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Transición, democracia y nihilismo

El precio de la Transición

Gregorio Morán

Madrid, Akal, 2015

272 pp. 20 €

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Los malos juegan y ganan

Gregorio Morán (Oviedo, 1947) se dio a conocer al gran público en 1979 con la publicación de una demoledora biografía del entonces presidente del Gobierno, titulada Adolfo Suárez. Historia de una ambición, de la que se vendieron cien mil ejemplares en un año. El libro presentaba a Suárez como un arribista integral que había programado toda su vida en función de un único objetivo: alcanzar el poder y quedarse con él mientras los demás se lo consintieran. Eran días en los que el político de Cebreros disfrutaba del doble favor del electorado, que en marzo había revalidado la mayoría parlamentaria de UCD, y del rey Juan Carlos, principal impulsor de su asombrosa carrera política en los últimos años. Nada hacía presagiar que las cosas iban a cambiar muy pronto y que el presidente Suárez perdería a lo largo del año siguiente el apoyo de todos aquellos que lo habían encumbrado, desde la opinión pública hasta el rey, pasando por su propio partido, UCD, cuyas intrigas, divisiones y deslealtades fueron probablemente el desencadenante de su dimisión en enero de 1981. Un desenlace que Gregorio Morán descartó como hipótesis al final de su libro al atribuirle «una característica que viene de sus maestros: su miedo a dimitir»Gregorio Morán, Adolfo Suárez. Historia de una ambición, Barcelona, Planeta, 1979, p. 392.. Aceptar que Suárez pudiera renunciar voluntariamente al poder hubiera planteado una contradicción flagrante con el personaje presentado por Morán. En cambio, su imagen de un presidente del Gobierno aferrado a la poltrona resultaba plenamente acorde con ese cúmulo de miserias, traiciones y vilezas que jalonaban la trayectoria de Adolfo Suárez desde su más tierna infancia.

Ocurrió, sin embargo, lo contrario de lo que el autor aventuraba en su biografía. Y no sólo eso. Después de dimitir, tuvo durante el 23-F un comportamiento ejemplar ante los golpistas, a los que hizo frente con la valentía y la dignidad de quien cree en los valores y en la institución que encarna, aunque sólo fuera ya como presidente en funciones. Afortunadamente, hay un vídeo que lo demuestra; de lo contrario, sabe Dios qué estarían diciendo algunos sobre lo ocurrido en el hemiciclo del Congreso aquel 23 de febrero de 1981. Esas imágenes, junto a su posterior tragedia familiar y personal, contribuyeron a mejorar notablemente la opinión sobre el expresidente, demonizado por propios y extraños en su última etapa en La Moncloa y rehabilitado en los años siguientes por una buena parte de la opinión pública y de la clase política española. Incluso Gregorio Morán ofreció una imagen algo más amable del personaje en su libro Adolfo Suárez. Ambición y destino, publicado treinta años después de aquel despiadado retrato de 1979. Eso sí: lo que ahora ganaba Suárez, mostrado «con todas sus luces y todas sus sombras» en esta versión corregida y ampliada de aquel libroTexto de la contraportada del libro; Gregorio Morán, Adolfo Suárez. Ambición y destino, Barcelona, Debate, 2009., lo perdía el rey Juan Carlos, consagrado, más aún que en Historia de una ambición, como el gran villano de esta historia.

