar a la lógica de observaciones como que la memoria es esencial para el conocimiento; que cuanto más heterogéneas sean las aulas, más serán los alumnos que quedan fuera de la actividad de la mayoría por un lado y por el otro; que el activismo es bueno para los niños, pero que el estudio es el trabajo de los adolescentes y los jóvenes; que el fin de la educación es pasar de uno a otro, un argumento que también hemos encontrado en Dewey. Sin embargo, en cuanto al papel de la autoridad y la sanción, el libro tiene curiosamente poco que decir, teniendo en cuenta que el autor tiene su falta por causa principal de la enfermedad, aparte de que ha de haberlas en el aula y no se puede fiar todo a la capacidad profesoral de fascinación. Aceptemos, en beneficio del argumento, que hay una crisis, cosa que la evidencia disponible niega; otorguemos vaguedades sociológicas sin fundamento como que los alumnos no se esfuerzan a causa del ambiente cultural de la posmodernidad, de la permisividad de la educación familiar y de la mala influencia de los medios de comunicación de masas. ¿Cómo fomentamos el esfuerzo? La respuesta de Quintana es, por un lado, tautológica, con fórmulas tales como la formación de un talante humano enérgico, la actitud laboriosa en el estudio, la formación del carácter moral (p. 134). Por otro lado, parece remitir la falta de esfuerzo a la falta de disciplina («en las escuelas de antes había como norma la obediencia, el silencio, el hacer los movimientos colectivos en fila, y había una serie de reglas a las que debían atenerse los alumnos en sus diversos quehaceres. Todo esto es educativo para los niños y los satisface, porque en el fondo prefieren el orden y el trabajo que el desorden y la ociosidad», p. 135), pero enseguida nos enteramos de que el mejor profesor es quien «ejerce su autoridad de un modo imperceptible, sin necesidad de castigar o amenazar, manteniendo a los alumnos en actividades, dándoles responsabilidades, y creando un clima en el que los alumnos se autodirigen» ( ibídem). Aunque Quintana no se ve a sí mismo como heredero de Dewey o de Luzuriaga, cabe preguntarse por la diferencia entre apostar por el control interno y reservarse el externo como último recurso, como éstos aceptaban, y defender la necesidad del control externo reconociendo la superioridad de su rival.Veamos, más en concreto, lo que Quintana dice de los malos alumnos. Por lo pronto, los clasifica con criterios directamente volitivos en dos grandes grupos, los que lo son a pesar suyo y los que lo son porque quieren.A los primeros hay que ayudarles todo lo posible, a los segundos «hay que pararles los pies y con energía (y aquí está una función de la autoridad educativa)».Y esto es todo, como en el soneto cervantino. Cosa distinta, quizás, al amor que predicaba Don Bosco, pero seguro que sólo un paso previo al diálogo y la comunicación que recomienda Marchesi como panacea.

La cuestión de la disciplina está abordada de un modo harto oblicuo en la obra de Víctor Pérez-Díaz y Juan Carlos Rodríguez, postrer volumen de los tres editados por la Fundación Santillana y dedicados al examen del sistema educativo español. Las más de quinientas páginas del libro describen con impresionante erudición, en primer lugar, la evolución del sistema desde el siglo XIX, y a continuación la situación actual, incluida la aprobación parlamentaria de la LOCE (Ley Orgánica de Calidad de la Educación, 2003). Para esta descripción se manejan con gran competencia y buen juicio crítico muchas fuentes, desde las jurídicas a las estadísticas, incluyendo las evaluaciones realizadas por el INCE, en particular la de la ESO de 1998, y la del informe PISA. Muy original es que el libro considere con objetividad estas evaluaciones, en particular la de PISA, lo que además tiene la asombrosa consecuencia de que no pueden mantenerse los habituales diagnósticos catastrofistas. Los alumnos españoles de quince años aprenden más o menos lo mismo que los europeos, de lo cual por lo menos no habría que avergonzarse. Sin diagnóstico catastrofista no hay males que atribuir ni a la falta de libertad ni a la falta de esfuerzo, y las reformas generales se quedan sin justificación.

