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Para acabar de una vez por todas con el capitalismo

Postcapitalismo. Hacia un nuevo futuro

Paul Mason

Barcelona, Paidós, 2016

Trad. de Albino Santos

432 pp. 25 €

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Trotskista en su juventud, profesor de música primero y periodista después, Paul Mason es ahora también un ensayista de éxito gracias a su trabajo sobre la posibilidad de superación del capitalismo en la era digital. Y verdaderamente, si la crítica del capitalismo es el nuevo yoga –como dejó dicho el columnista de Die Zeit, Harald Martenstein, durante los años fuertes de la Gran Recesión–, el actual responsable de economía del Channel 4 británico se consagra aquí como un ejercitante original y persuasivo, plenamente convencido de los beneficios potenciales de su disciplina. De ahí que su libro concluya con una frase a la vez irónica y lapidaria: «El postcapitalismo os hará libres». Se trata de un propósito coherente con su declarada antipatía por este sistema económico, por lo demás ampliamente compartida en un mundo donde su preeminencia tras la caída de la Unión Soviética viene acompañada, con más fuerza si cabe tras la reciente crisis económica global, de un malestar casi universal. Algo que, parafraseando al Helicón de Albert Camus, no nos impide salir a comprar. Pero quizá, si nuestro autor tiene razón, por poco tiempo: su tesis central es que el capitalismo no podrá adaptarse a la revolución tecnológica en curso, que contiene, por tanto, la semilla de su destrucción. No cabe duda de que la tesis es sugerente, máxime por ofrecer a quienes comparten su deseo una alternativa a la herrumbrosa idea de la revolución proletaria: ¿hay algo mejor que un camino de salida del capitalismo marcado por los smartphones y la economía colaborativa? Es mérito de Mason desarrollar esta intuición con buen pulso periodístico y el hábil manejo de una sorprendente diversidad de fuentes, que hacen el libro a la vez entretenido y exigente, aun cuando el resultado final no esté a la altura de su original apuesta.

Que el libro haya tenido una desigual recepción internacional no es, por tanto, de extrañar. Mientras Gillian Tett elogia en las páginas de Financial Times el «fascinante conjunto de ideas» aglutinadas por Mason, Christopher May, catedrático de Economía de la Universidad de Lancaster, señalaba en el blog Rethinking Economics que estamos ante «una poco desarrollada amalgama de historia, economía política y futurismo». En el terreno de la izquierda, la identidad de los fines no garantiza el acuerdo sobre los medios: Rich Belbin achaca –en n la web de activistas Revolutionary Socialism in the 21st Century– «serias debilidades» a la obra y lamenta que sus conclusiones sean, en última instancia, utópicas. Por su parte, la reinterpretación que hace Mason de la tradición revolucionaria ha provocado notas escolásticas de aires nabokovianos, como aquella en la que un colaborador de la revista digital International Socialism puntualiza a otro que su relato de la ruptura entre Lenin y Aleksandr Bogdánov (autor de la novela de ciencia ficción utópica Estrella Roja) tras la fallida revolución de 1905 es «tristemente sintomática de su reticencia a considerar seriamente la dimensión utópica y visionaria del libro de Mason». Resulta evidente que éste, con su provocativa mezcla de hermenéutica marxista y análisis de la economía digital, no deja a nadie indiferente.