Es una constante en los libros de Gregorio Morán que al final siempre ganen los malos. Buen ejemplo de ello es su última obra, El cura y los mandarines, una historia de trepas, pícaros y aprovechados que sigue el patrón establecido por el autor en su biografía de Adolfo Suárez. Esta interpretación fatalista de la historia de España inspira también, como no podía ser de otra forma, El precio de la Transición, obra publicada por primera vez en 1991 y que ahora ve la luz de nuevo en un contexto más receptivo que entonces a su apocalíptica visión de aquellos años. Él mismo lo insinúa en el prólogo cuando recuerda el silencio con que fue recibido el libro en los mismos círculos académicos en los que recientemente, al calor del fenómeno Podemos, su obra ha pasado a ser una referencia inexcusable para entender la crisis del sistema político vigente (p. 12). Todo vendría del vicio de origen de una democracia que él compara con una casa de lenocinio regentada por una clase política de la más variada procedencia, pero capaz de ponerse de acuerdo en el reparto de los beneficios de su lucrativa actividad. De ahí el famoso consenso como una «omertà cuasi mafiosa» (p. 83) entre aquellos que hicieron la Transición y se enriquecieron a costa de los demás. Porque al final todo se redujo a eso, a un «quítate tú, que me pongo yo», pero hecho con orden y concierto, sin ese barullo de otros tiempos, y con gran alarde de fórmulas políticas deslumbrantes, tales como Constitución, consenso, amnistía o reconciliación nacional, destinadas a encandilar al personal. El resultado fue una catástrofe colectiva de la que los españoles aún no nos hemos recuperado, ni es probable que lo hagamos, porque ya se sabe que en la historia de España siempre ganan los malos: «Nunca tantos perdieron tanto» (p. 10), concluye Morán al hacer balance de lo ocurrido, mientras que los beneficiarios de aquel proceso fueron muy pocos, pero ganaron mucho. Durante años, esta fue una verdad incómoda que nadie quiso aceptar. Pero el tiempo –viene a decirnos el autor– ha acabado dándole la razón, como han reconocido incluso, aunque sea un poco a regañadientes, algunos de aquellos que otrora lo ignoraron. Más vale tarde que nunca.

Maniqueísmo y nihilismo

En realidad, las críticas a la Transición fueron ya entonces moneda corriente entre la extrema izquierda y el nacionalismo radical, sobre todo vasco, y en muchos casos sirvieron para justificar la violencia como única forma de provocar la verdadera ruptura con el franquismo. La idea de que aquello fue un simple «pacto de elites» entre el poder y la oposición viene de esa época y esos ambientes. Un intelectual de los viejos tiempos, José Bergamín, próximo a Herri Batasuna, se lo dijo a Fernando Savater poco antes de morir en 1983 bajo un gobierno socialista elegido democráticamente: «Desengáñate; lo que este país necesita es otra guerra civil, pero que esta vez ganen los buenos»Fernando Savater, Mira por dónde. Autobiografía razonada, Madrid, Taurus, 2003, p. 339..

Gregorio Morán no anda muy lejos de ese maniqueísmo de salón al que tan aficionado era el poeta y ensayista de la Generación del 27. En cambio, no puede decirse que comparta con el viejo Bergamín, del que echa pestes en su último libro, ni su obscena fascinación por la violencia ni su simpatía por el terrorismo etarra. Algo es algo, aunque afirmar en relación con los crímenes de ETA que «esa es muy otra historia» supone hurtar un elemento clave de la Transición y adentrarse en una interpretación del fenómeno plagada de lagunas y riesgos. Sólo por la incomodidad que el tema le produce se explica su intento de eludirlo con esa salida por la tangente, porque sin el trágico telón de fondo del terrorismo y de los centenares de muertos que causó es imposible entender aspectos fundamentales de aquel proceso, desde la fuerte erosión que sufrió Suárez en su último año en la Moncloa hasta la constante amenaza de una sublevación militar. He aquí, en el golpismo, otra llamativa ausencia en esta obra, salvo alguna referencia incidental, como cuando alude, de nuevo como si el tema le incomodara, a «presuntos peligros desestabilizadores» (pp. 22-23). Los peligros eran reales y la importancia del terrorismo y el golpismo, retroalimentándose en su lucha sin cuartel contra la democracia, resulta incontestable. No es casualidad que el golpe del 23-F se produjera después de un año de intensa actividad terrorista, que dejó un balance de 124 muertos, de ellos casi un centenar en atentados perpetrados por ETA contra miembros de las Fuerzas Armadas, la Guardia Civil y la Policía Nacional. ¿De verdad cree Morán que esa es «muy otra historia»?

