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CORMAC MCCARTHY. TRILOGÍA DE LA FRONTERA

TRILOGÍA DE LA FRONTERA

CORMAC MCCARTHY

Todos los hermosos caballos, En la frontera y Ciudades de la llanura, de Cormac McCorthy, han sido editadas por Editorial Debate.

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Hay en estos tres libros admirables una característica que no deja de llamar la atención y es el hecho de que el mundo que los sostiene es un mundo eminentemente masculino. No me refiero sólo a que todos los personajes de importancia lo sean, sino a la concepción misma de cada una de las tres novelas y de las tres en su conjunto. Aún más: la idea central de la obra se refiere a la soledad masculina con ausencia de la presencia femenina. No quiero decir que no haya mujeres (de hecho, tres de ellas son determinantes en el desarrollo de los acontecimientos), digo que no forman parte del alma del conflicto sino del paisaje donde éste se cuece, como si el alma del relato perteneciera en exclusiva a los protagonistas masculinos y la presencia femenina no fuera sino la misma que la del destino aciago: un accidente necesario y fatal. Y también es de notar el hecho de que, mientras la presencia de la mujer es una presencia de perdición –no porque lo sea en sí, pues es la depositaria del amor, sino porque no logra establecer otra relación que la de ser el recipiente en que el amor masculino se vierte-la presencia del camarada –amigo, hermano, padre o compañero de trabajo– es la única que establece el posible asidero de toda pérdida, excepción hecha del único superviviente, Billy Parham, cuya soledad es la pareja perfecta de su errancia sin fin.

La Trilogía plantea una defensa desesperada del individuo frente a un entorno cambiante. No es la lucha por sobrevivir en el medio, es la lucha por existir en los límites cada vez más estrechos de un mundo que desaparece. Es decir, se trata de una agonía en la que la defensa de unos valores adquiere caracteres épicos, pero no ejemplares, que son una condición fundamental de la épica. Porque desde el principio sabemos que todos los personajes se mueven en un espacio crepuscular. Lo que sucede es que McCarthy sólo se interesa por aquellos a los que el espacio nuevo –el que desplaza al antiguo– va a sacrificar, no por aquellos que van a integrarse para sobrevivir en él, cualquiera que sea el precio que paguen. La historia del desastre será, pues, una historia dramática, pero no épica. La épica sólo crea héroes, mas en este caso su ejemplaridad, que es la característica de todo héroe clásico, no es el sentido de la vida sino tan sólo el encuentro con la extinción. Son héroes del relato que cuenta su extinción.

Y el individuo, como señalaba antes, es masculino. Hay una afirmación significativa al comienzo del primer volumen, Todos los hermosos caballos: «Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo». Yo creo que estamos ante el mito del centauro traído al mundo moderno como representación de un valor condenado a perecer por falta de espacio vital. Los centauros son seres monstruosos, fabulosos o legendarios, según las versiones, que se caracterizan por su rudeza y su vida apartada en las regiones montañesas de Tesalia y Magnesia. Para la simbología constituyen la inversión del caballero, esto es, los instintos, el inconsciente. Sin embargo son hijos de Centauro, que nace de la coyunda de un dios –Apolo– con una hija del agua, o de un héroe desdichado –Ixión– con una nube; y, en una versión posterior, de su unión con yeguas magnesias. Rudos, solitarios, en estado bruto, pero también sensibles como Quirón o Neso –un centauro fronterizo– habitan en territorios semisalvajes, como el territorio mexicano al otro lado de la frontera.

Centauros –aunque no míticos sino reales– son también los jóvenes protagonistas de estas tres novelas. Su juventud convierte la Trilogía en una historia de formación, pero de una formación muy peculiar, pues los ahoga hasta asfixiarlos. Por eso prefiero pensar que se trata de un aprendizaje del heroísmo en el cual lo que convierte a la épica en drama es el destino de los jóvenes centauros, pues su ejemplaridad es estéril, tan estéril como su amistad: son fuerzas muy intensas destinadas a la esterilidad, representada por la soledad y la muerte. Al término de su lectura, el lector se pregunta: ¿para qué todo este esfuerzo heroico? Y no hay otra respuesta que ésta: para la extinción. Todo cuanto hacen es vivir ciegamente, empecinadamente, sin que por un momento ninguno de ellos se detenga a pensar que quizá debe cambiar. Su rudeza reside en el modo de vida; su brutalidad, en el incuestionamiento de lo que parecen condenados a aprender y cumplir. Son centauros en un mundo de máquinas que tritura esa forma de vida. ¿Y su leyenda?

El misterio de su obcecación es paralelo a la realidad de su virilidad. La suya es una concepción masculina del mundo en estado inmune. Sin embargo, como todo lo que muere luchando, su combate tiene la grandeza de las fieras, pero no la ejemplaridad de los mártires, porque no hay dioses a los que encomendarse ni cuerpo místico al que transmitir su entereza y sus valores. La masculinidad de los personajes de McCarthy es laica, la ausencia real de cualquier dios es de una sequedad implacable; no hay más salida que la extinción y quien no cumple con ella, como Billy Parham, se convierte en un anciano igualmente estéril, abandonado y errante que no puede atender siquiera el discurso que una especie de ángel vagabundo le espeta en la carretera. Pero el objetivo literario de McCarthy no es el lamento por los héroes de una realidad perdida sino la creación de esa realidad.

Hasta que Billy Parham recala en casa de una familia como fue la suya o la de Grady, pero ya en el año 2002. Y justamente ahí, acogido por la bondad de corazón de esa familia, emerge el único legado de esa gente: en su ceguera se han destruido, pero no contaminado; lo que queda de ellos ya no es la masculinidad, cuyo espacio tal como lo conocían ha sido ahogado, sino lo que le permite seguir respirando hasta morir, en cualquier espacio: la rectitud. El final reúne al hombre con su origen, la vida, por medio de una dadora de vida. Hablan la madre de la familia y el anciano y desprotegido Billy:

«–No soy lo que usted piensa. Yo no soy nada. No sé por qué me aguanta.
–Verá, señor Parham. Sé quién es usted. Y yo sí sé por qué. Ahora duerma. Hasta mañana.
–Sí señora». (Pero el original inglés dice: Yesmam y el inevitable doble sentido es más sugerente así).

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