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Fósiles y evolución humana

Tras las huellas de Eva

LEE R. BERGER, BRETT HILTON-BERBER

Trad. de Guillermo Solana Ediciones B, Barcelona

384 págs.

15,6 €

El enigma de la Esfinge

JUAN LUIS ARSUAGA

Plaza y Janés, Barcelona

416 págs.

19,36 €

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El ser humano es un primate muy particular, cuyas características biológicas, en el sentido más amplio del término, se han desarrollado a través de un largo proceso de evolución. ¿Qué procesos han modelado nuestro desarrollo evolutivo? En términos más generales, ¿cuáles son los principios naturales que rigen la evolución de los organismos? Los textos que comentamos tratan de dar respuesta a algunos de los muchos aspectos de estas preguntas. No olvidemos, sin embargo, la extraordinaria complejidad del tema.

Desde el reconocimiento del fenómeno de la evolución como una realidad del mundo natural, diferentes teorías han competido a la hora de ofrecer un mecanismo causal que diera cuenta de los hechos de la evolución. Sin embargo, ha sido la proposición de la selección natural como motor del cambio, realizada simultáneamente por Darwin y Wallace a mediados del siglo XIX, la que ha permitido construir el edificio teórico más consistente.

Juan Luis Arsuaga explora en El enigma de la Esfinge los fundamentos y avances de la teoría evolutiva enunciada por Charles Darwin, y la siempre apasionada relación entre paleontólogos y la teoría de la selección natural. Como un caso de especial interés, el devenir de la paleoantropología –la ciencia de los fósiles humanos– y su diálogo con las teorías evolutivas, y en particular con la de Darwin, merece en la obra una dedicación especial. El enigma de la Esfinge es un texto denso, en ocasiones de contenido claramente académico, útil para el interesado en temas de teoría evolutiva y más especialmente en las aproximaciones a la historia del pensamiento evolutivo.

Por su parte, Tras las huellas de Eva nos ofrece una visión general de la evolución humana, intercalada con el relato, en primera persona, de las glorias y sinsabores de un profesional de la paleoantropología sudafricana, junto con las de otros personajes de la especialidad. Desde que Raimond Dart publicara en 1925 su revolucionaria interpretación del cráneo de Taung, al que denominó Australopithecus africanus, Sudáfrica se convirtió en un foco de atención científica internacional. Sin embargo, el protagonismo de aquel país en la escena paleoantropológica mundial, así como el de su homínido insignia, está lleno de altibajos. Lee Berger trata de reivindicar para el desdichado A. africanus (ahora veremos por qué) un nuevo estatus de privilegio en el árbol evolutivo del hombre, y con él para toda la paleoantropología sudafricana. A partir del estudio del esqueleto poscraneal (huesos del tronco y de las extremidades), se nos propone un nuevo escenario en el que el A. africanus pueda inscribirse otra vez en nuestra ascendencia más directa.

Desde un punto de vista conceptual, prevalece en ambos textos una interpretación común y muy extendida de las causas que explican el proceso evolutivo: digamos que se trata de una versión narrativa de la evolución basada en un concepto funcional de los organismos sujetos a procesos de adaptación. Juan Luis Arsuaga se interroga, no obstante, sobre la contribución de la paleontología a esta forma de entender la evolución.

Las pruebas de la realidad física de la evolución proceden de cuatro disciplinas clásicas de la biología: la anatomía comparada, la embriología, la biogeografía y la paleontología. De estas disciplinas, la paleontología proporciona la evidencia más tangible del cambio de los organismos a lo largo del tiempo. Modernamente, una vez superada la constatación de lo evidente (por más que se empeñen en negarlo los fundamentalistas del creacionismo), la ciencia trata de profundizar en el conocimiento de las causas y mecanismos que operan en la naturaleza. Y los paleontólogos se preguntan: ¿qué papel juega la paleontología en el conocimiento de los procesos y las causas de la evolución? Una revisión histórica pone de relieve que la contribución de la paleontología al desarrollo de la teoría de la evolución o, mejor dicho, de las teorías evolutivas, ha sido dispar y con diferentes efectos.

Darwin propuso a la selección natural –la supervivencia del más apto– como el agente fundamental del proceso de adaptación. Es decir, la facultad de los organismos para desarrollar las «herramientas biológicas» que les permiten reproducirse y explotar los recursos del medio con la mayor eficacia. Durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, un conjunto de avances científicos dio lugar a la teoría sintética o neo-darwinismo. En esencia, la incorporación al darwinismo clásico de la mutación al azar actuando sobre los genes, entendidos como las unidades elementales de información que se transmiten entre generaciones, proporcionó un soporte genético sólido a la teoría de la evolución por selección natural. Además, la acción de la selección natural modulando las frecuencias génicas en el seno de las poblaciones, de acuerdo con criterios de eficacia reproductora, encontraba en el modelo gradual de cambio una base explicativa congruente: natura non facit saltum.