Atentado contra Luis Carrero Blanco, Madrid, 1973

La tesis que se defiende en El precio de la Transición tuvo, pues, sus partidarios en aquel momento. Otra cosa es que el autor prefiera ignorar esos antecedentes, no sólo porque, de lo contrario, su obra perdería buena parte de la originalidad que se arroga, sino porque reconocerlos supondría dar la razón a quienes defendieron entonces el terrorismo como alternativa a una operación política que, según ellos, hizo de la (falsa) democracia la continuación del franquismo por otros medios. Se entiende que Morán haga todo lo posible por evitar a semejantes compañeros de viaje y borrar las huellas que podrían relacionar su crítica a la Transición con la que formularon en su día grupos políticos y medios de comunicación –Egin, sin ir más lejos– que él mismo debe de tener por muy poco recomendables. De ahí arranca la deriva nihilista de este libro: de la imposibilidad de encontrar en el amplísimo muestrario político de la época una sola opción que representara la lucha por eso que él entiende como una verdadera democracia, a saber: «La libertad sin oligarquías que la limiten, la transformación social y la política como actividad abierta de la ciudadanía» (p. 36).

Esa opción no la reconoce ni en la izquierda radical, calificada de «hija putativa del dogmatismo escolástico de posguerra» (p. 223), ni, desde luego, en la izquierda mayoritaria (PSOE y PCE), a la que excomulga en su totalidad, sin matices ni atenuantes, por haber apostatado de todo aquello que hasta entonces había sido su razón de ser, la república en primer lugar. Ante la insolvencia moral y política de sus líderes, principalmente Felipe González y Santiago Carrillo, y la «fragilidad analítica de la oposición» (p. 65), la derecha consiguió imponer fácilmente su dominio de las claves psicológicas e institucionales del poder. Se hizo tabla rasa del pasado, se olvidaron los viejos ideales, se consiguió a lo sumo una libertad otorgada, se redujo a la ciudadanía a una especie de minoría de edad permanente y se legalizó la monarquía en una Constitución que, para más inri, fue votada en referéndum. El balance de ese conjunto de renuncias y claudicaciones es lo que Morán llama «el precio de la Transición», entendido como un gran desfalco histórico llevado a cabo –ya se ha visto– por una minoría audaz sobre los bienes y derechos de una mayoría resignada. En esa siniestra operación política participaron con mayor o menor protagonismo todos los líderes políticos del momento, cualesquiera que fueran su partido y su pasado. No había esperanza ni alternativa. ¿O sí? 

La Segunda República como ucronía

Dice Morán que la victoria del PSOE en las elecciones de 1982 no supuso, en contra de lo que podría parecer, un regreso a la política republicana de los años treinta: «Nada que ver» (p. 247), apostilla. Y tiene razón. Felipe González se lo dijo muy claro a los miembros de su primer gobierno: «Que no nos pase como en la Segunda República». Había que conseguir que esta vez la libertad fuera «irreversible»Citado en José García Abad, El hundimiento socialista. Del esplendor del 82 al cataclismo del 20-N, Barcelona, Planeta, 2012, pp. 36-37.. En otra ocasión criticó la «terrible impaciencia» de la República como una de las razones de su fracasoFelipe González a María Antonia Iglesias en María Antonia Iglesias, La memoria recuperada. Lo que nunca han contado Felipe González y los ministros socialistas, vol. 2, Madrid, Punto de Lectura, 2005, p. 540.. La izquierda tenía, por tanto, que andarse con tiento si no quería acabar como entonces.