No obstante esto, los autores arriesgan un diagnóstico del sistema educativo español desde un punto de vista moral, pese a no contar con fundamentos empíricos muy sólidos. «Lo que sabemos de la cultura adolescente –dicen– […] sugiere el clima moral y emocional de jóvenes orientados a vivir en el presente, y a satisfacer sus deseos sin el rodeo de un trabajo prolongado y complejo, es decir, lo que se ha llamado la cultura de la gratificación instantánea» (p. 473). Este hedonismo juvenil no se genera sólo en la escuela, sino que es más bien reflejo de una societas cupiditatis que se expresa en la escuela como lo hace en las demás instituciones sociales.Y como no se le atribuyen consecuencias sobre el estudio, representa sólo un resultado mejorable en términos de educación moral, no la causa de ninguna enfermedad de la escuela. Esto por un lado. Por otro, la parte primera del libro está dedicada a justificar las preferencias de sus autores por un modelo liberal frente a un modelo utilitarista, etiquetas aproximadamente equivalentes –con matices– a las más usuales de tradicional y progresista. Lo característico de la escuela liberal es que persigue la apropiación de tradiciones culturales por medio del estudio, actividad para la que son muy convenientes la autoridad del maestro (en realidad inevitable) y el esfuerzo (es decir, «curiosidad, paciencia, honestidad intelectual, exactitud, esfuerzo, concentración, duda» en una de las enumeraciones) del alumno. En el modelo liberal, la curiosidad no es un instinto que le viene dado gratis al alumno, sino una virtud a construir con disciplina.

Las consecuencias de este modelo liberal para el aprendizaje apenas quedan insinuadas. La preferencia por la escuela liberal no se basa en los resultados, sino en los procesos. PérezDíaz y Rodríguez reconocen que el sistema educativo español va aceptablemente bien y se limitan a sugerir que quizás iría mejor con una cultura del esfuerzo que ellos prefieren por razones morales. Es una preferencia discutible, pero a la vista de los modales que se gastan los contendientes habituales, se aprecia mucho que la planteen como discutible.
Ninguno de los dos paladines de la autoridad resulta tan fiero. Están dispuestos a admitir que lo externo es sólo provisional, un andamio, una estructura de reserva que se usa cuando lo demás falla y que se retira en cuanto el alumno se comporta con autonomía. No ven contradicción en educar para la libertad valiéndose de la coerción, pues precisamente en eso consiste la educación, en apoyar al alumno mientras se desarrolla. No niegan que el fin de la educación sea la autonomía, sino que el mejor método de llegar a ella sea fingirla desde el primer momento. En cuanto al esfuerzo, su punto de vista es que, con la transición de la infancia a la pubertad y de la heteronomía a la autonomía moral, se puede y se debe pasar del juego y el descubrimiento, siempre controlado al cabo por el maestro, al estudio dirigido por el propio alumno y a la capacidad de aprender por sí mismo, es decir, a la autonomía. Por lo demás, ellos no excluyen el juego ni ningún otro modo de motivar: piden sólo que no se prohíban la autoridad y la sanción cuando sean necesarias.


DOS ESTUDIOS EMPÍRICOS


Los tres enfoques o niveles de la disputa sobre el esfuerzo y la autoridad que comenzamos distinguiendo (recordemos: el de la eficacia, el de la educación moral y el de las relaciones profesor-alumnos) pueden beneficiarse de la ayuda de estudios empíricos. Para empezar, sabemos sin lugar a dudas por los informes PISA que la enseñanza española está a la altura de las mejores del mundo, no habiendo desastre ni enfermedad que achacar ni a la falta de autoridad ni a la falta de inversiones. Esto no significa, desde luego, que no exista relación entre aprendizaje, motivación y autoridad. El proyecto PISA acaba de dar lugar a dos estudios sobre esta materia.
 

A Sense of Belonging and Participation tiene como objeto un comportamiento (el absentismo escolar) y una actitud (el gusto por la escuela). ¿Van realmente los alumnos más y más felices a las escuelas con métodos activos y disciplina interna? La cuestión afecta a un supuesto básico más o menos unánimemente compartido, a saber, que los alumnos rechazan la autoridad y se sienten más a gusto y mejor motivados sin ella. Pues bien, el estudio de los datos PISA pone en cuestión este supuesto: las escuelas tienen mayores niveles de compromiso estudiantil cuando hay en ellas un fuerte clima de disciplina, además de buenas relaciones entre alumnos y profesores y altas expectativas de éxito para los estudiantes. No sólo faltan los alumnos menos cuando hay disciplina y exigencia, sino que además se sienten más a gusto en la escuela. Los autores realmente no esperaban este resultado, pero conceden galanamente sus consecuencias. No se disminuye el absentismo ni se aumenta la motivación por el estudio reformando las escuelas, ni cambiando el currículum, y menos en el sentido de que siendo actualmente en exceso «abstracto, verbal, sedentario, individualista, competitivo y controlado por otros», deba pasar a ser más «concreto, orientado a problemas, activo, sinestésico, cooperativo y autónomo». Sin duda alguna, un punto para los conservadores.