Los paleontólogos, por su parte, tradicionalmente han estado en desacuerdo con este principio, un tema de fondo que Juan Luis Arsuaga desarrolla en extenso en El enigma de la Esfinge. En contradicción con el casi universal postulado del cambio gradual sostenido por el darwinismo, el registro fósil muestra discontinuidades en las transiciones morfológicas, revoluciones en las biotas del pasado, además de pautas de cambio sostenidas durante millones de años –las llamadas tendencias evolutivas–, y en otras ocasiones largos períodos de estasis morfológico en las especies. En definitiva, toda una fenomenología del mundo vivo que escapa a la visión unitaria de gradualismo sobre la que se apoya la teoría darwiniana de la evolución. Es aquí donde se abre un abismo entre neontólogos y paleontólogos. Los primeros, equipados con la observación de lo que está vivo y con las poderosas armas de la experimentación, han tendido a comprender la evolución como una extensión en el tiempo geológico de los procesos observables en la actualidad. Los segundos, acostumbrados a manejar la inmensidad del tiempo geológico, tienen ante sus ojos fenómenos de difícil explicación con un simple ejercicio de actualismo. Con la aceptación general de la teoría sintética, esta dialéctica desembocó en una incomprensión por parte de la neobiología hacia la paleobiología, que terminó relegando a esta última a un papel de mero ilustrador de los principios teóricos que emanaban de disciplinas tales como la genética de poblaciones.

Pero las cosas cambiaron. Desde los años ochenta, diferentes autores han proclamado con solvencia realidades ignoradas por la teoría sintética, cuyos fundamentos reposan sobre las dinámicas que ocurren en el seno de las poblaciones: lo que se ha denominado microevolución. En contraposición a esto, el nuevo resurgir de la paleontología evolutiva ha proclamado la existencia de procesos macroevolutivos, es decir, aquellos que suceden por encima del nivel de especie. Más elocuentemente, los procesos que han dado lugar a la diversidad y disparidad de las múltiples organizaciones biológicas.

Aunque la teoría macroevolutiva ha experimentado un gran desarrollo en los últimos años, el núcleo de la discrepancia con la teoría sintética radica en el viejo debate entre cambio constante y gradual frente a cambio rápido y no necesariamente constante. Con la propuesta del modelo del «equilibrio puntuado» por Eldredge y Gould en 1972 entró de nuevo en escena la paleontología en el ámbito teórico de la evolución. Bajo su influencia, se modificaron casos concretos previamente interpretados en paleontología humana como evolución gradual: el incremento paulatino del encéfalo en la evolución del género Homo, por ejemplo, pasó a ser visto como una larga fase de estasis morfológica en Homo erectus. Simultáneamente, la adquisición del plan corporal de los homínidos y la postura erguida pasaron a percibirse como ejemplos de la aparición, más o menos súbita, de una novedad evolutiva. Precisamente la tesis de fondo recogida en Tras las huellas de Eva versa sobre la evolución de las proporciones corporales de los homínidos.

Para conseguir perspectiva, podemos ordenar de forma sencilla la evolución del linaje humano en tres grandes períodos. El período más antiguo, y más largo, corresponde a los llamados australopitecinos –un grupo diverso de homínidos exclusivamente africanos– y abarca desde el origen del linaje, hace unos seis millones de años, hasta hace algo más de un millón de años. Entre los australopitecinos se distinguen al menos dos configuraciones craneales. Las formas gráciles, que incluyen, entre otros, al Australopithecus anamensis, el A. afarensis y nuestro viejo amigo, el A. africanus. Y las formas robustas, que se caracterizan por un aparato dental y del esqueleto facial muy desarrollados. El segundo período corresponde a la aparición del género Homo, evento éste aún muy oscuro, cuya cronología podemos acotarla entre hace 2,5 y 1,8 millones de años. Y, por último, el tercer período se corresponde con la subsiguiente evolución de Homo y el origen de especies fuertemente encefalizadas, como los neandertales y las poblaciones humanas modernas.

El Australopithecus africanus ocupó durante años una posición central en el pedigrí humano al ser considerado un antepasado directo del hombre. Sin embargo, el descubrimiento de una nueva especie, el A. afarensis (de edad más antigua), destronó a la especie de Sudáfrica de su privilegiado estatus, para ser relegada a una posición más marginal como antepasado de los australopitecos robustos (en la actualidad, el género Paranthropus). Más aún, con el descubrimiento del cráneo WT 17000 se creó una nueva especie, el A. aethiopicus, la cual desplazó de nuevo al A. africanus de la ubicación que se le había asignado. La posición evolutiva del A. africanus, a partir de ese momento, pasó a una clara indeterminación y, en la actualidad, vaga por los árboles evolutivos que han sido propuestos en los últimos años. Sin embargo, recientes descubrimientos procedentes del miembro cuatro del famoso yacimiento sudafricano de Sterkfontein, en particular un esqueleto parcialmente conservado (Stw431), abren las puerta, en opinión de Berger, a que el A. africanus recupere de nuevo su posición central en la filogenia humana. Veamos el porqué.