Se diría que las palabras de González avalan la tesis de Gregorio Morán sobre la mentalidad claudicante de la izquierda en la Transición y su renuncia a todo aquello por lo que habían luchado los suyos. Y, sin embargo, no es así. No fue el PSOE felipista el que renegó de sus sacrosantos principios. Fueron sus viejos dirigentes del exilio, los protagonistas de la vida política española en los convulsos años treinta, los primeros en reconocer sus graves equivocaciones de entonces por exceso de confianza y de sectarismo. Así lo hizo, por ejemplo, el socialista Luis Araquistáin, brazo derecho de Largo Caballero y principal ideólogo de la bolchevización del PSOE en 1933, quien, ya en el exilio, pronunció en Toulouse una conferencia titulada Algunos errores de la República española. Entre ellos destacó la inoperancia de aquel régimen, víctima de su falta de pragmatismo, y los excesos de su política militar y anticlerical, dos aspectos clave de su actuación en los que la República sobreestimó sus fuerzas y provocó imprudentemente a instituciones muy poderosas. Para el futuro, Araquistáin abogará por una política moderada y conciliadora que apacigüe las tensiones, en vez de agravarlas, como hizo la izquierda en los años treinta: «Hoy son pocos los españoles –llegará a decir el orador– que no estén en su fuero interno arrepentidos de los errores que cometieron»Luis Araquistáin, «Algunos errores de la República española», texto de la conferencia que pronunció el 10 de enero de 1947 en la sede del PSOE en Toulouse; Archivo Histórico Nacional, Madrid, secc. Diversos: Papeles de Luis Araquistáin, legajo 44 (en adelante, Papeles de Araquistáin)..

Es la misma impresión que transmiten en su correspondencia particular de la posguerra otros dirigentes de la izquierda, como Indalecio Prieto, al afirmar en una carta a Negrín escrita nada más salir de España: «Pocos españoles de la actual generación están libres de culpa por la infinita desdicha en que han sumido a su patria. De los que hemos actuado en política, ninguno»Carta de Prieto a Negrín, 3 de julio de 1939; Epistolario Prieto-Negrín, Barcelona, Fundación Indalecio Prieto-Planeta, 1990, p. 151.. Como reconocimiento de su propia responsabilidad pueden considerarse igualmente estas palabras del propio Negrín: «Espero que el pueblo nos colgará a todos el día, ya próximo, que en España volvamos a poner el pie»Negrín a Araquistáin, 25 de marzo de 1944; Papeles de Araquistáin, legajo 35.. También Azaña –y él probablemente antes que nadie– se lamentó de la incapacidad del régimen republicano para establecer «un pacto como aquel que se atribuyó a los valedores de la Restauración». La República debía haber propiciado «una solución de término medio», un «convenio táctico», como el que permitió a Cánovas y Sagasta asentar la monarquía constitucional sobre la base del turno pacíficoManuel Azaña, La velada en Benicarló. Diálogo sobre la guerra de España, Buenos Aires, Losada, 1939, pp. 74-75.. «Asenso común»: eso es lo que, según Azaña, le había faltado a la política española«Las guerras civiles, pronunciamientos, destronamientos y restauraciones, reveladores de un desequilibrio interno, enseñan que los españoles no quieren o no saben ponerse de acuerdo para levantar por asenso común un Estado dentro del cual puedan vivir todos, respetándose y respetándolo» (Manuel Azaña, «La insurrección libertaria y el “eje” Barcelona-Bilbao», artículo escrito durante la Guerra Civil e incluido en el libro Manuel Azaña, Sobre la autonomía política de Cataluña, Eduardo García de Enterría (ed.), Madrid, Tecnos, 2005, p. 235).. Si no utiliza consenso es porque la propia palabra –no digamos la idea– era completamente ajena al lenguaje político de la época.

