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Panorama sesgado

SPECTRUM. DE LA DERECHA A LA IZQUIERDA EN EL MUNDO DE LAS IDEAS

Perry Anderson

Akal, Madrid

Trad. de Cristina Piña Aldao

412 pp.

30 €

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Merece la pena leer Spectrum. Es una obra recomendable, no sé si a pesar de sus altibajos o precisamente gracias a ellos. Le falta mucho para ser un libro sobre la historia de las ideas políticas en la segunda mitad del siglo XX, más o menos el ámbito temporal que pretende abarcar. Para empezar, no es un libro, sino una yuxtaposición arbitraria de artículos dispersos en el espacio y en el tiempo. Nada que objetar: es un mal que nos alcanza a todos y Perry Anderson no es ni mucho menos el que peor lo resuelve. Carece, por tanto, de unidad sustantiva: hay hallazgos conceptuales atractivos, pero la mezcla resulta poco convincente. A ratos discute sin dar un paso atrás con Carl Schmitt o con John Rawls; otras veces cuenta detalles anecdóticos sobre sus vivencias en el consejo de redacción de New Left Review o de The London Review of Books. Guarda para el final una pequeña joya, las memorias de su padre, probo funcionario de aduanas en la China de primera mitad de siglo, hermoso relato y aguda descripción de un sistema colonial que ya no daba más de sí. Es, sin duda, lo más original del libro, tal vez porque no tiene nada que ver con la derecha ni con la izquierda ni con el mundo de las ideas. He aquí la prueba –no sé si a favor o en contra, pero da lo mismo– de cómo funciona el materialismo histórico: como buen irlandés, nuestro autor cree sinceramente en la familia y en el amor filial. También su hermano Benedict, famoso por sus Comunidades imaginarias, aparece de vez en cuando en las páginas más personales.

Lo peor es el sectarismo. Bien está la ideología, incluso el amor apasionado por la propia causa. Pero Anderson es víctima del prejuicio una y otra vez, con daño irreparable para una obra de razonable ambición intelectual. Todos los de «derechas» son malvados, a pesar de que algunos huyeran en su día de la barbarie nazi. Todos los de «centro» son tibios, por mucho que presuman de progresismo. Todos los de «izquierdas» son estupendos, aunque no le caigan simpáticos, como Thompson, o no tengan nada que ver con la teoría política, como García Márquez o Timpanaro. Incluso los más cercanos reciben algún recado cuando se apartan de la ortodoxia: Therborn es «poco marxista» porque defiende el matrimonio a efectos demográficos y Brenner es culpable por no mencionar expresamente a Marx, aunque el espíritu del fundador está «omnipresente» en su obra. En conversación con los amigos, alguna vez se escapa el epíteto de «sinvergüenza», de notable arraigo científico, para descalificar a cierto adversario conservador. Último ejemplo: cuando explica las diferencias entre Vargas Llosa y García Márquez utiliza una batería de tópicos sobre «ricos» y «pobres» que no es de recibo en un historiador reconocido y prestigioso.

Empecemos por lo mejor. Anderson acierta, creo, al mantener viva y operante la distinción entre derecha, centro e izquierda, mal que les pese a los defensores asépticos de una política sin ideas. Son conceptos, escribe en el prefacio, que «conservan visiblemente su significado» y que representan todavía modos y formas diferentes de concebir la realidad social. Es muy perspicaz la distribución de materias entre unos y otros en el vasto territorio de las ciencias sociales: a la derecha le gusta la doctrina del poder; al centro, la teoría política normativa; a la izquierda, el análisis socioeconómico, mejor cuando se aplica al pasado que al presente. Como ocurre siempre, los autores elegidos no encajan en la casilla correspondiente, pero el enfoque demuestra ingenio y capacidad de síntesis. En el lado negativo, el viejo militante abruma al lector con el discurso de la queja permanente: el capitalismo gana terreno y los progresistas se baten en retirada. Ya saben: es cosa del «pensamiento único». Uno de los objetivos del libro es «resistir contra esta involución», y Anderson se aplica a fondo en un empeño tan loable. Supongo que jugar a la contra debe ser útil a efectos retóricos. Ya decía Harold Laski hace casi un siglo que, en el fondo, la izquierda hace lo que puede porque las armas decisivas están siempre en manos de los adversarios. También es una postura frecuente entre conservadores y liberales, a juzgar por ese lamento lastimero sobre la superioridad de los otros en la batalla de las ideas mientras ellos se refugian en la gestión eficaz, y acaso se hacen fuertes en la teoría económica normativa.
 