Ahora bien, Mason da por hecho con demasiada facilidad que cualquiera estará de acuerdo en la necesidad de acabar con el capitalismo realmente existente. Así, se limita a denunciar el imperio del neoliberalismo –sin explicar qué significa exactamente este comodín retórico– sin ponderar ningún contraargumento ni fajarse en la dimensión filosófico-moral del asunto. Félix Ovejero ha dado brillante noticia en esta misma revista de la publicación en castellano de algunos textos que, en defensa del socialismo, publicase el filósofo Gerald Cohen, cuya summa en forma de breve tratado puede encontrarse en ¿Por qué no el socialismo?Gerald A. Cohen, ¿Por qué no el socialismo?, trad. de Verónica Sardón, Madrid y Buenos Aires, Katz, 2011. Permanece inédita entre nosotros, sin embargo, la respuesta facturada por el filósofo libertario Jason Brennan, quien opone a la «utopía socialista» de Cohen una «utopía capitalista» llamada a demostrar que la mejor sociedad capitalista imaginable –aquella que realiza un conjunto de principios entre los que se contarían el respeto mutuo, la comunidad voluntaria o la reciprocidad– es, al margen de la viabilidad práctica de una y otra, preferible a la mejor sociedad socialista concebible. No es aquí el lugar para dirimir esta controversia, pero ésta nos sirve para constatar que Mason asume demasiado alegremente –al calor del descontento global de ahora mismo– que el final del capitalismo sería algo inequívocamente positivo. Pero eso, precisamente, requiere demostración; porque sean cuales sean sus muchos e inevitables defectos, el sistema que reemplace al actual habrá de ser mejor en sus resultados, ya que, de lo contrario, no tendría sentido adoptarlo. Más aún, los defensores del capitalismo creen sinceramente que es la mejor opción de las conocidas, o incluso que es el producto natural de la evolución social; pueden estar equivocados, pero atribuirles como se suele una especie de maldad moral intrínseca equivale a empezar la conversación con una nota falsa.

Mason asume demasiado alegremente que el final del capitalismo sería algo inequívocamente positivo

En ese mismo sentido, cuando Mason despliega los argumentos favorables a la terminación del capitalismo incurre en una lógica conspirativa algo simplista. Así, como si la historia económica fuera un juego de sumandos y restandos, dice que la ruina de los mineros ingleses es lo que nos ha permitido tener Facebook. O señala que cualquier gobierno que desafíe la austeridad se encontrará con unas instituciones globales «que protegen al 1%», siendo el objetivo final de aquella política económica «deprimir los salarios y estándares de vida occidentales hasta que se encuentren con los de China y la India, ahora en ascenso». Anteriormente, muchos países desarrollados «aprovecharon la recesión de principios de los años ochenta para imponer el desempleo masivo» (la cursiva es mía). Del mismo modo, la automatización no ha llegado aún a todos los sectores laborales porque eso impediría continuar con la explotación de los trabajadores. Y así sucesivamente. En otras palabras, Mason encuentra intencionalidad y planificación, además de perversidad, allí donde más bien hay múltiples actores con intereses contrapuestos, cuya interacción competitiva genera resultados por lo general imprevisibles. Su crítica de la financiarización y el exceso de endeudamiento es más acertada, mientras que sus negras previsiones sobre el impacto de la robotización, el aumento de la desigualdad o el colapso de los sistemas fiscales son acaso demasiado terminantes y sólo el tiempo dirá si también clarividentes.

Sucede que, siguiendo el hilo tendido por Brennan, tampoco está del todo claro que vivamos en una sociedad capitalista sensu stricto. Peter Sloterdijk manifestaba sus dudas hace unos años a cuenta de su polémica propuesta de fiscalidad voluntaria:

En realidad, ya no vivimos hoy día en modo alguno «en el capitalismo» –como sugiere últimamente una retórica tan poco meditada como histérica–, sino en un orden de cosas que debe definirse cum grano salis como un semisocialismo de Estado, impositivo e intervencionista, animado por los medios de comunicación de masas y fundado en la propiedad. Su pudorosa denominación oficial es «economía social de mercado».

Pero Sloterdijk es alemán y Paul Mason es británico: sus percepciones, pues, pueden diferir. De hecho, aunque el alemán pueda tener razón, la percepción generalizada es que vivimos en sociedades muy capitalistas donde apenas hay nada que no pueda comprarse ni exista un entretenimiento más popular que salir de compras. Tras el derrumbamiento de la alternativa soviética, el capitalismo es una totalidad –matices regionales al margen– convertida en saco de los golpes universal. Regresan también así, como sugería Derrida, los espectros de MarxJacques Derrida, Espectros de Marx, trad. de José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti, Madrid, Trotta, 1995.; aunque el Marx invocado por Mason sea un Marx a veces lateral, inesperado: así, el Fragmento sobre las máquinas que habla de un «intelecto general» que hoy podríamos identificar con Internet. De hecho, la desaparición del comunismo produce para el capitalismo un efecto similar al que padece la democracia: contrastamos el ideal imaginario –inalcanzable por definición– con la realidad y eso aumenta nuestro descontento. Pero el recuerdo de aquel comunismo dificulta, a su vez, la presentación de una alternativa convincente. Mason, generacional y biográficamente marcado por la fe en el marxismo, sugiere con este libro que la izquierda tiene que reconsiderar su proyecto, olvidándose de los diktats estatales, para promover en su lugar un cambio orgánico basado en la capacidad disruptiva de las nuevas tecnologías. Desaparecida la clase obrera occidental, el sujeto revolucionario pasa a ser la persona educada y conectada del siglo XXI; más que desencadenar un baño de sangre, la idea es propiciar una revolución divertidaLa expresión es de Ramón González Férriz: La revolución divertida, Barcelona, Debate, 2012.. Mason presta así una atención hacia las novedades que, frente a la vetusta obsesión neokeynesiana de la izquierda en boga a uno y otro lado del Atlántico (Podemos, Corbyn, Sanders), debe ser saludada con entusiasmo. Su atención se posa sobre los problemas correctos y abre horizontes a los que merece la pena atender.