Se equivoca Morán, en su ucronía republicana, al ponderar el afán conciliador y pactista de la Segunda República. «No más pactos: si quieren una guerra civil, que la hagan», tronó en las Cortes constituyentes el ministro Álvaro de Albornoz, dirigiéndose a quienes censuraban el carácter excluyente de la nueva constituciónCitado en José Varela Ortega, Los señores del poder, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2013, p. 154.. Tampoco puede decirse que fuera la oposición conservadora la primera en romper el «consenso social» en torno a la República, como sugiere el autor al afirmar que, apenas unos meses después de la proclamación del régimen, «la derecha se volvía belicosa y la situación inestable» (p. 24). Ya en septiembre de 1931, alguien tan poco sospechoso, de nuevo, como Manuel Azaña calificaba de «guerra civil» la hostilidad de la CNT hacia el Gobierno, y en particular hacia los socialistasManuel Azaña, Memorias políticas y de guerra, vol. I, Barcelona, Crítica, p. 192.. Y, en efecto, la prensa anarquista, con Solidaridad Obrera a la cabeza, dedicó a la República los más duros calificativos que tuvo que sufrir en aquellos años, por ejemplo, en ocasión tan señalada como el segundo aniversario del 14 de abril, con la coalición republicano-socialista todavía en el poder: «Sangre, degollamiento, incendios, asesinatos, cárceles, miseria», tal era para la CNT el balance que había dejado aquella «dictadura binominal y bifacética» en sus dos primeros años de existencia«Dos años de República», Solidaridad Obrera, 14 de abril de 1933.. Hasta el PSOE, a partir de su giro bolchevique en 1933, se desmarcó de una república burguesa en la que, según Largo Caballero, no cabían ni siquiera las tímidas reformas sociales que intentó llevar a cabo como ministro de Trabajo. El Socialista renegará públicamente de ella en el Bienio Negro, no sólo en su versión radicalcedista, sino bajo cualquier apariencia que adoptase. Por el bien de todos, la República debía pasar a mejor vida: «¿A manos de quién debe morir?», se preguntaba El Socialista. «A las de cualquiera. Eso nos es indiferente»«Denuncia de la República. Ni vestida ni desnuda nos interesa», El Socialista, 28 de julio de 1934..

Se equivoca Morán, en su ucronía republicana, al ponderar el afán conciliador y pactista de la Segunda República

Ya se ve que el distanciamiento del PSOE respecto al régimen del 14 de abril venía de muy lejos. También su renuncia a la república como forma de gobierno, una de las principales pruebas de cargo que el autor esgrime contra la izquierda en la Transición, cuando, sin motivo alguno, decretó «el agotamiento de la vía republicana». No fue, como dice Morán, «prácticamente desde el día que Franco murió» (pp. 98-99), sino mucho antes. A finales de 1948, reciente aún el pacto de San Juan de Luz entre monárquicos y socialistas, Luis Jiménez de Asúa, ponente de la Constitución de 1931, se expresó casi literalmente en los términos que Morán atribuye a esa izquierda renegada de los años setenta: «La ruta republicana es una vía muerta», le dijo a Prieto, y ante ello no cabía opción más honrada y sensata que «entendernos limpiamente con los monárquicos»Carta de Luis Jiménez de Asúa a Indalecio Prieto, fechada en Buenos Aires el 12 de diciembre de 1948; Fundación Pablo Iglesias-Archivo Luis Jiménez de Asúa, Alcalá de Henares: 419-38.. No tiene suerte Morán con los ejemplos que le sirven para justificar su edulcorada visión de la República como contraimagen de la Transición. Cuando recuerda la incompatibilidad entre el franquismo y cualquier forma de pensamiento liberal, no se le ocurre nada mejor que traer a colación el nombre de Melquíades Álvarez, liberal de pro, venido a menos en los años treinta, hasta encontrar un trágico final al principio de la Guerra Civil, pero no en la España sublevada, sino en el Madrid republicano, donde fue asesinado en una de las numerosas sacas de presos de aquellos meses. Considerar, como hace Gregorio Morán, que la izquierda obrera integrada en el Frente Popular defendía la causa de la democracia es, en el mejor de los casos, una ingenuidad. Nada más conocer la noticia del asesinato de Calvo Sotelo, pocos días antes del comienzo de la Guerra Civil, Luis Araquistáin, a la sazón diputado socialista del Frente Popular, le hará a su hija un certero diagnóstico de la situación: «Entramos en la fase más dramática de la República. O viene nuestra dictadura o la otra»Carta de Luis Araquistáin a su hija Sonia, fechada el 12 de julio (debe de ser del 13) de 1936; Papeles de Araquistáin, legajo 24.. Debe de ser eso lo que Morán llama «el fervor democrático y antifascista de julio de 1936» (p. 21).