Hasta muy recientemente, la opinión más extendida sobre las relaciones evolutivas de los primeros homínidos sostenía que el A. afarensis era la especie madre de la que surgieron diferentes linajes. Entre éstos se incluían las formas robustas de australopitecinos (género Paranthropus), la especie de Sudáfrica: el A. africanus, así como al propio género Homo. Este esquema estaba basado fundamentalmente en el análisis de los caracteres del cráneo y de la dentición, al ser esta región anatómica la mejor conservada en el registro fósil. Sin embargo, el hallazgo de esqueletos de homínidos primitivos razonablemente completos ha permitido empezar a plantear la cuestión de cómo han evolucionado otras regiones anatómicas no craneales. En particular: ¿cómo encaja la transformación del esqueleto de las extremidades en el esquema evolutivo que acabamos de comentar?

La evolución del cráneo y la dentición de los homínidos siguen una pauta más o menos paralela en el tiempo. Es decir, la especie más antigua –el A. anamensis (de hace 4,2-3,5 millones de años)– es la más primitiva, con caninos relativamente grandes; el A. afarensis (de hace 3,6-3 millones de años) es algo menos primitiva, y el A. africanus (de hace 3-2 millones de años) parece más evolucionada en la morfología de los dientes y de la cara. Por el contrario, el esqueleto poscraneal parece revelar un esquema distinto. El plan corporal del A. afarensis es básicamente similar al humano (brazos cortos-piernas largas). Sin embargo, el esquema corporal del A. africanus (más reciente en el tiempo) se parece más al del chimpancé que al del hombre. Es decir, el A. africanus tenía una forma corporal más primitiva (brazos largos-piernas cortas) que la de otras especies de australopitecinos anteriores en el tiempo. Curiosamente, este patrón primitivo aparece también en el H. habilis, la que se considera la primera especie del género Homo. La implicación más inmediata es que el A. afarensis no puede ser antepasado del A. africanus, a menos que aceptemos que se ha producido una extraña reversión evolutiva. Hay dos posibles formas de interpretar estos curiosos hechos. La primera sería que el plan corporal del A. africanus sea el patrón primitivo y el del A. afarensis el plan derivado del que surgirá el género Homo. En este escenario no se entiende bien cómo es posible que la primera especie de Homo conserve unas proporciones primitivas en sus extremidades. La segunda posibilidad sería que fuera el A. africanus quien hubiera dado origen a Homo, dadas las aparentes similitudes en el cráneo. Es en este último contexto donde el A. africanus alcanza de nuevo una posición central en la filogenia humana.

En opinión de Lee R. Berger, la evolución de los primeros homínidos se entiende mejor si aceptáramos la existencia de una especie ancestral, aún por descubrir, de morfología primitiva tanto en el cráneo como en la proporción de sus extremidades. Desde esta especie ancestral surgieron entonces dos especies hermanas descendientes: el A. afarensis y el A. africanus. En este hipotético proceso evolutivo, el A. afarensis se diferenció como consecuencia de un cambio en el plan corporal (más similar al humano), mientras que su cráneo permaneció inalterado. Por su parte, el proceso que dio origen al A. africanus actuó sobre todo en la modificación del cráneo, mientras que su anatomía postcraneal conservó las proporciones primitivas. Como el H. habilis también tiene un cuerpo primitivo y un cráneo evolucionado, Berger plantea que la secuencia formada por una «hipotética especie ancestral», A. africanus y H. habilis es propiamente el linaje que, tras cambiar posteriormente su plan corporal, dio origen a nuestra especie. Según este modelo, la aparición de unas proporciones corporales similares a las humanas en el linaje del A. afarensis sería consecuencia de un proceso conocido como «convergencia adaptativa» (aparición de rasgos comunes por razones funcionales) y no necesariamente debido a una relación de parentesco. En definitiva, un escenario alternativo en el que la especie sudafricana retoma su protagonismo en la ascendencia del hombre, cuya principal virtud reside, más que nada, en forzar el refinamiento de los argumentos esgrimidos en el debate de las distintas propuestas que tratan de explicar la evolución humana.

Es mucho lo que queda por investigar en la ciencia del registro fósil, siempre lleno de información por descifrar. Sirvan estos dos textos como ejemplos del trabajo que se realiza en paleontología humana visto desde dos ópticas bien distintas: una visión genérica del marco teórico donde se inscribe el conocimiento de nuestro pasado evolutivo (El enigma de la Esfinge); y una visión cercana del cuerpo a cuerpo del científico con sus objetos de estudio: los fósiles (Tras las huellas de Eva).

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