Sea como fuere, Mason no entiende el capitalismo como un simple sistema económico, sino como una ideología: el régimen de percepción necesario para que una sociedad asiente su funcionamiento en los mercados y la propiedad privada. Hasta ahora, su capacidad de adaptación y asimilación le ha permitido superar todos los obstáculos, pero este sistema habría alcanzado los límites de su capacidad adaptativa y hecho con ello posible el advenimiento del poscapitalismo. Por tres razones esenciales: 1) la tecnología de la información ha reducido la necesidad de trabajo; 2) los bienes informacionales están corroyendo la capacidad del sistema para fijar precios correctamente; y 3) está produciéndose el ascenso espontáneo de la producción colaborativa. La subsiguiente lucha entre las redes y la jerarquías, entre las nuevas formas de organización horizontal y las viejas estructuras verticales, marcaría la puerta de salida del mercado: una economía de la información –sostiene Mason– no es compatible con una economía de mercado. Dicho de otro modo, «la red ha hecho posible que los seres humanos se rebelen». Aunque esta rebelión no se ve por ninguna parte, salvo que entendamos, como hace Mason, que el aumento de la colaboración –de Wikipedia a Airbnb– o el pirateo masivo del nuevo disco de Kanye West constituyen, en sí mismos, actos de rebeldía. Tal como veremos después, la idea es seductora, pero no convincente.

Peter Drucker, legendario gurú del management, había anticipado ya en 1993 el impacto de la economía del conocimiento sobre el entero edificio del capitalismo y hablado, de hecho, de un «poscapitalismo». Mason lo cita con aprobación, aludiendo al cambio decisivo que se produce cuando el conocimiento deja de ser un recurso para convertirse en el recurso y se produce con ello la consiguiente elevación de la «persona educada universal» como sujeto arquetípico del capitalismo contemporáneo. Para Mason, es mejor hablar de «individuos en red», pero las implicaciones son las mismas: la infotecnología expulsa al trabajo del proceso de producción, reduce el precio de mercado de las mercancías, destruye algunos modelos de negocio y produce una generación de consumidores psicológicamente acostumbrados a la gratuidad. ¡Algo de esto último sabemos en España! Es aquí donde Mason rescata al Marx del fragmento antecitado, contenido en los Grundrisse, para sostener que el juego salario/plusvalía se vuelve marginal allí donde manda el conocimiento. Y que, a su vez, la posibilidad de que éste sea compartido a través de un «intelecto general», en combinación con el coste marginal cero que tiene reproducir contenidos ideacionales que no se degradan con el uso, impide la futura supervivencia del capitalismo. Surge así gradualmente un nuevo modo de producción, basado en la colaboración en red, la economía peer-to-peer y toda clase de mecanismos extramercantiles que difuminan la distinción entre producción y consumo, a la vez que aumentan el número de las acciones y transacciones desarrolladas fuera del mercado. Ahí, en esa esfera, los sujetos «están en realidad intercambiando regalos». Toda una cultura del don, por traer a colación al citadísimo antropólogo Marcel Mauss, estaría emergiendo ante nuestros ojos: regalos haríamos cuando corregimos una entrada de Wikipedia, cambiamos una vieja cómoda por una camiseta vintage del Cotonificio de Badalona o practicamos el coach-surfing. Una oleada de cambio ante la que se resistirían con uñas y dientes las jerarquías tradicionales: bancos, monopolios, gobiernos.