La Transición supuso, según sus palabras, «una continuidad con lo existente» (p. 237). Es un argumento que viene utilizándose desde entonces para deslegitimar el actual sistema democrático, surgido de una reforma superficial que habría dejado en pie buena parte de la estructura del régimen anterior. No hubo una auténtica ruptura, a diferencia de aquel 14 de abril de 1931 en que España, como dijo el almirante Aznar, se acostó monárquica y se levantó republicana. Acto seguido, se cambiaron el himno y la bandera y se sometió al rey Alfonso XIII a un proceso político en las Cortes –una «pamplina», según Indalecio Prieto– en el que fue condenado a la pérdida de todos sus bienes y derechos. No cabía, pues, mayor ajuste de cuentas con el pasado, y eso no bastó para que la República –presidida, por cierto, por un exministro de Alfonso XIII– se viera libre del estigma de una presunta «continuidad con lo existente». En palabras escritas entonces por un conocido periodista anarquista, fue una «república plutocrática [y] reaccionaria», «continuadora de la España castiza», que «heredaba de la Monarquía, íntegramente, todos los vicios que prostituyeron la vida del país»Salvador Cánovas Cervantes, Proceso histórico de la Revolución española (Apuntes de Solidaridad Obrera), Gijón, Júcar, 1978, pp. 60-64.. Es, ni más ni menos, que lo que Morán reprocha a la Transición, surgida de las entrañas del franquismo para perpetuar sus vicios y salvaguardar sus intereses. Los socialistas de los años treinta se preguntarán también, sobre todo a partir de 1933 –los comunistas venían haciéndolo desde el principio–, en qué habían cambiado las cosas bajo el nuevo régimen. La cuestión, a fuer de repetida, acabará derivando en una pregunta retórica que se contestaba por sí misma: en nada. Pero esa equidistancia no parecía suficiente. Por eso, Largo Caballero, siempre dispuesto a ir un paso más allá que los demás, señaló que, en efecto, monarquía y república venían a ser lo mismo, si bien en materia económica esta última era aún peor que la primera. El principal periódico de su partido expresará la misma opinión. ¿La República, simple continuadora del régimen alfonsino? ¡Ojalá! Si hay que ser justos, dirá El Socialista, debemos reconocer que la Monarquía era menos mala que lo que vino después«Denuncia de la República», art. cit..

Gregorio Morán se mueve entre dos mundos paralelos, porque su crítica inmisericorde a la Transición se justifica principalmente por comparación con la República, aquella efímera edad dorada en la que floreció la libertad con un vigor sin par en la historia de España. No era esa, desde luego, la opinión que le mereció entonces a la izquierda. Llama la atención, en todo caso, la doble vara de medir que utiliza el autor de este libro para calibrar a uno y otro régimen. Si la Constitución actual nació, según él, con un grave déficit de legitimidad por la baja participación en el referéndum (67%) y por la exclusión del censo de los menores de veintiún años, habría que preguntarse cuál sería la legitimidad de la Constitución republicana de 1931, que ni siquiera se sometió al veredicto popular. Pero tal vez su mayor reproche a la Transición sea haber privado a los españoles de su derecho a ser felices: «La aspiración a la felicidad caducó como ambición, nada casualmente, al final de la transición española» (p. 253). De nuevo tiene mala suerte con los argumentos que elige para denigrarla, como si una extraña fatalidad hiciera que cada uno de ellos estuviera previamente desautorizado por la historia. ¿Fueron los responsables de aquel proceso, en su afán por amargar la vida a sus compatriotas, los primeros en disociar libertad política y felicidad individual? Rotundamente, no. «La libertad no hace felices a los hombres», advirtió Azaña en 1930: «los hace simplemente hombres». Muy importante debió de parecerle esta idea, porque la repitió dos años después, siendo ya presidente del Gobierno, con una significativa alteración respecto a la versión original: «La república no hace felices a los hombres. Lo que los hace es simplemente hombres»Manuel Azaña, «La Revolución en marcha», discurso pronunciado en Madrid el 29 de septiembre de 1930, y «La República como pensamiento y acción», alocución pronunciada el 4 de abril de 1932; Obras completas, Santos Juliá (ed.), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, vol. 2, pp. 994-995, y vol. 3, p. 323.. Suya fue también la recomendación a los españoles, formulada en plena Guerra Civil, de que en el futuro escucharan la lección de eso que él llamó «la musa del escarmiento». Sólo así conseguirían evitar los errores del pasado«Discurso en el Ayuntamiento de Barcelona» pronunciado el 18 de julio de 1938; ibídem, vol. 6, p. 181.. Es lo que hicieron cuarenta años después.