Spectrum permite –incluso exige– una lectura selectiva. En la primera parte, lo mejor es el capítulo dedicado (con todo cariño, sin duda) a la «derecha intransigente». Por allí circulan, a cual más perverso, Schmitt, Hayek, Strauss y Oakeshott, todos dispuestos a denunciar la maldad intrínseca de la democracia y la soberanía popular. Anderson reconoce la calidad académica del cuarteto, aunque su colega británico queda siempre –con razón– un peldaño por debajo. Estudia encuentros y desencuentros, entremezcla sus obras con buen criterio y advierte a cada poco sobre su condición de arietes del bando capitalista en el despliegue ideológico de la Guerra Fría. Demuestra una singular familiaridad con Carl Schmitt, más allá de los lugares comunes. Por ejemplo, discute con rigor acerca de la teoría del «katechon», apta sólo para iniciados. Cabe sospechar que el conocimiento de Leo Strauss es bastante más superficial. De pronto, llega un salto en el vacío. Los otros dos representantes de la derecha en este panorama sesgado están muy lejos de sus ilustres antecesores. Ferdinand Mount es –visto con buena voluntad– un agudo ensayista, cuyo libro Mind the Gap contiene propuestas dignas de atención en el marco de la política inglesa entre Thatcher y Blair. A su vez, Timothy Garton Ash no debe de estar nada contento con la compañía que le adjudican ni con la crueldad que utiliza el autor para definirlo como un «asistente» de los políticos. En cuanto a esos «sueños de Europa oriental» –que leemos con frecuencia en la prensa– tampoco es probable que dejen huella más allá de la coyuntura específica que inspira sus artículos en The Guardian.

Me temo que a John Rawls, Jürgen Habermas y Norberto Bobbio tampoco les gustaría ser ubicados en el «centro». Como suele pasar, un puritano respeta a los más lejanos y se muestra más exigente con los vecinos. Así, el estadounidense generó «una verdadera industria académica [que] prácticamente no ha influido en el mundo de la política occidental»; el alemán no explica cómo es la sociedad real ni ofrece propuestas para un futuro mejor; el italiano, aunque sale mejor parado, estaba demasiado próximo al espíritu socialdemócrata de un Felipe González, entre otros modelos. Anderson conoce bien la obra de todos ellos y formula críticas razonables, muy lejos de la beatería escolástica al uso. Cabe destacar el capítulo que cierra este bloque («Armas y derechos: el centro ajustable»), un análisis sutil, y por supuesto muy poco complaciente, sobre las doctrinas de los tres filósofos acerca de la hegemonía de los Estados Unidos después de su victoria por goleada en la Guerra Fría.

Llegamos a la izquierda, por fin en territorio amigo. Anderson es un estupendo recensionista, un maestro en esa clase peculiar de textos que publican las revistas dirigidas al lector culto pero no especialista. Como los autores son menos conocidos, con excepciones notorias, Spectrum gana en interés para quienes desean aprender algo acerca de la «revolución pendiente» al estilo anglosajón. Hay muchas vivencias personales, encuentros y desencuentros, querellas a veces adolescentes, siempre de tono sectario: uno reprocha al otro que está al servicio de la clase dominante o que vive en una mansión que fue en su día la residencia de un obispo. Edward Thompson, el fundador de New Left Review, no le resulta simpático, pero cuenta cosas interesantes de su libro sobre William Blake. Sebastiano Timpanaro fue, a su juicio, un filólogo notable y sus méritos para la causa del comunismo de posguerra no pueden ser ignorados. Sin embargo, no es un pensador político, ni siquiera de segunda fila; en el mejor de los casos, un aceptable historiador de las ideas por sus estudios sobre el romanticismo. García Márquez no pinta nada en este contexto: por suerte para la literatura, no desempeña papel alguno en el despliegue de la teoría política contemporánea. Göran Therborn ofrece un interés muy limitado en este campo, y poco podemos decir los que no somos especialistas en sociología de la familia. Hay cosas que sorprenden un poco, al menos a los más legos: ¿quién podía suponer que estadounidenses y judíos son culpables de la precaria situación de la mujer en el islam? Pues así es, según nos cuenta, por su objetivo de incitar a la corrupción del viejo patriarcado tribal. Robert Brenner tampoco es relevante para la alta teoría, pero al menos llama la atención de quienes nos ocupamos por razones académicas de las revoluciones inglesas del siglo XVII. Eric Hobsbawn es ciertamente un gran historiador, pero el artículo sobre sus memorias (Interesting Times) sólo se ocupa de los avatares como militante del partido comunista en ese entorno cambiante que lo sitúa hacia el final de su vida en la posición nostálgica de la «izquierda vencida».

Para terminar, no se pierdan los dos apéndices. Secretos de alcoba sobre The London Review of Books y, en especial, las andanzas de Anderson padre por la China posimperial y prerrevolucionaria, mi capítulo favorito. Lástima que, también en este caso, el lector en español tenga que superar el obstáculo de una traducción discreta, poco apropiada para una edición limpia y clara.

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Ficha técnica

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