En cuanto a su impacto sobre el trabajo, Mason cree que no podemos comprenderlo sin regresar a la teoría del valor del trabajo anticipada por Marx, abandonando con ello el paradigma marginalista: éste no puede funcionar en un contexto de abundancia y aquella sí. Sólo arrancando de la premisa de que el valor de un producto está basado en el trabajo que ha sido necesario para elaborarlo, así Mason, podemos teorizar correctamente su valor en una economía del conocimiento en la que el coste marginal del producto final tiende a cero. Ya que una máquina que funcionase indefinidamente no podría añadir valor a aquél:

La teoría del valor del trabajo, tal como fue esbozada por Marx, predice que la automatización puede reducir el trabajo necesario a cantidades tan pequeñas que éste terminará siendo opcional. De acuerdo con esta teoría, las cosas útiles que pueden ser hechas con pequeñas cantidades de trabajo humano terminarán por ser gratis, compartidas y de propiedad comunal. Y así es.

A ello hay que sumar la dificultad que presenta la medición económica de los nuevos bienes informacionales y la robotización del empleo. Nuestro autor va todavía más lejos y señala que el infocapitalismo hace posible acabar con el trabajo humano: sólo el capitalismo impide que así sea. Después de embarcarse en una suerte de historia abreviada del movimiento obrero moderno, desde el siglo XIX hasta nuestros días, Mason insiste en que el «asesinato neoliberal» del sindicalismo ha hecho nacer a los futuros sepultureros del capitalismo: los sujetos cooperativos y educados que trabajan en red más allá de las fronteras nacionales.

En este contexto, como si hiciera un guiño a la vieja contradicción marxista entre la inevitabilidad teleológica de la revolución y la conveniencia de trabajar para forzar su ocurrencia, Mason dedica un largo capítulo a la teoría de la ola larga en la versión del economista ruso Nikolái Kondrátiev. De acuerdo con ésta, la economía se rige por ciclos de veinticinco años, que contienen una fase alcista y culminan en una depresión que da paso a un nuevo ciclo largo animado por una nueva tecnología y alta inversión en capital. Mason sostiene que la teoría es correcta, pero la actual crisis representa una ruptura del patrón: algo distinto estaría pasando. Tras una larga discusión –en la que convoca a Joseph Schumpeter y a su seguidora Carlota Pérez–, concluye que los tres factores decisivos para la definición de los ciclos largos son la tecnología, la economía y la lucha de clases (o capacidad de los trabajadores para resistirse a los cambios que el capital trata de imponerle). Tras el abandono del patrón oro y la capacidad que con ello gana el sistema bancario para crear dinero de la nada, el neoliberalismo persigue con éxito la desorganización del proletariado y da el pistoletazo de salida para una globalización a la que esa debilitada clase obrera no puede resistirse: por eso el actual ciclo sería diferente. Pero, a pesar de su interés teórico, esta excursión por la teoría de la ola larga no es esencial para el argumento del libro y bien podría el autor haber prescindido de ella. Al no hacerlo, es como si se esforzase por acumular el mayor número posible de pruebas de cargo contra el acusado. A éstas habría que sumar los «shocks externos» que empujarán de forma desordenada hacia un cambio estructural si no somos capaces de ejecutarlo antes ordenadamente: el cambio climático (al que Mason otorga prioridad: cree algo ingenuamente que la solución tecnológica existe, pero es el mercado lo que impide su puesta en práctica), la bomba demográfica (en lo que al impacto sobre las pensiones se refiere) y las migraciones.

Bien, ¿cómo avanzar hacia el poscapitalismo? En un ejercicio de honradez intelectual, Mason proclama la necesidad de tomarse en serio las críticas que hicieran Ludwig von Mises y Friedrich Hayek a la planificación centralizada propia del socialismo clásico. A su juicio, el mercado es demasiado complejo para replicarlo o mejorarlo mediante un organismo central. Aunque siempre habrá una cierta necesidad planificadora, el proceso de transición hacia el poscapitalismo debe ser gradual, orgánico, granular: se parecerá más al tránsito del feudalismo al capitalismo que a la revolución soviética. Tecnología, lucha social, nuevas ideas y shocks externos se combinarán para producirla.