El precio (in)justo

El anatema lanzado por el autor contra la Transición parte, pues, de la idea de que sus artífices –«cínicos irremisibles», «individuos sin grandeza»– perpetraron una traición alevosa contra quienes, con mucha mayor preparación y altura de miras, dirigieron los destinos del país en los tiempos gloriosos. Cita entre ellos a Prieto y Negrín, y aun habría que añadir a Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Luis Araquistáin, Manuel Azaña y tantos otros dirigentes de la izquierda que, tras la derrota, trabajaron por una futura democracia en la que, en palabras de Araquistáin, tuvieran cabida «los intereses de la mayoría de los españoles, llámense de derechas, centro o izquierda»Carta de Luis Araquistáin a Antonio García López fechada el 25 de marzo de 1956; Papeles de Araquistáin, legajo 29.. ¿República o Monarquía? Para Largo Caballero, el problema de España en 1945 no podía plantearse así. Lo sustancial era la libertad, «luego que le ponga cada cual el nombre que quiera»Francisco Largo Caballero, Mis recuerdos, Ciudad de México, Ediciones Unidas, 1976, p. 302..

Esa democracia a la carta, basada en la reconciliación y el «asenso común», defendida por buena parte de las izquierdas vencidas en 1939, es fácilmente reconocible en la Transición democrática. No tiene sentido, por tanto, acusar a sus protagonistas de dar «lecciones políticas de altura a los mitos del pasado» (p. 22). Más bien actuaron como alumnos aventajados de quienes, después de la Guerra Civil, tomaron buena nota de los errores cometidos. Sólo en los últimos tiempos una izquierda heredera de aquella que en su día hizo la vida imposible a la república burguesa ha creído ver en aquel régimen el paraíso perdido y en la Transición el pecado original que nos ha llevado a este valle de lágrimas. Tiene razón Gregorio Morán en sacar pecho y presentarse como el primero en advertirlo, aunque la teoría de la Transición como continuadora del franquismo tuviera ya entonces sus adeptos entre aquellos que trataban de hacer de España una nueva Albania. Esa opción parece, sin embargo, tácitamente descartada por Morán cuando tacha a la izquierda radical de los años setenta de hija espiritual del franquismo. La verdadera alternativa hubiera consistido en enlazar «con lo mejor del período republicano» y recuperar «lo que pudiera tener de magnificencia el fervor democrático y antifascista de julio de 1936» (pp. 247 y 20-21), regresando así al paraíso que le fue arrebatado a la izquierda en aquella ocasión. Aquí es donde coinciden la posición que Gregorio Morán defendía en este libro hace un cuarto de siglo y la que ha acabado adoptando la izquierda neocomunista y posfelipista: frente a los males incurables de la Transición, la reivindicación de la Segunda República como ucronía en la que proyectar todas las fantasías políticas que la democracia deja hoy día insatisfechas.