El segundo de los estudios adicionales de PISA, Learners for Life, trata de la autonomía en el estudio, o de la medida en que los alumnos están preparados para aprender por sí mismos a lo largo de la vida, ya sin ayuda de escuelas ni profesores. En realidad, se analizan sus respuestas a preguntas sobre si usan ciertas estrategias de estudio y si su motivación es instrumental. Las preguntas no parecen haber sido diseñadas para este fin, o simplemente se diseñaron mal. Un resultado interesante es que los estudiantes con una fuerte motivación instrumental, los que dicen estudiar para tener un buen trabajo y dinero, son también los que más se esfuerzan y los que más memorizan, elaboran y controlan, es decir, los que estudian de modo más consciente y sistemático. Puede elaborarse a partir de aquí un argumento sobre la sustitución del juego por el esfuerzo y la técnica, que sería mejor si se hubieran tenido en cuenta otros tipos de motivación y disciplina. La relación con el aprendizaje puede estudiarse menos todavía, debido a que las pruebas PISA tienen el problema de ser más bien tests de inteligencia que de aprendizaje, y nunca sabemos si deben usarse como explanans o como explanandum. Pero hay un resultado de este estudio deletéreo para nuestra disputa, a saber, que la motivación y las estrategias de estudio no tienen relación ni con los países ni con las escuelas. La casi totalidad de las diferencias se dan entre alumnos, dentro de las escuelas. Esto significa que estamos ante un rasgo individual no influido por la organización escolar. Más claro: que las estrategias de estudio y la motivación dependen de la personalidad de los estudiantes y que las escuelas no influyen en ninguna de las dos. Como dicen los autores, «relativamente pocas escuelas consiguen promover entre sus estudiantes enfoques particularmente fuertes del aprendizaje».

Estos estudios de la OCDE no han llegado ni mucho menos a resultados extraños. Quienes primero han propuesto y luego impuesto sustituir la autoridad y el esfuerzo por la igualdad y el juego nunca han podido probar que sus métodos sean más eficaces. Con frecuencia han interpretado a su favor el estudio de Lewin y Lippitt sobre tres tipos de liderazgo en un campamento juvenil –autoritario, laissez-faire y participativo–, pero recordando que el participativo gustó más a los alumnos y olvidándose de que el autoritario resultó más eficaz.Tampoco han podido mostrar que desarrollan de ese modo personas moralmente más maduras, autónomas o responsables, salvo por los padecimientos de muchos escritores en colegios religiosos.
Excluidas las razones de eficacia intelectual o moral, quedan las referidas a las relaciones interpersonales. ¿Hay en este campo fundamento para prescribir las relaciones horizontales, de participación y comunicación, hasta el punto de prohibir o excluir las verticales, de autoridad y sanción? La pedagogía es en principio resultado de la reflexión de los educadores sobre su propia actividad; siendo la educación un arte, y no una ciencia, debería enseñar qué recursos funcionan mejor y cuáles peor en qué situaciones y con qué tipos de individuos. Dados los objetivos, los métodos deberían depender de los alumnos. Pero a lo que invariablemente llegan las discusiones es a la oposición abstracta entre juego y coacción, interés o disciplina. Unos prefieren hacer el estudio atractivo mediante una combinación de libertad y juego hasta que le encuentre sentido, dicen unos. Otros acostumbrándolo a trabajar desde pequeño hasta que el estudio se convierta en un hábito.Y ambos citarán casos en que sus métodos funcionaron.Así, los individuos con poco control interno, proclives, por ejemplo, a abandonar los deberes por terminar de leer una novela para luego arrepentirse de haberlo hecho, pueden buscar y estar felices con el control externo. En cambio, los individuos capaces de controlarse a sí mismos pueden preferir hacer las cosas a su manera y odiar los controles externos. Los unos confirman los puntos de vista de los partidarios de la disciplina externa, los otros son la delicia de los pedagogos progresistas. Realmente, lo que esto demuestra es que no hay nada de malo en combinar todos los recursos, dependiendo del alumno. Pero lo que hacen ambos bandos es seleccionar las experiencias de aprendizaje que confirman su visión de las cosas. Encerrados cada cual en su caverna, dan por reales únicamente las sombras que pasan por ellas. ¿Por qué se encierran? Quizá porque unos se ven bien a sí mismos sólo persuadiendo, mientras que otros se conciben de modo aceptable imponiéndose. ¿No será que, en fin de cuentas, la clase de pedagogía que se defienda depende de la clase de persona que uno sea?

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