Inevitablemente, Mason se vuelve aquí más posibilista, menos preciso. Partiendo de la premisa de que la transición poscapitalista ha de maximizar el poder de la información y afectar al conjunto de la cultura, lo primero que habría que hacer es someter la información al «control social democrático» para impedir su control oligopolista; hecho esto, corresponderá someter la realidad social en su conjunto a «control colaborativo», desconectando de paso la «máquina privatizadora neoliberal». En todo esto, el papel del Estado es ambiguo: por una parte, le corresponderá reorganizar los mercados «en favor de resultados sostenibles, colaborativos y socialmente justos»; por otro, se apropiará de la agenda política encargada de abordar los grandes problemas globales y acabará con los monopolios. Sin embargo, al mismo tiempo se dice del mismo que operará como una suerte de wiki, promoviendo las nuevas fuerzas económicas sin someterlas a control. Su destino final es disolverse gradualmente, como sucedía en la teleología marxista que desembocaba en la administración de las cosas: sus funciones, pronostica Mason, terminarán por ser asumidas por la sociedad. Un ejemplo de ello está en las infraestructuras: aunque el Estado se encargará inicialmente de su planificación, ésta se hará después «democráticamente, con resultados radicalmente diferentes» (aunque no se ofrecen más detalles al respecto). Habrá empresas con ánimo de lucro, pero sometidas a una regulación estricta «que limite su capacidad de generar injusticia social», mientras que se reservará un espacio para las actividades financieras complejas; en todo caso, éstas coexistirán con la renacionalización de los Bancos Centrales y el control público de la política monetaria. Esta resoberanización parcial habrá de combinarse con una globalización que Mason considera deseable, aunque los detalles se dejan para mejor ocasión. Finalmente, se pagará una renta mínima a todos los ciudadanos que permita subvencionar la transición a una semana de trabajo más corta y formalizar la separación entre trabajo y salario. Todo esto da forma al «reformismo revolucionario» defendido por Mason: una agenda tan ambiciosa como voluntarista.

En última instancia, él mismo admite que la transición al poscapitalismo no será un proceso controlado. Más que un estado final hacia el que dirigirse, se trata de un estado inicial. Y así como advierte que no podemos imaginar qué tipo de seres humanos producirá una sociedad donde la economía dejará de ocupar un papel central, la propia sociedad poscapitalista admite muchas formas posibles. Su vaguedad recuerda aquella que Berlin identificara en Marx. Llamativamente, al igual que en la sociedad sin clases profetizada por éste, Mason anticipa la desaparición de las injusticias: «Por ser la abundancia su precondición, el poscapitalismo producirá espontáneamente alguna forma de justicia social» (la cursiva es mía). Eso no significa que los conflictos desaparezcan: la sostenibilidad ecológica, el papel de la mujer o el envejecimiento de la población son fuentes potenciales de problemas sociales. Aun así, la confianza del autor en la producción espontánea de justicia social en este brave new world resulta conmovedora. Tal vez por eso omita toda discusión del papel y la forma que la política habrá de desempeñar en una sociedad poscapitalista; como si, desaparecida la causa mayor de injusticias y conflictos, éstos estuvieran llamados a desaparecer por arte de magia. No es un defecto nuevo del utopismo, sea éste político o religioso: el futuro será armónico o no será. A decir verdad, ¿quién compraría un mal futuro en el mercado de las promesas políticas? Pero que haya una razón para el escamoteo no convierte a éste en razonable. ¿Es que acaso no habrá resistencia contra el poscapitalismo? ¿Desaparecerá la lucha por el poder en su interior? ¿O todas las formas del poder serán «nuevo poder», cooperativo y horizontal? ¿Habrá partidos políticos, representantes, movimientos sociales? Dejar a un lado la discusión sobre el papel de la política y lo político en el poscapitalismo, en fin, no contribuye a la credibilidad de la hipótesis.

¿Desaparecerá la lucha por el poder en el poscapitalismo? ¿O todas las formas del poder serán «nuevo poder», cooperativo y horizontal? 