¿Fue «abusivo», como se dice en el libro, el precio que pagamos por ella? Depende de la tasación que hagamos de su valor real. Para Morán, se nos endilgó como producto de marca un artículo de contrabando vendido a precio de oro. Y, sin embargo, pese a su nulo aprecio por la Transición, no deja de señalar algunas «consecuciones exitosas» –lo rebuscado de la expresión es sintomático del ímprobo esfuerzo que le cuesta reconocerlas–; entre ellas, «la Constitución, varias elecciones de limpieza democrática desusada, el inicio del sistema autonómico, la descrispación con las comunidades históricas del País Vasco y Cataluña» (p. 180) y otros logros que no llega a precisar. ¡Caramba! –pensará el lector–, pues no es tan mal bagaje, máxime si se tiene en cuenta que el presidente del Gobierno (Suárez) era «el rey de la chapuza», su partido (UCD) una «especie de banda borracha» y los demás una caterva de cínicos, mediocres y oportunistas. Con esos mimbres, no es de extrañar que Marcelino Camacho, diputado comunista en las Cortes Constituyentes, afirmara en octubre de 1977 que lo ocurrido en España, haber pasado de la dictadura a la democracia sin traumas graves, era «casi un milagro»Congreso de los Diputados, Diario de Sesiones, 14 de octubre de 1977, núm. 24, p. 961.. Una valoración sin duda incomprensible si prescindimos, como hace Gregorio Morán, de las enormes dificultades de aquel proceso, desde la crisis económica hasta el terrorismo, pasando por el golpismo.

Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo. Febrero de 1981

Al final, la cuestión del precio, justo o injusto, pagado por la democracia sólo puede resolverse en términos marxistas (de Groucho): comparado con qué. El régimen constitucional establecido en 1978 resiste dignamente el parangón con otras democracias de nuestro entorno, también muy cuestionadas. Su capacidad para renovar las instituciones, el sistema de partidos y el personal político se ha puesto de manifiesto muy recientemente y ha acallado ciertos tópicos sobre el blindaje del bipartidismo frente a sus adversarios. Si el criterio para medir la calidad de nuestra democracia se establece, como hace el autor de este libro, en función de la experiencia histórica de la Segunda República, sólo una visión extremadamente idealizada de esta última, que desde luego no compartirían sus protagonistas, podría servir para sacarle los colores a la democracia actual. Comparar «lo mejor del período republicano» con lo peor de la Transición es una operación tan sesgada e injusta como lo sería a la inversa.

Quedan el problema territorial y el de la corrupción, tal vez los dos principales argumentos a favor de quienes piensan que de aquellos polvos vienen estos lodos y que la democracia española está pagando tarde, pero con usura, el precio de una transición hecha de mala manera. Es la tesis de Morán, pero sorprendentemente ninguno de los dos problemas citados aparece en estas páginas, al menos en el cuerpo del libro, porque el de la corrupción figura de forma destacada en el prólogo, fechado en 2015, para desaparecer a continuación. Parece evidente, pues, que al escribir El precio de la Transición no consideraba la corrupción como parte de esa gravosa hipoteca del pasado. Más aún: aunque la describe como «un tumor maligno» con una extensa metástasis en la sociedad española, reconoce que en la Transición fue un fenómeno «prácticamente residual» (p. 10).

En el fondo, los excesos del autor y su propensión al nihilismo y al tremendismo –«país de corruptos», «banda borracha», «rey de la chapuza», «momias que aún perviven»…– nos apartan del importante debate que plantea este libro, al menos en su título, sobre lo que ganamos y aquello a lo que renunciamos con una democracia que, para Morán, ha estado muy condicionada por su origen. Lo cierto es que ni la comparación con otras democracias actuales ni la experiencia de la Segunda República española muestran un déficit democrático achacable a la Transición. Tampoco la corrupción galopante de los últimos años puede considerarse un mal inherente a las condiciones políticas en que se produjo el tránsito de la dictadura a la democracia, al menos según un libro tan poco sospechoso como este. En todo caso, el necesario debate sobre el precio de la Transición debería evitar presentismos interesados y ceñirse en lo posible a la realidad de un país que consiguió aquello que para Marcelino Camacho –y para muchos otros– fue «casi un milagro»: «Salir de la dictadura sin traumas graves»Intervención de Marcelino Camacho en ibídem.. ¿Alguien se imagina el coste que hubiera tenido, sobre todo para la izquierda, una transición sin consenso?

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son Adolfo Suárez: biografía política (Barcelona, Planeta, 2011) y, con Pilar Garí, Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Madrid, Marcial Pons, 2014). Es coeditor, con Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del siglo XIX español (Madrid, Alianza, 2002) y del Diccionario político y social del siglo XX español (Madrid, Alianza, 2008).

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