Esta debilidad apunta hacia el aspecto más discutible de la propuesta de Mason, que, por desgracia, es también el decisivo: la fetichización de la redes como herramientas intrínsecamente emancipadoras y generadoras de un nuevo tipo de actividad económica ontológicamente diferente de la capitalista. En realidad, las redes no carecen forzosamente de jerarquías: algo que vale para las empresas en forma de red, para las redes sociales y para el tipo de relación que unos y otros entablan entre sí. Tal como señala David Beer, el teórico del digitalismo:

Mucho de lo que sabemos sobre las redes descentralizadas contemporáneas sugieren que no están libres de jerarquías. Por poner el ejemplo superficial de las redes sociales, los marcadores Klout y otras formas de medir en ellas influencia y amplificación están diseñadas para revelar esas mismas jerarquía. […] La descentralización, por tanto, no es equivalente al empoderamiento ni la democratización.

También David Runciman reprocha a Mason que no nos explique cómo harán las redes para sobreponerse a las jerarquías, máxime cuando el segundo recurre a éstas cuando lo considera necesario: propiedad estatal, lucha contra el cambio climático, política monetaria.

Pero, más fundamentalmente, ¿por qué habríamos de considerar que la economía y el consumo colaborativos son poscapitalistas y no, más bien, hipercapitalistas? En su comentario, Christopher May sugiere que la cualidad revolucionaria del infocapitalismo es una exageración, por cuanto las relaciones sociales capitalistas habrán podido experimentar un cambio en sus formas, pero no en su sustancia. Por ejemplo, aunque hablamos del papel que desempeña la confianza en los intercambios digitales, no parece que la demanda de transparencia y los distintos marcadores de fiabilidad asociados a aplicaciones y plataformas (comentarios de usuarios, rankings de fiabilidad, etc.) reflejen la existencia de tal confianza en el prójimo, sino más bien lo contrario. A su vez, la reciprocidad existente en esta economía, para muchos parangonable a un don o regalo, puede ser explicada recurriendo al incentivo natural a la cooperación: te ayudo no porque tú me ayudarás, sino porque alguien distinto lo hará en el futuro. En otras ocasiones, se presenta como una novedad lo que siempre estuvo presente: el teórico del management Daniel Pink sostieneDaniel Pink, Drive. The Surprising Truth About What Motivates Us, Nueva York, Riverhead, 2009. que nos motivan menos las pagas por rendimiento que las recompensas intrínsecas, como muestra la colaboración en proyectos como Wikipedia o Linux, pero Adam Smith ya señalaba que el mejoramiento de nuestra condición trae causa del deseo «de ser observado, atendido, tomado en consideración con simpatía y aprobación»Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales, trad. de Carlos Rodríguez Braun, Madrid, Alianza, 2013.. Junto a las recompensas intrínsecas, la economía colaborativa ofrece, además, un reconocimiento extrínseco que tiene que ver con su vinculación con un estilo de vida asociado a la juventud. Mark Levine lo resumía perfectamente en las páginas de The New York Times: «Compartir es limpio, fresco, urbano, posmoderno; poseer es aburrido, egoísta, tímido, anticuado». ¿Es el poscapitalismo el nuevo cool? ¡Nada más capitalista!

De la misma manera, es discutible que el así llamado consumo colaborativo difiera dramáticamente del consumo tradicional. Rachel Botsman y Roo Rogers, autores del estudio de referencia sobre el particular, sostienen que estas nuevas formas de consumo –basadas en el intercambio o venta de bienes ociosos, facilitada por las plataformas digitales– representan el final del hiperconsumo y la neofilia que nos lleva a desechar los bienes adquiridos tras un breve período de tiempoRachel Botsman y Roo Rogers, What’s Mine Is Yours. How Collaborative Consumption Is Changing the Way We Live, Londres, HarperCollins, 2011.. Pensemos en Etsy o en los movimientos de defensa de la gastronomía local, e incluso de cocina «lenta»: la sencillez y la participación, la transparencia y la trazabilidad se convierten en valores de una nueva forma de consumir todavía marginal, pero en ascenso. Hay aquí, sin duda, una novedad; pero deducir que ésta representa un cambio de sustancia es algo más arriesgado. ¿Acaso hay algo más capitalista que poner en el mercado todos los bienes ociosos de los que uno dispone, desde una vieja mecedora al desplazamiento a otra ciudad que hacemos en nuestro coche? Hay que tener en cuenta, además, el factor generacional y su relación con el poder adquisitivo: se diría que son pocos quienes sólo consumen colaborativamente, siendo más común alternar distintas formas de consumo e, incluso, abandonar las colaborativas con el paso del tiempo. Presumir un mayor altruismo en quien se desplaza con Uber o se aloja con Airbnb tampoco parece muy apropiado: el superior precio y la mayor facilidad desempeñan un papel destacado en esa elección. Y en el interior de las nuevas empresas sucede algo parecido, ya que, por más que su oficina sea una cafetería y estén formadas por un ingeniero malasio, un contable italiano y un programador alemán, suelen basarse en contratos pormenorizados donde figuran las responsabilidades y derechos de cada parte: la red que asalta la jerarquía dista de ser una comuna.

Ni que decir tiene que eso no les resta capacidad de disrupción. Pero reconocer que las transformaciones en curso no tienen por qué poseer naturaleza poscapitalista es quizá más prudente que asumir de entrada lo contrario. De hecho, la posible mutación digital del capitalismo no dejaría de ser un subproducto de éste, o su consecuencia evolutiva: una síntesis más que una antítesis. En este sentido, aunque Mason lo deja fuera de su análisis, hay que recordar que las innovaciones digitales no habrían sido posibles sin el marco institucional y cultural propio de las sociedades liberales: el imperio de la ley, la neutralidad moral de los poderes públicos, la protección de la diversidad social, la regulación mercantil, la existencia de esferas públicas robustas, etc. Es en el contexto posbélico occidental donde se desarrolla el movimiento del software libre que está en el origen de Linux y otras empresas colaborativas; por su parte, los fundadores de Wikipedia han manifestado la influencia que sobre ellos tuvieron las tesis de Hayek sobre la circulación social de la información. Si, como sostiene Charles Leadbeater, la cultura creada por la red es «una potente mezcla de redes posindustriales, la ideología antiindustrial de la contracultura y el revival de las ideas preindustriales de organización que fueron marginadas en el siglo XX»Charles Leadbeater, We-Think. Mass Innovation, not Mass Production, Londres, Profile Books, 2009, es también preciso añadir la dimensión liberal de unas prácticas basadas en la libre circulación de ideas cuyas derivaciones –en forma de aplicaciones digitales– traen causa de la hiperdiferenciación de la oferta de éstos que se produce en las economías occidentales a partir de los años sesenta. «There’s an app for that», como dicen los anglosajones: para cada capricho, su proveedor. De manera que, ciertamente,

puede que pronto vivamos en un mundo poscapitalista y posempresarial, donde los individuos serán libres para unirse en asociaciones temporales con objeto de compartir, colaborar e innovar, y donde las páginas web permitirán a las personas dar con empleadores, empleados, proveedores y clientes en cualquier lugar del mundo.

Pero esta predicción no es del apocalíptico Mason, sino del integrado Matt Ridley, quien anticipa esta nueva forma de organización social al final de El optimista racional, libro en el que defiende que la combinación de intercambio y especialización es la clave para entender el progreso de las sociedades humanas. Hay, pues, una lectura liberal del poscapitalismo que resulta tan plausible como la de Mason. O quizá más: la continuidad de un capitalismo informacional se antoja más probable que su transformación en un poscapitalismo de signo incierto. Naturalmente, pudiera ser que el nuevo ethos digital haga posible reformas –como designar mercados específicos para el capital natural o crear nuevas monedas para fines específicos– que den forma a una suerte de «policapitalismo»Per Espen Stokes, Money & Soul. The Psychology of Money and the Transformation of Capitalism, Devon, Green Books, 2009.. Pero hablar de poscapitalismo es en sí mismo ambiguo: las nuevas formas sociales y económicas están lejos del colectivismo. Éste, como recuerda Howard Rheingold, implica coerción y control centralizado, mientras que la acción colectiva se basa en una autoselección libre y una coordinación dispersaHoward Rheingold, Smart Mobs. The Next Social Revolution, Nueva York, Basic Books, 2002.. Más bien parece que estamos en eso que Neal Gorenflo ha llamado con acierto «individualismo colaborativo»Entrevistado por Rachel Botsman y Roo Rogers para su libro antecitado, p. 70..

La gran paradoja del libro de Mason es su deseo de mantener las virtudes de la libertad descentralizada propia de la cultura digital con un «control social democrático» que no parece posible sin un cierto grado de coerción centralizada y planificación estatal o paraestatal. Simultáneamente, el dinamismo inherente a las sociedades liberal-capitalistas parece difícil de embridar sin, otra vez, una vigilancia estatal que milita contra las virtudes del sujeto educado y conectado llamado a protagonizar esta revolución que no osa decir su nombre. ¿Cómo reconciliar esos dos impulsos contradictorios? En su libro sobre la economía wiki, Don Tapscott y Anthony Williams anticipan que vamos «hacia un mundo en el que el conocimiento, el poder y la capacidad productiva estarán más dispersos que nunca: un mundo en el que la creación de valor será rápida, fluida y siempre disruptiva»Don Tapscott y Anthony Williams, Wikinomics. How Mass Collaboration Changes Everything, Londres,Atlantic Books, 2008.. También el poder, como ha mostrado Moisés Naím, tiende a dispersarse debido a la emergencia de un conjunto de «micropoderes» (campañas públicas, movimientos sociales, comunidades epistémicas, nuevos partidos) que dificultan más, si cabe, el tipo de «control social» reclamado por MasonMoisés Naím, The End of Power. From Boardrooms to Battlefields and Churches to States, Why Being In Charge Isn’t What It Used to Be, Nueva York, Basic Books, 2013.. En este contexto, tal como dejó dicho Hayek, la competencia y la innovación crean una «compulsión impersonal» que obliga a empresas e individuos a adaptarse a las nuevas circunstanciasFriedrich Hayek, New Studies in Philosophy, Politics, Economics and the History of Ideas, Chicago, The University of Chicago Press, 1978.. De ahí los problemas políticos asociados a las nuevas tecnologías de la información: taxistas en huelga contra Uber, descenso de los salarios, aumento del desempleo por razón robótica. Detrás de estas alteraciones se encuentran, ciertamente, sujetos educados y conectados. Es dudoso que sus acciones respondan a una conciencia revolucionaria o que la matriz de ésta sea anticapitalista; si es poscapitalista, está por verse. Pero no está claro que el significado de este vistoso término haya de ser aquel que Mason le atribuye.

En suma, Postcapitalismo combina virtudes y defectos a partes iguales, convirtiendo su lectura en un sano ejercicio de curiosidad intelectual que ilusionará a unos y decepcionará a otros, sin aburrir a nadie por el camino. Mason apunta en una dirección más que saludable, en especial para una izquierda a la que se dirige directamente con una clara intención renovadora. Su capacidad para encontrar ángulos imprevistos y combinar de manera original ideas y problemas es digna de elogio. Por desgracia, también posee defectos inevitables, como los que se derivan de su voluntarismo político y de la fallida identificación de las redes sociales y sus usuarios con un agente revolucionario llamado a derribar las jerarquías inmovilistas del capitalismo vertical. Otros asuntos, como el problema del coste marginal cero y su impacto sobre los precios, habrían requerido de un mayor desarrollo: el capitalismo de servicios es, en respuesta a las amenazas de la gratuidad, un capitalismo de experiencias y emociones, donde el lujo desempeña simultáneamente un papel creciente. Mason no discute estos asuntos, cruciales para entender la evolución de la economía contemporánea y su gestión de la relativa abundancia. Tal como se ha señalado, además, Mason presupone un deseo de rebeldía entre los ciudadanos mayor que el que cabe observar a simple vista. Y es que quizá minusvalore el elemento de juego y diversión presentes en la sociedad capitalista, auténtico ludódromo que mantiene entretenidos a sus partícipes de mil formas distintas. Resulta difícil precisar si éstos padecen una indeseable alienación de la que es preciso liberarlos o se muestran más bien conformes con el contexto social en que les ha tocado vivir sus vidas. Para quienes estén persuadidos de lo primero y busquen nuevas vías de cambio social, la lectura del libro de Mason es obligatoria; para los demás, no deja de ser recomendable, a pesar de sus debilidades. Es de suponer, por lo demás, que el autor prefiere que lo adquiramos en lugar de obtenerlo gratis, aun a riesgo de retrasar la transición poscapitalista. Pero nunca se sabe.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Madrid, Siglo XXI, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Madrid, Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, 2010). Sus últimos libros son Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012) y Environment & Society. Socionatural Relations in the Anthropocene (Dordrecht, Springer, 2015).

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